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Después de tres semanas recorriendo varias de las islas menores de la Sonda (véase “Todo empezó en Kupang”, “Los gitanos del mar” y “La religión de los gusanos”), llegó el momento de ir pensando en el regreso a España. Pero antes de volver no podía dejar de visitar Bali, la isla más occidental del archipiélago. La mayoría de los españoles tenemos una imagen de Bali basada en los folletos de los mayoristas turísticos, con paquetes de playa y hotel “todo incluido”, masajes exóticos y puestas de sol en el templo de Tanah Lot. Bali es eso, pero también es mucho más.
Antes de seguir tengo que aclarar que he estado cinco o seis veces en Bali, por lo que mis recuerdos se mezclan, y no puedo garantizar ni siquiera pretender que todo lo que cuento a continuación hubiera ocurrido en aquel viaje en particular. Lo que sí es cierto es que no me he inventado nada, o, como diría nuestro presidente del gobierno, todo es verdad, menos algunas cosas.
Empezaré aclarando el título de este texto. Siempre se ha hablado de islas o playas “paradisíacas”, pero ¿qué tiene Bali para considerarla el verdadero paraíso terrenal? La respuesta está en las creencias de los propios balineses. En muchas religiones se promete a sus fieles que, si se cumplen determinados preceptos y se aceptan ciertas ideas, al morir se podrá acceder al paraíso. Con ángeles y música celestial para los cristianos, con huríes y manantiales de hidromiel para los musulmanes, o con seres inmortales en armonía perfecta con la naturaleza y el universo para los budistas.
Pero lo sorprendente del paraíso de los balineses es que creen que es una isla idéntica a Bali, pero situada allá en el cielo. ¡Cómo será la isla de verdad, cuando sus habitantes consideran que su mejor recompensa tras la muerte es llegar a una isla igual a aquella en la que han vivido! Es evidente que los balineses consideran que su isla es el paraíso en la tierra.
Desde el punto de vista religioso, Bali constituye una anomalía dentro de Indonesia. La inmensa mayoría de la población indonesia se declara musulmana, de hecho es el país del mundo con mayor número de musulmanes. El resto se reparte entre budistas, hinduistas, distintas confesiones cristianas y numerosas religiones animistas, muchas veces entrelazadas con creencias musulmanas o cristianas. Pero en Bali la mayoría de la población es hinduista. Un hinduismo bastante diferente del que se practica en el subcontinente indio, ya que es mucho más tolerante con los infieles, y está fuertemente imbuido de creencias relacionadas con las fuerzas de la naturaleza o el culto a los muertos.
Entre las preguntas de cortesía que tantas veces he mencionado, era muy frecuente la de Apa agama? (¿De qué religión eres?). Me habían advertido de los peligros de declararse ateo, ya que los indonesios lo asocian al comunismo. Y no olvidemos que en 1965, durante el golpe de estado de Suharto apoyado por la CIA, asesinaron a entre medio y un millón de comunistas. O sea que, prudentemente, yo me solía declarar kristian katolik, ya que por lo menos es una religión cuyos mitos y ritos conozco bastante bien. Como nota curiosa, añadir que la Constitución de Indonesia solo garantiza la libertad de religión para las cinco religiones oficiales (Islam, Catolicismo, Protestantismo, Budismo e Hinduismo).
Volviendo al viaje en sí, el aeropuerto se encontraba en Denpasar, la capital actual, y estaba construido en la misma playa, en parte sobre un relleno protegido por espigones de piedra. Por cierto, estos espigones ayudaban a que se formaran unas magníficas olas, de forma que era habitual aterrizar entre surferos, que cabalgaban las olas en paralelo al avión.
Como no era mi primer viaje a Bali, ya tenía echado el ojo a un par de hotelitos en Ubud, la antigua capital, situada en el interior de la isla y mil veces más interesante que las zonas de turismo playero. Desde Denpasar a Ubud me subí a uno de los bemos colectivos, que en algo menos de una hora me dejó en Jalan Hanuman, la calle del dios mono de la mitología hinduista, muy venerado en Bali.
