sábado, 1 de febrero de 2025

De Chaitén hacia el sur

   A la hora de pagar el Hostal La Minga tuvimos un problema que luego se repitió en algún otro alojamiento. En teoría, para los turistas extranjeros que paguen en divisas, el precio de los hoteles está exento de impuestos, lo que significa un ahorro del 19%, nada desdeñable. A mí me parece injusto este descuento, aunque en parte compensa el sobreprecio que pagamos los extranjeros en algunos transportes y en las entradas a los parques naturales.

   El problema es que, para poder aprovecharse de esta rebaja, el establecimiento hotelero debe estar inscrito en el Servicio de Impuestos Internos y cobrar con tarjeta de crédito. Esto no presenta ningún inconveniente en hoteles de cierta categoría, pero muchos de los locales más sencillos no cumplen estos requisitos, pese a que anuncien el descuento en Booking. Cuando llega la hora de pagar pueden contarte diversas excusas, como que no funciona el lector de tarjetas de crédito o que el registro del ministerio todavía no les ha contestado. La solución puede ir desde pagar la tarifa completa hasta colaborar en un fraude fiscal pagando en metálico sin IVA.


   Solucionado este asunto, nos metimos en el coche para conducir 235 kilómetros hasta Puyuhuapi, tres horas de carretera entre lagos, bosques y puertos de montaña.

   Pasamos primero por el arranque del sendero al ventisquero Yelcho, una ruta considerada como corta (menos de ocho kilómetros entre ida y vuelta), pero después del intento fallido de la víspera decidimos continuar camino, costeando primero el lago Yelcho para luego seguir hacia el sur. La carretera, estrecha pero en bastante buen estado, me hizo pensar en las dificultades de comunicación de los primeros colonos; hay que tener en cuenta que la Carretera Austral no se construyó hasta los años ochenta, y que antes solo había dos maneras de llegar hasta aquí desde Puerto Montt: en barco hasta el puerto más cercano y luego andando o a caballo durante días, o en coche en un largo rodeo a través de Argentina, que obligaba a cruzar dos veces la cordillera de los Andes.

   Ya en 1794, con la llegada de los primeros exploradores españoles, el navegante y cartógrafo Moraleda dijo que España jamás poblaría estas tierras, pues no tenían buenas entradas o salidas por mar ni por tierra; Darwin, en 1829, definió esta zona como el desierto verde. Tras la independencia de Chile, los intereses del Estado no consideraron prioritaria la franja entre el archipiélago de Chiloé y las orillas del estrecho de Magallanes. El valle de Coyhaique fue descubierto tan tarde como en el año 1871, y varios intentos de establecer colonias en la costa fracasaron rápidamente.

   Los siguientes en llegar allí fueron varios exploradores que, partiendo de Argentina y acompañados por indios tehuelches, recorrieron el Alto Palena y descubrieron los largos O’Higgins y General Carrera. El gobierno chileno, que veía que los avances argentinos ponían en peligro su soberanía sobre estas tierras, contrató a un geógrafo alemán, Hans Steffen, quien en los años finales del siglo XIX remontó los principales ríos de la región. Para evitar disputas territoriales, Chile y Argentina acordaron someterse al arbitrio del rey de Inglaterra, que fijó los límites actuales en 1902.

   A partir de ese momento, el estado chileno concedió grandes extensiones de terreno (en algunos casos de más de 800.000 hectáreas) a tres grandes empresas constituidas por los principales estancieros de Magallanes. Estas concesiones estuvieron en vigor hasta los años sesenta del siglo pasado.

   Hasta finales de los años veinte no existían prácticamente estructuras del estado en este inmenso territorio; la policía no llegó hasta 1920 y las primeras carreteras de ripio comenzaron a construirse en 1936. Un año después se dictó una ley de colonización, con resultados nefastos que todavía hoy se aprecian perfectamente: la propiedad no se consolidaba hasta que las tierras estuvieran limpias, lo que en la práctica llevó a que se provocaran enormes incendios, cuyo humo llegó incluso hasta la costa atlántica argentina. Al recorrer aquellas carreteras infinitas, en muchas ocasiones cruzábamos valles de origen glacial cuyo fondos había sido incendiados. Entre los prados se apilaban los restos de árboles calcinados. Ni árboles frutales ni cultivos, solo pastos y pequeños huertos domésticos al lado de alguna cabaña.

