jueves, 25 de octubre de 2018

De buses, microbuses, busetas y bambuses

(21 y 22 de septiembre de 2018)

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La derrota de La Heroica
Tierradentro
- Superyo

El viaje en autobús desde San Agustín, en el alto Magdalena, hasta Salento, en los valles cafetaleros cercanos al curso medio del Cauca, es casi interminable. Por algo será que cuando se le pregunta a Google Maps cómo hacer ese recorrido en transporte público responde “No se ha podido encontrar una ruta para ir al destino indicado”. En coche, Google calcula diez horas para menos de quinientos kilómetros de distancia.

A las nueve y cuarto de la mañana del viernes nos recogió un todo terreno en la puerta del hotel. En él nos apiñamos el conductor, seis pasajeros, el agente y los equipajes; menos mal que el agente iba sobre el guardabarros trasero, agarrado a la rueda de recambio. Paramos primero en las oficinas de la empresa de autobuses para recoger los billetes, pagados con varios días de antelación; luego fuimos a una gasolinera a repostar. En España, esas gestiones las habría hecho el conductor antes de recoger a los pasajeros, pero en Colombia nadie tiene prisa.

Cinco kilómetros más abajo, en un cruce, nos esperaba la buseta Pitalito – Popayán, que en teoría tendría que haber subido hasta San Agustín a recogernos. Como éramos pocos pasajeros no les compensaba el desvío, y la compañía prefería bajarnos en taxi hasta el cruce.

La buseta, un intermedio entre la furgoneta y el microbús, era razonablemente cómoda; casi todos los pasajeros teníamos un asiento propio, aunque los que nos tocaron a nosotros casi no nos permitían ver el paisaje: el logotipo de la compañía de transportes cubría por completo las ventanas de ambos costados. Peor iba uno de los guiris que había bajado con nosotros desde San Agustín: pese a sus protestas, lo acomodaron en un taburete de plástico, sin respaldo. Por suerte no había aire acondicionado ni música, por lo que no tuvimos que ponernos la ropa de abrigo ni los tapones para los oídos que llevábamos preparados.

La primera hora de viaje transcurrió razonablemente bien: la carretera era muy tortuosa pero estaba asfaltada, y había poco tráfico. Una vez cruzado el río Magdalena iniciamos una larga subida hacia las sierras que nos separaban del valle del Cauca.

A eso de las once, el conductor anunció una parada en una venta para ir al baño. Varios de los pasajeros aprovecharon para pedirse un menú completo, lo que allí llaman sopa y seco. En este caso era un sancocho de gallina, del que primero te servían un buen tazón de caldo con patatas, yuca y maíz, y luego un plato con la gallina, arroz y plátano frito.

Yo ya había desayunado antes de salir, y me quedé fuera del restaurante, resguardado bajo un alero de la lluvia fina que no cesaba de caer. Cuando escuché música de Mozart, en concreto el Réquiem en Re menor, no me lo podía creer; pensé por un momento que el mal de altura me estaba haciendo sufrir alucinaciones.

Me tranquilicé bastante cuando me asomé al interior del comedor y vi que lo que miraban y escuchaban los clientes era una telenovela, en la que un galán bastante maduro acompañaba a una mujer fatal en un concierto de cámara.

Volvimos todos al autobús, y a los pocos metros nos paramos de nuevo en un control militar. Muy educadamente los soldados nos pidieron que bajáramos para una requisa, que consistió en un cacheo a todos los colombianos varones y una inspección rápida de los equipajes de mano. A los extranjeros nos trataron como si no existiéramos, no nos pidieron la documentación ni nos abrieron las mochilas. Supongo que buscaban armas, estábamos en una zona sensible en la que eran frecuentes los asaltos a los coches particulares, y por la que estaba prohibido circular de noche.

Nada más pasar el control, muchos de los pasajeros empezaron a reclamar una peliculita. El conductor, sin detener la buseta por aquella carretera de montaña, eligió Outboard de entre las muchas películas que llevaba. Por suerte, estaba en versión original inglesa con subtítulos en español, por lo que ajustó el volumen muy bajito.

Mientras tanto, se había terminado el asfalto. Estábamos en el parque nacional de Puracé, a caballo entre los departamentos de Huila y de Cauca. La pista de tierra se agarraba a las montañas cubiertas de selva; ni una casa, ni un cultivo, ni un indio. El paisaje que se vislumbraba era estremecedor. Más de una hora estuvimos subiendo, hasta llegar a los páramos, cubiertos de frailejones, chusques y pajonales. Los jirones de niebla ocultaban parcialmente la pista.

