Como contaba en “Temporada de Tomate”, después de
algunos días de espera en Rantepao, la capital cultural del País Toraja, en la
isla de Célebes, por fin conseguimos que nos vendieran billetes para seguir
viajando hacia el norte, en busca de las esculturas megalíticas del Valle Bada.
Al día siguiente, de acuerdo con las instrucciones
de la empresa de transportes, nos presentamos en la estación de autobuses a las
siete de la mañana, una hora antes de la salida prevista, para el “check in”.
Nunca había tenido que hacer check in en un autobús, pero siempre se aprende
algo nuevo.
Como deberíamos de haber supuesto conociendo la
falta de puntualidad de los transportes públicos en Indonesia, a la hora
señalada no estaba el autobús, el empleado de la agencia ni ningún pasajero
indonesio. Eso sí, no faltaba ni un guiri, entre los que se encontraban los
citados en el relato anterior.
Al cabo de un rato apareció el empleado, que nos
aseguró que el autobús llegaría en cinco minutos. Se ve que esos cinco minutos
no eran consecutivos, porque todavía pasó casi media hora hasta que lo vimos
llegar.
La
primera decepción vino al ver el autobús. Nada que ver con el ekspres que anunciaban, similar al del
recorrido desde Ujung Pandang hasta Rantepao. A duras penas alcanzaba la
categoría de ekonomi, no era más que
un microbús bastante viejo, sin aire acondicionado ni asientos reclinables. Nos
explicaron que el cambio de clase era debido a la situasi en el centro de la isla, pero seguíamos sin saber cuál era
esa situasi.
Ya
iban apareciendo los pasajeros indonesios, por lo que empezó el check in. Consistía
en que los distintos empleados, desde el
que vendía los billetes hasta el conductor y su ayudante, nos iban pasando
lista pasajero por pasajero, hasta unas diez veces en total. En una de esas
listas nos subieron los equipajes a la baca, ya que dentro del microbús era
evidente que no cabían. Entre esos equipajes estaba la bicicleta desmontada del
holandés, que cargaría con ella el resto del viaje.
En
otra toma de lista nos dejaron subir. María y yo corrimos a ocupar los asientos
que nos parecieron más cómodos, junto a la puerta, donde en teoría podríamos
estirar las piernas. Luego tuvimos que bajar todos para una nueva lista, y por
fin nos subimos y arrancamos, con conductor, ayudante y cobrador. La primera
parada, todavía dentro del pueblo, fue en la casa del dueño del autobús. Allí
se bajó el cobrador, le entregó la recaudación, y el dueño se subió al autobús
y pasó lista de nuevo para comprobar que no se había colado nadie sin pagar. La
siguiente parada fue a unos kilómetros de Rantepao, pero en dirección sur. Íbamos
a cargar combustible, ya que por lo visto hacia el norte no había ninguna
gasolinera en muchos kilómetros. Ya con el depósito lleno retrocedimos hasta
Rantepao y por fin comenzamos el verdadero viaje hacia Pendolo, una aldea a
orillas del lago Poso en la que teníamos previsto pasar la noche. Eso sí, en la
tercera pasada por Rantepao se subieron unos cuantos indonesios más que, como
no quedaban asientos libres, se instalaron en el hueco de la puerta, donde
deberían estar nuestros pies. Iban prácticamente sentados en nuestras rodillas,
y allí se quedaron todo el viaje. Me da la impresión que el dinero de sus
pasajes se lo repartieron entre los empleados del autobús, sin que le llegara
nada al propietario. Era lo que en términos marxistas se conoce como
reapropiación social de la plusvalía.
Durante
ese tramo del viaje no había nada especial que reseñar. La carretera, de
montaña, discurría a lo largo de valles estrechos cubiertos de selva
secundaria, intercalada con grandes plantaciones de teca. Muy pocas aldeas, y
casi nadie a la vista. A mediodía paramos a comer en lo que allí consideraban
un restaurante de carretera. Consistía en un sombrajo de bambú y madera,
encajado entre la carretera y un precipicio que caía sobre el valle. De hecho,
una parte del restaurante estaba construido en el vacío, sobre pilotes clavados
en la ladera. Muy práctico para el wáter, que no necesitaba instalación de
fecales, pero un tanto vertiginoso.
