Hace unos meses operaron a mi mujer para retirarle de la muñeca una placa de titanio que le habían colocado en el Bungrungrad Hospital de Bangkok hace casi dos años. Cuando se despejó de la anestesia, y para animarla un poco, le prometí:
- En cuanto te recuperes, nos iremos de viaje a donde tú quieras.
Le faltó tiempo para decirme que quería ir a Nueva York.
Accedí así, por fin, a un antiguo y persistentemente expresado deseo suyo de visitar la nueva capital del mundo. Debo reconocer que llevaba años resistiéndome, debido a mi particular odio a un gobierno que, en nombre de la libertad, ha cometido y sigue cometiendo las mayores tropelías: El lanzamiento sobre Hiroshima y Nagasaki de las únicas bombas atómicas utilizadas en una guerra, el uso sistemático de napalm y agentes químicos contra la población civil en Vietnam, el mayor “muro de la vergüenza” del mundo a lo largo de la frontera mexicana, o la prepotencia frente a amigos y aliados, constituyen una pequeña muestra de un catálogo interminable.
Aun así, a la vista de mi promesa, y haciendo de tripas corazón, me dispuse a emprender el viaje prometido.
Las cosas empezaron a torcerse cuando, a solo dos semanas de la salida, el bed & breakfast de Brooklyn en el que habíamos reservado una habitación nos comunicó que, debido a unos cambios legales no muy bien explicados, se veían obligados a cerrar sus puertas y a cancelar nuestra reserva. Bien es verdad que nos devolvieron diligentemente la cantidad pagada como señal, pero nos obligaron a buscar un alojamiento alternativo con muy poco margen de maniobra.
Después de descartar los hoteles por sus precios muy elevados, acabamos optando por un apartamento particular a bastante buen precio, situado en la Segunda Avenida. Por un error en el manejo de Google Street View, parecía encontrarse en un barrio acomodado, con varios restaurantes y cafeterías con terraza a pocos metros de distancia.
Cuando, a eso de las 8 de la tarde, ya anocheciendo y cansados de las quince horas de viaje desde Cádiz, nos bajamos del taxi en la puerta del edificio en el que íbamos a residir toda la semana, lo que nos encontramos fue una mezcla a partes iguales de West Side Story y el Cerro del Moro (barrio de Cádiz en su día centro del menudeo de drogas).
Una acera llena de boquetes y mal iluminada, un edificio de ladrillo rojo con escaleras de incendios en la fachada, varios locales chinos, pakistaníes y latinos de comida para llevar, con pinta bastante cutre, y un grupo de adolescentes con gorras de béisbol, pantalones caídos y lo que nos parecieron miradas torvas, nos dieron la bienvenida.
Llamamos al portero automático, y cruzamos un estrecho portal, entre una montaña de bolsas de basura y cajas de cartón vacías. Subimos unas escaleras bastante empinadas, sin ascensor y con ventanucos a un patio desvencijado, y por fin nos abrió la puerta del 4º A la brasileña que nos alquilaba el apartamento, acompañada por un par de chavales que estaban dando los últimos toques a la instalación de aire acondicionado.
La verdad es que, objetivamente, el apartamento no presentaba ninguna pega. Estaba limpio, el mobiliario era bastante nuevo, la cocina “americana” tenía casi todo lo que podíamos necesitar, y la conexión WiFi funcionaba. En fin, que respondía literalmente a todo lo que decía el anuncio en www.airbnb.com.
Bajamos a toda prisa al súper más cercano, ya a punto de cerrar, para comprar el desayuno del día siguiente, y allí continuó el choque cultural. Si hacemos una progresión geométrica desde Mantequerías Leonesas hasta Lidl, pasando por Hipercor, el Associated Supermarkets representaba un escalón proporcionalmente más bajo, tanto en la calidad y el surtido de los productos disponibles, como en el nivel de limpieza. Margarina a granel, sucedáneos de vino y otros productos para mí exóticos llenaban las estanterías. Eso sí, las bolsas de plástico eran gratis, y te las ponían de dos en dos; es decir, que cada bolsa la metían a su vez dentro de otra, lo que chocaba con su política ambiental de cobrar un depósito por los envases de vidrio de la cerveza.
Cuando nos metimos en la cama, a las diez hora local pero a las seis de la mañana hora de Cádiz, estuvimos a punto de levantarnos y ponernos a buscar un hotel. Aunque el apartamento estaba en un tercer piso –cuarto para el sistema yanqui de contar- el dormitorio daba directamente a la Segunda Avenida, por la que pasaban continuamente trailers gigantescos, camiones de la basura, y coches de la policía, ambulancias o bomberos con las sirenas a toda pastilla. Las ventanas, deslizantes, de carpintería de hierro y cristales sencillos, no representaban ningún obstáculo para el ruido incesante que llegaba de la calle. La impresión era la de tratar de dormir en mitad del circuito de Jerez, en plena carrera del Mundial de Motociclismo.
A base de somníferos y tapones en los oídos, y ayudados por el agotamiento del viaje, conseguimos pasar una noche interrumpida por sobresaltos cada vez que aceleraba un camión bajo las ventanas, o se escuchaba lo que sonaba como una persecución policial.
