viernes, 24 de enero de 2014

La isla del paraíso terrenal (2ª parte)

Para ir al primer relato de esta serie, pincha aquí

Tal y como contaba en la primera parte de este relato sobre la isla de Bali, esa noche me dirigí andando hasta Peliatán, una aldea a media hora de Ubud. Me habían contado que actuaba la orquesta local de gamelán de mujeres, famosa en toda la isla. Según me iba acercando al bale, el local de actuación, aumentaba la cantidad de gente que caminaba con el mismo destino. El bale, un pabellón abierto por los costados, con una tarima baja de madera en un extremo y gradas de cemento en el extremo contrario, bullía de animación. Muchos guiris, pero amplia mayoría de balineses, perfectamente engalanados para la ocasión. Hasta los niños que todavía no podían andar  iban vestidos con su sarong, su cinturón de oración, y su pañuelo estampado en batik a la cabeza. En el escenario se podían contemplar  más de cincuenta instrumentos de percusión, con mayoría de gongs, pero también tambores kendang, platillos y metalófonos. A la hora prevista, y rodeadas de un silencio casi religioso, aparecieron las componentes de la orquesta.

Se trataba de mujeres en general maduras, aunque me resultaba difícil estimar su edad. Yo diría que entre treinta y cincuenta años, pero no pondría la mano en el fuego. Todas iban vestidas en el estilo tradicional, con zapatos negros de tacón, sarong idénticos y blusas caladas de encaje amarillo. Con las uñas de pies y manos pintadas, un espeso maquillaje, flores de frangipani en las orejas y una cinta blanca ciñendo el moño, eran el culmen de la elegancia. Se fueron sentando y afinando sus instrumentos, y sin ninguna introducción comenzó el concierto.

Me es imposible describir la música del gamelán. De entrada, su afinación no tenía nada que ver con nuestra escala de ocho notas, sino que usaban escalas de cinco o siete notas, por lo que a los melómanos occidentales esta música les sonaría desafinada. Por suerte para mí, todo lo que me sobra de oreja me falta de oído, por lo que no percibía esos detalles. Era una música hipnótica, repetitiva, sin pausas, con frecuentes cambios de tempo, pero nunca por debajo de un allegro. Las piezas duraban entre diez minutos y una hora, y a mí me producían una ensoñación de la que no me era fácil salir.

Tenemos que tener en cuenta que la música de gamelán no se solía interpretar por sí sola, por lo que no eran nada frecuentes los conciertos en el sentido europeo, como el que estaba escuchando. Lo habitual era que el gamelán acompañara otro tipo de celebraciones sociales o religiosas, como funerales, espectáculos de marionetas, danza tradicional o kecak. Algo parecido a lo que pasa en Europa con la música de órgano, que solo suele utilizarse como acompañamiento de una ceremonia religiosa. Otro aspecto curioso era que no había directora de orquesta ni usaban partituras. Las piezas se memorizaban y ensayaban todas las veces que fuera necesario hasta alcanzar la perfección, sin ninguna clase de ayuda. Durante toda la noche persistieron en mis sueños aquellos sonidos, mezclados con el croar de las ranas en el arrozal y los chasquidos de los geckos.

Otro día hice una excursión, de bemo en bemo, hasta los templos rupestres del Gunung Kawi, que datan del siglo XI, y los manantiales sagrados de Tirta Empul, donde los fieles beben el agua y se bañan en ella, no sé si para que les perdonen sus pecados, les curen sus enfermedades, o las dos cosas a la vez.

Me doy cuenta de que hasta ahora no había contado el ambiente en el interior de un bemo. Como ya he explicado en otros episodios, los bemo eran furgonetas tipo Volkswagen que recorrían calles y carreteras hasta llegar hasta cualquier rincón de las islas, al final de los caminos practicables. En la parte delantera se sentaban el conductor y otras dos personas como mínimo, entre las que se solían contar el cobrador y el ayudante, aunque no todos los bemo tenían estas figuras. La función del cobrador era evidente, cobraba los pasajes a los pasajeros, habitualmente sin moverse de su asiento, en un momento indeterminado desde que te subías hasta que te bajabas. Había cobradores honrados, que nos cobraban lo mismo a los guiris que a los pasajeros habituales, y otros no tanto, que aplicaban sobretasas de hasta el doscientos por cien. La función del ayudante no era tan clara, y de hecho los bemo urbanos no lo solían llevar. En las zonas más rurales se ocupaba de cargar los equipajes en la baca, sacar banquitos suplementarios cuando era necesario, ayudar a cambiar una rueda pinchada, barrer el suelo, y muchas otras tareas variadas, demasiado bajas para el conductor o el cobrador.