La
cocina la formaba un grupo de señoras, cada una con su fogón y su puchero o su wok, donde se podían elegir diversas
sopas o los omnipresentes nasi goreng
(arroz frito) y mie goreng (fideos
fritos). Como soy una persona de costumbres, opté por lo que solía ser mi
desayuno habitual, el nasi goreng spesial,
que lo único que tenía de especial era un huevo frito en lo alto. Eso sí,
cerveza del tiempo no faltaba.
Saciadas
la sed y el hambre, cuando el conductor se despertó de la siesta arrancamos de
nuevo hacia Pendolo. Dado que el autobús tenía su salida oficial de Rantepao a
las ocho de la mañana, y que en teoría el trayecto duraba seis horas, nuestra
intención inicial era darnos por la tarde un chapuzón la orilla del lago, para
al día siguiente seguir viaje hacia el norte. Como en realidad salimos a eso de
las diez de la mañana, y el viaje duró unas diez horas, hasta las ocho de la
noche no llegamos a Pendolo. Normal.
A
la entrada de Pendolo, ya noche cerrada, nos encontramos con un control militar
fuertemente armado y protegido con sacos terreros. Al lado había una pensión
con un aspecto deplorable, y el oficial al mando, después de revisar nuestra
documentación, nos dijo que nos bajáramos del autobús y nos alojáramos en la
pensión. Los indonesios obedecieron inmediatamente, pero yo había leído en una
guía de viajes que, unos kilómetros más allá, había un hotelito agradable a
orillas del lago. Así que, muy serio, le dije al comandante que nosotros íbamos
al Mulia Hotel:
-
Kami
mau ke Mulia Hotel (vamos al Hotel Mulia)
-
Mulia
Hotel tutup (el Hotel Mulia está cerrado)
-
Maaf, bapak, Mulia Hotel tidak tutup. Kamis ada reservasi (perdone,
señor, pero no está cerrado. Tenemos una reserva), lo cual era no solo
absolutamente falso sino casi imposible, porque el hotel no tenía teléfono.
-
Baik
lah, jalan jalan! (De acuerdo, adelante, adelante)
Falto
de experiencia en el trato con guiris, el militar no quiso seguir discutiendo y
nos dejó seguir, para gran cabreo del conductor y su ayudante. Cruzamos el
pueblo, oscuro como boca de lobo, sin una sola luz, y a poco dejamos la
carretera para internarnos por un sendero entre la maleza por el que a duras
penas cabía el microbús. Al final del sendero nos encontramos con el hotel, que
efectivamente tenía toda la pinta de estar cerrado. Ante nuestra insistencia,
el conductor tocó varias veces la bocina. Cuando ya estábamos dispuestos a
regresar con las orejas gachas a la pensión de la entrada del pueblo, apareció
corriendo una empleada del hotel con una linterna. ¡Milagro!, íbamos a dormir
en sábanas limpias. Aprovechamos para bajar nuestro equipaje y entrar todos los
guiris corriendo en el recinto del hotel. El autobús se marchó.
La
empleada no hablaba ni una palabra de inglés, por lo que lo primero que hicimos
fue seguirla a recepción y arramblar con todas las llaves que colgaban del
casillero. Sin hacer caso de sus protestas, fuimos inspeccionando todas las
habitaciones que pudimos abrir, algunas de ellas con aspecto de estar ocupadas.
Acabamos
instalándonos en unas cabañas sobre pilotes en primera línea de playa, y nos
fuimos al comedor a intentar cenar y bebernos unas bien merecidas cervezas. De
hecho, cuando irrumpimos en el comedor, las horrorizadas camareras nos dijeron
que no había nada de comer. Después de lo que habíamos pasado para llegar hasta
allí nos considerábamos invencibles, así que invadimos la cocina y conseguimos que
nos organizaran una cena de emergencia, a base de nasi goreng y mie goreng.
Ya
más descansados, por fin apareció el dueño del hotel, el primer indonesio que
hablaba inglés desde nuestra salida de Rantepao. Entonces nos explicó por fin
la situasi, y cuáles eran los
problemas, mucho más serios de lo que nos pudiéramos imaginar. Cuando acabó de
contarnos, comprendimos que si hubiéramos sabido lo que estaba pasando allí, no
se nos hubiera ocurrido ir hasta allí.
