Punta Arenas ya no es, como escribe Carlos Gamerro en La jaula de los onas, “la sentina del planeta hacia la que se escurren los desechos humanos que van barriendo las corrientes y los vientos de todos los rincones de Europa y América”, pero paseando por sus calles inhóspitas batidas por el viento se intuye que la vida allí nunca ha sido fácil.
La ciudad, construida en la orilla norte del estrecho de Magallanes, entre una pampa desolada y un mar siempre tormentoso, fue fundada a mediados del siglo XIX para cumplir una doble misión: afianzar el control del estado chileno sobre un territorio tan alejado de la capital y encerrar, sin posibilidad alguna de escapatoria, a los presos más peligrosos o más díscolos.
Una vez aniquiladas las poblaciones indígenas pertenecientes a distintas culturas nómadas, como los selk'nam, los yaganes, los aonikenk o tehuelches y los kaweskar o alacalufes, y sofocados varios motines de los presos, se favoreció la llegada de inmigrantes chilotas y europeos. Entre ellos destacaba una importante colonia croata, de la que proceden tanto el actual presidente de Chile, Gabriel Boric, como el escritor Antonio Skármeta.
Siendo la ciudad más austral del continente americano, no es de extrañar que la hayan declarado capital de la Antártida chilena y que sea el principal punto de partida para los buques científicos, turísticos o de suministro que se dirigen al continente antártico.
Nosotros aterrizamos allí a media tarde de un día ventoso y lluvioso. En cuanto deshicimos el equipaje bajamos hacia el centro de la ciudad, en cuya plaza de Armas se levantan los principales edificios históricos, como la Casa de España y el antiguo palacio de Sara Braun, convertido ahora en sede del Club de la Unión y del Hotel Nogueiras. Antes de viajar a Punta Arenas nos habían contado que en esta plaza había unas cuerdas a las que agarrarse para no ser derribados por el viento, pero cuando preguntamos por ellas nos dijeron que solo se instalaban “cuando hacía viento”, no con la brisa de sesenta o setenta kilómetros por hora de la que disfrutábamos en aquellos momentos.
Nos refugiamos en el sótano del hotel Nogueiras, donde encontramos uno de los locales más agradables de Puerto Natales: la concurridísima Taberna de la Unión, en la que cuatro bármanes trabajaban sin descanso para preparar los cócteles que luego servían una legión de camareras.
Mientras bebíamos y observábamos el ambiente, recordé los diarios de Sir Francis Chichester, quizás el más grande navegante solitario de todos los tiempos. Describe los impresionantes temporales que son habituales en estas latitudes, ya que el paralelo 60 sur es el único punto del planeta en que los vientos pueden girar y crecer entre la Antártida al sur y cabo de Hornos, cabo de Buena Esperanza y Tasmania al norte sin tropezar con ninguna tierra en su camino.
Otro de los edificios notables de la plaza es el antiguo palacio de José Menéndez, conocido como Rey de la Patagonia. Menéndez, nacido en Asturias, emigró a Argentina con solo catorce años, pasando luego a Puerto Natales, donde se estableció. Él fue el primero al que se le ocurrió traer ovejas de las Malvinas y dedicarse a su cría para la venta de lana. Los negocios le fueron bien y poco a poco fue ampliando sus tierras, llegando a ser propietario de casi medio millón de hectáreas solo en la Isla Grande de Tierra de Fuego; luego amplió sus negocios al comercio en general, el transporte marítimo y el enlatado de carne para exportación. Numerosos testimonios lo acusan a él y a otros grandes hacendados de haber participado o al menos favorecido el exterminio de los indios selk’nam, bajo el pretexto de que eran ladrones de ganado. No podemos olvidar que los indios eran los verdaderos propietarios de las tierras y que consideraban a las ovejas como una más de las piezas de caza de las que se habían alimentado desde siempre. Esto escribía uno de sus empleados en 1898: …Tenemos quince soldados aquí cuyo deber es cazar indios. Ocho de nosotros salimos de aquí una noche y viajamos al sur, pasado Punta María, con un indio que nos guía, llegamos al punto más cercano al campamento indio, dejamos los caballos y caminamos una hora y veinte minutos a través del monte y pillamos alrededor de setenta. Voy a correr el velo sobre los siguientes cinco minutos y dejarlo que suponga el resto…
Las mujeres y niños que no fueron asesinadas por estas bandas quedaron bajo la protección de las misiones salesianas, donde la mayoría morían en poco tiempo por las epidemias que se cebaban en ellos. Algunos acabaron exhibidos en París, Madrid, Berlín, Londres o Chicago como atracciones de circo, anunciados como “el último escalón del salvajismo”. Metidos en jaulas, solo les daban cane cruda para comer, para reforzar la imagen de degradación que buscaban los empresarios.
