Los habitantes de Cartagena de Indias, a lo largo de la historia, se han destacado por su valentía, por no rendirse fácilmente ante ninguna invasión. Por eso la llaman “La Heroica”, como si fuera una sinfonía.
Pero no siempre ha sido así. En su primera etapa, a partir de 1533, cuando la fundó Pedro de Heredia sin contar con opinión de los indios kalamari, tuvo una historia verdaderamente infame. Cartagena, paradigma de opresión colonial, a los cinco años de su fundación ya conoció un “Repartimiento General de Indios”. Este glorioso evento, que hoy sería considerado un delito contra la humanidad, consistió nada menos que en el reparto entre los colonos españoles de todos los indígenas que habitaban la zona, o al menos de los que no escaparon a tiempo. Este reparto incluía hombres, mujeres y niños, junto con sus tierras, sus animales domésticos y todas sus posesiones. A fin de cuentas, la propia inquisición católica los consideraba “pobres animales”.
Los kalamari, que según un texto de la época “vivían sumidos en secular barbarie, pero también en absoluta libertad”, no fueron capaces de soportar los esfuerzos educadores y evangelizadores de los españoles, y se acabaron extinguiendo como pueblo.
Poco, más bien nada, quedó de su cultura, pero sí de sus genes, que se atisban en las caras ligeramente achinadas del casi un millón de personas que hoy habitan en esta ciudad.
Gracias a los kalamari y a los esclavos negros, de los que hablaremos más adelante, el verdadero espectáculo de Cartagena, para mí, no es el de sus casas y palacios coloniales, con balcones de madera engalanados de buganvillas, glicinias e ipomeas y patios profundos sombreados por helechos y palmeras; menos todavía el de los baluartes, castillos, muros cortina y caminos de ronda que la defienden. No, allí la atracción está a pie de calle, en las aceras, en los bancos de las plazas, en algún balcón. Es un espectáculo en constante movimiento, que cambia y muta a cada instante.
Son sus inmensas mulatas, vestidas con los colores bolivarianos, que cargando cestas de frutas tropicales se alquilan para las fotos de los turistas. Sus familias multirraciales, que forman un catálogo de tonos, desde el rosa palo hasta el café solo, pasando por toda la gama intermedia: avellana, café con leche, largo, cortado, manchado…
Esos ancianos delgados, renqueantes, que se apoyan en un bastón mientras nos miran pasar a los turistas, y exhiben su guayabera encalada y sus zapatos de charol.
Es también esa mujer, de color confuso y cuerpo rotundo, embutida en un minimono acolchado y metálico, que parece fabricado con un quitasol de automóvil. O un güero de barrio, camiseta sin mangas, pantalón pitillo y visera para atrás, que canta un rap al compás de una lata vacía. Y hasta una pandilla de adolescentes, paseando de noche por el baluarte de San Juan Bautista mientras corean una bachata cansina y evangelizadora.
O el vendedor de botellas de agua, fresquitas según él, que contesta con un atento “a la orden” nuestro rechazo desabrido, hartos ya de tanta oferta: de cigarrillos y coca cola, esmeraldas y sombreros de paja, caramelos y jugos, café y arepas, almojábanas y bocadillos.
O esos pregones que son todo un monumento al mestizaje lingüístico: A la olden la caliseca, lo cabellito ‘e ángel, la bolita ‘e ajonjolí, la alegría ‘e millo, lo muñeco ‘e coco, la cocaíta, lo marranito ‘e arequipa, lo enlutao, la panelita ‘e maní, lo cubanito ‘e leche, el casabe…. A la olden.
Pero volvamos a La Heroica y a su historia. En el siglo XVI soportó los asaltos de bucaneros y corsarios ingleses, franceses y holandeses, que querían llevarse su parte de la ingente plusvalía generada por el comercio de esclavos africanos. Las veinticuatro “tiendas de negros” de que llegó a presumir, las decenas de miles de hombres y mujeres que por allí pasaron, raptados en África para trabajar en las minas y plantaciones de todo el Virreinato, son hoy una anécdota turística, una historia que relatan los guías a los visitantes que eligen la “Ruta del Esclavo”.
Después de varios saqueos, entre los que quizás el más terrible fue el comandado en 1697 por el barón de Pointis, por fin la corona española mandó fortificar la ciudad. Doce años y miles de esclavos después, se cerró el polígono defensivo formado por veinte baluartes unidos por lienzos de muralla, más varios fuertes aislados en las islas de Bocagrande y Tierra Bomba.