Antes de subirse a un bemo convenía comprobar que iba en tu misma dirección, cosa no siempre fácil de aclarar, ya que si presentían un buen negocio estaban muy dispuestos a cambiar de destino y llevarte hasta donde hiciera falta. Cuando el bemo iba medio vacío, la cosa era tan sencilla como entrar en la parte de atrás y acomodarte en uno de los bancos laterales. Pero cuando iba más lleno, el asunto se complicaba. Cuando entrabas en la trasera te encontrabas entre diez y doce personas en los bancos laterales, en los que aparentemente no había espacio para nadie más. Pero, una vez saludabas cortésmente, casi siempre había alguien que se desplazaba unos centímetros hacia un lado, dejando un espacio mínimo de banco en el que había que intentar acomodar los relativamente inmensos culos europeos. Al final, en una lucha entre la ley del espacio vital y la de la impenetrabilidad de la materia, conseguías medio sentarte. Si el ayudante consideraba que no había sitio en los bancos laterales, sacaba unos taburetes de unos diez centímetros de alto, o unas cajitas de madera como de zapatos, que colocaba en el centro del bemo, entre los pies de los demás pasajeros. Y allí te sentabas, forzando al máximo la flexibilidad de caderas, rodillas y tobillos, intentando no caerte con banco y todo en las curvas y frenazos. En el peor de los casos, siempre podías quedarte en la puerta, con un pie dentro del bemo y otro fuera, en el aire, prensado entre otros cinco o seis hombres que también colgaban de la puerta. Para las mujeres era distinto, nunca las dejaban colgadas de la puerta, siempre había algún hombre que les cedía su sitio.

Una vez acomodado, comenzaba el interrogatorio habitual, en el que solían participar todos los pasajeros. Si alguno tenía algún conocimiento de inglés, aunque solo fuera el habitual Hello, Mister!, no dejaba de emplearlo para presumir delante de sus paisanos. En los sitios más remotos era muy habitual que te tocaran educadamente para ver cómo era el tacto de un farang, un extranjero, sobre todo si tenías la piel pecosa o muy blanca, o el pelo rizado o de cualquier color que no fuera negro o blanco. Una vez satisfecha su curiosidad, todo el pasaje se dedicaba a observarte y a comentar minuciosamente tu aspecto, tu vestimenta o cualquier gesto que hicieras. Si sacabas una guía, no solo la miraban por encima de tu hombro, sino que te la pedían y se la iban pasando de pasajero en pasajero, hasta devolvértela. Lo mismo pasaba con una postal, que miraban por delante y por detrás, leyendo en voz alta lo que hubieras escrito en español, entre exclamaciones de admiración del resto del pasaje. Al llegar a tu destino, te avisaban para que te bajaras y te despedían calurosamente.

Para volver de Tirta Empul se me ocurrió caminar un rato por otro camino, que en teoría conducía a Ubud por una ruta más directa y menos concurrida que la de ida, esperando encontrar en algún momento un bemo que me devolviera al hotel. Craso error, no había tenido en cuenta la geografía de aquella parte de la isla, formada por estrechos valles volcánicos que se extendían en dirección norte-sur, al igual que las principales rutas de transportes. En el momento en que eché a caminar hacia el oeste, en perpendicular a los valles, el camino se convirtió en una sucesión inacabable de subidas y bajadas, mediante las cuales iba pasando de valle en valle, pero por las que no circulaba ningún bemo. Fui cruzando así muchos pueblecitos alejados de las rutas turísticas, cuyos habitantes se dedicaban a la agricultura y a la fabricación de la artesanía que se vendía en las ciudades más grandes. Se veían familias enteras tallando la piedra volcánica o la madera, pintando sobre lienzo o sobre seda, fabricando muebles o pececitos de colores con los que luego armaban móviles, o trazando con cera fundida los dibujos intricados de los batik, que más tarde se teñían color a color por inmersión en barreños de tinta.

