A las cuatro y media de la madrugada ya estábamos en pie para coger un avión a Kisangani, que en teoría despegaría a las ocho. Por las calles el trasiego de personal había descendido algo, pero no cesaba ni a esas horas en que todavía era noche cerrada.
La terminal de vuelos nacionales no tenía nada que ver con la internacional; era un caos muy bien organizado para crear el mayor número posible de puestos de trabajo perfectamente inútiles. Antes de embarcar había que pasar quince controles, conseguir tres sellos, pagar las tasas de embarque e ir repartiendo las cuatro copias del recibo en diferentes colas. Pero en medio de ese caos vi a un verdadero artista: un señor que llevaba puesto un chaleco reflectante del personal de mantenimiento del aeropuerto y que se saltó, lógicamente, la cola más larga, la del control de pasaportes. Lo que no me pareció tan lógico fue que al llegar al control se quitara el chaleco, lo doblara y lo guardara en un maletín antes de entregarle su pasaporte al agente de inmigración. Nunca sabré si el chaleco era suyo o si lo había alquilado para la ocasión, pero estoy seguro de que se había ahorrado más de media hora de espera. ¡Torero!.
En la cola más o menos caótica tenía delante a una negra altísima, con unos zapatos rojos con tacón de aguja adornados con cadenas doradas y que llevaba tal cantidad de broches, pendientes, collares, pulseras y otros complementos que parecía un árbol de navidad. El pantalón blanco le quedaba tan ceñido que se le había reventado la costura, justo lo suficiente para dejar ver unas bragas de encaje con cadenitas doradas a juego con los zapatos. Cuando su acompañante la avisó, se quitó el chal que llevaba sobre los hombros y se lo amarró en torno a las caderas. Problema resuelto.
Al entrar en el avión me asaltó un olor que tardé en reconocer, hasta que conseguí identificarlo con las tiendas de productos africanos de la calle San Francisco de Bilbao. La mezcla de especies, sudor y colonia me resultaba poco usual, pero no me desagradaba.
A mi lado se sentó una señora con un precioso traje de gitana, o al menos eso parecía. Estampado con grandes lunares multicolores sobre un fondo marfil, muy entallado, se abría por abajo en unos volantes, y se cerraba en el pecho con un drapeado en forma de piquitos, a juego con los lunares. Completaba su atuendo con unas chanclas de charol rojo, perfectas para ir a la feria de Kisangani.
Poco a poco se iba imponiendo sobre los demás el olor a sudor, omnipresente; hasta las impolutas azafatas emitían un fuerte aroma acre, me imagino que fruto de las especies que le añadían a la comida. Nuestro grupo había decidido colaborar al ambiente declarando que no era obligatorio ducharse ni cambiarse de ropa todos los días. Las camisas técnicas que usaban la mayoría de mis compañeros y compañeras hedían; yo, al menos, vestí todo el viaje exclusivamente de algodón, decorado habitualmente con los cercos salinos del sudor evaporado.
Cuando levantamos el vuelo, después de sobrevolar Kinshasa y de ver Brazzaville al otro lado de Lago Stanley pronto estuvimos sobre una selva cerrada, en la que no se veía ni una carretera. Recordé entonces las palabras de Javier Reverte en Vagabundo en África: ”Volábamos ya sobre las selvas oscuras del Congo, una suerte de mancha casi negra, un abismo de tierra que nos observaba desde allá abajo con ojos invisibles. No resultaba bella aquella visión primera de la selva desde lo alto, en todo caso era inquietante.”
