―Hay que ver cómo eres ―le dijo y ella esperó a que él terminase la
frase―.
Siempre me sorprendes dándole un giro a lo que parece evidente y eres
capaz de mostrarme otro lado de las cosas que antes no veía.
Ella dejó pasar unos segundos para asegurarse de que él no
continuaba hablando y entonces respondió apartando la mirada de sus ojos y
dirigiéndola a cualquier parte.
―A veces se olvida, se te olvida,
que me hice mujer con Aute y con Sabina, con Rafael Amor y con Silvio Rodríguez,
con Pablo Milanés y con Rosa León y también con Cecilia y con Serrat en aquel
Madrid de los ochenta.
De todas esas letras con las que convivió en esos años de
juventud quizás las que se impregnaron en su piel fueron las de Aute. Ella le
había oído en vinilos, sabía de memoria muchas de sus canciones, se había
quedado siempre inmóvil viendo sus actuaciones en televisión, pero la impresión
que tuvo cuando le vio y oyó cantar por primera vez en directo fue excepcional.
Sucedió en la Plaza de Santa Ana una tarde anochecida de sábado en algún mes de
aquél invierno de 1984. Era un sencillo escenario y, en medio de aquella plaza,
apenas había una tarima sobre una estructura de tubos, una escueta escalera
también de madera y sobre ella dos taburetes, uno para Aute y otro, a su
izquierda, para el acompañamiento de guitarra. Ella solía adentrarse por las
calles centrales de aquél Madrid en donde se respiraba aire compuesto de contaminación
y de libertad y no le era extraño, cuando paseaba, hacer descubrimientos
espontáneos de artes alternativas, nuevas faunas urbanas, eran aires de
libertad.
Siento que te estoy
perdiendo cantaba Aute al frío aire mientras desmenuzaba el sentimiento de
pérdida incomprensible y describía cómo cada instante le distanciaba más y más
de lo que había sido su compañera. Nada más comenzar los primeros acordes, ella
se hizo un hueco entre la gente, se acercó a la tarima todo lo que pudo y quedó
inmóvil. Se entregó en aquél instante desnudo a una letra dulce y dura que
estrofa a estrofa la retrataba en lo que había sido su deriva hasta que la
pérdida había sido real. “Viví las sensaciones de cómo él me perdía, pero no se
dio cuenta. Sentí cada paso del desgarro, del inevitable y necesario adiós”
pensaba ella en los años ochenta y entre recuerdo y recuerdo, entre estrofa y estrofa oyendo la canción. Todo era conocido, todo lo desmenuzado en cada acorde era ya sabido y allí se
describía entre fusas y corcheas.
No te desnudes todavía oyó antes de que el deseo estallara, antes de que le quitase el vestido y
la cubriera de amor. Y ella accedió, no había ni quería ninguna otra opción. La maestría
de la sensualidad se le brindaba ante sus ojos. En aquéllas palabras de la
vibrante canción se vislumbraba el deleite del placer pleno que ella conocía
y que conducía a la entrega, a la comunión de los cuerpos. Nunca se desprendió de esa sensualidad que tantas
veces la acompañó a lo más alto, tan alto que llegó a tocar el cielo con las
manos cuando los planetas se conjugaban, cuando los cuerpos vibraban.
Dos o tres segundos de
ternura son suficientes para no tener otro deseo más que estar entre sus
brazos. Era mentira, sí le hacía falta la Luna y nunca le bastaron dos o tres
segundos de ternura y fue por eso por lo que aprendió a atrapar la ternura, la
hizo suya y la llevó con ella durante toda su vida. Con el paso de los años
aprendió a esconder la ternura antes de que se le escapara de entre los dedos y
se lamentó cada vez que no encontró con quién compartirla. Y pintó su sonrisa
de plata cada vez que tuvo con quién sacarla a escena. La ternura no necesita
la Luna, se decía, solamente dos cuerpos que vibren como la espuma.
―No te entiendo ―le dijo y ella
volvió a dejar pasar unos segundos hasta saber que él no diría nada más.
―Lo sé ―respondió dulcemente y le
tomó la cara con sus manos suaves, le besó con ternura y sintió que, hacía
tiempo, él la estaba perdiendo.
[Querido Aute, gracias siempre. Ojalá todo sea broma y superes este bache. ]
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