domingo, 15 de junio de 2008

Mil Años de Oración

En un mundo donde imperan las tecnologías, autopistas, sociedades y canales de la información, premio Príncipe de Asturias a Google un motor de búsqueda de información, un hombre dice: "Mi hija no es feliz, mi hija no habla". De todos los síntomas que yo conozco de la infelicidad, éste era desconocido pero ahora soy capaz de reconocerlo. Es cierto, cuando alguien es infeliz, no habla. Evita los amigos, busca dónde gastar tu tiempo de forma solitaria, lanza botes de humo, deja de hablar.

Viendo la película me reconocí en ella como padre (madre) y como hija y eso, la verdad, no me gustó. Hubiese preferido no padecer la dicotomía de ser capaz de suplantar el papel del padre a la vez que el de la hija. No, eso no me gustó y creo que esa sensación la debo haber compartido con muchísimos otros de mi generación, fijo. En pocas imágenes se expresa claramente la preocupación y sufrimiento que tiene un padre por la situación, según él, desdichada de una hija y la lucha de una hija por mantener su independencia, vivencias y autodeterminación frente al fortísimo vínculo demandante de la relación paterno-filial. Las invasiones por los padres de los terrenos filiales movidos por la duda, por intentar comprender qué es lo que está pasando y no sé. La injerencia en sus vidas para poner orden cuando sospechamos que se acercan a los márgenes prohibidos. La más difícil tarea.

En definitiva, es una historia de incomunicación y de los esfuerzos por conseguir tender un puente que permita comunicarnos; a partir de ahí, parece que todo se puede.

Pero, en medio de tantas dificultades de entendimiento existe un pequeño mundo que se crea en el banco de un jardín frente a un lago en el que dos desconocidos, un hombre y una mujer, se entienden a la perfección contándose sus inquietudes familiares más preocupantes, uno hablando en mandarín y la otra en farsí. Claro, no puede ser de otro modo, las cuestiones que nos salen de las tripas sólo podemos expresarlas en la lengua que aprendimos de nuestra madre y son esas cuestiones las que no necesitan lenguas comunes porque las entiende cualquiera, las cuentes en el idioma en que las cuentes. Él la entendía a ella y ella a él!!! era fantástico. Ambos tenían cosas que contar, necesidad de hablar y disposición para comprender, sin juzgar. Las cosas realmente importantes se entienden aunque te las digan en otro idioma.

Mil Años de Oración hacen falta para compartir la almohada con otra persona. Unos instantes pueden ser suficientes para compartir las preocupaciones con otra persona y cuántos años podemos gastar junto a otros y éstos no sabrán jamás quiénes somos.

Lo difícil es abrir la brecha de la comunicación, a partir de ahí todo es más fácil y los fantasmas desaparecen, cuestión de confianza, de valor, vaya.

Marga.

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