Nuestra llegada a Sídney resultó un tanto accidentada, ya que la compañía aérea nos perdió una de las dos maletas en el vuelo desde Cairns. Entre el tiempo perdido en reclamarla y la absoluta inoperancia de la empleada que nos atendió, que nos informó tan mal como pudo, llegamos a nuestro apartamento de no muy buen humor.
Menos mal que nuestro barrio, Newtown, nos alegró un poco. Situado a media hora en autobús del centro de Sídney, se organizaba en torno a una antigua carretera, King Street, en la que se conservaban muchos edificios de hace cien años. En doscientos metros de calle había restaurantes especializados en comida de diez o doce países diferentes, supermercados, lavanderías, una librería, muchos pubs y tiendas de ropa vintage y de segunda mano.
En las calles laterales, donde vivía la mayoría de los habitantes del barrio, se alzaban casas de una o dos plantas, en general unifamiliares, con unos jardincitos mínimos, a veces limitados a un porche con varias macetas.
Nuestro apartamento, un semisótano, era tranquilo, amplio, limpio y luminoso. Sus dueños, que vivían en el piso de arriba, lo tenían perfectamente dotado con todo lo necesario para nuestra comodidad.
En cuanto nos instalamos, nos fuimos al supermercado más cercano a comprar fruta, tomates y lechuga ¡Por fin pudimos prepararnos una ensalada sencilla, de las que nos gustan!
Perdimos la mañana siguiente en gestiones para intentar recuperar nuestra maleta. Las informaciones erróneas de la empleada de la víspera nos obligaron a desplazarnos hasta el aeropuerto, para desde allí regresar a toda prisa a nuestro apartamento porque nuestra maleta había aparecido y estaba en proceso de reparto.
Ya de mejor humor y recuperada la maleta, empezamos nuestro intenso programa de visitas.
Sídney es una ciudad enorme y mestiza. El cuarenta por ciento de sus cinco millones de habitantes ha nacido fuera de Australia, especialmente en China, India, Reino Unido, Vietnam y Filipinas. Lo que no es fácil encontrar aquí son aborígenes.
Es una ciudad pensada para el bienestar de sus habitantes, al menos de los que pueden pagar el alto coste de vivir en una de las capitales más caras del mundo. Cuenta con un millón de hectáreas de zonas verdes y su ubicación en una bahía muy recortada permite que el mar o el río Parramatta estén presentes en todas partes. Los espacios públicos están muy bien equipados, con bancos, fuentes de agua potable, sombra, aseos y mesas para pícnics, todo fabricado con materiales robustos y duraderos. El transporte público es rápido, frecuente, razonablemente barato y muy fácil de usar, ya que se puede pagar directamente con tarjeta de crédito.Sídney es una ciudad de contrastes. Las torres verticales, interminables, del centro financiero frente a las barriadas de viviendas unifamiliares; los grupos de turistas con guía y banderita al lado de los miles de empleados que van y vienen entre las oficinas del centro y las barriadas residenciales; los grandes almacenes frente a las docenas de mercadillos callejeros.
Los principales museos también aquí son públicos y gratuitos. Por todas partes hay empleados o voluntarios dispuestos a ayudarte, siempre con una sonrisa y una palabra amable. Cuando te sientas en un restaurante, antes incluso que la carta te traen una jarra con agua fría, que no te cobran.
Pese a sus cinco millones de habitantes, igual a la suma de Madrid y Barcelona, la vida parece relajada, como la de una capital española de provincias. No hay atascos de tráfico, bocinazos ni boinas de contaminación; la gente camina sonriente, sin empujones ni agobios, como si fueran de paseo; en el autobús es habitual saludar al conductor al entrar y darles las gracias al salir.
Sídney, además de todo eso, es también la capital LGTB de Australia. No por casualidad fue el origen del mítico viaje en autobús de Priscilla, reina de desierto. Su fiesta del orgullo, que se celebra cada martes de carnaval, atrae a miles de visitantes, al igual que su Mes del Orgullo LGTBQI, que se extiende del uno al treinta de junio. No es fácil encontrar un bar o restaurante que no exhiba la bandera del arcoíris; el epicentro de todo este ambiente es la calle Oxford, donde durante todo el año y a lo largo de un kilómetro se suceden las banderas, vallas de obra, semáforos, bancos y escaparates decorados con los colores de la inclusión. Nosotros comenzamos nuestro recorrido por uno de los puntos más simbólicos de Sídney: el Puente de la Bahía. Inaugurado hace casi cien años, sigue siendo utilizado por trenes, automóviles, peatones y ciclistas. Es bastante más corto (1.149 metros) que el de la Constitución de Cádiz (3.092) y de menor altura libre (49 frente a 65 metros), pero conserva el encanto de lo antiguo.