La
zona, originalmente animista y luego convertida a la rama Toraja del
cristianismo, había ido recibiendo cada vez más inmigrantes de las islas más
pobladas del país, dentro de la política oficial de transmigrasi, que pretendía transformar las selvas en cultivos y
adjudicarles tierras a los campesinos pobres. Como estos inmigrantes eran
mayoritariamente musulmanes, y se dedicaban a ocupar y desbrozar los bosques
hasta entonces comunales, no tardaron en aparecer las luchas por la posesión de
la tierra, vestidas de conflicto religioso.
Dos
años antes de nuestra visita había estallado una disputa entre musulmanes y
cristianos por el control del ayuntamiento de Poso, capital de la provincia de
Sulawesi Central, a unos cien kilómetros al norte de Pendolo. Rápidamente se
formaron dos milicias, una cristiana, la Fuerza Roja, y otra musulmana, los
Guerreros de la Cueva de los Vampiros Negros. Armadas fundamentalmente con
escopetas de caza, machetes y cócteles molotov, pero también con los AK47 que
no suelen faltar en ningún conflicto armado, se dedicaron a matar “al
diferente”. Los nombres de las milicias eran como de película serie B, pero en
los dos años que llevaban de conflicto ya habían muerto cientos de personas.
Otras 75.000 habían tenido que abandonar sus viviendas, dentro de una limpieza
religiosa que hacía muy peligroso vivir en una zona con mayoría de la otra
religión.
Dentro
de este conflicto, hacía solo tres meses que los milicianos de la Fuerza Roja
habían asesinado a docenas de Vampiros Negros que se habían rendido
previamente. O sea que decir que a nuestra llegada el ambiente estaba tenso no
era más que un eufemismo.
Y
de todo esto, nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores ni se había enterado. No
sé a qué se dedicaba nuestro bien pagado embajador en Yakarta o nuestros
servicios de inteligencia, si es que los teníamos. Cuando regresamos a España, en su página web
seguían considerando Sulawesi como zona sin riesgo. Les escribí una carta de
protesta, pero nunca me contestaron.
A
la mañana siguiente, en el hotel nos confirmaron que no tenían nada para
desayunar, ni siquiera a los precios desorbitados que pagábamos los guiris. Cuando
los más osados salimos a dar un paseo por el pueblo en busca de algún alimento,
se nos descubrió el conflicto en toda su crudeza. Decenas de casas incendiadas
y comercios saqueados formaban el paisaje después de una batalla. Las casas que
seguían en pie tenían unas cruces bien grandes pintadas en la fachada, para
indicar a las milicias cristianas, predominantes en esta aldea, que estaban de
su lado. Supongo que las casas quemadas eran todas de musulmanes, y no quiero
ni pensar en cuánta gente podía haber muerto por un conflicto tan lejano como
el control de la alcaldía de la capital. Los supervivientes nos miraban con una
mezcla de sorpresa y recelo, y ni siquiera los niños sonreían. En los restos de
lo que había sido una tienda de comestibles nos vendieron por una miseria un
enorme racimo de plátanos, lo único comestible que pudimos encontrar.
Se
nos quitaron las ganas de seguir paseando por el pueblo, y nos volvimos al
hotel para organizar un desayuno con los plátanos, e intentar solucionar
nuestra salida de allí lo antes posible. Lo del desayuno no fue difícil, la
cocinera nos preparó unos banana pancakes
con leche condensada y Nescafé, pero lo de salir del pueblo no era tan fácil. Todos
queríamos seguir hacia el norte, pero la carretera que rodeaba el lago cruzaba
la línea de alto el fuego y era objeto de frecuentes ataques de ambos bandos, por
lo que habían suspendido el servicio de autobuses. No nos quedaba otra opción
que cruzar el lago en barco, y al final conseguimos contratar entre todo el
grupo un catamarán que al día siguiente nos llevaría hasta Tentena, en el
extremo norte del lago. Por lo que pagamos, en condiciones normales creo que
habríamos comprado el barco entero. Justo castigo a nuestra inconsciencia.
Pasamos
el resto del día bañándonos en el lago y sesteando en nuestras cabañas, tratando
de asimilar lo que habíamos visto, hasta que llegó la hora de cenar. Aunque no
había mercados, y casi todo el tráfico de mercancías estaba interrumpido, la
cocinera consiguió prepararnos un menú algo más variado que el de la víspera.
