Quiero dejar claro que lo que voy a escribir no pretende ser una guía de viajes, con sus consejos, horarios, datos prácticos y direcciones de hoteles y restaurantes; ni tampoco un cuaderno de viajes que refleje fielmente todos los itinerarios ni todos los monumentos, pueblos, o museos visitados. Trato simplemente de exponer mis impresiones después de un viaje de solo tres semanas. Por eso mismo, por lo breve del viaje, es muy probable que mis impresiones sean inexactas o totalmente erróneas.
Tampoco esperéis unas aventuras apasionantes, con piratas, guerrilleros, anacondas, cocodrilos y toda la parafernalia. Ni a mí me gusta buscar peligros innecesarios, ni Georgia es un país especialmente peligroso, siempre y cuando te mantengas alejado de las zonas más conflictivas. Y después de este preámbulo, entremos en harina.
El comienzo del viaje ya resultó un poco profético. El encargado del aparcamiento de larga duración del aeropuerto de Málaga resultó ser georgiano. Sin conocerme de nada, cuando le dije que me iba a Georgia me recomendó encarecidamente que no dejara de probar el vino de su país. Dos minutos hablando con el primer georgiano que conocía, y ya había salido el tema del vino, que luego se convertiría en recurrente durante todo el viaje: Georgia, patria mundial del vino.
Se han encontrado restos de viñas cultivadas ya en el tercer milenio A.C., por lo que se cree que el origen del consumo del vino puede estar en Georgia. Jenofonte, en el siglo IV A.C. escribió en su Anábasis que los georgianos “beben vino en grandes cantidades, y no lo mezclan con agua”. Y las leyendas sobre la conversión de los georgianos al cristianismo en el siglo IV de nuestra era dicen que Santa Nino fabricó la primera cruz amarrando dos sarmientos con su propio cabello. Esta “cruz de vid”, que aparece grabada en muchos edificios religiosos, se ha convertido en un símbolo nacional. Si a esto añadimos que en el país existen más de seiscientas variedades de uva, y que el vino se sigue consumiendo con alegría y abundancia, puede que sea cierto que el vino se descubrió allí.
En el aeropuerto, después de un aterrizaje espeluznante y de pasar el control de inmigración y la aduana sin mayores dificultades, llegamos a la parada de taxis, en la que un letrero indicaba, en georgiano, ruso e inglés: “TAXIS A TBILISI. CENTRO 25 LARI, BARRIOS 30 LARI”. Inocente, me dirigí al primer taxista de la cola:
- Al Hotel Penthouse, en Metekhi Kucha
- Ok, son cuarenta lari
- Pero el letrero dice veinticinco
- El letrero, el letrero… Son cuarenta lari.
Aún no habíamos acabado de salir del aeropuerto, cuando vimos que delante de nosotros se paraba un coche sin ningún indicativo de taxi, del que se bajaba un grupo de personas con maletas. Nuestro taxista se detuvo a su lado e increpó, muy enfadado, al conductor. Yo no entendía lo que se decían, pero fueron subiendo de tono hasta que nuestro taxista se bajó del taxi y se acercó al otro coche. Aunque parezca increíble, llegaron a agarrarse. Menos mal que entre el nutrido grupo de mirones que se había reunido en pocos minutos, consiguieron separarlos. Supongo que el otro coche era un taxi ilegal, o al menos esa es la única explicación más o menos lógica que se me ocurrió.
Arrancamos de nuevo, y tras una carrera suicida, zigzagueando entre el intenso tráfico de la autopista, y usando mucho más el claxon que el freno, llegamos por fin al barrio de Metekhi, en la orilla izquierda del río Kvari, justo enfrente de la ciudad vieja. Dejamos el equipaje y nos lanzamos a recorrer Tbilisi.
A los pocos metros del hotel, primera iglesia, primera parada. Lo curioso de las iglesias georgianas no es solo que tengan un código de conducta bastante estricto (hombres con pantalón largo, mujeres con falda y pañuelo a la cabeza), sino que son todas muy parecidas. Hoy en día se siguen construyendo iglesias aparentemente idénticas a las del siglo XI: Planta de cruz griega o basílica, nártex, cúpula central sostenida por un tambor, iconostasio que oculta el altar mayor, penumbra, velas, iconos, pinturas murales muy similares a las de nuestro románico, beatas y algún pope barbudo. Desde el atrio de la iglesia, construida sobre al borde de un acantilado a orillas del Kvari, se disfrutaba de una vista privilegiada de la ciudad vieja: La judería con su sinagoga, la mezquita, las iglesias ortodoxas, los baños termales de Abanotubani, la fortaleza de Narikala en lo alto,… En fin, lo que queríamos ver de cerca.
