Como continuación al texto que publiqué hace dos años en este mismo blog, y que podéis leer aquí, publico ahora unas notas sobre algunos lugares para mí desconocidos que visité hace una semana.
Antes de embarcar en Tarifa nos dio tiempo de darnos un paseo por lo que yo llamo la medina de Tarifa, ya que no es otra cosa el dédalo de callejones y patios que se extiende a espaldas del castillo de Guzmán el Bueno. Y también de desayunar y de hacer una rápida visita a la iglesia de San Mateo, edificada sobre una antigua mezquita (la cual a su vez probablemente se construyó sobre una iglesia católica anterior). Aunque la fachada barroca no me pareció nada del otro mundo, son interesantes las bóvedas y columnas góticas del interior.
El barco zarpó casi en punto, y a las 12 estábamos entrando en Tánger (hora marroquí, equivalente a las 11 en la península. A partir de ahí, lo habitual: Atraque, apertura de puertas, desembarque, control de pasaportes, cambo de dinero y largo paseo hasta nuestro hotel, situado en lo más alto de la Alcazaba o Kasbah. Para ello tuvimos que entrar en la medina por Bab El Marsa, la puerta que se abre bajo la torre portuguesa Borj Hajoui y pasar junto a la Gran Mezquita, emplazada en el lugar del antiguo capitolio romano, catedral en época portuguesa y hoy en día cerrada a cal y canto para los infieles.
Seguimos subiendo por la calle Siaghine, verdadera artera central de la medina, que muestra claramente las consecuencias que el terrorismo islámico está teniendo en la economía de tantos países árabes: Los turistas europeos tienen miedo y abandonan esos destinos. La medina ya no es el río de visitantes de todos los países, que con sus compras y propinas traía la riqueza a tiendas y cafés. Locales cerrados, casas en ruinas, negocios languidecientes… Los fundamentalismos no son buenos para nadie.
En el Zoco Chico giramos a la izquierda y nos internamos por el verdadero corazón de la ciudad: la calle de los Almohades o la Nasiriya, la Amrah o la Bab Assah, todas las rutas son buenas para llegar a la Kasbah, en la que entramos por la puerta Bab Bahr para llegar a nuestro hotel habitual, La Tangerina. Sus diez habitaciones estaban casi vacías, o sea que esta vez pudimos elegir la llamada “suite 1”, con un patinillo privado y una cómoda zona de estar, separada por una barandilla del dormitorio propiamente dicho.
La propietaria nos dio una buena noticia: Ya habían terminado de acondicionar un apartamento turístico en el mismo Zoco Grande, justo al lado de la puerta de Bab al Medina, con unas vistas magníficas al propio Zoco y a los jardines de la Mendubia. Por un precio razonable podríamos habernos instalado en ese piso amplio y luminoso de dos dormitorios, pero ahora mismo lo ha alquilado un australiano para cuatro meses ¡qué envidia me da esa gente que se puede permitir viajar con toda la calma del mundo, dedicando varios meses a disfrutar de una ciudad que la mayoría de los turistas nos liquidamos en un par de días!
Después de un breve descanso, bajamos paseando al azar. Por el camino nos fuimos encontrando mezquitas, madrazas, zauias, palacios con jardines privados, zocos y bazares, fondaqs con sus artesanos y comerciantes; todo lo que caracteriza y conforma el paisaje urbano de la medina. Llegamos al Zoco Chico, y allí hicimos un descubrimiento: Subiendo unos metros por la calle Siaghine, un poco más arriba del palacio de Dar Niaba, de estilo renacentista, hoy prácticamente en ruinas pero que en el siglo XVII fue la residencia del embajador del sultan Mendub, habían colocado un panel metálico con un mapa de la mellah y la ubicación de los principales puntos de interés del barrio judío, cuya misma existencia me había pasado desapercibida en anteriores viajes.
Después de un rato de charla con un par de alemanes que estaban tan sorprendidos como nosotros, nos metimos por la calle Touahine, y pasamos por delante del Museo de la Fundación Lorin. Aunque según la información de que disponía el edificio había sido antes una de las casi veinte sinagogas de la ciudad, en la actualidad parece ser que alberga una exposición permanente de fotografías y documentos de la época internacional de Tánger, desde los años treinta hasta los años sesenta. Y digo parece porque a la hora que pasamos por allí estaba cerrado. Ya lo visitaremos en otro viaje.
Seguimos vagando por aquellas callejuelas, sucias y llenas de casas a punto de caerse, que por momentos me recordaban el barrio judío de Tblisi. En un callejón que bajaba hacia el mar vimos un rótulo: “Rue de la Synagogue”, y aunque el olor a orines de gato era especialmente intenso nos internamos por él. En una de sus bifurcaciones, la calle Cheikh El Harrak, nos encontramos un edificio con un exterior muy discreto y una placa indicando que se trataba de la Sinagoga Nahon. Según la placa, estábamos dentro del horario de apertura, pero la cancela estaba cerrada a cal y canto. Como por arte de magia, sin tocar ningún timbre, apareció un señor de mi edad, que dijo llamarse Abdelkader y ser el cuidador de la sinagoga.
Se ofreció a enseñarnos la sinagoga e incluso me proporcionó una kipá mugrienta, que no tuve más remedio que ponerme en la cabeza; el que algo quiere algo le cuesta. Estaba claro que entre sus tareas no estaba la de lavar de vez en cuando las kipá de los visitantes. La sinagoga, construida en el siglo XIX en estilo neo mudéjar, nos asombró por su riqueza más que por su tamaño. Docenas de grandes lámparas de plata colgaban del techo, mientras que los rollos de la torah se guardaban dentro de un arca de madera labrada, detrás de unas gruesas cortinas recamadas en oro y plata. De plata eran también todos los accesorios que acompañaban a la torah, desde los remates de los ejes de los rollos hasta el marcador con el que el rabino va siguiendo la lectura.
