Cuando en noviembre de 1994 oí esta frase al entrar en el despacho de un compañero de trabajo, no sabía la influencia que iba a tener en mi vida. Yo iba simplemente a dejarle un informe que me había pedido, pero allí se estaba celebrando una reunión para planificar el viaje a Nueva Zelanda de un ferry, el Albayzín, que
-
La próxima escala, en Trincomalee.
Cuando
oí esas palabras, no me pude callar:
- En Trincomalee es imposible hacer escala
- ¿Por qué dices eso?
- Porque la semana pasada entró en la ciudad la guerrilla de los Tigres de Liberación Tamiles, y ahora mismo hay combates en toda la zona contra el ejército regular de Sri Lanka, que intenta recuperarla. Como el Albayzín llegue a la zona corto de combustible y no pueda entrar en puerto, se puede quedar absolutamente tirado en mitad del Índico.
- Pero, Arturo, ¿tú como sabes esas cosas?
- Porque hace tres meses estuve de
vacaciones en Sri Lanka y me pilló un toque de queda que me tuvo varios días
encerrado en un hotel. Y desde entonces, leo todas las noticias que se publican
sobre el país.
Ahí
terminó mi participación en la reunión. Dejé mi informe encima de la mesa, y
los dejé discutiendo una nueva ruta.
Casualmente,
a las pocas semanas, en la travesía de Adén a Colombo, el Albayzín empezó a
mostrar síntomas de vibraciones excesivas en uno de los reductores de velocidad.
El director del astillero, al que alguien le había contado la anterior
conversación, y que conocía mi trabajo anterior como experto en vibraciones en otro
astillero de la empresa, me llamó a su despacho:
- Arturo, quiero que vayas a Colombo, te embarques en el Albayzín, compruebes el nivel de vibración mientras navega hacia Sumatra, y, si efectivamente es demasiado alto, busques el motivo y lo soluciones.
- De acuerdo, haré lo que pueda. ¿Cuándo tengo que irme?
- Bueno, para llegar a tiempo tendrías que salir mañana por la mañana.
- No hay problema. Si te parece, recojo ahora
mismo la documentación técnica y el analizador, y me voy para casa a preparar
el equipaje.
Dicho
y hecho. Me presenté al día siguiente en el aeropuerto de Jerez, para
encontrarme con dos mecánicos, Tomás y Jose Mari, y un electricista, Luis, que
viajarían conmigo hasta Colombo, un tanto preocupados porque era la primera vez
que viajaban a un sitio tan lejano. Al amanecer del día siguiente aterrizamos
en el aeropuerto de Colombo.
El
Albayzín, que procedía del sultanato de Omán, todavía no había llegado a
Colombo, por lo que nos instalamos en un hotel, y después de una ducha salimos
a conocer la ciudad. En la puerta del hotel nos subimos a uno de los carísimos
taxis de lujo que monopolizaban la parada, para dirigirnos al parque
Viharamahadevi, en el centro de la ciudad.
Ya
en el parque, nos dimos un paseo para irnos aclimatando al calor y la humedad.
Mis compañeros, cuando vieron usar elefantes para retirar un árbol derribado
por el monzón, se quedaron con la boca abierta, aquello solo lo habían visto en
el circo.
Desde
el parque, ya más relajados, nos fuimos a visitar el templo hinduista de Sri
Bala Selva Vinayagar, a pocos kilómetros. Como no era cuestión de seguir gastándonos
el dinero en taxis de lujo, paramos un par de rickshaws motorizados, los que en la España de los años 50 se
conocían como isocarros. Allí nos subimos, para zigzaguear hasta el templo entre
coches, bicis, motos, elefantes, carros de vacas, peatones y otros rickshaws.