   La llegada de numerosos colonos dio un fuerte impulso al desarrollo de la zona, que se plasmó en la inauguración de la primera central hidroeléctrica en 1962 ¡hace solo sesenta y tres años! y en la construcción de la Carretera Austral, que enlazó los tramos sueltos ya existentes y articuló por primera vez este territorio. Esta carretera, que en realidad no está terminada ni se prevé que lo esté nunca ante la imposibilidad de atravesar el gigantesco Campo de Hielo Patagónico Sur, en la actualidad llega desde puerto Montt hasta Villa O’Higging, con una longitud de mil doscientos kilómetros de vía principal y otros tantos de caminos transversales. El proyecto se puso en marcha durante la dictadura de Pinochet y contó con la participación de diez mil soldados y grandes empresas de obras públicas.

   Su principal opositor fue Douglas Tompkins, que se negaba a que la carretera atravesara el parque nacional Pumalín, entonces de su propiedad, y consiguió imponer un trazado costero, mucho más lento y con dos ferris en su recorrido, como cuento en el capítulo anterior.

Seguimos avanzando por una de las carreteras más espectaculares del mundo y llegó un momento en que decidimos no hacer ni una foto más, si queríamos llegar a tiempo de visitar el Ventisquero Colgante. Por supuesto, esta decisión duró lo que tardamos en llegar al siguiente paisaje de película.

      Por suerte, todo este tramo de carretera está bien asfaltado, por lo que pudimos seguir unos kilómetros al sur de Puyuhuapi para acercarnos al famoso ventisquero, uno de los puntos clave de nuestro viaje. Después de hablar con el guardabosques, que nos aconsejó darle una alegría a las rodillas, de todos las vías de aproximación al ventisquero elegimos la ruta menos exigente. Un sendero fácil nos llevó desde el aparcamiento hasta un embarcadero en el que una empresa local ofrecía navegaciones por la Laguna de los Témpanos hasta la base del ventisquero. El glaciar terminaba al borde de un precipicio, cuatrocientos metros más arriba, y desde allí caían varias cascadas y se desprendían de vez en cuando grandes bloques de hielo que caían estruendosamente hasta la laguna. No es casualidad que este glaciar se encuentre en el Parque Nacional Queulat, palabra que en el idioma de los chonos, pobladores originarios de esta zona, significa algo así como cascada estruendosa. 

   Allí fuimos testigos de una prueba más que palpable del calentamiento global. Las fotos que no enseñó el patrón de la lancha, de los años cincuenta, mostraban la laguna congelada en invierno y cubierta de témpanos en verano. En la actualidad no se congela en todo el año y en verano no flota ningún bloque de hielo. En las laderas del valle, hace años cubiertas por el hielo, se ven todas las etapas de recuperación de la vegetación, desde los primeros líquenes y musgos hasta los arbustos, los árboles jóvenes y el clímax de grandes árboles


   Esto no le quita espectacularidad el paisaje, pero, en mi opinión, hay glaciares mucho más bonitos en la Patagonia chilena, como el San Rafael, el Serrano o el Grey.

   Mientras comíamos nuestros habituales bocadillos de queso y salami se nos acercó un chucao, un pájaro pardo rojizo del tamaño de un mirlo, al que habíamos venido escuchando en todos nuestros paseos por los bosques. Como los mirlos, es omnívoro, camina a saltitos con la cola siempre levantada y no tiene el menor reparo en acercarse a los seres humanos para conseguir comida. Metido entre mis botas recogió una por una todas las migas que caían de los bocadillos, dejando el suelo más limpio que antes de nuestra llegada.