Abdelkader nos mostró también la tebá, el atril sobre el que se colocan los rollos de la torah para la lectura y donde según nuestro guía se llevaban a cabo las circuncisiones, y luego nos condujo hasta el hazará, el piso superior reservado a las mujeres, donde las paredes estaban cubiertas de certificados de matrimonio bordados sobre seda, de antiguos grabados, de ofrendas familiares…
Ya a la salida vimos una foto del rabino Nahon, fundador de la sinagoga, y las fotos más pequeñas de todos los rabinos que le sucedieron, colocadas como si fuera una orla de fin de carrera. Y efectivamente, allí podía hablarse de fin de carrera, pero de la propia sinagoga y de toda la comunidad judía de Tánger en general. Al parecer, de los diecisiete mil judíos que llegaron a vivir en la ciudad quedaban menos de cien, la mayoría muy ancianos. Miles habían emigrado al estado de Israel, y otros se habían dispersado por toda Europa y por América del Norte como consecuencia de una combinación letal: el declive económico de la ciudad, agudizado con el fin de la administración internacional y su anexión al reino de Marruecos, y el creciente fundamentalismo islámico que poco a poco va invadiendo el país y que dificulta la convivencia entre judíos y musulmanes. Lo mismo ha pasado en el resto de Marruecos, donde la población judía ha descendido de doscientas mil personas a menos de dos mil en poco más de sesenta años.
De vuelta a España me enteré de que en aquel barrio de la mellah habían estado dieciséis de las dieciocho sinagogas de Tánger. Evidentemente estaba viendo en directo la extinción de una colonia que se había implantado en Tánger hacía casi 2000 años, antes de que llegaran musulmanes y cristianos.
Sin salir de la mellah llegamos a la Rue d'Amérique, en la que se encuentra la antigua sede de la legación americana, un edificio con una curiosa historia. Las relaciones entre Marruecos y Estados Unidos comenzaron solo dos años después de la independencia americana. En 1778 se autorizó a Benjamin Franklin a negociar un tratado con Marruecos, que no se firmó hasta 1787, después de que los marroquíes, hartos de dilaciones, apresaran un buque americano.
En una primera época los cónsules norteamericanos vivieron en edificios de alquiler, hasta que en 1821 el sultán les cedió una casita en donde hoy en día se eleva la legación. Allí se mantuvo hasta 1956, cuando la independencia de Marruecos y el fin del control internacional sobre Tánger hizo que la capital se trasladara a Rabat.
Ahora el edificio es un centro cultural y un museo de recuerdos americanos de la época, en el que lo más interesante para mí fue visitar los salones, decorados con muebles de época y con excelentes alfombras de todas las zonas de Marruecos.
Al salir de la legación seguimos por la calle América hasta salir de la medina por Dar Amirika. Justo enfrente nos encontramos el cementerio judío, otro importante vestigio de la importancia que en el pasado tuvo esta comunidad. El recinto aparentaba estar cerrado, pese a un rótulo que indicaba el horario de apertura. Como no era sábado, para poder entrar bastó con empujar la enorme cancela de chapa de acero y desplazar los dos adoquines que la mantenían entornada.
Se trata de un lugar verdaderamente curioso. Por supuesto, como todos los cementerios, es un oasis de paz en medio del tumulto de Tánger. Pero este impresiona especialmente por el estado de abandono de la inmensa mayoría de las lápidas. Aunque una cuadrilla de peones se dedica a arrancar matojos y reparar los senderos de chinos lavados, las inscripciones se van borrando y se nota que la mayoría de los difuntos ya no tienen parientes en la ciudad que velen por sus tumbas.
La acumulación de lápidas es tal que muchas veces se hace difícil pasar sin pisarlas. Apiñadas sin orden ni concierto, se mezclan siglos, familias y edades en un aparente caos. Me parecieron especialmente entrañables dos de ellas: Sendas lápidas muy sencillas, de menos de un metro de largo, dedicadas a “Sisita Toledano” y “Leoncito Cohen”. Dos de los muchos niños allí enterrados, testimonio de la tremenda mortalidad infantil de siglos pasados y representando respectivamente a las dos mayores comunidades de la diáspora: los sefardíes (Toledano) y los askenazis (Cohen).
Al terminar la visita al cementerio seguimos de frente por la Rue du Portugal, y luego a la derecha por la Rue de la Plage, contorneando siempre las antiguas murallas portuguesas, en un avanzado proceso de restauración y limpieza. En esta última calle nos encontramos con otro de los edificios que queríamos visitar: Las Escuelas de Alfonso XIII.
Este edificio, de estilo neo mudéjar, fue construido gracias a un donativo de 300.000 pesetas hecho por el marqués de Casa Riera al rey Alfonso XIII. Los terrenos y el profesorado los aportó la Misión Católica-Española. Se terminó en 1913 y está formado por dos pabellones, que en aquel momento se destinaron uno a los niños y otro a las niñas. La educación siempre estuvo en manos de la iglesia católica, primero con frailes franciscanos y a partir de 1938 con marianistas. En la actualidad está en un estado de conservación un tanto deficiente, y alberga una escuela pública marroquí y un grupo de teatro. Por desgracia, no se puede visitar.
Arturo:
ResponderEliminarNos ilustras sobre lugares exóticos, para los hogareños españoles, como si fueras un nuevo Julio Verne, pero con la diferencia de que tú realmente visitas los sitios que describes...alejándote de Nantes. Muchas gracias por ello.
Manrique
Bueno, Manrique, Tánger me queda bastante más cerca que Madrid.
ResponderEliminarUn abrazo.