En
el templo tuvimos la suerte de coincidir con un festival religioso en honor de Ganesha,
el dios con cuerpo de niño y cabeza de elefante. Cuenta la leyenda que Parvati,
esposa de Shiva, dejó a su hijo Ganesha en la puerta del baño, con el encargo
de no dejar entrar a nadie mientras ella se bañaba. Cuando llegó Shiva, Ganesha
sorprendentemente no lo reconoció y le impidió el paso. Shiva, que tampoco
reconoció a su hijo, se enfureció y le cortó la cabeza. Ante la bronca que le
montó Parvati, y dándose cuenta de su error, Shiva le prometió revivirlo y
ponerle la cabeza del primer animal que pasara por delante. Y pasó un
elefante….
Miles
de peregrinos se apiñaban en el interior y en los alrededores del templo. No
entramos en el edificio principal, ya que era obligatorio descalzarse, y el
suelo estaba cubierto de toda clase de inmundicias, entre las que destacaban
los escupitajos rojos del betel. Pero lo que sucedía en el exterior era
suficientemente pintoresco. A la sombra de un enorme banyano, el ficus religiosa omnipresente en los
templos budistas e hinduistas, los peregrinos encendían velitas y candiles de
aceite de coco. En medio de un humo pestilente y con un fervor impresionante elevaban
su cántico del Ganesha-sajasranama,
una salmodia formada por los cientos o miles de nombres con que se conoce a
Ganesha.
Con
la mente todavía saturada por estas impresiones, tuvimos que volver al hotel a
recoger nuestro equipaje y dirigirnos al puerto, pues estaba próxima la llegada
del Albayzín. En el muelle nos embarcamos en la lancha del consignatario,
cargada con colchones, almohadas y ropa de cama para nosotros cuatro, y agua y
provisiones para toda la tripulación. El ferry, para ahorrar costes de amarre,
estaba fondeado en mitad de la bahía, y tuvimos que subir por una escala de
gato bamboleante, que en el futuro provocaría muchas protestas de los
prácticos. Por cierto, no hubo manera de convencer a los tripulantes de la
lancha de que el Albayzín era un ferry. Nuevo, reluciente y muy aerodinámico,
estaban empeñados en que era un yate de algún potentado ¡con 92 metros de
eslora!
A
bordo nos recibió la tripulación española, formada por empleados del astillero,
y los argentinos representantes del armador. También viajaban en el ferry un
grupo de pilotos y mecánicos neozelandeses, para familiarizarse con el manejo
del buque, con el que iban a operar para unir las dos islas principales de su
país, a través del estrecho de Cook.
Las
condiciones de vida a bordo eran muy espartanas. No había camarotes, cocinas ni
duchas, al tratarse de un buque diseñado para trayectos de pocas horas. Para
dormir, en los salones habían desmontado algunas filas de asientos salteadas.
En cada uno de esos espacios se colocaba un colchón en el suelo, y ya teníamos alojamiento.
La ducha se resolvía de dos maneras. Cuando el capitán detectaba que se
acercaba un chubasco, avisaba por la megafonía, y todos los tripulantes libres
de servicio nos dirigíamos a cubierta en bañador y armados con un bote de
champú o gel. En cuanto empezaba a llover nos enjabonábamos a toda prisa, y
luego nos aclarábamos con la misma lluvia. Por suerte, estábamos muy cerca del
Ecuador, y el agua que caía no estaba nada fría.
El
otro sistema de ducha, mucho menos agradable, consistía en amarrar una manguera
contra incendios a uno de los candeleros de la cubierta de popa, apuntando
hacia el cielo. Al abrir la válvula, por la boca de la manguera surgía un potentísimo
chorro de agua salada que, después de alcanzar bastantes metros de altura,
volvía a caer sobre la cubierta con muchísima fuerza. Una vez enjabonados y
aclarados, cerrábamos la válvula y nos quitábamos el salitre con una botella de
agua mineral.
