El texto que viene a continuación es una primicia. Se trata del prólogo de mi primera novela, que saldrá a la venta a primeros de diciembre, y que quiero ofrecer a este Foro. Espero que os guste, y si luego compráis la novela (Editorial El Boletín, www.el-boletin.com), pues todavía mejor.
Prólogo
Una tarde de primeros de julio de 2006, cuando la Gran Regata llegó al puerto de Cádiz, estaba yo en el balcón de mi casa mirando los grandes veleros que arribaban a puerto y atracaban en los muelles Ciudad, Alfonso XIII y Marqués de Comillas. El levante soplaba con bastante fuerza, y la mayoría de los buques entraban a motor, con todo el velamen aferrado. Solo alguna pequeña embarcación se arriesgaba a luchar contra el viento, dando bordadas hasta conseguir entrar en la dársena.
Los muelles eran un hervidero de gente, que aplaudía las maniobras de atraque, las órdenes al silbato y los movimientos perfectamente sincronizados de los tripulantes, en especial los de los guardiamarinas de los buques escuela, impecablemente formados cubriendo las vergas. Un espectáculo precioso y muy poco habitual.
Junto con los navíos y bricbarcas gigantes como el Juan Sebastián de Elcano o el Américo Vespucio, a punto ya de anochecer, vi entrar a vela un pequeño bergantín goleta de dos palos cuyas extrañas maniobras a la altura del bajo de Las Puercas me llamaron la atención. Cuando se acercó al muelle pesquero, con los prismáticos logré distinguir el nombre, Matahari, y una bandera indonesia en el asta de popa. Me propuse ir a visitarlo a la mañana siguiente, sin poder imaginarme en qué lío me iba a meter.
Esa noche había quedado con unos amigos para tomar unas tapas en un bar de la calle Sopranis, muy animada por el gentío que había venido de toda la provincia, al que se sumaban numerosos tripulantes de los veleros recién atracados.
Como de costumbre, me presenté en el bar a la hora acordada, y también como de costumbre tuve que esperar por lo menos media hora a que llegara el resto de la pandilla. Treinta años en Cádiz y sigo sin asumir el curioso concepto que los gaditanos tienen de la puntualidad. O mejor dicho, que no tienen.
Mientras me tomaba una caña esperando a que llegaran mis amigos, me entretenía escuchando un diálogo de besugos entre el camarero y mi compañero de barra, un extranjero bastante mayor, con aspecto de filipino, con coleta y cuatro largos pelos en la barba. En un inglés bastante aceptable quería asegurarse de que la comida fuera halal. El camarero era tan simpático como escasos sus conocimientos de inglés, por lo que les ofrecí mi ayuda.
La verdad es que, aunque la carta estaba subtitulada en inglés, la tarea no era sencilla. Por una parte por mi desconocimiento de lo que es y no es halal, fuera del cerdo y el alcohol, y por otra porque las traducciones de la carta dejaban mucho que desear. Pase que “chicken to the little garlic” equivalga a pollo al ajillo, pero decir que “often of cuttlefishes” sea menudo de chocos, o que ortiguillas se traduce como “little nettles” desafía a toda imaginación. Renuncié a traducir yo mismo esas especialidades, diciéndole al forastero que eran haram, y me centré en platos más sencillos, como chuletitas de cordero o fritura de pescado. Después de todos mis esfuerzos, el guiri acabó pidiendo una ración de tortillitas de camarones acompañada con una Coca Cola.
En ese momento, cuando ya me disponía a pedirme otra caña, llegaron por fin mis amigos y me despedí del extranjero, que muy educado me reiteró su agradecimiento.
Las tapitas y cañas con la pandilla se multiplicaron y de allí nos fuimos a tomar unas copas al Seblón, mi bar favorito del Pópulo, en el que soy incapaz de tomarme una sola caipirinha. Mínimo dos.
A media mañana del día siguiente, un tanto perjudicado por la juerga de la víspera, salí de casa dispuesto a aprovechar una de las pocas oportunidades que se me presentaban en Cádiz para practicar mis limitadísimos conocimientos del idioma indonesio. Vestido con mi mejor camisa de batik me acerqué paseando al muelle pesquero, donde estaba atracada la Matahari, en la zona reservada por la organización para los participantes no gubernamentales.