Cuando
estábamos todos sentados en el comedor del hotel, de pronto se abrió la puerta
y entró en el local una docena de hombres, vestidos de paisano y armados con fusiles
de asalto Kalashnikov y lanzagranadas RPG-7. Nunca olvidaré al primero en
entrar, que parecía el jefe del grupo, vestido con un plumífero rojo y unas
zapatillas Adidas, y con un subfusil Uzi en las manos.
En
ese momento pensé que se nos había acabado el viaje, y quizás algo peor. En aquel
ambiente violento de guerrillas y emboscadas, podía pasarnos cualquier cosa,
desde un simple secuestro para pedir rescate hasta que directamente se
deshicieran de los que podían considerar testigos incómodos. Sin olvidar que,
en una zona sin cajeros automáticos ni tarjetas de crédito, era inevitable que
cada viajero llevara encima una cantidad de dinero considerable, motivo suficiente
para desvalijarnos.
Por
suerte, antes de que cundiera totalmente el pánico se aclaró el asunto. No eran
guerrilleros, sino un grupo de paracaidistas de las fuerzas especiales del
ejército regular indonesio, enviados allí por el gobierno para intentar separar
a los bandos en conflicto, desarmarlos y proteger a la población civil. Al
regreso de su patrulla diaria, se habían vestido de paisano para ir a tomar
unas cervezas al comedor del hotel, en el que también estaban alojados. Pero
como las milicias seguían muy activas en la zona, no se les ocurría moverse sin
ir fuertemente armados. Especialmente en zona cristiana, pues el ejército tenía
una fama bien ganada de ser claramente favorable a los musulmanes.
Acabamos
confraternizando con los militares dentro de ciertos límites, y hasta traduciendo
al indonesio nuestro “Todo por la Patria”, que a ellos les pareció una ñoñería
frente a su lema de “Hasta la victoria o la muerte”. Mis conocimientos de
indonesio no alcanzaban para traducirles el himno de la Legión, que sin duda
les habría encantado, pero al menos rompimos el hielo y pudimos acabar la cena
sin más sobresaltos.
Un
año después de nuestra estancia en Sulawesi, me enteré de que se habían sumado al
conflicto militantes del grupo indonesio Lashkar
Jihad, movimiento que ya estaba involucrado en la guerra civil de Molucas y
cuyo fundador había luchado junto a los talibán en la guerra de Afganistán. Una
intervención más decidida del gobierno indonesio ha conseguido poner fin a los enfrentamientos
armados, aunque el conflicto sigue latente. Y los atentados con bomba en Bali
en 2002 hicieron que Lashkar Jihad se
disolviera oficialmente, aunque de hecho
ha seguido actuando en amplias zonas del país.
Al
día siguiente cruzamos el lago como estaba previsto, y después de una travesía
de solo dos horas desembarcamos en Tentena, un
pueblo de mayoría musulmana en el que no se notaban tanto los efectos
del conflicto. Aunque también había casas y negocios quemados, digamos que
habíamos cruzado la línea del frente.
Ya
en Tentena, y aparentemente pasado lo peor, nuestro grupo se fue disgregando.
El primero en marcharse fue Rambo,
que había contratado y pagado en Ujung Pandang un guía para que lo esperara en
Tentena y lo acompañara en su trekking de varios días a través de las montañas
cubiertas de selva. Su problema fue que en Tentena nadie sabía nada del
presunto guía. Evidentemente, había sido víctima de una estafa. Cuando
consiguió entrar en contacto con la agencia de Ujung Pandang, después de
intentar marearlo, le ofrecieron que volviera y le devolverían el dinero. No sé
si llegó a volver a Ujung Pandang, pero de momento contrató a otro guía local
que le prometió llevarlo hasta Kolonedale, una ciudad en el Mar de Banda, a
través de la selva. Si conseguía llegar allí podría seguir su viaje por mar.
Nunca más supimos de él.
El
resto del grupo decidió dirigirse hacia las islas Togian, un pequeño
archipiélago en el golfo de Tomini, ideal para la práctica del buceo entre
arrecifes de coral. Para llegar a las Togian contrataron un taxista que los
llevaría, vía Poso, hasta el límite oriental de la zona controlada por las
milicias musulmanas. Una vez allí, tenían que caminar unos kilómetros por
tierra de nadie hasta llegar a los primeros controles cristianos, donde
esperaban conseguir otro taxi que los acercara a algún pueblo de pescadores para
contratar un barquito que los llevaría a las islas. Años después me volví a
encontrar a algunos de ellos, y me confirmaron que habían conseguido llegar
hasta las islas, con bastantes dificultades y mucho miedo. Y que en las islas,
lógicamente, no había ni un turista.