Justo cuando comenzó el descenso nos encontramos con la primera casa, y unos kilómetros más adelante llegamos a la aldea de Coconuco, habitada por indígenas del mismo nombre. En Colombia conviven al menos 102 pueblos ancestrales, como ellos prefieren que se les denomine, de los que 18 están en peligro de extinción. Se calcula que la población indígena total es de casi millón y medio de personas.


En la “Crónica del Perú” (1553), Pedro Cieza de León escribe:
en la grande Cordillera de los Andes, cinco o seis leguas della, comienzan unos valles que de la misma cordillera de hacen, los cuales en los tiempos pasados fueron muy poblados y ahora también lo son, aunque no tanto ni con mucho, de unos indios a quienes llaman los Coconuco

Los coconuco viven en zonas altas, siempre por encima de los dos mil cuatrocientos metros, entre los resguardos de Coconuco y Puracé y el cabildo de Paletará. Son tierras de páramo y bosque tropical de altura, no demasiado buenas para el cultivo, aunque la agricultura y la ganadería sean su principal ocupación. Recientemente han conseguido recuperar el 87% de sus tierras, usurpadas por los latifundistas a lo largo de la historia. El uso de la tierra es mixto; mientras algunos terrenos se reservan para el cultivo familiar y el autoconsumo, otros se explotan en comunidad. Muy inteligentemente, solo emplean productos químicos en los cultivos dedicados a la venta.

Después de otra hora más de pista recuperamos el asfalto, que ya nos acompañó hasta Popayán, donde teníamos previsto pasar la noche. Seis horas de autobús para ciento veinte kilómetros.

Popayán es una ciudad colonial, dicen que la mejor conservada de Colombia después de Cartagena; la Universidad Central del Cauca le presta un ambiente estudiantil que recuerda a Santiago o a Salamanca. En el centro histórico hay casonas sin escudo, iglesias barrocas, y una catedral que ¿castigo divino? quedó destruida por un terremoto el jueves santo de 1983, cuando en su interior comenzaban los oficios. Noventa muertos, sepultados por la cúpula que se derrumbó, fueron testigos de la cólera de su dios, o de la temeridad de los humanos, pues era la tercera vez que la catedral resultaba dañada por un terremoto.

La concentración de iglesias, como en cualquier ciudad que haya pasado por una época de riqueza, es muy alta. En tiempos de la colonia Popayán estaba en la única ruta que iba desde Cartagena, principal puerto del Virreinato de Nueva Granada, hasta Quito y Lima, a través de dos mil cuatrocientos kilómetros de selva y cordillera. Por aquí bajaban hacia el mar el oro, la plata y las esmeraldas, y por aquí entraban armas, herramientas, caballos, trigo, vacas y todo cuanto la colonia importaba. De tan fabuloso río de riqueza una parte siempre acababa en manos de la iglesia católica.

Nos alojamos en “La casita de Mima”, que era literalmente eso, una preciosa casita del siglo XVIII, con dos patios ajardinados y unas habitaciones enormes y destartaladas: ventanas que no encajaban, sanitarios agrietados, suelos de grandes tablones crujientes, puertas sin cerradura y muy pocos clientes. La dueña, una señora muy bajita, era la típica empresaria pirata. La casa no tenía rótulo en el exterior, cobraba solamente en efectivo, no aparecía en ninguna página de alquileres, y no nos dio ni un simple recibo. Estoy convencido de que no pagaba impuestos.

Aunque en el autobús solamente habíamos comido una bolsa de patatas fritas y unas galletas, no teníamos ganas de cenar fuerte, así que acabamos metiéndonos en Carmina, un restaurante mínimo que anunciaba comida mediterránea y tapas.

En seguida vino a saludarnos Fernando, su propietario, catalán de origen andaluz, que un día se atrevió a dejar su trabajo como financiero en Sabadell y lanzarse a recorrer el mundo. En Cali encontró el amor, y decidió afincarse en Popayán montando un negocio que desconocía perfectamente: un restaurante. Eso sí, antes de abrirlo hizo un cursillo de tres días en el ayuntamiento de su pueblo, y filmó todas las recetas de su madre, cuyo nombre llevaba el restaurante.

La verdad es que no cocinaba mal, y se permitía ofrecer algunas recetas españolas sencillas, como tortilla de patatas, chorizos al vino o pan con tomate. Cuatro años llevaba en aquel local, y no le iba mal, aunque fracasaran sistemáticamente sus intentos de introducir algo de verdura en la dieta carnívora de los colombianos.