El recorrido a pie, que nosotros hicimos de norte a sur, ofrecía unas vistas impresionantes sobre la bahía, con el edificio de la ópera en primer plano y una base naval más al fondo, en la que destacaba la mole del ALHD Adelaide, un portahelicópteros diseñado y construido en Navantia, la empresa en la que he trabajado gran parte de mi vida laboral.
Mientras cruzábamos el puente, yo bien agarrado a la barandilla para intentar paliar el vértigo, vimos a un grupo que lo recorría andando por encima de las grandes vigas curvas de las que cuelga la plataforma de circulación. Un vigilante nos informó de que, previa reserva y pago de la tarifa establecida, cualquiera podía hacer ese recorrido. No seré yo quien lo intente.
En el extremo sur del puente está The Rocks, la zona donde en 1788 se establecieron los primeros colonos ingleses y, quizás, el punto más turístico de la ciudad. Justo al lado de la terminal de cruceros, entre callejones y escaleras empinadas, se mezclan viejos veleros, antiguos locales portuarios y rascacielos supermodernos. Por en medio se apiñan docenas de locales orientados hacia los visitantes. Bares, restaurantes, galerías de arte, tiendas de recuerdos, pequeños museos y tiendas de ropa exclusiva, como la de Joe Bananas, especializada en camisas, pajaritas y americanas de diseño muy colorido y elegante, que me fascinó. Estuve un buen rato probándome, pero sus precios elevados me disuadieron, al menos de momento.
Entre el bullicio de turistas nacionales y extranjeros y de oficinistas que se dirigían a la terminal de donde salen los barquitos que comunican el centro de la ciudad con todas las poblaciones de la bahía, una pareja de aborígenes intentaba ganarse la vida con el sonido hipnótico del digderidoo.
Buscando un poco de tranquilidad, caminamos hasta el jardín botánico. El parque, con buenas vistas sobre la bahía y cientos de árboles enormes y frondosos, estaba invadido por docenas de aves grandes, zancudas y con picos largos y estrechos, con cierto parecido a nuestras cigüeñas.
El ibis blanco australiano es un ejemplo de las nefastas consecuencias de algunas políticas ultraanimalistas. En los años sesenta, en Sídney y en algunas otras grandes ciudades tenían ejemplares de este ave enjaulados en los zoos, mientras que el grueso de la población, estimada en unas once mil parejas, vivía libre en los pantanos de Macquarie, en el norte del estado de Nueva Gales del Sur.
Antes de 1970 era muy raro ver en las ciudades ejemplares silvestres, ya que procuraban mantenerse alejados del hombre. En 1971 se decidió liberar a los ibis enjaulados, pero no se los devolvió a sus pantanos de origen. Estos animales, acostumbrados a la presencia humana, anidaron en los parques urbanos, donde comenzaron a alimentarse de los restos de pícnics y del contenido de las papeleras, que vaciaban fácilmente con sus largos picos. Por otra parte, los ibis salvajes, atraídos por la presencia de sus hermanos antropizados, migraron a las ciudades y se acostumbraron rápidamente a su nueva dieta basurera. En la actualidad, por su abundancia, tamaño y hábitos alimenticios se han convertido en una plaga en las ciudades, a la vez que el número de ejemplares silvestres disminuye a toda velocidad.
En el extremo de la península del Botánico se encuentra el icónico edificio de la Ópera, que se inauguró, tras quince años de construcción, en 1973. Diseñado por el arquitecto danés Jorn Utzon, cubre un solar de dieciocho mil metros cuadrados y se apoya en casi seiscientos pilares hundidos hasta veinticinco metros bajo el nivel del mar.
Los problemas de la construcción comenzaron cuando, por presiones políticas, se decidió iniciar los trabajos pese a no estar terminado el diseño, algo muy habitual en mi antiguo astillero. Uno de los asuntos más difíciles fue compaginar las ideas estéticas del arquitecto Utzon con los criterios económicos de las empresas a las que se les adjudicó la construcción. Al final, esta discrepancia se resolvió de una manera muy original: Después de permanecer en el outback durante dos semanas, totalmente ilocalizable, el arquitecto volvió diciendo que todas las bóvedas exteriores serían porciones de esfera con el mismo radio de setenta y cinco metros. Esto permitió reutilizar el encofrado una y otra vez, reduciendo los costes que habría tenido el diseño inicial formado por elipsoides. La ópera de Sídney es el primero de los grandes edificios en el que se ha utilizado un ordenador para calcular las estructuras.
