Comenzamos el día, como de costumbre, conduciendo hacia el sur por la Carretera Austral. Al principio el paisaje se fue abriendo, quizás por la cercanía de la pampa de Argentina, de cuya frontera pasamos a menos de cinco kilómetros. Prados muy verdes con rebaños de vacas y de ovejas, estancias en la lejanía, restos de árboles carbonizados… No solo las llanuras fueron incendiadas por los colonos, sino también las faldas de las montañas, en las que muchas veces no ha vuelto a crecer ningún árbol.
En menos de cincuenta kilómetros, la carretera volvía a internarse en las montañas. Estábamos entrando en el Parque Nacional Cerro Castillo, de 143.000 hectáreas, cuyas crestas afiladas recordaríamos días más tarde en Torres del Paine.

A poco de entrar en el Parque recogimos a una mujer que caminaba con una bolsa de viaje por el borde de la carretera. Sin muchas palabras, se bajó un rato después y nos señaló una estancia que se divisaba a varios kilómetros de distancia ¿de dónde vendría? Nosotros seguimos avanzando por valles de origen glaciar, entre lagunas, ríos caudalosos y ranchos aislados.
Al salir del parque nacional, la carretera descendía bruscamente por la Cuesta del Diablo, un zigzag muy pintoresco que, cuando lo recorrimos, con buen tiempo y recién asfaltado, no parecía merecer su nombre. Nos adelantó un grupo de motoristas, creo que más atentos al placer de la conducción que al paisaje.
Llegamos por fin al lago General Carrera, conocido como Buenos Aires por los argentinos. Yo prefiero llamarle Chelenko, como los tehuelches, en cuya lengua significa aguas tormentosas. Hasta 1990, cuando la apertura de este tramo de carretera permitió la comunicación terrestre con el resto de Chile, el único acceso a la zona era a través de Argentina, siguiendo un antiguo sendero tehuelche que luego serviría de base a la Ruta 40 que recorre el flanco oriental de los Andes. Los mapuches no llegaron a estas tierras hasta finales del siglo XIX, mientras que los primeros colonos blancos aparecieron en el primer tercio del siglo pasado, hace unos cien años.
Poco después de Villa Cerro Castillo terminó definitivamente la parte asfaltada de la Carretera Austral. Desde allí hasta su final, poco más allá de Villa O’Higgins, se extendían cuatrocientos setenta kilómetros de pista de ripio. Nosotros no pretendíamos llegar tan lejos, aunque nos habría gustado. Nuestro objetivo estaba mucho más cerca, en Puerto Río Tranquilo, desde donde queríamos acercarnos a la laguna San Rafael y a las Cuevas del Mármol.
No fue fácil llegar a nuestro destino, no por la dificultad de la ruta sino por lo bonito de los paisajes que nos rodeaban. Cada pocos kilómetros una laguna, un valle glaciar o una nueva perspectiva del lago Chelenko nos inducían a detener el coche al borde de la carretera para disfrutar de las vistas y, quizás, hacer una foto. Como ejemplos, una del valle del río Ibáñez y otra del lago Chelenko.
Me llamó la atención el nombre del pueblo en el que hicimos base durante un par de días. Río Tranquilo me pareció amable y optimista frente a otros topónimos de Patagonia, como Islas Desertores, Puerto Hambre, Arroyo Amotinados, Río del Engaño, Bahía Última Esperanza, Fiordo Exploradores, Valle Decepción o Villa Resistencia, que mostraban claramente las huellas de un pasado duro.
Dedicamos la primera tarde a lavar la ropa, una tarea recurrente cuando viajas con muy poco equipaje, y a negociar las excursiones que pretendíamos hacer en los días siguientes, irrealizables por cuenta propia. No tuvimos dificultades en encontrar alguna oferta que se adaptara a nuestros deseos, ya que todo el pueblo parecía dedicarse al monocultivo del turismo de naturaleza.
A las siete de la mañana del día siguiente estábamos en un microbús rumbo a Bahía Exploradores. El grupo lo formábamos dos alemanes bastante huraños, una familia chilena con tres hijos, una chica que viajaba sola y nosotros dos. El primer tramo consistió en más de dos horas dando botes a lo largo de una pista de ripio cuyo estado iba empeorando por momentos; nos alegramos de no haber optado por hacer ese recorrido en nuestro coche.