Por suerte había habitaciones en mi hotelito favorito, formado por una docena de bungalós en medio de un precioso jardín tropical de palmeras, matas de bambú, buganvillas y heliconias. Al fondo del jardín un pabellón abierto para los desayunos y una piscina sombreada por frangipanis completaban este paraíso particular. La habitación, que ocupaba toda la planta superior de uno de los bungalós, contaba con comodidades de las que no había podido disfrutar en el resto del viaje, como veranda privada, ducha de agua caliente, wáter de asiento y toallas de baño. Eso sí, como nada es perfecto, en el techo de paja de la habitación vivían varios geckos, una especie de salamanquesas minúsculas que tenían la virtud de alimentarse de moscas y mosquitos, y el vicio de emitir in crescendo unos chasquidos potentísimos, aparentemente incompatibles con su tamaño, cuando estaban en celo. Y claro, estaban en celo aquellos días.
Ubud era y sigue siendo un pueblo grande y extenso, de edificios bajos, con muchos hoteles y restaurantes orientados hacia los turistas extranjeros, pero sin las discotecas, pubs, hamburgueserías y cervecerías que invadían las zonas de turismo playero de masas. También era un oasis para los viajeros cansados de las condiciones más bien básicas que se encontraban en muchas otras islas de Indonesia. Por ejemplo, debe de ser de los pocos lugares en los que se podía utilizar la que considero frase más inútil del método Berlitz de Indonesio: Bisakah melihar daftar minuman angur?, que en español significa “¿Puedo ver la carta de vinos?”. En la mayoría de los restaurantes y casas de comida de Indonesia, la oferta de bebidas alcohólicas se reducía a la omnipresente cerveza Bintang, hoy en día fabricada por la casa Heineken. Con suerte se podían encontrar bebidas de más graduación, como whisky o ginebra de importación. Pero si te ofrecían vino, convenía rechazarlo firmemente. Habitualmente era de origen chino, fabricado con diversos ingredientes entre los que no creo que se encontraran las uvas, y garantizaba un buen dolor de cabeza para la mañana siguiente.
A la hora de comer había una enorme oferta. Desde casas de comida baratísimas, orientadas hacia los empleados indonesios de tiendas y otros negocios, hasta restaurantes de auténtico lujo, como el famoso Bebek bengil, “El Pato Sucio”, formado por una serie de pabellones esparcidos por un amplio jardín, unidos por senderos iluminados por antorchas, y especializado en pato, uno de mis platos favoritos. Justo enfrente de mi hotel estaba uno de mis preferidos. Se accedía a él a través de una pasarela de madera sobre un estanque en el que crecían los lotos y croaban las ranas. Una vez dentro, la comida, muy aceptable, la servían unas camareras elegantísimas y educadísimas, en una terraza cubierta de enredaderas. Y la cerveza Bintang estaba verdaderamente fría. No había mayor delicia que una buena ración de ancas de rana al ajillo con una botella de cerveza de más de medio litro.
En cuanto a hoteles, se podía elegir desde unos albergues mochileros básicos pero impecables, hasta los hoteles más lujosos que he visto en mi vida, con chalets individuales ubicados en las laderas de los arrozales, cada uno con su piscina privada y servicio propio.
Repuesto del cansancio acumulado gracias a una buena ducha y a una buena comida, empezó una semana de intensa vida cultural. No había aldea o barrio balinés que se preciara que no contara con una orquesta de gamelán, un grupo de danza kecak, o una troupe de marionetas. Y no había balinés que no se considerara un artista, sea de la música, de la danza, de la pintura, del grabado o de la escultura. Esto se traducía en conciertos y representaciones teatrales, de marionetas y de danza a diario, y en multitud de museos, galerías de arte y tiendas de artesanía en las que se podía encontrar piezas magníficas de cualquiera de las islas, comparables con las que años después vi en el Museo Nacional de Yakarta.
En cuanto pisé la calle, me llovieron por todos lados ofertas de actividades. Desde simples taxistas que me transportaban a donde yo quisiera, hasta entradas para cuatro o cinco espectáculos tradicionales, en el propio Ubud o en los alrededores. La primera noche, como todavía estaba recién aterrizado, me limité a una visita al cercano Templo de los Muertos, al final de la calle de mi hotel, donde como final de una semana de festividades religiosas tenía lugar una representación del Ramayana a base de marionetas recortadas, las famosas wayang gulit declaradas patrimonio de la humanidad. Se trataba de unas siluetas, habitualmente de cuero y con brazos articulados, que se movían mediante cañas detrás de una pantalla traslúcida, sobre la que se proyectaban las sombras de las figuras, que es lo único que veían los espectadores. La sombra habitualmente la provocan unos proyectores eléctricos, pero en los templos más tradicionales o más pobres se seguían usando lámparas de keroseno. La representación estaba acompañada en directo por una pequeña orquesta de gamelán, que mediante una docena de instrumentos de percusión iba enfatizando los episodios más importantes de la historia.