El clima desapacible y el madrugón que nos esperaba nos empujaron a acostarnos casi de día, cosa fácil si tenemos en cuenta que en diciembre el sol se pone después de las diez.
A las seis y media de la mañana del día siguiente, ya completamente amanecido, nos presentamos en las oficinas de la agencia con la que habíamos contratado una excusión a la pingüinera de Isla Magdalena. Aunque llevábamos la excursión reservada y pagada desde España, el proceso de registro y embarque resultó largo y caótico. Al parecer, el conductor de uno de los autobuses que nos llevarían a Cabo Negro, nuestro embarcadero, no se había presentado al trabajo esa mañana, y las gestiones para reemplazarlo nos hicieron perder una hora.
Al bajar del autobús para embarcar en las tres lanchas que nos acercarían a la isla, nos dimos cuenta de que, por primera vez en todo el viaje, éramos los mayores del grupo, en el que predominaban los turistas de habla inglesa. Durante la navegación de ida, cruzando el estrecho de Magallanes, nos recordaron las normas de conducta durante la visita. No se podía comer, tirar basura, ofrecer comida a los pingüinos ni molestarlos de ninguna manera, pues si se sentían en peligro podían ser muy agresivos, pese a su pequeño tamaño.
En la isla, en realidad un islote de menos de dos kilómetros de largo, viven dos guardias del Parque Natural, sesenta mil pingüinos y un número indeterminado pero muy grande de gaviotas. Para proteger la reproducción de ambas especies de aves, el número de visitantes está limitado y solo se puede recorrer la isla sin salirse de un sendero circular perfectamente señalizado y vigilado por los guardias.
Toda la isla estaba cubierta de nidos, plumas y deyecciones de los pingüinos, el famoso guano, con un fuerte olor a gallinero. En el aire sonaban las llamadas de los machos, que se quedaban cuidando de los nidos, para orientar a las hembras, que salían al mar a pescar para alimentar a las crías. Los nidos estaban excavados en el suelo, a muy poca profundidad, y se podían distinguir perfectamente a los polluelos que se refugiaban en ellos del viento constante. Resultaba divertido ver a las hembras caminar hacia el mar, con unos andares dificultosos. Al verlas, comprendí por qué los indígenas selk’nam llamaron pingüinos a las primeras monjas que llegaron a sus tierras. También nos hacían reír cuando salían del agua, torpes como bañistas obesas.
Los pollos de los pingüinos ya alcanzaban prácticamente el tamaño de los ejemplares adultos y solo se distinguían de ellos por el color grisáceo y no negro de sus cabezas. En cambio, los de las gaviotas australes eran mucho más pequeños que sus madres y estaban todavía cubiertos de un plumón grisáceo. Las gaviotas no construyen un nido propiamente dicho, sino que anidan directamente en el suelo y protegen a los polluelos bajo su cuerpo.
Finalizó la hora concedida para visitar la isla y tuvimos que regresar a nuestras lanchas. Por desgracia, el estado de la mar había empeorado y no pudimos acercarnos a isla Marta para ver la colonia de lobos marinos que habita allí.
De vuelta en Punta Arenas, nos acercamos al cementerio municipal, “el más bonito del mundo” según los carteles a su entrada. Creo que he visitado otros más bonitos, como el de Luarca o el Novodévichi, pero en este resultaba curioso la cantidad de apellidos croatas que se leían en las lápidas, los grandes panteones de las familias más ricas (Braun, Menéndez,…) y los panteones colectivos, sin símbolos religiosos, construidos por las distintas sociedades de socorros mutuos para sepultar a sus miembros menos afortunados.
También paseamos por la Costanera, al borde del estrecho de Magallanes, donde leímos la historia del piloto Luis Pardo que, al mando del patrullero Yelcho, en 1916 rescató de isla Elefante a los veintidós supervivientes de la expedición transantártica del explorador Sir Ernest Shackleton, cuyo buque Endurance había naufragado nueve meses antes.