Cuando el 13 de mayo de 1741 se presentó frente a la ciudad el almirante inglés Vernon, al mando de la mayor flota del momento, con ciento ochenta navíos, dos mil cañones y casi veinticuatro mil hombres, no esperaba encontrarse una resistencia como la que organizó Blas de Lezo y Olabarrieta, alias Mediohombre, al que le faltaban una pierna (perdida en Vélez Málaga, durante la guerra de Sucesión), un ojo (en el asedio de Tolón) y un brazo (en Barcelona, el 11 de septiembre de 1714, fecha que rememora la Diada), y le sobraban nada menos que otras dieciséis heridas de guerra.
En colaboración con Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, y con solo cuatro mil hombres armados (soldados profesionales, milicianos criollos y la Compañía de Negros y Mulatos Libres) y con la eficaz ayuda de la peste, impidió la toma de la ciudad. Los duros combates a Mediohombre le costaron la vida y a Vernon el oprobio, tras haber acuñado monedas conmemorando su inexistente victoria.
La otra gran batalla que a la larga ganaron los cartageneros fue la de la independencia. Alentados por el liberalismo y el constitucionalismo que recorrían España y sus colonias, el 11 de noviembre de 1811 se dirigieron al Palacio de Gobierno y demandaron la declaración de independencia absoluta. En un proceso constituyente contemporáneo con el de La Pepa, blancos, negros y mulatos se autoproclamaron ciudadanos de pleno derecho. Tan elevadas ideas no incluían a los esclavos, sostén de la economía local, que mantuvieron su condición hasta cuarenta años después.
La reacción de los centralistas no se hizo esperar, dentro de los ritmos y plazos de la época. En 1815, tras varios meses de combates, las fuerzas monárquicas tomaron la ciudad y colgaron o fusilaron a los líderes independentistas. Solo cinco años pasaron desde esta última ocupación hasta la independencia total de Colombia.
Pero no se puede hablar de la independencia sin mencionar a Policarpa Salavarrieta, símbolo de las muchas mujeres que participaron activamente y de diferentes maneras en las luchas. Inició sus labores clandestinas de propaganda en Guaduas, y en 1817 se trasladó a Bogotá con un pasaporte falso, pues ya era buscada por las autoridades.
Como costurera, una de sus tareas era coserle a las señoras de los realistas con el fin de escuchar noticias y averiguar el número, los movimientos, el armamento y las órdenes de las tropas enemigas, para que así los guerrilleros triunfaran en las emboscadas. Otras actividades eran recibir y mandar mensajes de la guerrilla de los Llanos, comprar material de guerra y convencer y ayudar a los jóvenes a unirse a los grupos de patriotas.
La Pola, como la llamaban sus amigos, fue detenida junto con su hermano. Un consejo de guerra la condenó a muerte el 10 de noviembre de 1817, y ella consiguió convertir su ejecución en un acto más de propaganda independentista. Así, en lugar de unirse a los rezos de los dos sacerdotes que la acompañaban, no hacía sino maldecir a los españoles y encarecer su venganza. Al salir a la plaza y ver al pueblo reunido para presenciar su fusilamiento, gritó la valentía de morir por la libertad de la patria. La ejecución de Policarpa, mujer joven, por un crimen político, movió a la población en general y creó una mayor resistencia al régimen impuesto por Juan Sámano. Si bien muchas mujeres fueron igualmente asesinadas durante la ocupación española, el caso de la Pola cautivó la imaginación popular.
Pero la batalla actual, la que los habitantes del Casco Histórico ya dan por perdida, es la del turismo. Gracias a sus playas, a sus murallas y al excelente estado de conservación del centro y del barrio de Getsemaní —en donde conviven el barroco andaluz, la arquitectura colonial y el neoclásico republicano— se ha convertido en uno de los principales destinos turísticos de América Latina.
Otro factor que ha colaborado al salvaje crecimiento del turismo ha sido su declaración por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Al margen del dato oficial de más de dos millones de visitantes al año (cifra muy cercana a la que recibe toda la provincia de Cádiz), basta con darse un paseo por el Centro Histórico para ver como la inmensa mayoría de los edificios han sido transformado en residencias turísticas, sean hoteles, hostales o pisos de alquiler por días. No encontré en toda la zona una sola carnicería, frutería o pescadería; comprar un rotulador resultó una tarea casi imposible. Los escasos habitantes permanentes se ven obligados a desplazarse al inmenso y caótico mercado de Bazurto, a varios kilómetros de distancia, si no quieren pagar los elevados precios de las tiendas de conveniencia.