   Los mismos chavales que operaban las lanchas de laguna Témpanos nos ofrecieron para después de comer un recorrido de varias horas por el fiordo de Puyuhuapi, que desemboca en el Pacífico por Puerto Gaviota, a más de cien kilómetros de distancia. Nosotros preferimos dedicar la tarde a descansar, lavar la ropa, hacer algunas compras menores y pasear un rato por el pueblo, sin caer en la cuenta de que era domingo y de que todos los negocios estaban cerrados. Lo que sí hicimos fue recorrer exhaustivamente las cuatro calles mal contadas.

   Puyuhuapi significa nido de puyes en mapudungún, el idioma de los mapuches. Los puyes son unos pececitos muy pequeños, sin escamas, que habitan en las aguas semisalobres de los estuarios de los ríos. Esto encaja con la ubicación del pueblo, que se extiende por ambas orillas de la desembocadura del río que conduce desde el lago Risopatrón hasta el fiordo.

   Puyuhuapi respira todavía un aire de frontera, de pioneros, de gente luchadora que no espera que nadie la ayude. Un ejemplo claro fue Fritz, el abuelo de la actual propietaria del hostal en que estábamos alojados. Los primeros alemanes llegaron a la zona en 1935 y se construyeron una gran residencia, que todavía existe y en la que vivían en comunidad. Cuando llegó Fritz, en los años cuarenta, huyendo según unas versiones de los nazis y según otras escapando de su pasado, trabajó durante un tiempo como telegrafista. Una de las condiciones del estado chileno para conceder la residencia a los inmigrantes era que trabajaran para el mismo estado. A la vez que se ocupaba del telégrafo vendía todo tipo de productos, especialmente aparatos alemanes, que su clientela le encargaba sobre catálogo y que luego él hacía traer desde Puerto Montt tres o cuatro veces al año. La llegada del vapor congregaba en el muelle a toda la población de los alrededores, a recoger sus encargos, cotillear quién llegaba al pueblo y leer la prensa que solía traer el comandante del buque.

   Fritz construyó luego un molino en el río Pascua y montó el primer hotel de Puyuhuapi. Era, como su nieta se encargó de recalcar, un inmigrante con papeles, no como estos venezolanos y colombianos que nos están invadiendo. Pienso que los alemanes, muchos de ellos con una buena formación técnica, debieron ser una especie de aristocracia entre los colonos llegados de todas partes del mundo; eso explicaría que hubiera un cementerio alemán, alejado del general del pueblo.

   Como ejemplos de la autoorganización de los colonos, todavía subsisten algunos edificios construidos colectivamente, como el centro de salud, la iglesia, la escuela o el cuartel de bomberos. Hace años, los sueldos de todos los que trabajaban en estas instituciones los pagaban directamente los vecinos.

   Cuando se proyectó la Carretera Austral, los colonos ya habían construido a lo largo del lago Risopatrón un camino que unía con el mar a muchos de los pueblos del interior. La actual carretera sigue ese mismo trazado, en vez de ir por Lago Verde, como planeaba el gobierno chileno.

 


 Esa noche cenamos en un restaurante excelente, que no esperábamos encontrar en un lugar tan perdido. Se llamaba Comuy-Huapi y el encargado nos contó que había vivido muchos años en un pueblo de Andalucía, trabajando como camarero. Allí probamos por fin un marisco rico y un salmón rebozado delicioso. El encargado nos explicó que el rebozo estaba hecho a base de cochayuyos, unas algas comestibles de gran tamaño que tradicionalmente han sido una de las principales fuentes nutritivas de los indígenas del sur de Chile. Su ligereza, una vez secas, permitía su transporte hasta largas distancias de la costa, y todavía hoy se pueden ver sus atados en cualquier tienda de alimentación. 

   El mismo encargado nos contó luego la fiebre de la merluza y sus consecuencias. La merluza austral ha sido un recurso alimenticio tradicional de las poblaciones costeras del sur de Chile, que la capturaban artesanalmente con espineles, una especie de palangre. El aumento de tamaño de los barcos y su motorización llevó a un crecimiento desproporcionado de las capturas, llegándose a un máximo en los años setenta. Hay que destacar que gran parte de estas capturas se dedicaba a la fabricación de harinas para pienso. El elevado precio que alcanzó este pescado cuando empezó a exportarse a España y a otros países europeos, llevó a mucha gente a desplazarse a los pueblos costeros para dedicarse a su pesca y, sobre todo, atrajo a grandes buques factoría de todo el mundo. Al detectarse la sobreexplotación de los caladeros y el riesgo de agotamiento de este recurso, comenzaron a tomarse medidas que acabaron con el establecimiento de unas cuotas asignadas a los pescadores tradicionales.

   El gran error político, en mi opinión, fue que estas cuotas se concedieron con carácter indefinido y no estaban ligadas a la continuidad de la actividad pesquera tradicional. Esto llevó a que los pescadores artesanales encontraran más rentable alquilar sus cuotas a las grandes empresas de pesca industrial y abandonaran el trabajo en el mar. Hoy en día estos alquileres los siguen cobrando sus descendientes, que en muchos casos ni siquiera residen en la costa. Así, una parte importante de la población de los antiguos pueblos de pescadores disfruta en la actualidad de unas rentas no muy elevadas pero compatibles con cualquier otra actividad.

   Buscando información sobre esta guerra me encontré con un episodio que no conocía de la época del gobierno de Unidad Popular. La subida del poder adquisitivo de las clases más desfavorecidas, a partir de la victoria de Salvador Allende, hizo crecer rápidamente la demanda de carne, alimento que hasta ese momento había estado fuera del alcance de ampliar capas de la población. Al desabastecimiento inicial se sumó una más de las campañas de la oposición de derechas, que usando su control de las grandes estancias, de los mataderos y de la cadena logística, intentaba fomentar el descontento. El gobierno de la Unidad Popular aprovechó la presencia en aguas chilenas de tres buques factoría soviéticoa, Astronom, Yantar y Sumi, para poner en el mercado grandes cantidades de merluza a precios asequibles. Para promover el consumo de este pescado, el gobierno desplegó la “batalla de la merluza”, a la que la derecha respondió con una fuerte campaña en los medios de comunicación denunciando los riesgos que la merluza representaba para la salud. Un ejemplo temprano de esa estrategia de mentiras y bulos que ahora sufrimos a diario.

   Volviendo a nuestro encargado, que resultó ser una excelente fuente de información, nos preguntó por los efectos de la dana de Valencia: no podía comprender la descoordinación entre los gobiernos central y autonómico. Nos explicó que en Chile, donde prácticamente en todas las localidades costeras existe un sistema de megafonía para alertar de posibles sunamis, la activación de las sirenas de alarma se ordena desde Santiago, por parte del Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres.

   A la mañana siguiente, después de comprar pan para nuestros habituales bocadillos y unos cordones de repuesto para mis botas, salimos rumbo a Coyhaique, nuestra siguiente etapa. Los más de doscientos quilómetros de la ruta discurren de nuevo entre fiordos, cascadas, bosques y picos cubiertos de nieve.

   A poco de salir de Puyuhuapi nos encontramos con una situación que nos sorprendió, pero que más adelante se repitió con cierta frecuencia. Entiendo que un río, lago o puente no tenga nombre, pero el recoger esa circunstancia en una señal de carretera creo que es muy poco habitual.

     La primera parada la hicimos en el salto del Padre García, una pequeña cascada ubicada muy cerca de la carretera, al pie de las famosas cuestas de Queulat. El salto no era de mucha altura, pero el sendero se internaba por un bosque tan cubierto de líquenes que me recordó inmediatamente a los árboles que caminan por la Tierra Media en El Señor de los Anillos

 


 Este tramo de carretera, sin asfaltar, cruza un puerto de montaña de solo cuatrocientos metros de desnivel pero que, en muy poca distancia, acumula veinte curvas de ciento ochenta grados. Si en coche se hace un poco pesado, no puedo imaginarme lo que sería aquella subida para los numerosos ciclistas que recorren la Carretera Austral. Los veíamos subir lentamente, pedaleando con todas sus fuerzas o caminando mientras empujaban sus bicicletas por aquellas pendientes interminables. Adelantamos incluso a una pareja que arrastraban un remolque con un bebé. Luego nos enteramos de que eran chilenos y que aquella era la cuarta vez que hacían la ruta.