Por cierto, al hilo del título de este capítulo, ya sabréis que en Cádiz hay una peculiar gramática de los plurales agudos. Cafeses y sofases se usan como plural de café y sofá, y las chirigotas exageran hasta llegar a papases y mamases. ¿Qué palabra rimaba con buses, microbuses y autobuses? ¡Bambuses! No es un vehículo, sino una gramínea muy abundante en los valles cafetaleros, la Chusquea, que con treinta y dos especies recibe en Colombia el nombre genérico de bambú, plural (en Cádiz) bambuses.

El sábado temprano llegamos a la terminal de autobuses —ya casi me da vergüenza escribirlo— con el tiempo un poco justo para sacar billetes hasta Armenia, trescientos cuarenta kilómetros al norte, y nos encontramos con que no quedaban plazas para el autobús de las nueve. Podíamos haber esperado al de las diez, pero en la taquilla nos ofrecieron otra opción más imaginativa, que nos permitiría ganar tiempo si todo salía bien.

—Yo los envío tiqueteados total, y aquí mi compañero los embarca en Cali— nos dijo el taquillero.
No lo entendíamos muy bien, pero al final comprendimos que nos vendía los billetes hasta Armenia, viajábamos hasta primero en un autobús Popayán - Cali, y en el andén de Cali nos esperaría el conductor del Popayán – Armenia para acompañarnos a su autobús, en el que en Cali iban a quedar plazas libres. Un poco complicado, pero funcionó perfectamente. Nos ofrecieron incluso meter nuestro equipaje directamente en el autobús de Armenia, pero aquello nos pareció demasiado arriesgado, después de que varias compañías aéreas nos hubieran perdido las maletas en trayectos mucho más sencillos.

El microbús a Cali no solo tenía WiFi gratis, sino que funcionaba razonablemente bien. Poco a poco nos fuimos adentrando en lo que en Colombia llaman El Valle, que no es otra cosa que el curso medio del río Cauca. Amplias llanuras aluviales dedicadas al cultivo de la caña de azúcar, laderas cubiertas de pastos y una carretera en muy buen estado, que nos permitió llegar a Cali en solo dos horas y media.

Al entrar en la ciudad fuimos testigos del impacto de su Plan de Movilidad Urbana Sostenible, hoy en día copiado por muchas otras ciudades de todo el mundo. Como en Medellín y en Bogotá, el ayuntamiento había lanzado un plan a la vez sensato y ambicioso para permitir la movilidad dentro del casco urbano. Una vez demostrado que por aquellas calles atestadas no cabían todos los coches, peatones, motociclistas, autobuses y otros usuarios en potencia, bastó con decidir quién tenía la prioridad. Y esta preferencia, como en cualquier ciudad consecuente, se había adjudicado a los peatones, seguidos por los ciclistas y el transporte público. En último lugar venían los vehículos particulares, fueran automóviles, motos o camiones.

Así, las principales avenidas de Cali estaban cerradas al vehículo privado, lo que incluía a los camiones de reparto. El resultado era evidente: aceras animadas, llenas de peatones, y calzadas compartidas por ciclistas, taxis y autobuses. Menos ruido, menos contaminación, más alegría en las calles y mucha más rapidez de circulación. Recorridos que un autobús urbano tardaba antes una hora en realizar habían bajado a la mitad o menos, gracias a la baja densidad de tráfico y la ausencia de atascos.

Y una medida muy sencilla, que se aplica en Japón y en la mayoría de las ciudades colombianas: está prohibido aparcar en la calle. En todas las calles, o al menos en las del centro; no sé lo que pasará en las barriadas. Se podía parar unos minutos para dejar o tomar pasajeros, pero en general no se veían coches aparcados junto a las aceras. Ninguno. Los coches se guardaban en garajes o patios privados, o en parqueaderos públicos, por supuesto de pago.

Con esta política, a nadie se le ocurría coger el coche para un trayecto urbano de uno o dos kilómetros, se tardaba menos y era bastante más barato ir en autobús.

Volviendo a nuestro recorrido, en cuanto nos bajamos del microbús nos estaba esperando el chófer que nos llevaría a Armenia. Nos ayudó a llevar el equipaje desde la planta de llegadas a la de salidas, nos esperó frente a los aseos, subió nuestros bultos al maletero y nos dejó sentados en su microbús. Servicio completo.

Otras tres horas escasas de autopista y entramos en Armenia con bastantes dificultades, porque acababa de terminar una etapa de la vuelta ciclista a Colombia y todavía estaban empezando a desmontar vallas, marquesinas, carpas y demás parafernalia.

En la misma terminal cogimos otro microbús, mucho más humilde, que nos llevó a través de montañas cubiertas de bambú y palmeras hasta Salento, a donde llegamos una hora después dispuestos a empaparnos en la cultura cafetalera. Pero esa es otra historia.

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