Algunos establecimientos resisten, como el miniferreterito El Mejor o la Barbería del Arzobispo, pero salvo algunas oficinas públicas y sucursales bancarias, los únicos empleos que se ofrecen en el centro son los relacionados de una u otra manera con el sector turístico: agentes de viajes; cambistas; empleados en tiendas de recuerdos, de esmeraldas, de café, de puros, de ropa de diseño; hosteleros, caleseros y vendedores ambulantes de refrescos, de sombreros de paja, de excursiones a las islas o de hormigas culonas.
El contraste entre lo que es y lo que pudo haber sido esta ciudad se hace más evidente en una visita mañanera al cercano barrio de San Diego. Con un trazado y una arquitectura igualmente coloniales, sus calles las forman casitas de un solo piso, sin los grandes balcones ni los portones de piedra del centro.
Sus habitantes, de una mareante variedad racial, llenan las aceras mientras van a trabajar o a estudiar. Supermercados, tiendas de ropa de diario, talleres que reparan todo y nada, misceláneas, salsimentarias y areperas muestran la vida diaria de las clases populares.
La población de clase media y alta hace tiempo que abandonó estas zonas céntricas. Ahora viven en las torres de apartamentos de Bocagrande, o en los chalets de Manga, rodeados de concertinas, reflectores automáticos y garitas de vigilancia.
Cada tarde, cumplida por la mañana nuestra ración obligatoria de museos, iglesias y castillos, me refugiaba en el aire acondicionado del apartamento, a escasos metros de la catedral. En el breve intervalo entre el sol asfixiante de media tarde y la oscuridad total, salía a la calle y aprovechaba esos minutos de luz extraña para seguir los pasos de mi personaje Eliseo Rekalde, que según cuenta en sus poco creíbles cuadernos anduvo por aquí a finales de 2002. Me decepcionó bastante el Hotel Las Américas, en el que pasó unos días esperando a Don Trini y donde trabó una íntima y breve relación con Gladys. Lo que Rekalde describe como un resort de playa lleno de turistas españoles, no es mal que un hotel con piscina, en la zona norte de la ciudad, junto a una playa estrecha y sucia frecuentada solo por los habitantes de las barriadas vecinas.
Me costó encontrar el teatro Heredia, en el que Rekalde afirma haber asistido a un importante festival de vallenatos, ya que su nombre oficial es Teatro Adolfo Mejía. Sobornando a uno de los conserjes conseguí acceder al patio de butacas, y verdaderamente es tan lujoso como describe Eliseo.
En cambio, casi sin buscarlo me encontré con el restaurante El Santísimo, a poca distancia del teatro, en la calle del Torno de Santa Clara, donde Rekalde cenó con una familia de Santa Marta. Me echaron para atrás sus precios, muy elevados, pero tenía pinta de ser uno de los mejores restaurantes de la ciudad.
Callejeaba también por las calles del centro, que aún manteniendo el sistema de numeración utilizado en todo el país, no habían perdido los viejos nombres: Santa María de los Niños Perdidos, Tripita y Media, Los Siete Infantes, Pasaje de la Moneda, de la Artillería…
Volviendo a la fallida invasión inglesa de 1741, en aquella época —como ahora— el acceso al interior de la bahía solo podía hacerse por dos brazos de mar, Bocachica y Bocagrande, ubicados respectivamente al sur y al norte de la isla de Tierra Bomba, o por un larguísimo y tortuoso canal que a través de ciénagas y manglares enlazaba con el delta del Magdalena.
Como Bocagrande era difícilmente navegable debido a los bancos de arena y a varios pecios, la corona española ordenó construir diversas obras defensivas en torno a Bocachica. Aunque las baterías resistieron durante varios días los ataques combinados por tierra y por mar, todas acabaron cayendo.
Pero su resistencia no fue inútil, ya que permitió ganar un tiempo precioso para organizar la defensa de la propia ciudad. Los cinco únicos buques con que contaba Blas de Lezo participaron en los combates de Bocachica, donde cuatro de ellos se hundieron y el quinto cayó en manos inglesas.
Cuando decidimos ir a conocer los restos de aquellas defensas, no sabíamos cómo se iba a complicar la excursión. Empezamos por acercarnos a la zona de Castillogrande, desde donde nos habían dicho que salían continuamente lanchas hacia la isla de Tierra Bomba.
Para ello tuvimos que recorrer toda la barra de Bocagrande, verdadera pesadilla para un urbanista: una mezcla de antiguos chalets reconvertidos en tiendas, restaurantes o colegios privados, con docenas de edificios de apartamentos de entre diez y veinte pisos construidos en solares mínimos; todo ello salpicado por rascacielos dejados caer sin orden ni concierto. La zona servía como lugar de residencia de la clase media cartagenera y de muchos miles de turistas. A nivel de calle se sucedían centros comerciales, hipermercados, cadenas de comida basura, clínicas privadas y concesionarios de automóviles. Tampoco allí había mercerías, papelerías ni fruterías.
En la playa de Castillogrande nos esperaba una pandilla como las que tan bien describe Jorge Amado en Capitães da areia. Jóvenes sin oficio y casi sin beneficio, que luchaban por ganarse unos pesos ayudando a turistas despistados como nosotros. Ellos nos informaron de que las lanchas solo se dirigían a los resorts, aldeas y beach clubs de la costa norte de Tierra Bomba, según ellos sin comunicación terrestre con Bocachica, en la costa sur.
Con dinero, como siempre, había una solución: alquilar una de aquellas lanchas para que nos llevara directamente hasta nuestro destino, el castillo de San Fernando de Bocachica. Pero el precio a pagar era tan descabellado que decidimos intentar otra opción.
Nos fuimos en taxi al muelle de la Bodeguita, en el brazo de mar que separa el casco histórico del barrio de Getsemaní. Resistimos como pudimos el asalto de docenas de vendedores de excursiones, que no se podían creer que prefiriéramos un fuerte a las magníficas playas de Barú, Playa Blanca o Islas del Rosario, y conseguimos acercarnos a la ventanilla de información turística, que parecía más de desinformación. No sé si por ignorancia o en connivencia con los vendedores, la funcionaria que la atendía nos envió a la puerta cinco de la estación marítima, desde donde en teoría salían las lanchas para Bocachica. Al llegar allí, el guardia de seguridad afirmó que lo que buscábamos estaba en la puerta tres.
Efectivamente, en la puerta tres nos vendieron billetes para el pueblo de Bocachica, diciéndonos que desde el pueblo hasta el fuerte era un paseíto de media hora. Eso sí, nadie parecía conocer el horario de salida de las lanchas —“enseguida” fue toda la precisión que conseguimos— ni podía vendernos los tickets de acceso a los muelles, que tuvimos que adquirir en la puerta uno, ante la mirada impertérrita de la funcionaria de información.
Preguntando aquí y allá dimos con un grupo de marineros que parecían salidos de una novela de Álvaro Mutis, y que nos indicaron dónde estaban las lanchas que iban a Bocachica. En lo que no se pusieron de acuerdo fue en cuándo salía la primera: ahora mismo, en media hora, en cuanto se llene la lancha…
Tres cuartos de hora esperamos sentados en un banco, hasta que el que parecía dirigir el cotarro nos ordenó subir a una de las lanchas, que en teoría iba a zarpar en pocos minutos. También nos dijo que el paseo hasta el fuerte, reducido ahora a un cuarto de hora, nos permitiría conocer el pueblo. No sé si estaba cachondeando de mí o era puro realismo mágico, sobre todo cuando sugirió que el barquero podía dejarnos en el mismo castillo para ahorrarnos el paseo.
Pasamos otros veinte minutos sentados en la lancha mientras seguía llenándose poco a poco. Todos los pasajeros eran negros, salvo nosotros y un blanco que no paraba de hablar por el móvil. De sus conversaciones deduje que era un vendedor de paquetes de acceso a internet, y que tanto sus clientes como sus proveedores estaban bastante enfadados con él. Los unos por el mal servicio, que él confirmaba —Sí, reconozco que la avería no está agendada, pero la atención es chévere—, los otros por sus demoras en el pago —Ahorita estoy embarcando, pero en cuanto regrese le ordeno el ingreso.
Por fin soltamos amarras y nos alejamos del pantalán. Me alegró ver que el patrón repartía chalecos salvavidas, aunque estuvieran mugrientos. Observé que nadie se los ponía; yo hice lo mismo.
Pasamos frente al baluarte de San Lorenzo, que defendía la entrada a la laguna de San Lázaro, y al fuerte de San Sebastián del Pastelillo, bautizado así ya que al parecer tenía forma de pastel. Como siempre, la guerra y la religión iban de la mano.
Cuando abandonamos la bahía de las Ánimas y pudimos acelerar, la lancha empezó a planear y a botar sobre las olas. Comprendí entonces la utilidad de los chalecos: los pasajeros más afectados por las salpicaduras los levantaban para protegerse de los rociones.