Seguimos bajando hacia el río bajo un cielo encapotado de tormenta y soportando unos asfixiantes treinta y siete grados.
Después de cruzar el puente Metekhi nos metimos en la sinagoga, cuya planta baja no presentaba mayor interés. Por suerte, uno de los judíos que esperaban en el vestíbulo se puso a charlar con nosotros, y después de hablar de Sefarad y de las juderías españolas, nos recomendó subir a la planta superior, mucho más rica que la planta baja. Tras unas cortinas de terciopelo bordadas en oro, se entreveían unos cilindros de plata, de casi un metro de alto y veinticinco centímetros de diámetro, en los que se guardaba la Torah. Pero pese a tener todos los elementos habituales en otras sinagogas, le faltaba el poso trágico de la historia que impregna a las sinagogas de Europa Central.
Hasta la ocupación rusa a comienzos del siglo XIX, las relaciones entre georgianos judíos y de otras religiones siempre habían sido buenas, y no se habían registrado casos de persecuciones religiosas como las habituales en Rusia. Pero los zares trasladaron rápidamente a sus colonias trascaucásicas su política de pogromos y odio racial. Y tras el desmembramiento de la URSS, muchos judíos georgianos optaron por emigrar a Israel o Estados Unidos por motivos económicos, con lo que hoy su presencia es meramente testimonial.
Cada vez que me encuentro con judíos, no puedo evitarlo, pero me surge una profunda animadversión. Más que del holocausto que sufrieron a manos de los nazis, me acuerdo del genocidio que hoy en día practican encarnizadamente contra los palestinos. Los bombardeos sobre la franja de Gaza a que se dedican periódicamente, disparando con casi total impunidad contra la población civil, matando a miles de personas indefensas, atacando escuelas, hospitales y mezquitas, destruyendo sistemáticamente fábricas, talleres y depósitos de agua, e impidiendo la salida de los habitantes aterrorizados, se parecen cada vez más a la destrucción del gueto de Varsovia a manos de las tropas alemanas.
Un breve paseo por lo que quedaba de la judería, entre callejones sin salida, solares llenos de basura y casas que parecía que se iban a caer en cualquier momento, nos llevó ante un portal abierto a un pasillo tortuoso. Caminando sobre unos tablones crujientes, y envueltos en un fuerte olor a orina de gato, llegamos a un patio interior. Miseria en grado sumo. Letrinas colectivas (bajo ningún concepto se podía llamar inodoros a aquella especie de armarios apestosos), balcones torcidos, paredes de ladrillo sin enlucir o de madera podrida, alguna prenda de ropa a secar, ventanucos por los que a duras penas podía entrar algo de claridad…. Puro Chejov.
Seguimos callejeando por la ciudad vieja, bajo un calor cada vez más húmedo y opresivo, hasta llegar a Tavisuplebis Moedani, la Plaza de la Libertad, lugar de unión entre la ciudad nueva y la vieja, y punto neurálgico de la Revolución de las Rosas. En 2003, más de cien mil personas, hartas de la corrupción y del crecimiento de las mafias político-económicas, se reunieron allí, delante del ayuntamiento, y juraron no moverse hasta expulsar al gobierno. A los pocos días, Eduard Shevardnadze, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de la URSS bajo la presidencia de Mijaíl Gorbachov y en esos momentos Presidente de la República de Georgia, presentó su dimisión.
Tengo que añadir que hoy en día Georgia disfruta de un régimen político democrático, en forma de república parlamentaria semi presidencialista. Aunque la corrupción está muy generalizada, ¿quiénes somos los españoles para criticarlos?
Buscando un sitio para cenar, nos internamos en el barrio de Abanotubani, en el que se encuentran los baños termales que le dieron su nombre a Tbilisi. Uno de estos baños había sido transformado en un restaurante, el Gorgasali, que un camarero nos enseñó amablemente. En un inglés tan voluntarioso como rudimentario, nos explicó que el local había sido un baño público “hasta hace dos mil años”, y nos llevó a una habitación subterránea, abovedada y muy fresca, en las que nos explicó que “a veces, tres hombres hacían música”.
Cuando nos estábamos tomando un plato de queso Sulguni y una botella de vino blanco Tsinandali, llegaron tres hombres de alrededor de treinta años, uno de ellos armado con una guitarra. Sin decir palabra, se sentaron en una mesa situada en un pequeño estrado, bajo una de las semicúpulas que remataban la sala, afinaron la guitarra y se pusieron a cantar.