La Gran Regata había atraído a decenas de miles de gaditanos y visitantes, por lo que en los grandes veleros que admitían visitas se iban formando colas kilométricas. Pero por suerte no era ese mi objetivo.
Pese al letrero de “NO VISITS” claramente visible en la planchada de la Matahari, me dirigí al marinero de guardia y le pregunté por el capitán.
Me señaló a un señor que en esos momentos se acercaba a nosotros caminado por el cantil del muelle, impecablemente vestido de patrón de yate.
Para mi alegría y mutua sorpresa, resultó ser el mismo extranjero de la noche anterior, el de las tortillitas de camarones y la Coca Cola. Tras estrecharnos las manos e intercambiar las habituales frases de cortesía en indonesio, le expresé mi pasión por su país y su idioma, que en aquella época estudiaba yo con un simple casete. El capitán, que se presentó como Komandan Bambang, me invitó a subir a bordo, y nos acomodamos en la cámara, donde me ofreció una taza de excelente café de Sumatra, bien cargado, como a mí me gusta.
Charlamos largo tiempo, saltando continuamente del inglés al indonesio, de su travesía desde Java, en la que habían invertido algo más de cuatro meses y sufrido un tifón en el Índico, y me contó que en realidad traía el barco para entregárselo a un comprador en Alicante.
Pasamos después otro buen rato hablando de los lugares que yo había visitado en su país, y sobre todo del norte de Sumatra, de donde él procedía. Se alegró mucho al enterarse de que la fama de su tribu, los batak, había llegado a Cádiz, aunque por desgracia yo no recordaba ninguna de la media docena de palabras en su idioma que había aprendido en los alrededores del lago Toba.
Cuando terminamos el café se ofreció a enseñarme el barco, a lo que accedí encantado. Era una embarcación preciosa, construida artesanalmente en madera, restaurada con mucho cariño, pero modificada muy a fondo para adaptarla a su nuevo uso turístico. Así, en la antigua bodega principal habían instalado una cocina amplia y con todos los adelantos, una gambuza seca y otra frigorífica, una planta de aguas fecales y una buena central de aire acondicionado, junto con el pañol de buceo y una biblioteca – discoteca – sala de reuniones.
En la bodega de proa habían construido los camarotes de los tripulantes, pero esa zona no me la enseñó, me dijo que a la tripulación no le gustaban las visitas. Y en el castillo de popa estaban los camarotes de invitados, cerrados con llave pero que me fue abriendo uno por uno. No me importaría nada hacer un crucero por el Mediterráneo en uno de aquellos camarotes, amplios y recubiertos de madera oscura, aunque con la decoración un tanto recargada para mi gusto. En el puente contaban con todos los adelantos de la tecnología: un buen surtido de aparatos de navegación y comunicaciones de último modelo montados en una consola que permitía a una sola persona controlar fácilmente el buque.
Ya al pie de la planchada, cuando me disponía a despedirme y abandonar el buque, se quedó unos momentos pensando, y al final me dijo:
-El caso es que tengo a bordo unos documentos que pertenecieron a un extripulante español, y no sé qué hacer con ellos. Espere un momento, por favor; se los voy a enseñar.
Volvió a los pocos minutos con un grueso sobre acolchado, de papel manila, bastante manoseado, del que sacó tres documentos que me enseñó muy ceremoniosamente: Un pasaporte español, un título de maquinista expedido en Estados Unidos y un carnet sindical también norteamericano, los tres a nombre de Eliseo Rekalde García. En el mismo sobre, junto con unos cuadernos tamaño media cuartilla, había un libro en inglés, una foto, varios dibujos y un librillo de sudokus bastante manoseado. Los cuadernos, uno de ellos muy ajado, estaban cubiertos de una escritura menuda y desigual. Por lo que pude leer en una rápida ojeada, parecían contener un diario.