No nos dio tiempo a acercarnos a Bahía Inútil, cuyo nombre fue elegido en 1827 por el capitán Phillip Parker King al comprobar que la bahía no ofrecía posibilidad “ni de anclaje ni de refugio, ni cualquier otra ventaja para el navegante”. Casi cien años después, Alejandro Zambra elegiría este nombre como título de uno de sus libros de poemas.
Tampoco pudimos visitar Puerto Hambre, el primer asentamiento no aborigen en la ribera norte del estrecho de Magallanes. Después del descubrimiento del estrecho, la monarquía española consideró que sus aguas eras demasiado peligrosas y renunció a utilizarlo para cruzar hasta el Pacífico. Para evitar que otras potencias europeas se adentraran en él, lanzaron el bulo de que “una mole de piedra o isleta arrastrada por las tempestades” había taponado el estrecho. El corsario inglés Francis Drake no se creyó aquel anuncio y lo cruzó en 1578, saqueando todos los puertos españoles de Chile y Perú.
Para evitar nuevas incursiones, los españoles decidieron instalar varias guarniciones a lo largo del Estrecho. Una de ellas fue la Ciudad del Rey Felipe, con trescientos treinta y ocho colonos. Solo tres años después fondeó allí otro corsario inglés, Thomas Cavendish, que encontró los cadáveres sin enterrar de todos los colonos y le puso el nombre que aún conserva, Puerto Hambre. Los ingleses, siempre tan prácticos, desmontaron las casas para aprovisionarse de leña y se llevaron los seis cañones abandonados en el fuerte.
Al día siguiente nos metimos en un autobús con dirección a Puerto Natales, desde donde pretendíamos visitar el Parque Nacional de Torres del Paine. Las tres horas que duró el recorrido nos permitieron contemplar con calma la pampa, una llanura monótona cruzada por una carretera recta, con pocas ondulaciones e inmensos espacios vacíos; las pocas estancias están muy alejadas entre sí y de la carretera. Estas tierras tan amplias deben de ser muy poco productivas, a tenor de las pocas cabezas de ganado que se veían desde el autobús: algún rebaño de ovejas, escasas vacas (solo en las zonas más húmedas) y muy pocos caballos. Pudimos ver media docena de guanacos y varios emús, pero en los trescientos kilómetros que separan Punta Arenas de Puerto Natales solo atravesamos un par de pueblos. El más grande, Villa Tehuelche, tiene ciento cincuenta habitantes.
Un hombre de mi edad, vestido con una cazadora de cuero y tocado con una boina de ganchillo, se bajó en mitad de la nada, junto a una vereda en la que un cartel indicaba: “Estancia Laguna Blanca – 16 km”. Nadie lo esperaba en el arranque del sendero y a los pocos minutos empezó a llover con fuerza.
A mediodía llegamos a Puerto Natales, que tiene un clima igual de desagradable que Punta Arenas: lluvia, viento o las dos cosas a la vez, en aquellos días de comienzo del verano. En invierno, al parecer, la nieve cubre calles y tejados y solo sale a la calle quien no puede evitarlo. En verano la ciudad se anima con los turistas de todo el mundo que la utilizan como base para explorar el macizo del Paine, la joya geológica de esta Provincia de Última Esperanza.
El nombre de la provincia, un tanto desalentador, viene del seno del mismo nombre, bautizado por un navegante español encargado de encontrar la boca occidental del estrecho de Magallanes. Cuando el explorador se dio cuenta de que aquella bahía tampoco conducía al Pacífico, se desesperó y lo bautizó como seno de Última Esperanza.
Puerto Natales no es un pueblo feo, con sus casitas de madera pintadas de colores y las vistas de las montañas cubiertas de nieve en el horizonte. El centro de la ciudad está ocupado por alojamientos turísticos de todos los niveles, agencias de actividades de aventura, numerosos cafés y restaurantes y tiendas de artesanía o de venta y alquiler de material de montaña. Sobrevive muy poco comercio local, como en todos los lugares demasiado volcados en el turismo.
En una de las tiendas de artesanía encontré unas figurillas que me llamaron la atención, pero el vendedor no supo explicarme qué representaban. Solo me dijo que eran mapuches, pero las compré igualmente porque había algo en ellas que me intrigaba. Sus nombres eran, de izquierda a derecha, Tanu, Kulan y Kotaix.

Pregunté en el pequeño museo municipal y me pusieron sobre la pista: las figuras no eran mapuches, sino selk’nam, y representaban algunas de las máscaras que utilizaban estos indios, antes de extinguirse, para la ceremonia Hain, que señalaba el paso de los hombres jóvenes a la vida adulta. Tanu era un espíritu femenino, Kulan era la esposa infiel y Kotaix un espíritu masculino.
Según cuenta Anne Chapman en Fin de un Mundo y Carlos Gamerro en La jaula de los onas, el origen de la ceremonia Hain viene de los tiempos ancestrales en que las mujeres gobernaban sin misericordia a los hombres.
La deidad femenina más importante era Kreeh, la luna, jefa indiscutida de las mujeres y por lo tanto de los varones. Su marido, Krrek, el sol, cumplía humillantes tareas por su condición sexual.
Kreeh decidía cuándo debía celebrarse un Hain para que las jóvenes fueran introducidas a la vida adulta y para que los hombres recordaran que los espíritus eran aliados de las mujeres. Los preparativos de la ceremonia se realizaban en riguroso secreto.
Una vez comenzado el Hain, un terrible espíritu-monstruo femenino salía cada tanto de las entrañas de la tierra en la choza ceremonial y entraba en funciones. Era la glotona Xalpen, a la que los hombres debían llevar abundante carne de guanaco para saciar su descomunal apetito.
Los hombres rara vez veían a Xalpen, enterándose de su presencia en la choza ceremonial por los gritos aterrorizadores con los que las mujeres la recibían. La aparición de otros espíritus era anunciada por los cantos femeninos desde el interior del Hain para que los hombres supieran de su presencia.
Un día, Krrek, al volver de cacería con un guanaco, llegó muy cerca de la choza ceremonial. Al escuchar las voces de dos mujeres se aproximó sigilosamente y las vio ensayando las escenas que iban a representar para hacer creer a los hombres que eran espíritus reales. Comprendió entonces el engaño de las mujeres para mantenerlos sometidos.
Enterado el campamento masculino, se armaron con garrotes e irrumpieron en la choza Hain. Allí se produjo la matanza de las mujeres. Kreeh cayó vencida sobre el fogón y logró escaparse al cielo transformándose en la luna; Krrek se lanzó tras ella convirtiéndose en el astro solar. Así habrá de perseguirla por siempre sin alcanzarla jamás, y Kreeh seguirá mirando a la tierra con su cara tiznada y las cicatrices de las heridas recibidas en la rebelión.
Los hombres se apoderaron del Hain, inaugurando su dominio sobre las mujeres. Se disfrazaron entonces de los mismos espíritus que las mujeres habían personificado y siguieron celebrando la ceremonia durante siglos. En teoría, las mujeres acabaron olvidando que ellas habían inventado el Hain y sus supercherías y fingían aterrorizarse con las máscaras que encarnaban a los espíritus. Al parecer, la verdad es que las mujeres recordaban perfectamente la época en que ellas mandaban y organizaban el Hain, pero preferían fingir que se creían todo y simular una sumisión que no sentían. En los más profundo del bosque, las mujeres siguieron reuniéndose periódicamente para renovar sus lazos con la luna y los espíritus, en una ceremonia tan secreta que los hombres ni siquiera conocían su existencia.
En el mismo museo encontré abundante información sobre temas clave de la historia de Patagonia, como las matanzas sistemáticas de los indígenas, las revueltas anarquistas de los peones de las haciendas y los obreros de los mataderos a principios del siglo pasado o el proceso contra algunos de los asesinos de indios. En este sumario, que tardó nueve años en concluirse, se probó la veracidad de las matanzas y se condenó a algunos capataces de las estancias, pero los verdaderos culpables, los que pagaban una libra por cabeza de indio eran los grandes hacendados cuyos mausoleos aún presiden el cementerio de Punta Arenas y que nunca fueron juzgados.
Otro asunto interesante y bien documentado en el museo es el papel de los salesianos en el turbio asunto de la extinción de los indígenas. Los frailes llegaron a la Patagonia chilena en 1887, procedentes de la parte argentina de Tierra del Fuego, y fundaron una misión en Punta Arenas para los blancos y otra en Isla Dawson para los aborígenes. Días después encontré en el bar de un hotel una foto en la que aparece el salesiano Alberto Agostini junto a uno de los selk’nam a los que pretendía civilizar, a la fuerza si era necesario. Los salesianos se dedicaron al rapto y aculturación de cuantos niños indígenas caían en sus manos, la inmensa mayoría de los cuales fallecían al poco tiempo de ser capturados.
A la mañana siguiente, nuevo madrugón. Esta vez íbamos a navegar por el seno Última Esperanza para acercarnos a los glaciares Balmaceda y Sarmiento.
Antes de embarcar en Puerto Bories pasamos por delante de un gran galpón de madera, transformado en la actualidad en un hotel de lujo, The Singular Patagonia Hotel. Es lo que queda de los antiguos mataderos frigoríficos Bories, de triste memoria. En enero de 1919, frente a la prosperidad de las grandes familias empresariales, la situación de los trabajadores era crítica. La congelación salarial y la fuerte subida del coste de la vida los mantenía en la miseria, hasta que la situación estalló. Una discusión por motivos laborales entre Mr. Thomas Kidd, administrador de los frigoríficos, y dos dirigentes sindicales de la Federación Obrera terminó con la muerte de estos últimos. La violencia fue en aumento, con la huelga de los trabajadores de los frigoríficos y del ferrocarril y la intervención de los carabineros para reprimirlos.
Tras la muerte de seis trabajadores y cuatro carabineros, las autoridades gubernativas huyeron a Argentina y la Federación Obrera de Magallanes se hizo cargo del gobierno de la ciudad y de la gestión de las empresas, hasta que los gobiernos chileno y argentino enviaron tropas y un crucero, que rápidamente pusieron fin a aquel experimento de comunismo libertario. Veintisiete trabajadores, hombres y mujeres, fueron encarcelados en Punta Arenas, donde estuvieron cuatro años en prisión preventiva hasta ser puestos en libertad por falta de pruebas.
En el camino de ida nos acercamos a la costa en dos ocasiones: primero, para ver de cerca una gran colonia de cormoranes imperiales, cuyos excrementos pintaban de blanco el acantilado en el que anidaban, y luego para admirar una docena de lobos marinos que descansaban sobre unas rocas.
Antes de llegar al primer glaciar tuvimos la suerte de que el cielo se abriera un poco y pudimos divisar a los lejos las Torres del Paine, a donde pensábamos ir al día siguiente.
El glaciar Balmaceda, como los que habíamos visitado en días anteriores, mostraba claramente las huellas del retroceso producido por el calentamiento global. La zona cubierta por el hielo aparecía rodeada de una amplia franja de color claro, en las que el hielo que antes la cubría había eliminado toda huella de vegetación.
Más adelante desembarcamos en una antigua morrena frontal y caminamos durante una hora para acercarnos a la desembocadura del glaciar Serrano, que antes llegaba hasta el mismo seno de Última Esperanza y ahora termina en una pequeña laguna. Por el camino, unos postes de colores mostraban hasta donde había llegado el glaciar en distintos años. El poste verde, correspondiente a 2001, se encontraba a unos trescientos metros del actual frente, lo que demuestra que el ritmo de deshielo es de doce metros al año.
El sendero avanzaba por el borde de la laguna, entre coigües frondosos y matas cubiertas de unos frutos rojos del tamaño de un garbanzo. Eran chauras, arbustos emparentados con nuestros brezos y muy parecidos al mirto; los frutos son comestibles pero insípidos.
Comimos en la estancia Perales, prácticamente aislada entre las montañas y el mar. En realidad, su principal negocio no era ya la ganadería, sino la hostelería, con un comedor para más de cien personas y una cocina bastante anodina. Se aprovechaban de su ubicación y de la ausencia de alternativas si contratabas la excursión a los glaciares.
En el comedor nos tocó sentarnos al lado de una pareja joven. Creo que eran profesionales independientes y estaban un tanto desengañados con el presidente Boric, al que acusaban de no haber acabado con la corrupción que seguía existiendo, de no hacer nada contra la desigualdad y de estar practicando una política de derechas. Cuando les preguntamos por el terremoto que se había producido días antes en Santiago, nos dijeron que los había sorprendido en la capital pero que en Chile un temblor de menos de 7 grados en la escala de Richter no se consideraba terremoto.
Al llegar a Puerto Natales dimos un último paseo por el pueblo, buscando las casas más antiguas, construidas de madera y forradas con bidones aplanados a martillazos. Se palpaba el frío que debían haber pasado los primeros pobladores.
Al día siguiente comenzaríamos nuestro recorrido por Torres del Paine, pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.
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