No voy a insistir ahora en que el camino discurría entre ríos, lagunas y picos nevados, pero sí que me sorprendió ver junto a la pista un curioso cementerio cuyos panteones eran casitas en miniatura, coloridas, con ventanas acristaladas, chimeneas y porches y rodeadas de flores. En aquellas soledades, aunque no lo pareciera, vivían y morían seres humanos.
Después de pasar junto a una pista de aterrizaje aparentemente abandonada, llegamos a Puerto Grosse, un embarcadero a orillas de río Exploradores, donde nos esperaban más miembros de nuestro grupo y una lancha, La Certeza, en la que continuaríamos el recorrido. La embarcación, que demostró ser muy marinera, era un monocasco semirrígido de unos doce metros de eslora, con cabina cerrada y bañera a popa. Una vez acomodados y con los chalecos salvavidas puestos descendimos por el río Exploradores hasta llegar al fiordo del mismo nombre, esquivando los bancos de arena que cambiaban de ubicación casi a diario. En cuanto salimos del río, el piloto y el guía se organizaron para servirnos bebidas calientes y unos bocadillos de pan amasao con queso y embutido, nuestra dieta habitual a mediodía.
Durante dos horas surcamos los fiordos Exploradores, Elefantes (por los elefantes marinos que habitan aquellas aguas gélidas) y Cupquelán. Por este último brazo de mar se puede llegar en varias horas de navegación hasta Puerto Chacabuco, al norte, desde donde hay buques regulares a Puerto Montt. Hacia el sur hay otro buque de pasaje que tarda varios días en llegar a Puerto Natales, en la provincia de Magallanes.
A lo largo de esta navegación nos enteramos de que los tres niños chilenos sufrían desde la víspera un virus estomacal, que los tuvo todo el día vomitando en bolsas de plástico. La madre empezó a sentirse mal durante la travesía, mientras se recuperaba la hija mayor, una belleza a la que su padre llamaba “mi guagua rusa”. A mí me pareció una absoluta irresponsabilidad embarcarse en esas condiciones en una aventura como esta, en la que el riesgo de contagiar al resto de viajeros era muy alto.
En cuanto nos dejaron salir a cubierta aproveché para alejarme de los enfermos y sus vómitos, respirar aire puro y practicar el deporte nacional chileno: conversar. Se nos unió otro matrimonio, con el que habíamos coincidido días atrás en la breve travesía de la laguna Los Témpanos. El marido, que se dedicaba a negocios relacionados con la pesca, viajaba con frecuencia a Santa Uxía de Ribeira, de donde importaba anzuelos, ropa de aguas y otros utensilios de pesca y a donde exportaba merluza y gambas. Este hombre era tan aficionado a charlar que logró pegar la hebra incluso con los dos alemanes taciturnos, mientras su mujer no paraba ni un momento de hacer fotos.
Karin, la chilena solitaria, se autofilmaba continuamente, supongo que para publicar las imágenes en sus redes sociales.
Entramos por fin en el canal que conducía a la laguna San Rafael y empezaron a aparecer témpanos, que poco a poco iban aumentando de tamaño según nos acercábamos al frente del glaciar. Es difícil describir las sensaciones que producían los crujidos del hielo y el estruendo de los bloques que, cada pocos minutos, se desprendían de la cara frontal y se desplomaban a la laguna.
El frente del glaciar, que sobresalía unos setenta metros sobre la superficie de la laguna, era un muro de hielo de dos kilómetros de ancho, fragmentado por cientos de grietas y dividido en bloques que, erosionados por el agua, se iban desprendiendo poco a poco.
Este glaciar es uno de los mayores del campo de hielo patagónico norte. No hay en ninguno de los dos hemisferios ningún otro que desemboque en el mar tan cerca del ecuador. Para hacernos una idea de su tamaño, diré que el glaciar cubre una superficie de más de setecientos kilómetros cuadrados, con un espesor medio de trescientos metros y un volumen de hielo superior a doscientos kilómetros cúbicos.