Cuando el capitán me explicó que el tal Rekalde había abandonado el buque y se había dejado el sobre, le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para que los papeles llegaran a manos de su propietario, y me despedí de él, sin darle mayor importancia al encuentro.
Al llegar a casa dejé el sobre encima de la mesa del salón y prácticamente me olvidé de él.
Unos días después, al verlo por enésima vez en mitad de la mesa, me decidí a abrirlo, revisar con calma su contenido y buscar a Eliseo Rekalde para entregárselo, ya que me imaginaba que estaría preocupado por la pérdida, especialmente del pasaporte.
El sobre estaba dirigido a Eliseo Rekalde, a una dirección en Ecuador, y tenía como remitente a un Dr. Bill, desde Panamá. Más cosmopolita no podía ser. Los sellos habían sido recortados cuidadosamente.
Como ya escribí más arriba, además de los documentos el sobre contenía cuatro cuadernos de formato más o menos parecido a un A5, pero de aspecto muy diferente. Mientras que uno de ellos, un auténtico Moleskine negro, estaba en muy buen estado, otro, de mucha menor calidad, se caía a pedazos, con las tapas a punto de desprenderse. Los dos últimos eran un poco mejores, pero sin llegar a la calidad del primero. Tres de los cuadernos estaban escritos en su totalidad y en otro había al final bastantes páginas en blanco, como si estuviera sin terminar.
Aunque cada uno de los capítulos indicaba la fecha a la que se refería, había grandes diferencias de estilo entre ellos. Mientras que tres de ellos tenían el típico formato de un diario, con entradas cortas casi todos los días, a una media de dos páginas por día, otro ventilaba en menos de cien páginas año y medio de la vida de Rekalde, descrita en forma de unas memorias bastante resumidas, con solo cinco capítulos relativamente largos.
En cuanto a los dibujos, se trataba de unas vistas de mezquitas, buques y paisajes, realizadas a lápiz con muy poca maestría. No estaban firmadas ni contenían ninguna indicación acerca de la fecha o el lugar en que se habían realizado. Eso sí, en los dibujos de las mezquitas todavía quedaban restos de las líneas de horizonte y de fuga, lo que indicaba que habían sido trazadas por alguien con ciertos conocimientos de dibujo técnico.
La única foto que había en el sobre era de una chica joven, muy morena y bastante guapa, vestida con uniforme de camuflaje y tocada con una boina negra, que portaba una enorme ametralladora y dos cananas de munición mientras desfilaba con otros compañeros igualmente armados y ataviados. La foto estaba sucia, arrugada y con los bordes muy gastados. Por detrás, escrito a mano, ponía: 5 de octubre de 2001 - Firma del Acuerdo de San Francisco de la Sombra.
Mis primeras gestiones para localizar al propietario del sobre resultaron baldías; su nombre no aparecía en las redes sociales más habituales, y los buscadores de internet tampoco me proporcionaron ninguna pista.
Envié una carta a la dirección que figuraba en el pasaporte, el 125 de la Calle de la Cruz, en Bilbao, contándole que tenía el sobre y pidiéndole que se pusiera en contacto conmigo, pero al cabo de un par de semanas me llegó devuelta con la indicación “DIRECCIÓN INEXISTENTE”. A través de mis cuñadas, que viven en Bilbao, descubrí que esa calle no llegaba más que hasta el número 13.
Hablé entonces con Kiko, un policía nacional jubilado compañero de gimnasio, y después de contarle cómo había llegado el sobre a mi poder le pedí que usara sus contactos para localizar al titular del pasaporte. Como me dijo que le llevara el pasaporte para facilitar la búsqueda, se lo acerqué al gimnasio al día siguiente. En cuanto lo vio, me dijo:
-Quillo, este pasaporte es más falso que un duro sevillano, te aconsejo que lo entregues cuanto antes en comisaría.
Le prometí hacerlo, pero le pedí que de todas maneras me ayudara a encontrar al tal Rekalde, para entregarle el resto de sus cosas. Me prometió hacer algunas averiguaciones, pero a los pocos días me llamó para confirmarme que en las bases de datos policiales no aparecía nadie con ese nombre.