Al día siguiente nos encaminamos hacia la playa de Bondi, ocho kilómetros al sur de la ciudad, frente a las olas salvajes del mar de Tasmania. Se trata de un barrio caro y de una de las playas favoritas de los surfistas, lo que no impide que esté acondicionada para que la puedan utilizar niños y familias de toda la ciudad: buen transporte público, zonas de juegos infantiles, mesas y bancos de picnic, barbacoas de uso público, aseos impecables…
Desde el extremo sur de esta playa seguimos un paseo peatonal de unos cuatro kilómetros que nos llevó, a lo largo de acantilados y calitas, hasta la playa de Cogee. El sendero, cómodo, seguro y bien señalizado como todos en Australia, pasaba frente a algunos de los barrios más exclusivos y al cementerio de Waverley, desde donde los difuntos disfrutan de muy buenas vistas al Pacífico Sur.
A lo largo del recorrido nos cruzamos con docenas de personas de todas las edades, que corrían o caminaban bajo el sol de otoño, aprovechando los pocos días que quedaban hasta que bajaran más las temperaturas. Frente a la placidez de la tierra, el mar estaba tan revuelto que las mayoría de las calas estaban cerradas al baño y su uso solo estaba permitido para los surfistas, que en Australia actúan también como socorristas de las playas.
Por la tarde nos acercamos a la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, un gran complejo museístico ubicado cerca del jardín botánico. En el edificio más antiguo, las salas exhibían una curiosa mezcla de su colección permanente de arte clásico con piezas mucho más modernas, mientras que el edificio nuevo combinaba obras aborígenes con otras de las tendencias más actuales.
Al cuarto día de nuestra estancia en Sídney intentamos ir en ferri a Manly, un barrio en la orilla opuesta, trayecto que permite recorrer gran parte de la bahía en un transporte público muy utilizado por los sidneyeses. Pensábamos aprovechar la navegación para tener otra perspectiva del puente de la bahía y la ópera y, una vez en Manly, hacer una ruta de senderismo junto al mar. Cuando nos acercábamos al muelle 4A, desde donde teóricamente partían los ferris para nuestro destino, una señora uniformada nos dirigió, con gestos y grandes voces, hacia el cercano muelle 4B. Junto con nosotros desvió también a un grupo de treinta o cuarenta turistas chinos. Subimos rápidamente al ferri allí atracado, para intentar evitar que los chinos ocuparan todos los asientos bien orientados, como tienen por costumbre.A pesar del viento frío que nos azotaba, tres chinas de mediana edad y vestidas con ropas glamurosas no tardaron en abandonar sus asientos y colocarse justo en la proa para una interminable serie de fotos, tapándonos la vista a todos los demás viajeros. Allí siguieron hasta que una racha de viento le levantó a una de ellas la falda hasta el cuello, lo que consiguió que se sentaran entre risitas avergonzadas y no volvieran a moverse en toda la travesía.
En la bahía Rose se bajaron todos los chinos, pero nosotros seguimos hasta Watson, donde pudimos comprobar lo bien que vivían en Sídney los que vivían bien. No les bastaba con unos chalés inmensos en primera línea de playa, con árboles centenarios en sus jardines particulares ni con yates con los que podrían haber cruzado fácilmente el Pacífico, sino que algunos de ellos tenían allí amarrado su hidroavión privado.
A la vuelta, en un barco semivacío, tuvimos unas vistas espectaculares de los rascacielos del centro de la ciudad.
Al regresar al Circular Quay, la terminal de ferris de la bahía, nos dimos un paseo por las calles más comerciales del centro hasta llegar al Queen Victoria Building, construido como mercado a finales del siglo XIX y hoy en día reconvertido en un centro comercial de lujo. A mí me recordó inmediatamente los almacenes GUM, en la Plaza Roja de Moscú. Cuando pasé frente a la tienda de Joe Bananas no pude resistir la tentación de entrar, probarme varias cosas y acabar comprándome una camisa y una pajarita.Al día siguiente, quinto ya de nuestra estancia en Sídney, volvimos al fascinante centro de la ciudad. El primer lugar que queríamos visitar era el Anzac Memorial, un lugar de recuerdo para todos los australianos muertos en acto de servicio durante la Primera Guerra Mundial. Anzac son las siglas en inglés del cuerpo de ejército de Australia y Nueva Zelanda, cuyo desastroso intento de desembarco en Gallipoli provocó miles de muertes.
