La puesta en escena impresiona. El escenario, sobrio, montado con cortinas y efectos de luz y con un sonido magnífico animan a abrir los ojos al espectáculo y los oidos al texto de Shakespeare. El planteamiento inicial de la obra es claro y repetuoso con el texto original.
El hecho de que Hamlet esté representado por una mujer, Blanca Portillo, se admite al principio, como una libertad creativa del director y hay que decir que Blanca lo hace bien.
Ya antes del descanso se empiezan a percibir señales: desnudos sorpresa, ambigüedades sexuales de personajes que no conociamos en el texto original. Después de un descanso, en el que continúa la actuación con un espectáculo musical que nada tiene que ver con Hamlet, volvemos a una segunda parte en la que el montaje empieza a hacer agua: primero por la pérdida de contacto con el texto, el espectador que no conozca el texto se pierde y el que lo conozca se cabrea y segundo por la duración excesiva – cuatro horas – y con un final a cámara lenta en el que cada vez hay más espectáculo de circo y menos Hamlet y menos Shakespeare.
Al final he salido con la impresión de que me han colado un panfleto gay con el pretexto de Hamlet, y no es que yo tenga nada contra tan respetable colectivo – lo cual podría llegar a ser incluso un delito de homofobia – es que no me gusta que me tomen el pelo.
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