Lo
de la comida tenía bastante peor arreglo. Teníamos un par de microondas y una
cocinilla de butano con la que hacíamos lo que podíamos, divididos radicalmente
por idioma. A eso de las doce comían los neozelandeses, y a partir de las dos los
españoles y argentinos, para después echar una buena siesta si no teníamos otra
cosa que hacer. Tampoco había gambuza frigorífica, por lo que la comida fresca
duraba solamente un par de días. El resto del tiempo, pasta, arroz, latas de
conserva y pan de molde.
Tuve
suerte, y el problema que me llevó a bordo lo diagnostiqué rápidamente. Por un
error de cálculo, se habían aflojado los pernos que unían el reductor con la
bancada, y alguno se había roto. Como a bordo no había pernos de repuesto,
teníamos que esperar a la siguiente escala para intentar reponerlos.
Uno
de los días de navegación cruzamos el Ecuador, por lo que los novatos pasamos
nuestro peculiar bautismo marino. Fue algo totalmente inesperado para mí.
Estaba en la cubierta de proa mirando al horizonte cuando me cayeron encima los
chorros de un par de mangueras contra incendios, con tanta fuerza que casi me
tiran. Para que las gafas no salieran despedidas y se me rompieran, me las metí
en el bolsillo del mono de trabajo. Cuando terminó la broma, allí mismo me
quité el mono, que retorcí con todas mis fuerzas para escurrir toda el agua
posible. Tan bien lo escurrí, que las gafas que llevaba en el bolsillo quedaron
hechas añicos, y a partir de ese día me tuve que apañar con las de sol.
Uno
de los tripulantes, Ginés, técnico en electrónica de control de nuestro
astillero de Cartagena, estaba viviendo la aventura de su vida. Había volado
urgentemente desde Cartagena hasta Malta, la primera escala del periplo, para
solucionar unos problemas en el control de la planta eléctrica. Ya en el avión,
a punto de aterrizar, cuando se puso a rellenar la ficha de inmigración se dio
cuenta de que su pasaporte había caducado hacía unos días. No le dio mayor
importancia, ya que su intención era aprovechar la escala prevista de dos o
tres días en La Valetta para hacer su trabajo y regresar a Cartagena al día
siguiente, y además la policía de fronteras no le puso ninguna pega en la
entrada al país. El problema fue que cuando al cabo de una hora terminó su
trabajo, notó que el barco se movía. Al subir a cubierta alcanzó a ver pasar
por babor el Fuerte Manoel. El ferry había zarpado muchísimo antes de lo
previsto, y la siguiente escala era en Port Said, a la entrada del Canal de
Suez.
Cuando
el Albayzín llegó a Egipto, Ginés se despidió de la tripulación, cargó su
escaso equipaje, bajó a tierra, y se fue a la oficina de inmigración para
legalizar su entrada en el país. A los pocos minutos estaba de vuelta, con la
cara demudada y escoltado por la policía de inmigración. ¡No le autorizaban a
desembarcar en Egipto por tener el pasaporte caducado! La embajada española
estaba cerrada por ser sábado, y el Albayzín zarpaba al día siguiente, o sea
que no le quedaba más remedio que continuar viaje a bordo. Sus compañeros le
consolaron, y comenzaron las gestiones desde el astillero con el Ministerio de
Asuntos Exteriores, para que pudiera desembarcar en Suez, al otro extremo del
canal. Por motivos burocráticos resultó totalmente imposible, y lo mismo
sucedió en las siguientes escalas en Yibuti, Omán y Colombo.
Por
suerte, en la embajada española en Yakarta todo fueron facilidades. Uno de sus
funcionarios se trasladó en avión hasta Padang, en la isla de Sumatra, cargado
con un pasaporte casi terminado y una máquina de plastificar que debía pesar
sus buenos treinta kilos. Cuando el ferry entró en la bahía de Padang, el
funcionario contrató una lancha que lo llevó hasta el costado del Albayzín, y
después de que izáramos la plastificadora con un cabo, subió por la escala de
gato. Ginés, que no se lo podía creer, pegó su foto y firmó el pasaporte. A
continuación, Javier Uriona, que así se llamaba el funcionario, ex pelotari y
casado con una indonesia, plastificó el pasaporte y se lo entregó. Mi compañero
casi se echó a llorar.