Al aterrizar nos trasladamos al decadente Palm Beach Hotel, en el que a K. y a mí nos adjudicaron toda una suite con una cama de matrimonio de casi dos metros de ancho, un colchón adicional en el suelo, televisión de plasma, tresillo de terciopelo y otros lujos. Eso sí, el agua de la ducha caía con cuentagotas y aclararse el champú era todo un ejercicio de paciencia, pero con un barreño y mucha calma conseguí hasta hacer una pequeña colada. Luego nos fuimos todos a conocer nuestro barco, el “Go Congo”. Amarrada a una pieza de chatarra en una playa cochambrosa estaba una embarcación de madera de las que en el río llaman balleneras. Treinta y ocho metros de eslora, cinco o seis de manga y poco más de un metro de calado limitaban lo que sería nuestro hogar durante semana y media. La barcaza no tenía una cubierta estanca propiamente dicha; en los dos tercios de proa se ubicaba la zona del pasaje, con un piso de tablas sueltas directamente sobre la sentina, techo de madera, grandes ventanales y una fila de arcones a cada costado, que nos servirían tanto de taquillas individuales como de camas. Cuatro mesas de plástico y una buena cantidad de sillas amueblaban la zona destinada a comedor, y en el extremo de popa del local estaban las regletas para cargar nuestros múltiples equipos electrónicos.
Más a popa, una escalera subía hacia la zona de servicio: La cocina, en la que se ubicaban varios fogones de carbón de leña, tipo barbacoa; las dos letrinas con sus cubos de agua y sus sanitarios de loza que descargaban directamente al río; la zona de lavado, con más barreños y un cubo amarrado a una estacha para rellenarlos también con agua del río y una cabina de ducha con una placa oxidada, media docena de clavos para colgar la ropa y otro barreño de agua del río con dos cacitos, con los que te mojabas y te enjuagabas.
Un carpintero estaba rematando la segunda letrina y varios detalles más, y el mecánico tenía desmontado un carburador sobre un banco de trabajo precario, casi en equilibrio sobre el agua; todo ello bajo la dirección de Michel, un belga de mi edad que casi se había arruinado con un negocio de exportación de peces tropicales y que, desde hacía diez años, intentaba mantener a flote su empresa de servicios turísticos. Era la primera vez que llevaba a bordo a un grupo tan numeroso de viajeros y, quizás por las expectativas, se había esmerado en que el barco estuviera en el mejor estado de revista posible, dentro de las limitaciones del país.
Después de lo negras que me habían puesto las cosas en la agencia de viajes, me sorprendió agradablemente el equipamiento del barco: dos motores fueraborda de cincuenta y cinco caballos cada uno, un grupo electrógeno de seis kilovatios, alumbrado de fantasía en la zona de proa…
Eso sí, en el puente no había más que la silla del piloto, un volante de coche y un acelerador. Ni equipos de navegación, ni GPS, ni siquiera una brújula o una sonda electrónica. Tampoco llevábamos luces de navegación, ya que teóricamente estaba prohibido navegar de noche, ni chalecos salvavidas. Cuando le pregunté a Michel por estos últimos, se hizo el belga, que viene a ser como hacerse el sueco pero en francés.
Para irnos familiarizando con el barco y sus nueve tripulantes hicimos nuestra primera comida a bordo. Cabra guisada, arroz blanco, plátano macho frito y una salsa terriblemente picante, el piri-piri, que nos acompañaría durante toda la travesía.
En la orilla un hombre barría cuidadosamente las escaleras que descendían desde un bar hasta la ribera. Cuando hubo reunido toda la basura la metió cuidadosamente en una bolsa y la lanzó al río, el mismo río en el que una madre estaba aseándose, lavando la ropa y bañando a una niñita en un barreño. A pocos metros una señora mayor con el pelo al cero se arremangó el vestido, se quitó las bragas, se adentró en el agua, y se puso a mear tranquilamente. A continuación lavó las bragas, se las puso y se marchó, empapada pero limpia. Aguas abajo un pescador lanzaba la atarraya desde una piragua. Cuando consiguió un pez se acercó a nuestro barco para vendérnoslo.
Todo esto sucedía en la misma agua que usaríamos a partir de ese momento para ducharnos y lavar la ropa. Menos mal que para cocinar llevábamos un montón de garrafas de agua de pozo y, para beber, una amplia provisión de botellas de agua depurada.
Volvimos hasta el hotel caminando por el paseo fluvial y pasamos por entre varios edificios de la época colonial, todos en un lastimoso estado de conservación y a los que estaba prohibido fotografiar, pues contenían cosas tan estratégicas como una comisaría o una escuela. Creo que en el fondo no dejaban hacer fotos para que no se difundiera su mal estado.
En un microbús nos desplazamos unos quince kilómetros río arriba, hasta las cataratas o rápidos de Boyoma, Wagenia o Stanley, que de las tres maneras se conocen. Estos rápidos, que se extienden río arriba a lo largo de más de cien kilómetros hasta la ciudad de Ubundu, cierran el mayor tramo navegable del río Congo, de unos 1.500 kilómetros de longitud, que desciende desde aquí hasta Kinshasa.
Por eso Stanley llegó hasta este lugar, no en su búsqueda del Doctor Livingstone sino en un viaje posterior en pos de las fuentes del Nilo, y estableció aquí cerca una base de comercio en 1883. Pero poco duró aquella primera fundación de la ciudad, ya que al año siguiente aparecieron los cazadores de esclavos tanzanos, que obligaron a los europeos a abandonar la ciudad en 1887. Como el rey Leopoldo no estaba dispuesto a rendirse definitivamente, al año siguiente firmó la paz con los esclavistas, nombró a uno de ellos gobernador provincial y bautizó la ciudad como Stanleyville. Este nombre se mantuvo hasta la campaña de africanización de Mobutu, en la que se recuperó el nombre swahili de Kisangani. La ciudad acabaría convirtiéndose en la tercera del Congo en población y en su segundo puerto fluvial.
Kisangani vivió una época relativamente tranquila desde la paz con Tanzania hasta que en 1958 Patricio Lumumba, nacido allí, fundó el Movimiento Nacional Congoleño y obtuvo la independencia dos años después.
Los años más duros vinieron algo más tarde, con la revolución Simba y las dos guerras africanas de las que hablaré más adelante. Pero volvamos a las cataratas.
Como escribía más arriba, estos rápidos impiden la navegación aguas arriba, dividiendo el río en dos tramos tan desconectados entre sí que hasta tienen distinto nombre. Los portugueses, que llegaron a su desembocadura en 1482, acabaron llamándole Congo, por el reino Kongo que ocupaba la parte baja del río en aquella época. Desde Kisangani hasta la desembocadura sigue nombrándose como río Congo, pero el tramo desde su nacimiento cerca del lago Tanganica hasta las cataratas Wagenia se conoce como Lwalaba. También cambia el idioma: Swahili aguas arriba y Lingala aguas abajo. Por cierto, fue Stanley el primer europeo que descubrió que el Lwalaba y el Congo eran, en realidad, el mismo río, y también el primero que navegó el rio desde Kisangani hasta Kinshasa.
El nombre más usado de las cataratas, Wagenia, se debe a la tribu enya, formada por bantúes pescadores, que hace siglos se estableció en esta zona precisamente para explotar la pesca en los rápidos, negocio que siguen monopolizando hoy en día. Los enya usan varios sistemas de pesca: desde la atarraya circular que lanzan metidos en el agua hasta la cintura, hasta las gigantescas nasas que constituyen el principal atractivo turístico.
Para manejar las nasas, unos embudos de caña de hasta seis metros de largo, han construido dentro de los rápidos unas estructuras de madera a modo de andamios, sobre las que se juegan la vida al amanecer y atardecer, cuando acuden a recoger la cosecha del día tras el toque de tambor del jefe de la tribu, todos juntos para evitar la tentación de levantar la nasa del vecino y quedarse con su captura.
No éramos los únicos turistas que visitábamos las pesquerías, principal y casi único atractivo de Kisangani; varias familias congoleñas habían decidido pasar allí la tarde del domingo. El segundo atractivo creo que éramos nosotros, los wazungu o mzungu, palabras con que se nos designa en swahili a los blancos. Lo digo por la cantidad de fotos que nos hicieron los congoleños, casi más que nosotros a ellos. Fotos a nosotros, fotos con nosotros… Ahora con el niño…ahora con las dos niñas…ahora con toda la familia…otra más con el río al fondo… Ojo por ojo y diente por diente.
Esa noche cenamos en Chez Mama Eliza, un restaurante muy popular entre la clase media local. Nuestra entrada, aunque éramos los únicos blancos, pasó casi inadvertida por la expectación que levantaba el partido de fútbol (creo que era Congo contra Gabón) que retransmitían a todo volumen por varias pantallas de televisión repartidas por el recinto.
La carta incluía platos tan exóticos como boa en salsa de dendé y antílope, facóquero o puerco espín con tomate. Me limité a un discreto “pichón verde” en salsa de cacahuetes, aunque no estaba muy seguro de qué pájaro me estaba comiendo. Espero que no estuviera protegido por el convenio CITES. Creo que acerté, me trajeron dos pajaritos tamaño perdiz y una buena ración de patatas fritas, que sin llegar a la perfección de las gallegas podían pasar perfectamente por sanluqueñas.
Me sorprendió lo del vino. Mis compañeros pidieron cerveza, pero cuando le pregunté a Mama Eliza si tenían vino tinto me trajeron cuatro botellas diferentes, todas francesas. Me decanté por un burdeos del 2008, bastante potable pero a casi treinta dólares la botella. No demasiado dadas las circunstancias.
A las doce de la noche llegamos al hotel, después de un paseo por las calles casi desiertas; lo justo para encontrar una tiendecita en la que comprar una botella de agua para lavarme los dientes. Suponiendo que en el hotel hubiera agua, sería sin depurar, sacada del río o, en el mejor de los casos, de algún pozo.
A la mañana siguiente, aunque estaba previsto zarpar a primera hora, recibí la primera lección sobre los horarios africanos. Al barco le faltaban algunos detalles, sin concretar, y Michel nos aconsejaba aprovechar la mañana para conocer la ciudad. Nos lanzamos así a un agotador recorrido de varias horas bajo el sol inclemente. Después de una rápida visita a la catedral, sin ningún interés, nos acercamos al mítico Hôtel del Chutes, el Hotel de las Cataratas.
Fue en este edificio racionalista, hoy en día semi abandonado, donde los guerreros Simba encerraron en 1964 a más de mil seiscientas personas, incluyendo a todos los blancos a los que pudieron pillar y a varios cientos de “évolué”, los indígenas que habían adoptado los modos de vida europeos. A unos y a otros les echaban la culpa de todos los males del país y pretendían eliminarlos para volver a la vida primitiva, la de antes de la llegada de los sicarios del Leopoldo de Bélgica. El mito del buen salvaje.
Por respeto a quien lea esto no voy a escribir aquí los detalles espeluznantes que me contaron sobre el terreno. Baste decir que poco me faltó para vomitar allí mismo y que durante varias noches sufrí pesadillas.
Más de mil personas murieron asesinadas en aquel edificio maldito, hasta que los supervivientes fueron liberados en una operación conjunta de los ejércitos belga y congoleño y de un buen puñado de mercenarios. Los mismos mercenarios que se rebelaron un par de años después y saquearon la ciudad.
Pero no con eso llegó la paz a Kisangani. A principio de los años noventa soportó varias batallas de la llamada Primera Guerra de Congo; en 1999 se enfrentaron allí dos facciones rivales del RCD, un movimiento contrario al entonces presidente Laurent Kabila, y en el año 2000 fue escenario de la Guerra de los Seis Días entre los ejércitos de Uganda y de Ruanda, país este último que ocupó la ciudad hasta 2003, manteniéndola aislada del resto de Congo mientras saqueaba sistemáticamente las grandes riquezas minerales de la zona. Hasta 2006 no se restableció una cierta normalidad y se reanudó el tráfico fluvial.
Reproduzco a continuación una frase traducida de “Congo”, obra de Thomas Turner que me había recomendado mi amiga librera Teresa, y que, en mi opinión, es el mejor ensayo sobre la historia reciente del Congo: Desde el siglo XIX se ha descrito al Congo como “el corazón de las tinieblas”. Este es el cliché favorito de los periodistas, según el cual se puede atribuir todo tipo de atrocidades al salvajismo innato de los congoleños. La mayoría de ellos no se da cuenta de que Joseph Conrad llegaba a la conclusión de que la verdadera oscuridad estaba en los corazones de los hombres blancos, que enviaban a sus agentes a violar y matar por toda África Central.
Pero no todo han sido desgracias en la historia reciente de Kisangani. También ha vivido sus momentos de glamur; no puedo omitir que esta ciudad sirvió de localización a las aventuras de Bogart y Katherine Hepburn en la inolvidable “La Reina de África”, o a la no menos encantadora Audrey Hepburn en “Historia de una monja”. Muchos años después del rodaje, Katherine Hepburn escribió un libro titulado “La Reina de África, o cómo viajé a África con Bogart, Bacall y Huston y casi perdí la razón”.
Desde el centro de la ciudad caminamos hasta la Maschid al Kebir, la Gran Mezquita. La República Democrática del Congo es un país predominantemente católico, pero existe una amplia y respetada minoría musulmana, descendiente de los esclavistas y pastores watutsi que llegaron desde Sudán y Zanzíbar. Aunque a los infieles no nos estaba permitida la entrada en el edificio, nos dejaron descansar a la sombra de los soportales que protegen la entrada principal, rato que aproveché para comentar primero con un sacristán y luego con el imam un episodio de la historia sagrada que siempre ha dividido a los seguidores del islam y a los judíos. Resulta que Abraham (Ibrahim para los otros) tuvo un primer hijo, Ismael o Ismail, con su esclava Agar y años después tuvo otro, Isaac, con su legítima esposa Sara. De entonces viene la disputa: los musulmanes, a los que también se conoce como ismaelitas o agarenos, dicen proceder de Agar e Ismail y defienden su derecho de primogenitura frente a Isaac, del que se declaran descendientes los judíos. Resolvimos la cuestión amistosamente, afirmando que todos, musulmanes, judíos y católicos somos pueblos del Libro. De mi ateísmo militante mejor no hablar en aquel ambiente.
Me preguntó el imam que cuántas veces había leído el Corán, y con todo el descaro del mundo le contesté que solamente una, pero que me sabía de memoria la primera azora, la Fatiha. Se la tuve que recitar íntegra, mientras él la repetía en árabe: En el nombre de Dios, el Clemente y Misericordioso…
Nos despedimos tan amigos.
Visitamos también el inmenso, caótico y atestado mercado central, pero creo que quince wazungu juntos éramos demasiados y que suponíamos una auténtica molestia para compradores y vendedores al movernos y sobre todo al pararnos a hacer fotos por aquellos pasillos estrechos y laberínticos, repletos de mercancías.
Volvimos al hotel a descansar un poco y a seguir esperando, lo que iba a ser nuestra principal ocupación de aquel día. El Go Congo no estaba listo, pero teníamos la promesa de Michel de que zarparíamos. Primero que a las doce, luego que a las cuatro, luego que antes del atardecer. Por el camino aprovechamos para comprar vino, porque en el barco solo habría agua, cerveza y Coca Cola. En el primer supermercado tuvimos poca suerte, el mejor vino disponible era un Mateus Rosé, y el siguiente en calidad un San Simón en tetra brik. Menos mal que en el segundo encontramos unas “bag in box” de un tinto sudafricano, a unos diez dólares el litro. Por ese precio no podíamos esperar gran cosa, pero entre los ocho aficionados al vino arramblamos con los diecinueve litros que les quedaban. No demasiado si teníamos en cuenta que era nuestro único suministro para los próximos once días: habría que racionarlo a una copa por comida para que nos llegara hasta Mbandaka.
Nos instalamos con nuestros equipajes en el barco, pero a las cinco de la tarde seguíamos amarrados. Dentro de una hora se haría de noche y nos prohibirían salir a navegar hasta el día siguiente.
De pronto, de una manera tan inexplicable como todo lo anterior, la tripulación subió la plancha, soltaron amarras y Graça, uno de los marineros, se tiró al agua para empujar la proa de la barcaza, a modo de remolcador. Por fin zarpamos, entre las despedidas de los muchos curiosos que se agolpaban en la orilla.
A unos cinco o seis nudos como máximo empezamos a navegar rio abajo, hacia el oeste. La visión era idílica, con las piraguas cruzado de orilla a orilla, el sol bajando entre reflejos rojo-anaranjados, las aldeas con sus fogatas humeantes… Comenzaba la aventura.
Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.
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