Con el tiempo —y las guerras— se fue ampliando el objetivo del monumento, que hoy en día recuerda a todas las personas, hombres y mujeres, muertas en acto de servicio en cualquiera de las guerras y misiones de paz en que ha participado el ejército australiano. Solo hay una excepción, muy significativa. En el monumento no fui capaz de encontrar ninguna mención a las “guerras de frontera”, que durante ciento cincuenta años libraron soldados y policías contra los aborígenes que se oponían a que los expulsaran de sus tierras ancestrales y que causaron la muerte de cien mil indígenas y dos mil quinientos angloaustralianos.
El inicio de las obras estuvo envuelto en polémica. La muerte de veintitrés mil soldados australianos en la batalla del Somme en menos de dos meses levantó una fuerte oposición entre las organizaciones de soldados, que se oponían al envío de nuevas fuerzas a Europa. En 1916 y 1917 se celebraron votaciones para implantar el servicio militar obligatorio, que fue rechazado mayoritariamente en ambas ocasiones.
El edificio, construido siguiendo los principios del art decó, es similar a muchos otros monumentos militares, pero a mí me recuerda especialmente a los erigidos por la Unión Soviética en Moscú o en Berlín después de la Segunda Guerra Mundial.
De allí nos fuimos al Tower Eye, una torre de telecomunicaciones de más de trescientos metros de altura, a cuya plataforma de observación, situada a doscientos cincuenta metros sobre las calles circundantes, se puede subir en ascensor. Dieciocho metros más arriba hay una pasarela abierta con suelo de cristal, a la que vi subir a un grupo de turistas provistos de cascos y arneses de seguridad. Comprendo lo de los arneses, para evitar caídas, pero los cascos me parecieron absolutamente inútiles.
No hace falta que diga que las vistas desde la plataforma acristalada, que ofrece una panorámica de trescientos sesenta grados sobre el centro de la ciudad, los barrios residenciales, la bahía y el rio Parramatta, son impresionantes. Yo tardé casi cinco minutos en atreverme a soltar el pasamanos que rodea el núcleo interior de ascensores. Necesité otros cinco minutos, pasito a pasito, para acercarme a los ventanales. Luego, con mucha precaución, logré incluso mirar hacia abajo y hacer algunas fotos.
Creo que en la foto se puede apreciar la contracción de mi espalda, que días después me pasó factura.
Para buscar un buen sitio para comer, cogimos el tranvía a Chinatown, un auténtico barrio chino que ocupa varias manzanas junto a la estación central. Los chinos llegaron a Australia a partir de 1840, cuando los ingleses dejaron de enviar presos condenados a trabajos forzados y los granjeros seguían demandando mano de obra barata. Los trabajadores chinos, discriminados, mal pagados y en ocasiones transportados a Australia contra su voluntad, se convirtieron después en la principal fuerza de trabajo durante la fiebre del oro de los años cincuenta y sesenta del siglo XIX, llegando a emigrar más de cuarenta mil en solo diez años.
No todos los chinos que emigraron a Australia por aquellos años eran campesinos pobres. Muchos eran comerciantes acomodados o artesanos, que vieron en Australia una nueva oportunidad de prosperidad.
Con la llegada del siglo XX y la formación de la Federación Australiana, se incrementaron las restricciones racistas, de forma que muchos chinos perdieron sus empleos industriales y se vieron relegados a trabajar como jardineros de los blancos acomodados. Los cambios de mentalidad a partir de 1968 han llevado a normalizar la inmigración y permanencia de chinos en Australia. Hoy en día, el tercer país de origen de inmigrantes es China, solo por detrás del Reino Unido y de Nueva Zelanda.
Un australiano nos había contado que los indios y paquistaníes emigraban a Australia para trabajar unos años, enviar todo el dinero que pudieran a sus familias y luego volverse a su país, mientras que los chinos llegaban con vocación de quedarse y que reinvertían sus ahorros allí mismo. Esto era evidente en Chinatown, donde la inmensa mayoría de los rótulos empresariales y comerciales estaban escritos en caracteres chinos y la casi totalidad de restaurantes se especializaban en la deliciosa gastronomía china. Los productos a la venta en las tiendas de alimentación nos resultaban, en ocasiones, difíciles de identificar.En el corazón del barrio nos encontramos el primer mercado de estilo europeo que veíamos en todo el viaje; hasta aquel momento todo habían sido supermercados con comida hiperenvasada. El sótano del antiguo edificio del Haymarket, cuyas plantas superiores eran ahora un centro comercial, estaba ocupado por un laberinto de puestecitos de fruta, verdura, ropa, pelucas, recuerdos baratos, pescado, carne y cualquier otra cosa que pudieras imaginar.