Pero
estoy precipitando los acontecimientos, ya que aún no he contado la llegada al
puerto de Padang. Después de unos días de navegación, una noche nos dijo el
capitán que a la siguiente madrugada llegaríamos a Padang, en Sumatra.
¡Sumatra!: Sandokán, los tigres de Mompracem, la Perla de Labuán, los piratas
de Malasia... Todas mis lecturas infantiles, en libros de Salgari heredados de
mi padre y de mi abuelo, se iban a hacer realidad. Puse el despertador a las
cuatro de la mañana, con una excitación que a duras penas me dejaba dormir.
Antes
de amanecer ya estaba en el puente, cebando un mate con los argentinos, que
hacían la tercera guardia. Conforme aclaraba el cielo, se iban perfilando por
la proa, a bastantes millas, unas montañas oscuras: la cordillera Barisan.
Después surgieron de la oscuridad del mar cientos de islotes, de no más de una
hectárea cada uno, cubiertos de selva y rodeados por un triple anillo: uno
amarillo de arena impoluta, otro verde claro de mar en calma, y el tercero
blanco de la espuma de las rompientes sobre los arrecifes de coral. Por en
medio navegaban unas pequeñas embarcaciones, con velas multicolores y
balancines de madera clara. Eran pescadores retornando a puerto tras toda una
noche pescando. Y al fondo, por encima de la cordillera, el cielo se teñía de
todos los colores del arco iris, en uno de los amaneceres más espectaculares
que he visto en mi vida. Allí comenzó mi pasión por Indonesia.
Las
montañas iban acercándose, virando del negro a incontables tonos de verde. Eran
muy empinadas, cubiertas de selva, y caían hasta el mar. A lo lejos se divisaba
la ciudad de Padang, el principal puerto de la costa oeste de Sumatra, muy
cerca del epicentro del maremoto que, diez años después, arrasaría toda la
costa del Índico. El primer edificio que distinguí desde el barco, un silo
gigantesco, ostentaba un letrero sorprendente, en letras de varios metros de
alto: SEMEN PADANG. Era mi primer contacto con el idioma indonesio, y por unos
minutos pensé en si ese sería el principal producto de exportación de la
provincia de Sumatra Occidental. Pronto descubrí que, en realidad, el silo
almacenaba cemento.
Por
fin fondeamos en la bocana del puerto, en donde además de repostar combustible,
agua y alimentos, pensábamos comprar pernos
para reponer los que se habían roto. A los pocos minutos de fondear, se acercó
una lancha con Javier Uriona a bordo, como ya he contado más arriba. Cuando se
solucionó el problema del pasaporte, la misma lancha se llevó al funcionario de
la embajada y a Ginés, que no se podía creer que por fin podría abandonar el
barco.
El
capitán y yo desembarcamos con ellos, y nos pasamos toda la mañana de
ferretería en ferretería, intentando comprar los pernos y alguna pieza más que necesitábamos.
A base de gestos y muchos dibujitos, porque allí casi nadie hablaba inglés, conseguimos
comprar todo. Volvimos a bordo en otra lancha, que nos cobró la barbaridad de
cien dólares por el trayecto. En pocas horas mis compañeros mecánicos
consiguieron sustituir los pernos, con lo que mi trabajo había terminado, y
podía volverme a España. Además se acercaban las navidades, y no me apetecía
pasarlas lejos de casa.