Cuando le pregunté a nuestro guía por qué había témpanos blancos, azules y verdes, me hizo una demostración práctica. Con una red subió a bordo un pequeño témpano, aparentemente verde mientras estaba a flote; fuera del agua se volvió completamente incoloro. Al parecer, el color verde se debe al reflejo de los bosques de los alrededores; el azul procede de la difracción de la luz solar y el blanco lo causan los miles de burbujas de aire microscópicas que algunos fragmentos de hielo llevan disueltas en su interior, donde quedaron atrapadas cuando se congeló la nieve recién caída.
Con ese mismo bloque de hielo, troceado a martillazos, la tripulación nos preparó unos combinados. Se podía elegir entre un simple whisky on the rocks; un maqui sour, aguardiente de uva aromatizado con unas frutas similares a las grosellas o un nalca sour, el mismo aguardiente mezclado con zumo de nalca, otra planta local. También se podía no elegir y probar todas las combinaciones, ya que el bar improvisado funcionaba sin límite de consumiciones.
Después de aquellos lingotazos me entró muy bien un plato caliente de ñoquis con nata y panceta, que me ayudó a permanecer en calor durante las dos horas que estuvimos parados junto al frente del glaciar. Emprendimos el regreso con pena, aprovechando para hacer las últimas fotos de la lengua de hielo. Dentro de unas decenas de años, de seguir el ritmo actual de calentamiento, desaparecerá este espectáculo.
No tuvimos la suerte de avistar ninguna foca leopardo, una colonia de las cuales nos dijeron que solía descansar sobre las rocas de las orillas del fiordo.
Ya de vuelta en Puerto Tranquilo, después de once horas de excursión, acordamos con Karen, la chilena que viajaba sola, que al día siguiente se volvería con nosotros hasta Coyhaique.
Por la mañana, antes de emprender el regreso hacia el norte, nos embarcamos en otra excursión, quizás la más solicitada por los viajeros que llegan hasta la zona. Se trataba de recorrer las costas del lago Chelenko por los alrededores de Río Tranquilo, para visitar unas curiosas formaciones costeras conocidas como las capillas o cuevas del mármol, producto de la acción del agua del lago sobre las rocas metamórficas de la ribera.
Todas las empresas turísticas del pueblo organizan expediciones idénticas y hay quien se traga cuatro horas de coche desde Coyhaique para hacer una travesía de noventa minutos y conduce luego otras cuatro horas hasta la capital de la comarca. En mi opinión, estas excursiones están un tanto sobrevaloradas; son un buen complemento para un día de descanso, pero no justifican en absoluto el recorrido hasta allí.
No niego que las cuevas eran bonitas y que presentaban formas sorprendentes, pero la verborrea de nuestro guía, que no paraba ni un instante de hacer chistes malos y encontrar en las rocas similitudes cogidas por los pelos con animales o famosos, no tardaron mucho en hartarme. Eché de menos no haber metido en la mochila unos tapones para los oídos.
En la patera nos embarcamos una docena de turistas y, para mi sorpresa, mi mujer y yo resultamos ser los más jóvenes del grupo. La mayoría eran argentinos y venían a pasar unas breves vacaciones en Chile que, según ellos, les resultaba mucho más barato que su país.
Durante la navegación de regreso a puerto el lago hizo honor a su nombre indígena, Aguas tormentosas. Con el viento en contra y olas de un metro de altura, nuestra lancha, un monocasco abierto de materiales compuestos, saltaba alegremente de cresta en cresta, dando un pantocazo tras otro. Comprendí entonces por qué al embarcar el patrón preguntó quiénes tenían dañada la columna y los hizo colocarse lo más a popa posible. Lo que no entendí es que tuviéramos que navegar a toda velocidad en medio de aquellas olas, pero intenté relajarme pensando en la probable experiencia del piloto.
Recogimos luego a Karin, que sería nuestra pasajera durante las cuatro horas siguientes. Nos contó que trabajaba en una empresa dedicada a la elaboración de pienso para salmones, y resultó ser una ferviente defensora de la acuicultura. Según ella, los salmones reciben una alimentación muy sana. Ya hace años que no se utilizan harinas de pescado (como la que estuvo en el origen de la guerra de la merluza), sino una mezcla de proteínas, hidratos de carbono y grasas, cuyos ingredientes varían en función del mercado. Se combinan despojos de mataderos de pollos, cerdos, vacas y ovejas, todo tipo de grasas animales, legumbres (incluidos los altramuces) y diversos residuos vegetales, aliñados cuando es necesario con antibióticos. Según ella, en una sola granja puede haber hasta un millón de kilos de salmones.
