Una hora después de zarpar pasamos frente a las islas Desertores, uno de esos topónimos que me intrigaban. Hay tres teorías sobre el origen de este nombre: según una de ellas, unos carpinteros chilotes de la segunda expedición del Beagle desertaron allí, hartos de aguantar los malos tratos de los ingleses; según otra, durante la guerra de independencia de Chile, a comienzos del siglo XIX, se refugiaron en ella algunos isleños que no querían combatir junto a las tropas realistas contra los republicanos de O’Higgins; la tercera hipótesis habla de desertores de la llamada Guerra del Salitre, declarada entre Chile y Bolivia a finales del mismo siglo. En la actualidad, en todo el archipiélago no viven más de cien personas. No hay automóviles ni mucha electricidad y solo unas lanchitas los comunican con Chaitén o Achao en una larga travesía de ocho horas.
Nuestra navegación nos llevó desde un paisaje nórdico, con valles de origen glaciar, cascadas, fiordos y montañas cubiertas de nieve, hasta otro paisaje que me atrevo a llamar gallego, con colinas redondeadas cubiertas de bosques, rías suaves, población dispersa y llovizna casi permanente. Si a esto le unimos que los chilotes son grandes comedores de patatas y que en sus creencias religiosas está muy arraigada la brujería, comprenderemos por qué Martín Ruiz de Gamboa bautizó esta isla como Nueva Galicia en 1567.
Después de una preciosa navegación entre las islas Lemuy, Queui y Chelín, entramos en el largo estuario del río Gamboa, en cuya orilla se levanta Castro, la capital de la Isla Grande.
A la llegada de los españoles, la población del archipiélago era producto del mestizaje entre los chonos, habitantes originales que se extendían por las islas desde allí hasta el campo de hielo norte, y los invasores mapuches venidos del norte y del este. En la Isla Grande se estima que vivían unas veinte mil personas, que solo ocupaban las costas norte y oeste. Frente a las poblaciones nómadas del Biobío, los chilotas eran agricultores y vivían en asentamientos estables, cultivando papas, maíz y quinoa y recolectando marisco de las zonas intermareales.
El asentamiento de los colonizadores españoles, con sus enfermedades contra las que los indígenas no estaban inmunizados y sus encomiendas de trabajo esclavo, junto con los traslados forzosos impuestos después por los jesuitas, diezmaron a los indígenas. En cambio, la población de origen español fue creciendo, al acoger a los refugiados de las siete ciudades destruidas durante la sublevación mapuche de 1598, que borró toda presencia española entre el Biobío y el canal de Chacao y permitió a los indígenas mantener su autonomía hasta el siglo XIX.
A partir de la independencia de Chile y de la apertura de sus costas al comercio, Chiloé se convirtió en una zona clave para el desarrollo del sur del país. Allí se aprovisionaban tanto los balleneros como las expediciones militares y científicas que trataban de establecer la soberanía chilena hasta el Cabo de Hornos, y de allí salieron gran parte de las traviesas de madera para la construcción de ferrocarriles en el continente.
Chiloé, y ese es otro punto de semejanza con Galicia, ha sido origen de miles de emigrantes. El bajo precio de las papas y la ausencia de alternativas empujó a numerosos chilotes a buscarse la vida fuera de su tierra, en los trabajos más duros: las minas de salitre, la marina mercante, el peonaje en las inmensas haciendas de Chile continental y de las pampas argentinas… Muchos de estos emigrantes, que en general sabían leer y escribir, participaron en las grandes revueltas obreras de Magallanes y Tierra del Fuego.
Nos alojamos en uno de los pocos palafitos que sobrevivieron al maremoto de mayo de 1960, cuando todo el sur de Chile fue afectado por el terremoto de mayor intensidad registrado a nivel mundial, con una magnitud de 9,5 grados en la escala de Richter. En los minutos posteriores un maremoto arrasó lo poco que había quedado en pie al borde del mar, con un resultado de cinco mil muertos y dos millones de damnificados.
Antes del maremoto, nuestro hotel era un aserradero, del que solo se pudieron recuperar los pilotes hincados en la orilla y la puerta de entrada. Las vistas desde la terraza de la habitación, tamizadas por el orvallo, me trasladaron inmediatamente a la ensenada de El Baño, en Mugardos.