Antes
de marcharme, decidimos bajar todos los españoles a tierra para celebrar una comida
de despedida. Como no era cosa de pagarles otros cien dólares a los mafiosos de
las lanchas oficiales, hicimos señas desde el buque a unas canoas de pescadores
que regresaban a tierra. Se acercaron a la escala, y nos repartimos todo el
grupo entre varias canoas. Nos sorprendió ver que no se dirigían hacia el mismo
puerto, sino hacia una aldea de pescadores cercana. Supusimos que lo hacían
para evitar problemas con las mafias del puerto. Varamos en una playa de fango,
nos descalzamos, nos arremangamos los
pantalones, y nos metimos en el agua para llegar a tierra. A los pescadores les
pagamos diez dólares. Se quedaron encantados, pero luego el cajero de mi
empresa se negó a pagármelos, porque no tenía recibo.
Nos
llevaron a su casita, al borde mismo de la playa, para lavarnos los pies, y nos
fuimos caminando hasta el centro de Padang, donde probamos por primera vez la
cocina local, picante a más no poder, de la que ya he hablado en “Todo empezóen Kupang”.
A
la mañana siguiente me fui a las oficinas del consignatario para arreglar mis
papeles de entrada en Indonesia y reservar un billete de avión a Singapur. Resulta
que Padang no era un punto de entrada habitual a Indonesia, y que para
desembarcar oficialmente del barco y entrar legalmente en el país había que
hacer unos determinados trámites poco frecuentes. Curiosamente, para
desembarcar de hecho y recorrer toda la ciudad nadie me había pedido ningún
pasaporte, pero si llego a presentarme en el aeropuerto sin un sello de entrada
me temo que habría tenido muchos problemas.
El
consignatario me estuvo mareando varias horas, contándome que tenía que pagar quinientos
dólares de unas presuntas tasas de desembarco, pero que no me podía dar ningún
recibo. Cuando me di cuenta de que me estaba intentando estafar, le monté tal
escándalo que en media hora apareció mi pasaporte con un visado de entrada
perfectamente en regla. Lo conservo como oro en paño, ya que en él se declara
mi condición de ex tripulante del Albayzín.
Por
fin me pude despedir de mis compañeros, que seguían hasta Nueva Zelanda, y
coger un taxi al aeropuerto. En el control de inmigración, nuevos problemas. Cuando
enseñé mi pasaporte con el sello de entrada por Padang, me sacaron de la cola y
me hicieron pasar a un cuartito, donde el oficial me pidió dinero con no
recuerdo qué pretexto. A la vista de la cara dura del policía, no tuve el menor
reparo en contarle que yo también era musulmán, y que como tripulante de un
barco ganaba muy poco dinero. Inshalá, la mentira funcionó milagrosamente, y me
dejaron embarcar sin pagar el soborno.
Ya
en Singapur, no se acabaron los problemas. Yo sabía que mi billete a Madrid con
Air France era para el vuelo de la víspera, pero al volar en clase preferente
esperaba que me lo cambiaran de fecha sin recargo. Después de esperar durante
diez horas a que abrieran los mostradores de facturación, me dijeron que no,
que no podían cambiarme la fecha, y que la única solución era comprarme un
billete nuevo y luego pedir el reembolso del que yo tenía. Mi tarjeta de
crédito no daba para tanto, y yo llevaba solamente trecientos dólares en la
cartera. Poco me faltó para ponerme a llorar. En aquellos tiempos sin teléfono
móvil ni Internet, estas cosas no eran fáciles de resolver.
Vagando
por el aeropuerto sin saber qué hacer, y un tanto deprimido, vi anunciada la apertura
de facturación de un vuelo de British Airways a Londres. Dispuesto a quemar mi
último cartucho, me presenté en su mostrador con mi billete de Air France,
preguntando si me lo podían cambiar por un vuelo a Londres, aunque fuera en
turista. Para mi gran alegría, me lo cambiaron por un Singapur – Londres –
Madrid en Business. Para acabar de arreglarlo, en la sala VIP me encontré una
botella de Tío Pepe, que casi me terminé yo solito. En ningún vuelo he dormido
tan a gusto como en aquel.
Volví
a casa tan enamorado de Indonesia, que convencí a mi mujer y a un amigo para
volver el verano siguiente, en un viaje organizado que no voy a contar aquí.