Dejamos a Karin en Coyhaique, donde pensaba pasar unos días haciendo senderismo, y seguimos hacía el norte, dispuestos a conducir hasta que nos cansáramos. Como habíamos previsto pasar un día más en Puerto Río Tranquilo por si el mal tiempo nos impedía navegar hasta la laguna san Rafael, ahora nos sobraba tiempo y no teníamos más obligación que llegar dos días después a dormir a Chaitén, para a la mañana siguiente embarcar hacia el archipiélago de Chiloé.
Conducíamos “del revés” por la Carretera Austral y nos encontrábamos de frente con paisajes que a la ida no habíamos visto porque los habíamos dejado a nuestra espalda.
Llegamos a Mañihuales a media tarde, con una ligera llovizna, y decidimos hacer noche allí. No tardamos ni diez minutos en encontrar un alojamiento apropiado, Cabañas los Valdés, muy cerca del casco urbano, a orillas del río Nirehuao. Nos adjudicaron una habitación en planta baja, amplia, luminosa y con acceso directo al patio. En cuanto conseguimos poner en marcha la estufa de queroseno lavamos un poco de ropa y la pusimos a secar. A continuación, como ya había escampado, salimos a dar un paseo por el pueblo y, de paso, buscar algún sitio para cenar. En nuestro complejo turístico había un asador con pretensiones, el Gastrobar Colonos, pero no nos causó muy buena impresión. A pie de carretera tenían un artilugio en el que un cordero completo, abierto en canal, se tostaba sobre unas ascuas de leña; era la versión patagónica del espeto de sardinas. La ausencia total de clientes en el restaurante nos hizo preguntarnos cuántas horas (o días) llevaría aquel cordero al fuego, por lo que decidimos buscar un sitio más concurrido.
Nada más salir a la carretera se nos unió un gigantesco perro pastor, con trazas de mastín leonés, que hasta ese momento dormitaba sobre la acera. Parecía amistoso, pero su tamaño y el hecho de que estuviera mudando el pelo de invierno no invitaban a acariciarlo. En cualquier caso, el mastín nos acompañó durante todo nuestro paseo, moviendo el rabo con alegría y mirándonos con cara de bonachón, como hacen la mayoría de los perros callejeros en Chile. Salvo en Santiago, suelen ser muy grandes y muy muy amistosos; más de uno de estos perros se ha tumbado en la acera a nuestro paso, boca arriba y con las patas encogidas para que le rascáramos la barriga. Como curiosidad, en el español de Chile hay una palabra, quiltro, que significa perro callejero.
Caminamos hasta la laguna Esponja, remontamos el Nirehuao, inspeccionamos los locales comerciales al borde de la Carretera Austral y paseamos hasta el centro del pueblo. Es, claramente, un lugar de pioneros, que llegaron al valle en 1935, aunque el pueblo fue fundado tan recientemente como en 1962. La mayoría de los edificios son de un solo piso, de madera o paneles prefabricados, y están cubiertos de plástico o de chapa galvanizada.
Después de comparar las diversas alternativas para cenar, nos decantamos por La Cocina de Yussef, “Comida rápida al paso”, dirigido por un sirio ayudado por un par de camareras colombianas. A nosotros nos atendió el propio Yusseff (no había más clientes), que nos sugirió cazuela de ossobuco. Cuando le preguntamos qué era cazuela se fue a buscar una carta en inglés, dando por hecho que si no conocíamos ese plato es porque éramos gringos. Era servicial, pero la cocina no era su fuerte, con una carne durísima y el peor vino de todo el viaje.
A la mañana siguiente, después de desayunar una paila de huevos en el único local abierto a las ocho de la mañana, reemprendimos el viaje de regreso al norte. Ahora veíamos de frente la ladera sur de las montañas, la más cubierta de nieve, y la pulsión de hacer fotos no nos dejaba avanzar. Los picachos asomaban, semiocultos entre las nubes, por detrás de los bosques que bordeaban este tramo de carretera.
