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Al salir de Rustavi camino de los monasterios rupestres de Lavra y Udabno, el navegador nos llevó de nuevo a una carretera en mal estado, por la que no circulaba casi ningún vehículo. Suponíamos, con cierta lógica, que si aquella era la ruta a una de las principales atracciones turísticas de Georgia, la carretera debería estar llena de taxis y microbuses con turistas, pero ya estábamos acostumbrados a las manías de nuestro Garmin.
El paisaje se iba haciendo poco a poco más inhóspito. Muy pocos árboles, ningún cultivo, algunas vacas sueltas, de cuando en cuando un pueblo adormilado. Cuando el navegador nos indicó que girásemos hacia una pista de grava, vimos que en la desviación había dos señales oxidadas y acribilladas a perdigonazos: una con un escudo que parecía militar y un rótulo en incomprensible georgiano, y otro con la silueta de una iglesia y un rótulo, también en georgiano, pero cuyos caracteres coincidían en su mayoría con los del nombre del monasterio que queríamos visitar, que previsoramente llevábamos escritos en nuestro cuaderno de ruta.
Como no había nadie a la vista a quien preguntar, ni tampoco circulaba ningún otro coche por la carretera, nos internamos por la desviación. Poco a poco se fue deteriorando el pavimento, hasta que la grava desapareció por completo, y el camino se transformó en una pista de tierra. Al cabo de unos kilómetros vimos otro letrero con el dibujo de una iglesia, idéntico al anterior, lo que nos infundió una ligera esperanza. Por otra parte, habíamos leído que la carretera se deterioraba mucho un poco antes de llegar al monasterio, por lo que estábamos casi convencidos de que íbamos por el buen camino.
Después de otra hora sin señales de civilización, la cosa se complicó más. La pista de tierra se convirtió en unas simples roderas marcadas muy someramente en la hierba reseca. En un determinado punto del recorrido, el navegador insistía en que girásemos a la izquierda, pero allí no había ni siquiera roderas, salvo las que nosotros seguíamos. Poco dispuestos a lanzarnos campo a través, seguimos fieles a nuestro sendero, sin hacer caso a las insistentes protestas del navegador. Por fin, vimos a lo lejos lo que parecía un aprisco. Nos acercamos, pero no había un alma, solo un grupo de perros muy poco amistosos, un corral para el ganado, y una vivienda deshabitada. Cada vez más preocupados, seguimos por las roderas, sin saber a dónde íbamos. Estábamos algo asustados, no ya por la pérdida en sí, que se podía resolver volviendo sobre nuestros pasos hasta Rustavi, sino porque teníamos miedo de cruzar inadvertidamente la frontera con Azerbaiyán, que sabíamos muy cercana. Y en caso de avería, ¿cómo explicaríamos nuestra situación, si no teníamos ni idea de dónde estábamos?
De pronto, las roderas se acabaron por completo. A nuestro alrededor solo teníamos la estepa agostada por el sol de mediodía. Cuando estábamos a punto de darnos la vuelta, vimos a lo lejos una columna de polvo. ¡Un vehículo! Con los prismáticos comprobamos que era un todo terreno, y que circulaba por lo que parecía una pista, a menos de un kilómetro hacia el este. Un poco aliviados, nos lanzamos campo a través tratando de alcanzarlo.
Cuando llegamos a la nueva pista, el otro coche ya había desaparecido en la lejanía. Nos pusimos a seguirlo, ya que tanto nos daba ir en un sentido como en el contrario. Ya habíamos perdido la esperanza de visitar el monasterio, nuestro único anhelo era salir de allí y llegar a la civilización. Al cabo de unos kilómetros, vimos que se acercaba una furgoneta a punto de caerse a pedazos. Les hicimos señas para que pararan, y les preguntamos si íbamos bien para Udabno. Más que nada por curiosidad.
Entre carcajadas, los ocupantes de la furgoneta nos explicaron por señas que Udabno estaba en sentido opuesto. Entre lo que decían, entendí tres palabras rusas: “priamo” (todo seguido), “asfalt” y “napraba” (a la derecha), de las que deduje que teníamos que dar la vuelta, y seguir todo derecho hasta llegar al asfalto, en donde deberíamos girar a la derecha. Dado que entendíamos algo así como el cinco por ciento de lo que nos decían, lo mismo podía significar eso que todo lo contrario.
Un poco más animados, seguimos sus consejos, hasta llegar, no al monasterio de Udabno, sino a la aldea del mismo nombre. Resulta que Udabno, en georgiano, significa desierto, y era un topónimo relativamente común en aquella zona esteparia. Entre las casas ocres y grises de la aldea, vimos una encalada y refulgente. Nos encontramos con un local, el Oasis Club, que hacía honor a su nombre. Era un café – mesón – hostal, montado por una pareja de georgianos que hablaban un perfecto inglés. Aunque bastante elemental, estaba inmaculadamente limpio, y el estilo hippy-ibicenco de la decoración nos hacía sentirnos como en casa. En cuestión de minutos estábamos disfrutando de una ensalada, un plato de queso y una cesta de pan artesanal.
Mis compañeras de viaje se pidieron sendas jarras de cerveza, pero yo, por problemas de salud, me tuve que conformar con una botella de Borjomi bien fría. Esta agua mineral, en su día la más consumida en toda la URSS, es muy carbonatada, tiene un sabor bastante salobre, y emana un intenso aroma sulfhídrico; vamos, que huele a huevos podridos. A los que les gusta les parece deliciosa; a los que no, asquerosa. Por suerte me gustó, y fue mi bebida de referencia durante todo el viaje, solo superada por el vino.
Zurab, el dueño, nos confirmó que era normal que nos hubiéramos perdido al seguir los consejos del navegador. Aunque los mapas estaban teóricamente actualizados en 2012, no eran en absoluto de fiar. Nos recomendó que nos compráramos un mapa de carreteras, y que nos paráramos con frecuencia a preguntar.
A todo esto, suena mi móvil:
* ¿Arturo Martínez?
* Sí, soy yo.
* Soy Carlos, de Radio Cádiz. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos para hacerte una entrevista para un programa sobre viajes?
* Sí, claro, pero estoy en Georgia.
* ¿En Georgia? Perfecto, creo que el programa de hoy va a salir redondo.
Cuando le expliqué a Zurab que me iban a hacer una entrevista para una emisora española, y que aprovecharía para hacer propaganda de su local, se creyó que le estaba tomando el pelo. Solo se lo creyó cuando me oyó hablar un buen rato por el móvil y escuchó el nombre “Oasis Club”.
Cuando nos repusimosun poco del susto y el cansancio, los dueños de local nos indicaron cómo llegar al mítico monasterio, a pocos kilómetros de allí, y hasta le prestaron un sombrero de paja a Miya, con la promesa de que volveríamos al local para devolvérselo.
Pero esa es otra historia…
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