Pero sí que tengo que mencionar a Manu Minguito, el excelente guía de la agencia,
que me acabó de contagiar su pasión por aquel país. Conocía tan bien Indonesia
que nos dibujó de memoria un mapa del archipiélago bastante fidedigno, en el
que nos indicó los sitios que más le gustaban. Me aconsejó que volviera por mi
cuenta, previo aprendizaje del idioma indonesio, sin el cual era muy difícil
moverse fuera de las rutas más trilladas.
Dicho
y hecho. Conseguí en Londres un método Berlitz de indonesio en inglés, y me
pasé todo el año escuchando las casetes una y otra vez, aprovechando los
trayectos de ida y vuelta al trabajo. Tengo que decir que es uno de los idiomas
más sencillos que conozco. Se escribe con caracteres latinos, se pronuncia casi
igual que el español, y no tiene géneros, declinaciones, conjugaciones ni
ninguna de esas cosas que tanto complican el aprendizaje de un idioma. Los
verbos solo tienen infinitivo, el plural se forma repitiendo la palabra o
añadiéndole un exponente (anak = niño, anak anak = anak2 = niños). Y
lo más importante de todo, es un idioma artificial creado cuando la
independencia a partir de la lengua franca de los mercaderes, con lo que suele
ser el segundo idioma para la mayoría de los indonesios. O sea que casi nadie
usa palabras complicadas, y comprenden perfectamente que un forastero lo hable
bastante mal. En fin, el idioma ideal para aprenderlo por cuenta propia.
Y
así acabé al año siguiente en Kupang, donde empieza el primer relato de esta
serie.
Ha llegado el momento de despedirme con la clásica frase de "Colorín, colorado, este cuento se ha acabado". Subrayo el este porque no descarto que, tras unos meses de bien merecido descanso, me decida a contar mis aventuras en ¿Brasil? ¿Japón? ¿Irán? ¡quien sabe!.
Magníficas tus historias de Indonesia, Arturo. Clara, concisa y emocionante literatura, mejor que Salgari en muchos momentos. Le has dado al Foro de Manrique una nueva perspectiva y, seguro, nuevos lectores.
ResponderEliminarAdemás de tenerlos en el blog, yo he archivado tus 7 artículos en una carpeta especial dentro de mi archivo de documentos, al lado de la carpeta de las "Crónicas desde el Atalante" que nos mandó Antonio Pérez de Lucas a unos cuantos compañeros en el año 2002, cuando bajó a examinar el Prestige en aquel minisubmarino francés. Cuando he abierto su carpeta he visto, con sorpresa, que Antonio nos mandó también 7 crónicas ( aunque es verdad que la segunda subdividida en 5 más). Debe ser que para los aventureros el número 7 significa algo, así que dentro de 7 meses nos puedes escribir otras 7 crónicas de alguno de tus otros viajes de aventuras.
Muchas gracias por tus exagerados elogios, que si tuviera algo de vergüenza me sonrojarían.
ResponderEliminarAprovecharé tu información para pedirle a Antonio que me envíe esas crónicas.
No se si el 7 significa algo para los aventureros, ya que no me considero uno de ellos. Las "aventis" que cuento me ocurrieron siempre de manera inesperada, no iba buscándolas deliberadamente, aunque tampoco las rehuí cuando me las encontré.
En estos viajes que cuento, y en otros que quizás cuente algún día, lo que buscaba era lo diferente, lo que me podía ayudar a ver las cosas desde otra perspectiva.
Por ejemplo, viajando descubrí la inmensa suerte de haber nacido en un país que, en aquellos tiempos, cubría perfectamente mis necesidades básicas (educación, sanidad, vivienda, participación democrática...)
Cosas de las que no disfrutaba casi nadie de los países que iba visitando. Cosas que yo daba por sentadas, pero que ahora estamos descubriendo que cualquier trilero puede birlárnoslas antes de que reacionemos.