Y ahora me toca pedir disculpas a mi amigo Xabi. En algunas ocasiones he ironizado sobre la facilidad que tiene para asimilar costumbres y monumentos exóticos, buscando un paralelismo con algo equivalente en su entorno más cercano. Pues nosotros, al oír cantar a Levan, Besho y Nika, no pudimos evitar compararlos con nuestro Benito Lertxundi. El sentimiento, la melodía, la cadencia y hasta el sonido de las palabras me traían un intenso recuerdo de sus canciones, que en los años setenta y ochenta escuchábamos arrobados, y que aún hoy me siguen gustando. Si al sonido de las canciones le sumamos lo incomprensible del lenguaje, el sabor ahumado del queso Sulguni, y la baja graduación del vino, me sentía transportado a una sidrería vasca, con sus ochotes, su queso de Idiazábal y su txakolí.
Antes de iniciar el viaje había leído algunas teorías sobre el posible origen georgiano de los vascos, que me había tomado con mucho escepticismo, cuando no con claro cachondeo. Relacionar a los iberos que llegaron a la actual España hacia el tercer milenio a.C., con el reino de Iberia, que existió en el oeste de Georgia entre el siglo IV a. C. y el V d. C., me parecía cogido por los pelos. Ni siquiera me lo creí cuando Miya me dijo que Bilbao estaba hermanado con Tbilisi, que en la Universidad de Tbilisi había una cátedra de euskera, que el lehendakari Ibarretxe había sido nombrado doctor honoris causa por la misma universidad en 2006, y que Euskaltzaindia y otras instituciones vascas habían financiado las iniciativas de hermanamiento y cooperación cultural entre Euskadi y Georgia. Sin olvidar la traducción directa del georgiano del poema épico medieval “El caballero de la piel de leopardo”, en euskera “Zaldun tigrelarruduna”, realizada por el profesor Xabier Kintana.
Pese a mis prejuicios iniciales, al escuchar a aquellos cantantes llegué a pensar si no sería Georgia la verdadera patria perdida de los vascos.
Toda la emoción y poesía de aquella velada se esfumó en una noche maldita. La orilla derecha del río, donde se encontraba nuestro hotel, sufría uno de los apagones tan frecuentes en Tbilisi. A duras penas llegamos al hotel por las calles a oscuras, subimos andando los cuatro pisos hasta nuestra habitación, y conseguimos acostarnos a la luz de una linterna, pero el aire acondicionado no funcionaba. La temperatura de nuestra habitación, situada justo debajo de la azotea, era insoportable. Por las ventanas, abiertas de par, no entraba ni una gota de aire. Lo que sí entraba, a raudales, era el ruido de la animada vida vecinal que se desarrollaba en la calle. No era culpa de los vecinos, que sin luz, aire acondicionado ni televisión, no tenían más diversión que salir a charlar a la acera, como se habría hecho en el barrio del Pópulo de mi ciudad en condiciones similares.
Desesperado, estuve a punto de bajar a la calle y participar en el campeonato de pulsos que se estaba celebrando justo debajo de mi ventana, sobre el capó de un Lada Laika. ¡Y al día siguiente teníamos que madrugar para llegar hasta la frontera rusa por la carretera militar georgiana! Pero esa es otra historia.
De nuevo uno de tus viajes, Arturo. Este también promete....
ResponderEliminarCuando hace unos días una pareja de españoles de turismo por aguas indonesias fallecía en el hundimiento de un ferry, no pude evitar acordarme de vosotros y de vuestro turismo-aventura en Indonesia. Aunque vosotros terminasteis bien y ellos no, no estoy seguro de saber quien corrió más peligros por esas tierras. En cualquier caso nuestro recuerdo y homenaje también para ellos.
Y es que me da la sensación de que, digas lo que digas, te gusta, os gusta, el peligro. Y en Georgia me temo que puede ocurrir de todo que no sea convencional y si no, ojo al parche.
José Ramón, me temo que esta nuweva serie va a decepcionar a quienes la lean. No tiene ni la mitad de "aventis" que la de Indonesia.
ResponderEliminarY lo del peligro es muy relativo. Nunca lo he buscado, y cuando lo he considerado excesivo lo he rehuido.
La mayoría de las situaciones de peligro que he vivido han sido por falta de información o por circunstancias imprevisibles.
También es verdad que mi umbral de peligro puede ser diferente del de otras personas, que consideran un peligro el simple hecho de salir de España...