   Seguimos conduciendo a lo largo del valle de río Cisnes y pasamos por la laguna Las Torres, rodeada de las inevitables montañas cubiertas de nieve.

   Antes de llegar a Puerto Aysén nos metimos por el valle del río Simpson, ya en dirección a Coyhaique, para ver dos cascadas muy renombradas por otros viajeros: la cascada la Virgen y la cascada Velo de la Novia. En la primera, ampliamente señalizada, casi no paramos el motor del coche. Capillas, puestos de venta de recuerdos, imágenes marianas y mucha basura habían convertido el lugar en una parada muy poco recomendable.

   En la siguiente, mucho más solitaria, nos encontramos un cartel que habla bastante mal de los visitantes habituales.     

   A lo largo de ese recorrido nos encontramos con una planta en flor que crecía en los márgenes de la carretera pero que, en ocasiones, cubría prados enteros. La había de varios colores: la azulada de la foto, blanca, roja, amarilla, violeta… En Puerto Río Tranquilo nos enteramos de que eran lupinas y que en España se las conoce como altramuces.

   Después de varios cortes de tráfico provocados por obras en la carretera, llegamos por fin a Coyhaique, la segunda ciudad más grande de la Carretera Austral, superada solo por Puerto Montt.

   La región estuvo habitada por pequeños grupos indígenas, como los chonos, tehuelches y alacalufes, que vivían de la caza y la pesca. Los colonos blancos comenzaron a llegar en el siglo XIX, aunque la ciudad no fue fundada hasta 1929, en el valle formado por los ríos Simpson y Coyhaique, para dar apoyo a los colonos y a la Sociedad Industrial de Aysén, la cual desde 1906 tenía su central a orillas del río y que destruyó casi 3 millones de hectáreas de bosque para destinarlas a pastos. El nombre le viene de su ubicación; en mapudungún significa aldea o campamento entre aguas.

   El esquema de la ciudad es muy particular, ya que su centro lo constituye una plaza pentagonal de la cual parten diez calles centrales para luego dividirse en damero. En ese parque central se ubican varias terrazas, locales de comida rápida y tiendas de artesanía de baja calidad, que recorrimos meticulosamente sin encontrar nada que nos gustase.

   Luego paseamos por las calles centrales, en las que la existencia de grandes supermercados y de comercios especializados era una prueba más de que estábamos en una ciudad. Aprovechamos para renovar nuestras provisiones y comprar unos cordones nuevos para mis botas, ya que los comprados en Puyuhuapi resultaron demasiado cortos. Encontramos una cordonería, donde la dueña estuvo removiendo sus existencias hasta encontrar justo lo que yo necesitaba, unos cordones gruesos y resistentes de la longitud exacta que buscaba. En los demás pueblos de nuestro recorrido la mayoría de los comercios vendían de todo y de nada; tenían productos de limpieza y de alimentación, aperos de labranza, hilos y telas, zapatos y muchas otras mercancías, pero casi todas de calidad bastante baja. Eran lo que en México, con su maravilloso uso del lenguaje, habrían llamado una miscelánea. En Chile les llamaban abarrotes, quizás en recuerdo de los pequeños bultos que “abarrotaban” los espacios entre los toneles cajas y sacos de los antiguos veleros para evitar el corrimiento de la carga. Estos abarrotes, muchas veces pasados de contrabando, solían ser un negocio particular de cada tripulante, no del armador que había fletado el buque.

   Al atardecer, el recepcionista de nuestro hostal nos aconsejó varias opciones para cenar, de las que elegimos el Dagus, un restaurante especializado en cocina francesa, quizás como reacción a tantos días seguidos comiendo bocadillos de jamón y salchichón. No nos equivocamos; la liebre a la cazadora y la sopa de cebolla estaban excelentes.

Al día siguiente saldríamos para Puerto Río Tranquilo, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo que tengas que decirnos, nos interesa. Gracias.

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.