María
y yo, fiados en mi relativo conocimiento del idioma e inasequibles al
desaliento, queríamos visitar el Parque Nacional de Lore Lindu. Habíamos leído
que en su interior había centenares de esculturas megalíticas de origen
desconocido, y después de haber llegado hasta allí no nos lo podíamos perder.
Como preferíamos gastar nuestro dinero con la población local, para que obtuviera
algún beneficio de la declaración de parque nacional, rechazamos la oferta que
nos hicieron en Tentena de organizarnos una excursión todo incluido, con guía,
transporte privado, alojamiento en pensión completa y excursiones por el
parque.
En
su lugar, reservamos dos plazas de
primera en el único transporte colectivo disponible, un Toyota Land Cruiser de
los antiguos, con cuna de carga, suspensión por ballestas y cesta delantera
para llevar cerdos vivos. Los asientos de primera costaban casi el doble que
los demás, porque nos daban derecho a ir en la cabina, bien apretados, al lado
del conductor y su ayudante. El resto del pasaje se sentaba en unos bancos de
madera clavados en la parte trasera, o encima de los numerosos sacos y bultos
que sobrecargaban el vehículo.
El
recorrido, de unos sesenta kilómetros, lo hicimos en poco más de cuatro horas,
gracias a que no llovía. Se trataba de una pista de tierra recientemente
abierta a través de la selva, con piso de tierra apisonada en las zonas
mejores, y enormes barrizales en las peores. Fue la primera vez en mi vida que
viví de verdad el concepto de “todo terreno”, que en España asociamos a los
cochazos que se usan los pijos para ir a la casita de vacaciones o para recoger
a los niños del colegio. Y me alegré de ir en la cabina, por los botes que iba
pegando el Toyota y por la lluvia que caía de manera intermitente. El camino
era, en mi opinión, absolutamente impracticable. Tanta fuerza iba haciendo con
los pies para “frenar”, que al llegar al destino se me habían roto las dos
chanclas. Luego nos explicaron que cuando llovía más se podía tardar todo el
día en llegar, y que si llovía mucho se interrumpía el servicio de transporte,
que por otra parte solo funcionaba dos días a la semana.
El
Toyota nos dejó en Gintu, una pequeña aldea que era la capital del valle Bada,
la zona más civilizada del parque nacional. Allí encontramos un losmen cutre a la vez que familiar, en
el que nos ofrecieron un régimen de alojamiento y media pensión por el
equivalente a ocho euros diarios. Por ese precio no se podía pedir mucho, pero
quedamos muy satisfechos. Teníamos un cuarto de baño elemental en nuestra
habitación, y la cama tenía una colchoneta de miraguano de casi cinco
centímetros de espesor, sobre el somier de láminas de bambú.
Los
desayunos, a base de arroz frito, nos los servían en la veranda, y la cena, ya
de noche, la tomábamos en el salón de la casa, compartido con toda la familia
de los dueños, que aprovechaban las seis horas diarias de suministro eléctrico
para ver series americanas por televisión. El primer día la cena nos pareció
excesivamente copiosa, hasta que descubrimos que lo que dejábamos de la enorme
fuente de arroz blanco y los variados platitos de verduras, pollo, y otros
animales desconocidos, constituía la cena del resto de la familia.
Dentro
de la modestia del alojamiento, tuvieron el detalle de aprovechar las horas de
suministro eléctrico para enfriarnos cada día un par de cervezas Bintang, que
nos tomábamos encantados al volver de nuestras excursiones. Ni un champán
francés me habría gustado más…
Una
vez instalados, salimos a dar un paseo por los alrededores para intentar
localizar la escultura más cercana. Sin mapas detallados ni GPS, nos fue
imposible encontrarla. Pero en cambio, tuvimos ocasión de charlar un buen rato
con un grupo de refugiados cristianos, que habían llegado a aquel valle remoto
después de varios días de marcha por la selva, huyendo de los combates y
matanzas de otras zonas más civilizadas. Vivían como podían, en cabañas
improvisadas y tiendas de campaña, pero habían sobrevivido.
Esa
misma tarde concertamos con el hijo de los dueños del losmen, que hablaba bastante inglés, para que al día siguiente nos
llevara a ver los megalitos más importantes del valle.
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