A la mañana siguiente queríamos visitar algunas de las dieciséis iglesias de madera declaradas patrimonio de la humanidad por la Unesco y construidas entre los siglos XVIII y XX según modelos traídos al archipiélago por varios jesuitas de origen bávaro. Los jesuitas y los franciscanos que los reemplazaron tras su expulsión de todas las colonias españolas, hicieron construir capillas en todas las comunidades indígenas, de las que unas ciento cincuenta siguen existiendo en la actualidad.
Comenzamos nuestro recorrido por la iglesia de San Antonio de Colo, levantada con madera de ciprés y coigüe. Con una torre de 17 metros de altura, esta iglesia destaca del resto por no estar ubicada cerca del mar ni de cara a él, sino todo lo contrario, está de espaldas y en la zona alta de un cerro, algo que la diferencia del resto de iglesias de Chiloé.
Allí nos llevamos la primera decepción: la iglesia, pese a estar catalogada por la Unesco, estaba cerrada a cal y canto. Como habíamos leído que las llaves las solía tener algún vecino, preguntamos en la casa más cercana, donde nos confirmaron que estaba cerrada hasta el día siguiente pero no se ofrecieron a abrirla para nosotros. Una pena, porque por fuera tenía un aspecto muy pintoresco.
Aprovechamos para visitar el cementerio cercano, uno de los más coloridos que he visto nunca. Los apellidos de las tumbas, muy repetidos, eran de origen tanto español como mapuche.
Condujimos unos pocos kilómetros hasta la siguiente iglesia de nuestra lista, la de Nuestra Señora del Patrocinio de Tenaún. Esta iglesia, que también estaba cerrada, cuenta con tres torres, algo por lo que está considerada como una excepción dentro de las iglesias de Chiloé. Tiene casi 43 metros de largo y una torre de 26 metros de alto, en cuya construcción se utilizó madera de ciprés, mañío, canelo y avellano. Al menos tuvimos la suerte de poder visitar el interior del local comunitario de Tenaún, una especie de asociación de vecinos, en cuyo gran salón de actos sin pilares pudimos constatar su maestría en la construcción en madera.
Allí nos informaron que todas las iglesias patrimoniales cerraban los lunes, por lo que decidimos cambiar de planes y cruzar media isla para dirigirnos al Parque Nacional de Chiloé, el único de la isla que no es de propiedad privada.
Para llegar al Parque Nacional tuvimos que retroceder hasta mucho más al sur de Castro por la carretera troncal de la isla, que allí llaman Panamericana. Cruzamos a la costa occidental de la isla siguiendo la ruta tradicional, a lo largo de una falla geológica ocupada por los lagos Huillinco y Cucao; luego caminamos un par de horas por un sendero circular que recorre un bosque de tepúes. Habíamos perdido demasiado tiempo en nuestro intento fallido de visitar las famosas iglesias de madera, y preferimos volver a Castro para pasear por la ciudad en lugar de acercarnos al Muelle de las Ánimas, una obra del escultor chileno Marcelo Orellana, que representa un embarcadero que termina en el vacío.
Dentro de su peculiar relación con el mundo de la brujería y de las ánimas, los chilotes cuentan que los días de tormenta se escuchan los llantos y lamentos de las almas en pena, que llaman desde los acantilados al barquero Tempilcahue para que las transporte a su lugar de descanso eterno. También advierten que quien escuche esos lamentos no debe tratar de comunicarse con las ánimas ni contarle a nadie lo sucedido, para evitar convertirse en un nuevo espíritu de los que lloran en aquellas aguas.
Un poco hartos de nuestra dieta habitual de pan con queso y salchichón, se nos abrieron los ojos cuando vimos que en uno de las casas de comida al borde del lago anunciaban, además de las habituales cazuelas, empanadas y sánguches, un plato que me devolvió a Galicia: ¡Tortilla de papas!. Por desgracia, no era lo que esperábamos, sino un plato local, que también llaman chapaleles y que se prepara con patatas cocidas aplastadas con un tenedor, mezcladas con harina, amasadas hasta formar una esfera y rellenas de chicharrones antes de hornearlas.
Llegamos a nuestro alojamiento a tiempo de ver desde la terraza cómo iba bajando la marea en el estuario del Gamboa y cómo los fangos que quedaban en seco se poblaban de gaviotas australes, pilpilenes, cisnes negros y otras aves que no pude identificar: una pequeña zancuda similar al zarapito, una rapaz de tamaño poco mayor que una paloma y otras especies de limícolas.
Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, el sol entraba hasta el fondo de nuestro salón. Creo que fue el primer alojamiento de nuestro viaje en el que pensé que no me importaría quedarme un mes entero: un apartamento amplio, tranquilo, luminoso, bien equipado y con vistas a la ría de Gamboa. Para colmo, no estaba demasiado lejos de un restaurante, El Mercadito de Chiloé, llevado por mujeres, con buena cocina y una carta lo suficientemente amplia y variada como para no aburrirse, aunque los nombres de algunos platos, como el charquicán de cochayuyo, nos resultaran incomprensibles.Con este ánimo salimos por segundo día en busca de las iglesias de madera. Empezamos por la de Santa María, en Rilán, donde nos encontramos con una preciosa iglesia, con planta de tres naves, que combinaba elementos neorrománicos, neogóticos y neoclásicos. Lo más importante es que estaba abierta, por lo que por fin pudimos contemplar el interior de uno de estos monumentos.
Estas iglesias, que en su momento fueron construidas como parte del trabajo obligatorio y no remunerado de los indígenas, en la actualidad vuelven a estar gestionadas por los vecinos de cada pueblo, que son los que tienen las llaves y se ocupan de su cuidado, limpieza y vigilancia. Al ser de madera se deterioran con facilidad, por lo que requieren un mantenimiento permanente. Cada cierto tiempo se las desmonta pieza a pieza (la mayoría están construidas sin utilizar clavos); luego se resana, repara o repone con madera nueva cada una de las piezas y se vuelve a colocar en su lugar, usando las mismas técnicas constructivas del pasado.
La mayoría de estas iglesias no tienen una cimentación propiamente dicha, sino que los pilares se elevan sobre bloques de piedra apoyados en la superficie del terreno. Como la madera utilizada no siempre ha sido de mucha resistencia, la humedad que sube por capilaridad favorece la pudrición y la proliferación de insectos xilófagos, lo que en muchos casos ha obligado a reemplazar algunos pilares por otros de maderas más robustas. En algunas iglesias han tenido que levantar los propios bloques de piedra, colocando bajo ellos una cimentación de hormigón.
De Rilán nos dirigimos a Dalcahue, pero no paramos allí para visitar su iglesia de Los Dolores, sino que tomamos el trasbordador a la isla de enfrente, donde queríamos llegar a las iglesias de Quinchao y Achao antes de que cerraran a mediodía. La gabarra en la que cruzamos a isla Quinchao me recordó inmediatamente las lanchas de desembarco de la II Guerra Mundial y mi participación en el diseño y construcción de una versión mucho más moderna, las LCMX. Tirando de ese hilo conseguí que uno de los tripulantes me invitara a visitar la cámara de máquinas.Un breve recorrido por la isla nos llevó hasta la iglesia de iglesia de Santa María de Loreto de Achao, considerada como una de las más antiguas de Chile ya que su construcción se inició en el año 1730. Con un estado de conservación excelente, a día de hoy aún está en uso.
La torre, de veintidós metros de altura, está cubierta de alerce, al igual que el resto de la iglesia, y su estructura interior es de ciprés de las Guaitecas y mañío. La iglesia conserva el color original de la madera lavada por la lluvia, que le daba un tono gris brillante muy atractivo.
Un jinete perfectamente ataviado cruzó varias veces frente a la iglesia; puede que estuviera contratado por el ayuntamiento para dar ambiente a las fotos.
El interior era todo un despliegue de técnicas de trabajo en madera, con ensambles de nombres tan bonitos como espiga, pico de flauta, cola de milano o rayo de Júpiter.
Nos adentramos luego unos kilómetros en la isla hasta llegar a Nuestra Señora de Gracia de Quinchao. No es la más grande ni la más antigua del archipiélago, pero su ubicación, al lado de la playa en un pueblecito de pescadores, contribuye al encanto que tiene. La aldea parecía desierta, pero a la puerta de la iglesia estaba la chica encargada de su vigilancia, trabajo voluntario que se ejerce por turno entre los pocos habitantes del pueblo.
Todavía visitamos alguna iglesia más, como la de Dalcahue, frente a la cual había un mercado local de artesanía muy animado, pero creo que con lo contado hasta aquí es suficiente. Si alguien siente curiosidad por conocerlas todas, siempre puede viajar hasta el archipiélago.
A la mañana siguiente abandonamos Chiloé, prometiéndonos volver en otra ocasión para visitar las muchas cosas que nos quedaron por ver y disfrutar de su tranquilidad y buen ambiente. Condujimos hasta el extremo norte de la Isla Grande, cruzamos en un ferry al continente y devolvimos el coche de alquiler que tan bien se había portado en los dos mil trescientos kilómetros recorridos en solo dos semanas.
Pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.
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