Después de un par de horas de camino, sin conseguir ningún medio de transporte para volver al hotel, decidí tomar un camino hacia el sur, tratando de llegar a alguna zona más transitada. El camino, al principio someramente asfaltado, se fue estrechando hasta convertirse en un sendero entre arrozales, de no más de cuarenta centímetros de ancho. Por suerte, en los campos había muchas mujeres trabajando, que me iban confirmando, un tanto sorprendidas, que por allí se podía llegar a Ubud. Por fin, el camino se volvió a ensanchar y a cruzar aldeas. Cuando ya no me encontraba muy lejos de Ubud estalló un furioso chaparrón tropical, que me obligó a refugiarme en un bale, el pabellón de ensayos y actuaciones del gamelán local, que tenía almacenados allí sus instrumentos. Fueron unos momentos mágicos. Agotado por el largo paseo, y con un poco de frío, escuchaba caer la lluvia torrencial a mi alrededor, sentado en el banquito de un xilofonista. Aproveché para lavarme las botas, embarradas del paseo por los arrozales, con el agua que caía por un canalón. Cuando cesó el chaparrón y por fin llegué al hotel, comprobé que había caminado nada menos que veintidós quilómetros. Menos mal que el hotel tenía una piscina, sombreada por mangos y frangipanes, en la que era una delicia relajarse mientras se esperaba la hora de la cena.


Ya con el gusanillo de andar en el cuerpo, al día siguiente, y después de una mañana de compras por el centro de Ubud, eché a andar hacia el norte, siguiendo otro sendero entre arrozales. Con unas espléndidas vistas de los volcanes Gunung Agung y Gunung Batur, fui caminando entre los estanques escalonados en los que se podía ver crecer el arroz en todas sus etapas y en todos los tonos de verde que me pudiera imaginar. Como el clima de Bali era muy homogéneo a lo largo del año, no había propiamente estaciones, por lo que en una misma zona se podía ver unos campos secos recién cosechados, otros cubiertos de agua y arados por los búfalos de agua para preparar la tierra, otros en los que se estaban plantando las nuevas matas de arroz (a mano y una por una), otros en distintas etapas de crecimiento, y por último los campos de nuevo secos en los que se segaba a mano y se desgranaba el arroz.

Al final del paseo, o más bien donde yo me empecé a cansar, se encontraba el Hotel Matahari Lumbung, una especie de alojamiento rural encantador, entre huertos de frutales, donde me tomé un té y unas cuantas manzanas de Java caídas de los árboles. Esas manzanas, de la familia de las mirtáceas, no tienen nada en común con las europeas, salvo la forma y el intenso color rojo de la piel. Por dentro son muy jugosas, de donde viene su nombre inglés de water apple, y con aroma a rosas, por lo que en algunos países hispanoamericanos se las llama pomarrosas. Y lo de Matahari no viene de la célebre espía de la primera guerra mundial, sino todo lo contrario. Se cree que Margarita Zelle adoptó ese nombre artístico como consecuencia de sus años de residencia en Java, ya que matahari significa “amanecer” en indonesio.

En el camino de vuelta alcancé a un grupo de mujeres que caminaban por el sendero, como siempre elegantísimas, y cargadas con ofrendas florales de más de un metro de alto. Aminoré el paso para no adelantarlas, y las fui siguiendo hasta llegar a un templo oculto en un bosquete de bambú. Nada que ver con los grandes templos de la isla, éste era un humilde templo local, que daba servicio a una sola aldea, y en el que no había tejados de varios pisos ni puertas monumentales. Lo que sí había era una de las fiestas religiosas tan frecuentes, y como parte de la misma pude ver varias peleas de gallos. Los indonesios son muy aficionados a este espectáculo, y era muy habitual ver a un hombre con su gallo preferido en brazos, acariciándole las plumas mientras se fumaba un kretek con los amigos.

En este templo las peleas no eran ninguna broma. Se cruzaban apuestas elevadas, y los gritos acompañaban cada uno de los combates, que solo terminaban por abandono o muerte de uno de los dos gallos. No había gallera propiamente dicha, sino que los combates se celebraban en el mismo suelo del templo, rodeados los gallos por un círculo virtual formado por una masa compacta de hombres, que solían acabar salpicados por  la sangre de los animales. Por eso, y porque no había manera de colarse entre los espectadores, seguí las peleas en tercera o cuarta fila, hasta que llegó la hora de volverme al hotel.

En la isla de Bali se pueden hacer cientos de excursiones, desde la ascensión a cualquiera de los volcanes, hasta la concurridísima contemplación de la puesta de sol sobre el mar en el templo de Tanah Lot, que un amigo vasco me comentó que era “igual que San Juan de Gaztelugatxe”. Bien es verdad que el mismo amigo ya me había dicho que el Corcovado de Río de Janeiro era “como el Corazón de Jesús del monte Urgull, pero un poco más grande”, y que días más tarde, a la salida de una impresionante representación de danza kecak, de la que hablaré más adelante, la había comparado con una pastoral vasca.