Esa noche cenamos fruta y verdura de alta calidad a muy buen precio.
Al día siguiente, aunque todavía nos quedaban muchas cosas por ver, íbamos notando el cansancio y no nos sentíamos capaces de mantener el ritmo. Aprovechamos que era sábado para plantearnos solamente dos objetivos: algún mercadillo de barrio y una de las galerías de arte más radicalmente rompedora.
Por la mañana recorrimos un par de mercadillos. El que más nos gustó fue el de Paddington, montado en los jardines que rodean una iglesia unitaria. Ropa nueva y usada, artesanía de todo tipo, herramientas, libros y, sobre todo, comida. Desde varios puestos que vendían pan artesanal hasta una carpa que ofrecía sangría y paella, con buena pinta pero que no nos apetecía a las once de la mañana.
Lo que sí probamos fue el menú del The Paddington, un antiguo pub convertido en restaurante de cierta categoría. Junto con el Noodle House Mitchell de Darwin, el Bayleaf Balinese de Cairns y el Mabu Mabu de Melbourne fueron, en nuestra opinión, los mejores restaurantes del viaje.
Su decoración, mezcla de un pub tradicional y una cocina ultramoderna; su servicio, en general rápido y eficiente; su carta, con un surtido corto pero bien escogido de mariscos, pescado, carnes y verduras, y sus precios, razonables para Australia, lo convirtieron en nuestro favorito.
Después de comer fuimos a la White Rabbit Gallery, especializada en arte chino de rabiosa actualidad. La galería, en realidad una sala de exposiciones, fue inaugurada en 2009 por la empresaria, filántropa y multimillonaria Judith Neilson para mostrar al público su excelente colección de arte chino contemporáneo. Durante nuestra visita pudimos disfrutar de una exposición temporal titulada Shuo Shu, el arte de contar historias.
Las primeras muestras conocidas de escritura china tienen más de cuatro mil años; los chinos inventaron el papel y, quizás, la imprenta, y el Libro Rojo de Mao Ze Dong es el segundo libro del que se han impreso más ejemplares en el mundo, solo por detrás de la Biblia judeocristiana.
En la exposición se mostraba la evolución de la literatura de ficción, desde las leyendas ancestrales hasta la propaganda política o el cine de animación. La tarde la cerramos con un nuevo paseo por nuestro barrio de Newtown, donde se percibía claramente el ambiente relajado de fin de semana: gente de paseo o de compras y terracitas llenas de grupos de amigos de charla.
Quien no podía pagar los precios de los pubs, se compraba unas cervezas y se instalaba donde podía, incluso sobre la marquesina de una tienda de telefonía, como este grupo de amigos.
El domingo, nuestro último día en Sídney, amaneció lluvioso y más frío de lo habitual, por lo que decidimos coger un ferry hasta Parramatta, una ciudad dormitorio a una hora de navegación por el río del mismo nombre. No es que la ciudad en sí tuviera mayor interés, pero el catamarán que llevaba hasta allí nos permitiría ver los barrios más ricos de la ciudad, que se extienden a ambos lados de la desembocadura del río, para luego pasar junto a la Villa Olímpica, construida para las Olimpiadas del año 2000 y terminar con un recorrido por una zona virgen cubierta de manglares. Y no, no fue durante aquellas olimpiadas cuando el trompetista James Morrison tocó el himno de Riego ante el equipo español, sino en la final de la Copa Davis de 2003, cuando Juan Carlos Ferrero y Carlos Moyá se enfrentaron al equipo australiano ( y perdieron 3-1).
Después de un rapidísimo recorrido bajo la lluvia desde el embarcadero hasta la estación de ferrocarril de Parramatta, volvimos en tren a nuestro barrio. Al bajarnos había parado de llover y mientras paseábamos desde la estación de Redfern hasta nuestro apartamento pasamos junto a unos antiguos talleres ferroviarios, Carriageways, en las que se estaba celebrando otro mercadillo, esta vez centrado en el arte local de vanguardia.Allí se juntaba lo más moderno y contracultural de una ciudad ya de por sí muy moderna y contracultural. Lo mismo podías comprarte una camiseta serigrafiada en el momento que tomarte una hamburguesa vegana o hacerte un tatuaje.
Nosotros nos limitamos a pasear entre los puestos, bajo los pilares de fundición y las transmisiones de las antiguas máquinas herramientas, resguardados de la lluvia que volvía a caer tras unos minutos de descanso.
Al día siguiente saldríamos hacia Wollongong, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.
Otros capítulos de este cuaderno: