Nuestro barco navegaba directo hacia el banco de arena, pero me tranquilicé al ver cómo la embarcación reducía la velocidad y la sonda indicaba fondo suficiente. Bordeamos el banco hasta uno de sus extremos, donde pudimos acercarnos lo suficiente como para varar y poner la plancha. Se trataba de pasar una tarde de playa, una más de las sorpresas que nos estaba proporcionando este viaje.
Bajamos a tierra, mejor dicho a una arena limpia y dorada, aunque el agua del río, turbia y oscura, me quitó las ganas de bañarme. Mis compañeros me pidieron que les hiciera fotos en el agua, y yo obedecí, aun sabiendo que cuando recibieran las fotos se iban a arrepentir. A nuestra edad, con nuestras tripas, cicatrices, varices, calvas, y algunos órganos un tanto caídos no estábamos para mucha foto reveladora.
Aunque desde la playa no se divisaba ningún poblado, de alguna manera se había corrido la voz por el río y poco a poco iban llegando piraguas cargadas de curiosos. Probablemente fuera la primera vez en su vida que veían a quince monguele y contemplaban los estragos que la civilización había causado en unos cuerpos que en algún momento habían sido duros y esbeltos como los suyos.
Hicimos noche en Yambole con el rito habitual, ampliado esta noche con un espectáculo de sombras chinescas que montó Kim con un pañuelo y un par de frontales. Los chiquillos estaban encantados, cada vez nos parecíamos más a un circo ambulante.
La luna se puso bastante pronto y el generador del barco se apagó a las nueve en punto, lo que me permitió disfrutar antes de dormirme de un cielo absolutamente repleto de estrellas, solo comparable al de un épico viaje hace ya nueve años, en un coche sin techo -no descapotable-, desde Alto Paraíso de Goiás hasta la Chapada dos Veadeiros, a unos cientos de kilómetros al noroeste de Brasilia.
Aquella noche resultó ser la de las mbóro, las ranas. A pocos metros del atraque de la Go Congo había una charca donde vivía una colonia muy numerosa, que nos amenizó toda la noche y gran parte del amanecer.
Llegamos bastante temprano a Bumba, una ciudad mediana donde teníamos que cubrir algunos papeleos y repostar agua, pan y combustible. Mientras Michel se ocupaba de esos asuntos, acompañados por Mikael y uno de los marineros organizamos una excursión en ciclo taxi, otro auténtico circo. Contratamos a diecisiete conductores con sus tolekas (bici taxis) decoradas con flores de plástico y paños multicolores, y nos dirigimos hacia la misión católica, cruzando todo el centro de la ciudad.
Una comitiva como la nuestra era demasiado para los habitantes de la tranquilísima Bumba. Algunos niños lloraban, aterrados; otros nos saludaban a gritos y nos perseguían histéricos por la emoción. Desde casas y tiendas nos filmaban y fotografiaban con los móviles, y yo me sentía como una personalidad, sonriendo y saludando a diestro y siniestro mientras me agarraba como podía al porta bultos de la bicicleta de Etienne, mi conductor.
El suelo, sin asfaltar, era bastante irregular; menos mal que los espectadores les gritaban a los conductores: ¡Malembe, malembe! (despacio), no sé si para que no nos cayéramos o para disfrutar más tiempo de aquel espectáculo inesperado.
Después de un recorrido de un par de kilómetros y de pagarle a cada conductor sus quinientos francos (medio dólar), entramos en la misión católica de Notre Dame de Bumba, llevada por sacerdotes corazonistas y sin mayor interés para mí. Vimos a unos carpinteros fabricando pupitres in situ, visitamos la escuela graduada y un hospital a un precio justo comparado con los hospitales privados de Kinshasa (diez dólares por noche en habitación individual, con todas las comodidades que te trajeras desde casa), y nos marchamos pronto para que siguieran trabajando en paz.
Como curiosidad, en el patio del hospital vimos un pozo con un azulejo que ostentaba la letra “B” y una corona. El pozo había sido construido gracias a un donativo del rey Balduino, quien luego se casaría con nuestra Fabiola de Mora y Aragón allá por 1960, meses después de que la independencia del Congo. La verdad es que Balduino podía haberse estirado un poco más después de todo lo saqueado por su abuelo Leopoldo.
Volvimos al barco paseando a través del mercado, medio vacío, y de la zona comercial, con casi todas las tiendas cerradas. Incluso estaba cerrada la Boutique de la Modernité, donde esperábamos poder comprar algunas de las telas multicolores con las que se vestían las congoleñas.
Ya a la orilla del río, en una terracita encima de los almacenes de “Nogueira SRC” nos bebimos unas cervezas o refrescos, en espera de que abriera Mahi, la mejor tienda de telas de la ciudad. Cuando por fin abrieron vimos que efectivamente tenían un buen surtido de telas, todas de algodón, aunque no las vendían por metros, sino solo por piezas completas de casi seis metros de largo. Elegí rápidamente una, de fondo rojo y muy colorida, mientras alguna de mis compañeras –no voy a señalar- tardó más de media hora en decidirse. Luego me arrepentí de no haber comprado más, pero en aquel entorno no estaba seguro de si las telas eran bonitas o yo estaba abducido por el exotismo del entorno.
Llegamos al barco, en donde no habían terminado las complejas negociaciones para pagar las tasas (sobornar) a los representantes de cuatro organismos diferentes. Todos querían lo suyo, pero en francos congoleños; en Bumba no aceptaban los dólares, muy apreciados en todo el resto del país. Mientras esperábamos a que Mikael volviera con cambio, en la gabarra amarrada al lado de nuestra lancha un negro impresionante se duchaba desnudo en cubierta, para gran revuelo de mis compañeras y cachondeo de los demás tripulantes de la gabarra, que se habían dado cuenta del interés de las monguele. La verdad es que no era para menos, aunque en mi opinión perdió mucho cuando, una vez duchado, se enfundó una camiseta de tirantes color chicle. Y los siento, pero de esto no tengo fotos.
Resueltos los trámites, zarpamos por fin mientras comíamos y pasamos a lo largo de un enorme tren fluvial, formado por seis gabarras y dos empujadoras. En estas últimas, a las que estaba prohibido el acceso del pasaje, convivían los tripulantes, sus familias, una docena de gallinas y un par de cabras.
Claro que el concepto de familia era un tanto elástico; podía referirse tanto a la mujer e hijos legítimos, como a las llamadas “esposas del río”, que convivían durante la travesía con alguno de los tripulantes o pasajeros a cambio de transporte, alojamiento y comida. Al llegar a destino se deshacía el “contrato”.
En Bumba el río alcanzaba su anchura máxima, de entre veinte y treinta kilómetros según las lluvias, pero insisto en que era imposible apreciar esta dimensión, ya que se dividía en innumerables ramales separados por islas muy frondosas.
La palabra “placidez” se quedaba corta para describir este tramo de navegación. Ni una ola, ni siquiera un rizo turbaban la superficie del agua, donde solo algún pequeño remolino y los jacintos flotantes permitían mantener la sensación de movimiento. El momento de máximo chill out se produjo como siempre después de comer, cuando todas las mujeres sin excepción dormitaban sobre los arcones de popa, mientras los hombres leíamos, escribíamos o repasábamos las fotos, sentados en las sillas más a proa en estricta separación de géneros. Solo Kim, fiel a su papel de guía e integrador, circulaba entre ambos grupos.
Habíamos llegado al punto más al norte de nuestro recorrido, y seguíamos sin graves problemas de salud. Aunque algunos compañeros habían caído ante la diarrea del viajero, era muy leve y remitía en menos de cuarenta y ocho horas, a base de agua de arroz y suero oral. La verdad es que la higiene alimentaria a bordo se llevaba bastante a rajatabla. El agua era embotellada, no había hielo, no se servían verduras crudas ni fruta que no fuera fácilmente pelable, y se cocinaba con agua de pozo, sin potabilizar pero razonablemente limpia. El principal riesgo estaba en platos, vasos y cubiertos, que se lavaban con agua del río.
Al atardecer atracamos en un sitio que no llegaba a la categoría de aldea. Cinco cabañas palafíticas alojaban a dos familias amplias, no más de treinta personas en total. Al parecer, se dedicaban a la pesca y no cultivaban absolutamente nada; de hecho cuando estábamos allí atracados llegó una piragua con cinco mujeres de otra aldea, que les cambiaron la mandioca y algún otro producto vegetal que llevaban por varios fardos de pescado ahumado.
Aunque cuando escribo que no cultivaban nada no soy totalmente veraz. En un extremo de la aldea crecía una palmera datilera de las llamadas lontan en Indonesia, y de la cual extraían la savia, muy rica en azúcar, para elaborar vino de palma. Por una escala muy rudimentaria fabricada con palitos amarrados al propio tronco de la palmera se trepaba hasta la copa, donde habían practicado una incisión por donde manaba la savia, que se recogía en una calabaza. Periódicamente vaciaban el contenido de la calabaza en una garrafa de plástico, donde fermentabay el azúcar se transformaba en alcohol. A primeras horas de la mañana el líquido era dulce y suave, como una cerveza de trigo, pero según avanzaba la fermentación se iba haciendo más ácido y potente. La que probamos en aquella aldea tenía un olor nauseabundo pero un sabor muy agradable, con toques cítricos y un regusto a foie gras.
Como Michel procuraba ir haciendo gastos en todas las aldeas para crear buen ambiente, les compró diez litros de aquel brebaje. Bajamos a tierra pasajeros y tripulantes, cada uno con su silla de plástico, formamos un amplio círculo en torno a una pequeña hoguera, y allí nos trasegamos el vino de palma entre los tripulantes, Michel, Kim, yo y un par de pasajeros más; los demás se decantaron por la cerveza convencional. Aprovechando aquel ambiente de fuego de campamento, Kim contó una historia sufí que había oído en el Sahel.
Trataba de un padre moribundo que reúne a sus tres hijos, y les dice que dejará sus tierras y su ganado al que más llene su cabaña, sea de lo que sea. El primero, agricultor, se levanta al amanecer, se va al campo y recoge toda su cosecha, que apila en el interior de la cabaña hasta más de media altura. Al día siguiente el segundo hijo, cazador, sale de casa antes de amanecer y vuelve al final de la tarde cargado con antílopes, facóqueros, puerco espines y otros animales, pero solo consigue llenar una cuarta parte de la cabaña.
El último día, el tercer hijo, sin oficio conocido, se queda en la cama hasta bien entrada la mañana. Pasa el resto del día holgazaneando por la aldea, visitando a sus amigos o simplemente echando la siesta. A punto ya de ponerse el sol, cuando iba a terminar el plazo concedido, coloca en el centro de la cabaña una lámpara de aceite, la enciende, y toda la cabaña se llena de luz.
Por mi parte les conté la leyenda wounaan sobre la creación del mundo. No debió resultar muy interesante, porque en cuanto terminé decidimos volver al barco a dormir.
De nuevo la noche amenazaba lluvia, por lo que volvimos a apiñarnos en la cubierta baja. El habitual concierto polifónico de ronquidos estuvo esta vez punteado por frecuentes toques de trompeta. La cena había sido a base de arroz con judías pintas, y ahora sufríamos las consecuencias.
Al día siguiente llegaríamos a Lisala, ciudad natal de Mobutu Sese Seko, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.
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