Uno de los recorridos más bonitos, en mi opinión, es el que se dirigía desde Ubud hacia Pura Ulun Danau Batur, un templo de los muertos edificado en el borde de un cráter. Desde el templo, cuando no había niebla, se disfrutaba de unas vistas espectaculares del lago Batur y de toda la caldera y el cono central del volcán del mismo nombre. A partir de este templo, y por una carretera de montaña muy sinuosa, se podía llegar hasta la costa norte de la isla, de mayoría musulmana, y donde las vendedoras del mercado de Singaraja me contaron los conflictos religiosos con los hinduistas que poblaban el resto de la isla.

Después de un baño en las playas de arena negra batidas por el mar, comencé el regreso hacia Ubud por otra carretera más directa, que cruzaba otra caldera volcánica en la que se veían entre la niebla los lagos de Tamblingan, Buyan y Beratan. A la orilla de este último se encontraba el millones de veces fotografiado Pura Ulun Danau Beratan, otro templo de los muertos, muy venerado por los balineses, y en el que no podías entrar salvo que declararas, como hice yo, mi intención de rezar unos minutos por mis antepasados. Conveniente ataviado con mi sarong y mi cinturón de oración, se apoderó de mi uno de los brahmanes, que me condujo al interior del templo y dirigió mis plegarias, mientras a mi alrededor iban llegando grupos familiares con sus ofrendas.

Una tarde me comentó uno de los empleados del hotel que esa noche había fiesta en su “parroquia”, el templo Pura Merayn Agung, a poca distancia de Ubud. Esta vez no hacía falta meterse por los arrozales, bastaba con subir por la calle Jalan Suweta siguiendo a los feligreses, hasta llegar al templo. El festejo, puramente religioso y sin trazas de espectáculo turístico, consistía en la bendición de los espíritus Barong y Rangda de varios barrios y familias. El Barong es un ser mitológico, con aspecto de león, que reina sobre los espíritus del bien. Por su parte, Rangda es una reina de los demonios, experta en magia negra y enemiga de Barong. Se cree que Rangda puede estar relacionada con la sangrienta diosa Durga de la mitología hinduista predominante en la India. Muchas danzas balinesas representan la batalla entre Barong y Rangda, estereotipo de la eterna lucha entre el bien y el mal. Los balineses, bastantes pragmáticos, saben que hay que poner una vela a dios y otra al diablo, por lo que veneran y respetan por igual a ambos personajes.

La ceremonia de la bendición, que duraba dos o tres días, comenzaba con el traslado en procesión de los Barong y Rangda de cada casa hasta este templo central, y su exposición en uno de los pabellones. Por la noche, entre rezos y cánticos, tenía lugar la bendición de los espíritus, peligrosa ceremonia que aconsejaba dejarlos reposar unos días en el templo antes de devolverlos en procesión a sus aldeas de origen. Todo ello amenizado, como de costumbre, por una orquesta de gamelán instalada frente a la puerta del templo.

Otro espectáculo impresionante es la danza kecak. De origen relativamente reciente, ya que lo crearon en los años treinta entre un bailarín balinés y un pintor alemán afincado en la isla, consistía en una representación de otra de las luchas míticas del Ramayana, la que sostuvieron contra el malvado Ravana las fuerzas del bien, capitaneadas por el príncipe Rama y el dios mono Hanuman.

La representación a la que acudí se celebraba de noche en otro templo cercano a Ubud. En el centro del patio, iluminado solamente por hogueras y lamparillas de aceite de coco, se sentaban en varios círculos concéntricos unos cien hombres, con los torsos desnudos, faldas a cuadros blancos y negros, y flores rojas de hibisco en las orejas. Todo el baile transcurría con los bailarines sentados o tumbados en el suelo, imitando los movimientos y sonidos del ejército de monos mandado por Hanuman. Los únicos que bailaban de pie al modo tradicional eran el primer bailarín, en realidad una adolescente, que representaba al príncipe Rama, y otro bailarín representando al propio Hanuman. Los chasquidos rítmicos que producían con la lengua, los movimientos sincronizados y sincopados de los bailarines, las gotas de sudor que corrían por su frente, el humo de los candiles y las hogueras, y el telón de fondo formado por la silueta del templo contra la luna llena daban lugar a una atmósfera irreal, donde se percibían claramente las fuerzas de la naturaleza: el bien, representado por la luz y los guerreros, y el mal, formado por la oscuridad exterior. Y entre ambos mundos, el círculo formado por los turistas que, sentados en sillas de tijera, teníamos el privilegio de contemplar este espectáculo único.