-Lo más probable es que no fuera ni español y que pretendiera colarse aquí con ese pasaporte, pero la falsificación es tan mala que hasta el policía más novato la habría descubierto nada más abrirlo. ¿Lo has entregado ya en comisaría?
Como yo lo había ido dejando de un día para otro, se ofreció a hacer la gestión por mí, todavía tenía muchos amigos en Documentación. Ni que decir tiene que acepté encantado. Pero no terminó aquí la historia. El asunto del pasaporte falso me había sorprendido, y comenzaba a crecer mi interés por el personaje.
A la vista de lo inútil de mis pesquisas empecé a leer los cuadernos, en busca de alguna pista que me permitiera localizar al misterioso Eliseo, de cuya misma existencia empezaba a dudar. Lo primero que leí me pareció tan descabellado que llegué a pensar si no estaría frente a un borrador de una novela de aventuras de una calidad más que dudosa, pero cuando terminé de leer el primer cuaderno, me quedé casi convencido de que la historia que contaba era real, por descabellada que pudiera parecer. Para asegurarme, verifiqué alguno de los datos concretos citados en los cuadernos, y lo que encontré confirmó mis sospechas: Todos los datos que comprobé concordaban, las fechas encajaban, los tiempos y las distancias eran coherentes, los lugares que citaba existían. ¿Estaría en presencia de un diario auténtico? Por otra parte, la existencia cierta de un pasaporte falso me indicaban que el autor de los cuadernos tenía que ser todo un personaje.
Ya lanzado a la investigación, me pasé muchos meses descifrando aquella escritura enrevesada, llena de tachaduras y correcciones, con fragmentos intercalados en hojas sueltas, e incluso con huellas de haber arrancado alguna hoja. He ido pasando los textos a limpio en el ordenador, corrigiendo alguna errata menor y reconstruyendo como he podido las páginas más deterioradas por los insectos, las manchas y la humedad.
A la vez que tecleaba el texto original he ido añadiendo algunas notas a pie de página para recoger mis impresiones sobre el autor, verdaderamente escurridizo en cuanto a sus datos personales.
Lo único que me mosqueó un poco fue encontrarme con algún dato claramente erróneo, aunque más correcto sería decir falso, ya que por el contexto parecía que no se podía tratar de una errata. Sigo sin estar seguro de si eran errores, meras licencias literarias, o si todo el texto era una fabulación. Pero en lugar de desanimarme, estas falsedades me impulsaron a seguir investigando, como se puede leer en el epílogo.
Según avanzaba en la tarea se iba apoderando de mí un ansia de seguir, de llegar al final, que me obligaba a dedicar horas y horas a la transcripción, los días laborales hasta altas horas de la madrugada, y también en los amaneceres de los fines de semana en el campo, bajo los pinos, escuchando los pájaros o la lluvia, como ahora mismo. Horas robadas al sueño, a otras lecturas, a otros entretenimientos, pero que doy por muy bien empleadas. No os podéis ni imaginar lo que me he entretenido con este trabajo, lo mucho que he aprendido, los personajes que he conocido.
Parafraseando a Roy Batty en Blade Runner, he leído cosas que vosotros no creeríais.
Conforme he ido pasando a limpio los textos fue cobrando fuerza la idea de publicar los cuadernos, y no solo porque me han parecido interesantes, sino porque, una vez publicados, quizás caigan en manos de alguien que me ayude a dar con Rekalde. Sin embargo, todavía ahora, cuando la decisión es ya irreversible, dudo de si he obrado bien dando a la luz unos escritos que quizás su autor no deseaba divulgar.
En las páginas siguientes podéis leer el resultado de esta larga tarea de recopilación e investigación.
El comienzo es como para ir a buscar el libro a toda velocidad. Mantennos informados
ResponderEliminarPor supuesto que avisaré, pero hasta el 1 o 2 de diciembre no estará disponible.
EliminarYo me apunto a leerlo, Arturo.
ResponderEliminarYa estoy deseando que publiques el primer capítulo.
Un abrazo,
En este caso no lo publicaré en el blog por capítulos, sino todo de una vez, en papel y en una editorial.
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