Había llegado, demasiado pronto, ese momento que sufro indefectiblemente en todos los viajes, en el que todo se me cae encima y sólo pienso en quién me mandaría viajar a un país, y en lo bien que estaría en mi casa.
Al día siguiente, muy temprano ya que no había manera de seguir durmiendo, nos levantamos y descubrimos la otra cara (o habría que decir cruz) de la moneda: El salón-comedor-cocina era igualmente ruidoso. No daba a la calle, sino encima del techo del supermercado, en el que rugía un grupo de equipos de ventilación y aire acondicionado de mediados del siglo pasado. El único sitio silencioso del apartamento era el cuarto de baño, interior, pero lógicamente era demasiado pequeño como para instalar allí la cama.
Salimos a la calle poco después de las ocho de la mañana, tanto por la urgencia de empezar a recorrer Nueva York como por huir del suplicio del apartamento. Y ya en la calle, nos dimos cuenta de que no estábamos en un barrio normal. Lo que los mapas y guías describen como East Harlem o Upper East Side, allí se llamaba, con mucha más propiedad, “El Barrio”. Era una perfecta muestra de la tendencia de los inmigrantes a agruparse, buscando el apoyo de sus compatriotas llegados antes. Y en nuestro caso, se trataba de inmigrantes hispano americanos. Mayoritariamente mexicanos, pero también cubanos, guatemaltecos, nicaragüenses, y creo que de todos los países de habla hispana de América. Es verdad que las fronteras con el vecino Harlem no eran herméticas, y que también se encontraban chinos, vietnamitas, pakistaníes y libaneses, pero el grueso de la población era hispano. Gran parte de rótulos de los comercios eran bilingües, en las esquinas se vendía un periódico en español, y el museo más cercano se llamaba, cómo si no, “El Museo del Barrio”. Proliferaban las iglesias católicas, aunque no tanto como las baptistas en Harlem, y en los bancos de los parques y la puerta de las “cantinas” y “abacerías” era normal encontrar a un grupo de gente escuchando salsa.
Camino del metro tuvimos que dar un rodeo porque la policía había acordonado una amplia zona de bloques de viviendas sociales rodeados de jardines. Como en cualquier telefilm, una fila de policías de uniforme y de paisano iba peinando los jardines, supongo que en busca de pruebas de algún asesinato. Cuatro o cinco camionetas de los noticiarios de televisión estaban aparcadas en las inmediaciones, con sus antenas parabólicas y sus cámaras preparadas para retransmitir en directo cualquier noticia que se pudiera producir, y no faltaba un policía saliendo del deli de la esquina, cargado de vasos de bebidas calientes para sus compañeros. Por un momento dudamos de si era un suceso real o estaban filmando algún episodio de una serie de televisión, tan perfecta era la “caracterización”.
Me estoy dando cuenta de que quien lea esta descripción se puede llevar la impresión de que El Barrio era peligroso. En realidad, creo que no lo era, al menos no especialmente. Aunque el ambiente era muy diferente del del barrio de Salamanca en Madrid, o Bahía Blanca en Cádiz, tampoco era como el Bronx de Nueva York, el Polígono Sur en Sevilla, ni la barriada de Almanjáyar en Granada. No había coches quemados, hogueras nocturnas ni destrozo del mobiliario urbano. No se veían montañas de basura por las calles, ni demasiados edificios abandonados. Era, simplemente, El Barrio, una barriada popular, alegre y sin pretensiones, poblada por gente trabajadora que, aunque bastante mal pagada, tenía un empleo o subempleo. En fin, casi como en casa.
La parte buena del ruido del apartamento fue que nos obligó a pasar todo el día pateando la ciudad. Expulsados bien temprano por el estruendo procedente de la calle, y reconociendo que era inútil intentar dormir una siesta, tuvimos tiempo para ver cada día al menos un gran museo y un par de barrios. Desde las ocho o nueve de la mañana hasta las nueve o diez de la noche recorríamos incansables las calles de la ciudad, sin tener el consuelo de una buena siesta a mediodía. Descansábamos en los restaurantes durante la comida o la cena, y sobre todo en los trayectos en metro y autobús. Cuando llegábamos al apartamento ya de noche cerrada, el cansancio nos hacía caer derrengados en un sueño intermitente y plagado de pesadillas.
Y al día siguiente, vuelta a empezar…
No voy a contar mis impresiones del resto de la ciudad, a fin de cuentas una de las más visitadas y filmadas del mundo, aunque tengo que confesar que visité varios de los escenarios de algunas películas emblemáticas. El vestíbulo principal de la estación Grand Central, el edificio Dakota, Twin Peaks, o la terraza observatorio del Empire State son hitos obligados, y cumplí gustoso con ese rito. Eso sí, no seguí los consejos de mi padre, que recordando su viaje de cincuenta años atrás me había recomendado subir al Empire State al atardecer, para ver la puesta de sol sobre Manhattan. A esa hora las colas de visitantes eran interminables, y opté por una más prosaica visita a media mañana de un día lluvioso, con vistas mucho menos espectaculares pero unas colas más que asumibles.
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