En media hora, después de tomar y dejar pasajeros en varias aldeas rodeadas de manglares, atracamos en el pantalán de Bocachica. De la promesa de acercarnos al embarcadero del fuerte no se volvió a hablar.
Bocachica era un prototipo de pueblo caribeño. Protegido de las olas por una escollera artificial, se extendía a lo largo de casi dos kilómetros de costa baja, en una sucesión de calles sin asfaltar y casitas a medio terminar.
Contratamos —o más bien no conseguimos quitarnos de encima— a un guía que nos orientó por aquellas callejas y nos contó algunos detalles no demasiado interesantes sobre el pueblo. Vivían de la pesca y del turismo (nosotros éramos los únicos aquel día), no disponían de tierra cultivable ni había ninguna industria. Tampoco parecía funcionar demasiado el comercio; como mucho alguna vivienda anunciaba la venta de helados o refrescos con un cartel escrito a mano. Por no haber, ni siquiera había un auténtico bar. El agua potable la traían en gabarras, y la electricidad llegaba desde tierra firme por un cable submarino.
A un kilómetro del pueblo, en lo alto de una colina, se levantaba un hotel de lujo en plena ampliación, sobre el que nuestro guía hizo un par de comentarios, entre despectivos y rencorosos. Al parecer, la empresa no gastaba ni un peso en el pueblo y los huéspedes nunca salían del recinto. No me extraña nada, Bocachica es uno de los pueblos menos atractivos que he conocido en mi vida.
Llegamos por fin al fuerte de San Fernando, construido después del ataque de Vernon para reemplazar a uno anterior destruido en los combates. Es un ejemplo perfecto de arquitectura militar del siglo XVIII, en la línea de los castillos de Santa Catalina y San Sebastián que defienden la playa de la Caleta, en Cádiz.
Aunque ahora han abierto un portillo en la muralla oeste para facilitar el acceso por tierra, en su día solo tenía acceso desde el mar, a través de un puente levadizo y un túnel abovedado. Esta única entrada está protegida por dos baluartes, el del rey y el de la reina, con más de cuarenta cañones y numerosas saeteras. Por el lado de tierra, el muro se eleva sobre un foso inundado.
Dentro, lo habitual en una fortificación de este tipo: polvorines, capilla, cuarteles (uno de ellos utilizado como aula de una escuela taller de carpintería), un gran patio de armas, alojamientos para oficiales e ingenieros…
Las explicaciones de nuestro guía, por descabelladas, resultaban curiosas. Desde cómo escapó del fuerte el independentista Nariño, que no nos quedó muy claro de si disfrazándose de monja o sobornando a un centinela, hasta una surrealista explicación de la forma de las saeteras: “la ley del embudo, para mí lo ancho y para el enemigo lo estrecho”, pasando por una escalofriante e imaginativa descripción del suplicio de la gota, que al parecer caía sobre un prisionero cuyo brazo y pie habían sido clavados al muro.
Desde el fuerte se veía muy cerca la batería de San José, construida sobre un islote al otro lado del canal de entrada, y que cruzaba sus fuegos con los de San Fernando.
Al terminar la visita al fuerte no nos decidimos a comer en el único y cochambroso restaurante del pueblo, la “Casa de comidas típicas de la Señora Toña”, y llegamos al pantalán justo a tiempo para embarcar de vuelta a Cartagena.
En realidad, la partida se demoró un buen rato, ya que dos de las pasajeras exigían que esperásemos a una tal Yeredi, que estaba de camino. Esta Yeredi debía de ser conocida por sus retrasos, ya que una parte del pasaje opinaba que se estaba bañando, y que luego todavía tendría que arreglarse. Al cabo de una buena espera y una larga discusión ganaron los impacientes, y el patrón comenzó a alejarse lentamente del muelle, como de mala gana.
No nos habíamos separado ni treinta metros cuando apareció la famosa Yeredi, rebosando ampliamente sobre el asiento trasero de una moto taxi. Viramos de nuevo hacia la isla, y no fue fácil hacerle un hueco a los ciento cincuenta kilos de Yeredi, por mucho que fuera embutida en unos leggings y un top de licra.
A la mañana siguiente abandonamos la ciudad con ansía de un clima más fresco, después del calor que habíamos pasado; nos esperaban los núcleos arqueológicos de Tierradentro y San Agustín, no muy lejos del nacimiento de los ríos Cauca y Magdalena. Pero esa es otra historia.
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