En un punto de la ruta decidimos detenernos para mirar con calma una de las muchas capillitas dedicadas a san Sebastián que bordean las carreteras chilenas. Esta, en concreto, levantada por un tal Walter, recordaba mucho las que se encuentran en Argentina en honor del Gauchito Gil. No he conseguido averiguar qué relación hay entre san Sebastián y los conductores chilenos, aunque me imagino que será similar a la que tienen los españoles con san Cristóbal.
En la decoración de esta capilla se combinaban las imágenes del santo con flores de plástico, banderas chilenas y mapuches y velas de todos los colores.
Al pasar por Puyuhuapi recogimos a una autoestopista, que resultó llamarse Eva, ser polaca y trabajar en un su país como anestesista. Hablaba un español bastante correcto y nos contó ciertas peculiaridades de la política polaca que nos resultaron demasiado familiares.
Durante el gobierno derechista y eurófobo de los hermanos Lech y Jaroslaw Kaczy?ski, se fomentó la destrucción paulatina de la educación y la sanidad pública, dando lugar a un fuerte crecimiento de los equivalentes servicios privados, que gran parte de la población no podía pagar. En la actualidad, con un gobierno de centro izquierda, se ha frenado el deterioro de lo público.
Eva, que lo había vivido muy directamente, nos habló de las largas listas de espera para conseguir atención médica y de las dificultades de los jóvenes para conseguir vivienda. Nada que no conozcamos bien en España.
Dejamos a Eva en Chaitén, donde pretendía tomar un autobús a Puerto Montt, y nosotros decidimos premiarnos con un par de días de descanso en una preciosa cabaña de madera, en mitad de un bosque de canelos, coyles y nalcas, mientras esperábamos la salida del ferry que nos llevaría hasta Castro, la capital de la Isla Grande de Chiloé.
Al día siguiente retrocedimos veinticinco kilómetros para visitar el sector sur del Parque Nacional Pumalín. Siguiendo las indicaciones de los guardias forestales a la entrada del parque, condujimos tres kilómetros por una estrecha pista de ripio, con una de las mejores vistas de todo el viaje, coronada por el volcán Michimahuida, de cuya última erupción fue testigo el propio Charles Darwin.
De las muchas rutas que se podían hacer a pie, elegimos una bastante sencilla, el sendero de la ranita de Darwin, de poco más de cinco kilómetros de recorrido. Según Wikiloc se puede hacer en una hora, pero nosotros la disfrutamos durante dos horas y media, parando infinidad de veces para admirar las distintas especies de musgo, los arroyos, los coyles, los alerces enormes y hasta un pájaro carpintero. Como era de suponer, no conseguimos ver ninguna de las famosas ranitas diminutas (menos de tres centímetros de largo) que dan nombre al sendero. Al final de la ruta, mientras comíamos nuestros tradicionales bocadillos de queso y salchichón, nos sobrevoló un carancho austral, ave rapaz y carroñera de sesenta centímetros de envergadura.
Antes de regresar a nuestra cabaña nos acercamos por las oficinas de Naviera Austral. Una empleada nos confirmó que la salida del día siguiente era a las diez de la mañana, y que teníamos que presentarnos para el embarque dos horas antes. Otra empleada la apostilló: “Ocho y media, nueve máximo”.
A la mañana siguiente pusimos el despertador a las siete y media para hacer el equipaje y desayunar con calma y nos presentamos en la rampa de embarque a las ocho y media. El trasbordador todavía no había llegado y en la cola esperábamos muy pocos vehículos. A las nueve menos cuarto apareció la barcaza Agios, procedente de Puerto Montt, y se inició la larga operación de descarga de camiones, camionetas, turismos y pasajeros a pie. Luego subieron a bordo un par de cabezas tractoras, que fueron sacando uno por uno media docena de remolques. Otras rancheras entraban por la rampa y cargaban pasajeros o mercancías antes de volver a salir, mientras la cola de embarque seguía creciendo. También entraron y salieron varias veces dos grandes perros callejeros, que parecían conocer a todos los tripulantes.
Aproveché la espera para seguir leyendo Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, aunque me estaba decepcionando. Estaba bien escrito, pero compartía tema, argumento, personajes y hasta párrafos casi idénticos con Poeta chileno, otra de sus novelas.
A las once de la mañana zarpamos rumbo a la Isla Grande de Chiloé, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.
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