En un reciente viaje a Lisboa para celebrar mi jubilación, habíamos decidido parar a comer en Évora, pero nada más salir de la autopista vimos una indicación: “Cromeleque dos Almendres”. En mi vida había visto un crómlech, así que no lo dudamos. Por una carretera secundaria llegamos en unos minutos al pueblecito de Nuestra Señora de Guadalupe, del que arrancaba una pista de tierra, con sendos carteles indicando el crómlech y el menhir de Os Almendres.
Con mucha precaución para no golpear los bajos del coche, nos adentramos unos cinco kilómetros en una dehesa, hasta encontrarnos con la maravilla: En lo alto de un cerro, sobre una ladera orientada al este y con unas vistas espectaculares de la campiña circundante, se extendían los crómlechs, porque en realidad eran dos. Uno, formado por tres círculos concéntricos, de unos ocho mil años de antigüedad, y otro constituido por dos elipses también concéntricas, de “solamente” cinco mil años.
Algunas de las piedras, de entre uno y dos metros de alto, mostraban vestigios de petroglifos, pero bajo el inclemente sol del mediodía era casi imposible distinguirlos.
Según el panel situado en el aparcamiento, representaban el sol, la luna, las estrellas y algunas figuras antropomorfas, pero la verdad es que no fui capaz de reconocer ninguna de estas imágenes.
Parece mentira que hace ya ocho milenios que un grupo de personas dedicaran una tremenda cantidad de trabajo (sin ruedas, sin animales de tracción, solo a fuerza de brazos y como mucho de rodillos) a mover unas cien piedras y levantar aquel monumento para mayor gloria de sí mismos, o de sus dioses si es que los tenían.
Lo único que se sabe a ciencia cierta es que los dos centros de la elipse y el del círculo están en línea recta y que coinciden con la orientación Este-Oeste, marcando así los puntos de salida y puesta del sol durante los equinoccios.
Pese al calor (mediodía de junio, a pleno sol), el lugar impresionaba e invitaba a quedarse, disfrutando de las sensaciones y de la paz. Los pocos visitantes (alemanes en su mayoría) guardábamos un respetuoso silencio, y no se oía ni una voz, ni un sonido telefónico, ni siquiera un silbido de Twitter.
Solo el murmullo del viento entre las hojas de los alcornoques, el zureo de una pareja de palomas torcaces y el golpeteo de un pájaro carpintero en un pino cercano ponían la música de fondo.
En el mismo panel informativo de la entrada leímos que en la comarca se conservaba un número considerable de dólmenes, menhires, crómlechs y otros vestigios neolíticos. Intentaré volver en otra ocasión para irlos recorriendo con base en Évora.
Volvimos por la misma pista, y antes de llegar al pueblo dejamos de nuevo el coche, para caminar unos doscientos metros por un senderito entre sembrados y alcornoques y llegar al menhir de Los Almendres.
Una única piedra de granito, de tres o cuatro metros de alto, se erguía en un claro en lo alto de otra colina.
Al parecer, si no fuera por los árboles el menhir se vería desde los crómlechs, y la línea que lo unía con el centro del círculo marcaba exactamente el nacimiento del sol en el solsticio de verano, una de las fiestas más universales entre los pueblos primitivos y otros no tan primitivos, que los católicos se han apropiado como noche de San Juan.
Al monolito le calculo unas veinte o treinta toneladas; ni el mismo Obélix habría sido capaz de colocarlo allí sin ayuda.
No puedo dejar de hacer mención a los para mi desconocidos propietarios de la Herdade dos Almendres, el cortijo en cuyas tierras se encuentran estos monumentos, que no solo permiten el acceso sin restricciones sino que mantienen en buen estado el entorno.
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