En varias ocasiones he participado en discusiones sobre la “autenticidad” de estos espectáculos. Es cierto que la danza kecak es de reciente aparición, y que no se celebra excepto como espectáculo turístico. Pero también es verdad que el dinero de las entradas contribuye a que se mantengan estos grupos de danza, en su inmensa mayoría formados por aficionados, y a que se valore y mantenga la cultura local. A fin de cuentas, también pagamos por asistir a un concierto de heavy metal o de música barroca, y no por eso nos parece más o menos auténtico.

Aunque sucedió en otro viaje, no puedo dejar de mencionar el fin de año pasado en Bali con un grupo de amigos y familiares españoles. En un país hinduista, con un calendario que ahora va por el año 1935 de la era Saka, y en el que los años tienen 420 días, el paso del 31 de diciembre al 1 de enero del calendario gregoriano no tiene ningún significado especial.

Pero estábamos decididos a conservar las tradiciones hispánicas. Lo que pensábamos que iba a resultar más difícil de conseguir, las uvas, se solucionó de casualidad cuando en una excursión por la zona más elevada de la isla nos encontramos con unos tenderetes a pie de carretera que vendían frutas tan exóticas como peras, manzanas, ¡y uvas!, que crecían allí debido a las temperaturas más bajas que en la costa. La vendedora se quedó un tanto sorprendida cuando, en lugar de un kilo, le pedimos setenta y dos uvas, que contamos meticulosamente. Lo del cava, en cambio, resultó imposible. En una tienda de vinos encontramos un supuesto champán francés, pero a un precio tan prohibitivo que acordamos brindar con cerveza Bintang. Mira por donde, lo que en aquel momento nos pareció un sacrilegio, lo hemos visto repetido este año en televisión, donde Anna Simón, la reina del cava 2013, no ha tenido ningún reparo en brindar con cerveza Estrella de Galicia tras las campanadas de fin de año. Poderoso caballero es Don Dinero…

Ya solucionado el asunto de las uvas, y descartado el cava, nos faltaba encontrar un restaurante donde organizar la cena. Después de visitar varios restaurantes cercanos al hotel, en los que se negaron en rotundo a permanecer abiertos hasta medianoche, negociamos con uno en el que solíamos comer de vez en cuando los seis integrantes del grupo, para que nos dejaran quedarnos hasta después de las diez. O sea que empezamos a cenar a las nueve, y cuando se fueron acercando las diez comenzamos una serie de ritos que tenían embobadas a las camareras indonesias. Primero les pedimos un cuenco grande lleno de agua para lavar las uvas, y seis cuencos más pequeños, en cada uno de los cuales metimos doce uvas. A continuación les pedimos una bandeja metálica y un cucharón, sin ser capaces de explicarles para que los queríamos. Cuando nuestro reloj marcó las diez, uno de nosotros, muy serio, fue tocando las doce campanadas a base de cucharón y bandeja metálica, mientras cada uno se comía sus uvas. Al finalizar, besos, abrazos y brindis con cerveza. Creo que el servicio del restaurante no había pasado una noche tan entretenida en su vida. Y les reforzó la idea que tienen en todos los países, de que los guiris estamos locos.

Como todavía eran las diez y media y no éramos capaces de acostarnos, nos fuimos a finalizar el año a la piscina del hotel, con unos gin tonics. La tónica la habíamos comprado por la mañana en una tienda cercana, y la ginebra la sacamos de las casitas holandesas de porcelana, rellenas de Bols, que nos había regalado KLM en el viaje de ida. En la piscina se nos sumó un curioso personaje, holandés de origen pero afincado en Japón, que nos contó que todos los años acudía a Bali a celebrar las navidades. O sea que las doce de la noche nos pillaron en el agua, con una copa en la mano, una flor de frangipani en la oreja, y sin echar de menos a Anne Igartiburu ni a otros habituales de las galas de fin de año.

Ya de vuelta a España, coincidí en Barajas con un grupo de madrileñas que venían de pasar unos días en Tana Toraja, el corazón de Celebes, y me contaron maravillas de las fiestas tomate. Pero eso es otra historia….

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