Me instalé sentado en el suelo de uno de los templetes, dispuesto a disfrutar de una breve parte del espectáculo. Hay que tener en cuenta que la representación completa del Ramayana puede durar varios días, con pausas para que los músicos y los manipuladores de las marionetas descansen y coman. Y que el propio público balinés es incapaz de aguantar más de un rato de una historia que, por otra parte, conocen de memoria. Los asistentes, entre los que había numerosos niños, continuamente entraban, salían, comían, bebían, charlaban, fumaban y comentaban en voz alta la representación. Estaba claro que les interesaban más los aspectos lúdicos y de relación social que los propiamente religiosos.
A la mañana siguiente me dirigí al mercado central para comprar algunas de las deliciosas frutas de temporada. Mangos, mangostanes, durianes, pomarrosas, guánabanas y muchas otras frutas se ofrecían al comprador, a un precio muy superior al de los mercados más populares de otras islas. Al fin y al cabo, estábamos en zona guiri. Al acabar las compras me encontré una tremenda animación por las calles del centro. Arcos de bambú y flores engalanaban las calles, todas las entradas de las casas y negocios lucían adornos florales y ofrendas a los dioses, y grupos de hombres vestidos de manera uniforme recorrían las calles entre cantos y risas. Cuando pregunté qué sucedía, me contaron que los sacerdotes habían determinado que ese día era propicio para celebrar funerales, por lo que se iban a incinerar del orden de doscientos cadáveres, prácticamente todos los fallecidos a lo largo de los últimos doce meses.
Una de las ventajas de esta concentración de funerales era que las familias más pobres, que no podían permitirse muchos lujos, se arrimaban al funeral de algún rico, de forma que los festejos y ceremonias que organizaban las familias pudientes transmitían parte de sus beneficios espirituales a todos los difuntos que se incineraban el mismo día.
Las ceremonias consistían, para los ricos, en el traslado del ataúd desde su casa hasta el campo de cremaciones. Los ataúdes, en forma de toro o ave, estaban decorados con montañas de flores de todos los colores imaginables, y los transportaban sobre plataformas de bambú las “collas” de cargadores, que es lo que eran los grupos de hombre uniformados que había visto por la calle. Con uniforme no me refiero a ropa militar o formal, sino a algo más parecido a lo que en España sería una peña. Mientras que todos los integrantes de una peña determinada vestían camisetas negras y pañuelos azules en la cabeza, los de otra llevaban camisetas blancas con el anuncio de una ferretería y pañuelos de cuadros, y así sucesivamente. Y como no hay puntada sin hilo, me enteré de que los ataúdes en forma de ave recordaban a Garuda, el pájaro que transporta Visnú el destructor, y los toros a Nandi, la cabalgadura de Shiva el transformador.
El principal objetivo de los funerales era enviar a los espíritus de los difuntos al paraíso del que he hablado más arriba. Los cadáveres no incinerados se enterraban provisionalmente en los terrenos de la casa familiar, hasta que llegara un día fasto y la familia hubiera conseguido reunir dinero suficiente como para pagar un funeral digno. Parece ser que los espíritus no estaban muy contentos durante esta espera, y para a acelerar su cremación y consiguiente llegada al paraíso, se dedicaban a gastar bromas pesadas a sus familiares. Lo mismo hacían ruido por la noche que volcaban el cesto del arroz o apagaban el fuego de la cocina.
Para evitar que alguno de los espíritus sintiera tentaciones de regresar a la vivienda familiar a seguir con sus bromas, parte de la juerga consistía en despistarlo para que no fuera capaz de encontrar el camino de regreso a casa. Como se suponía que el espíritu iba dentro del ataúd, y por tanto no podía ver lo que pasaba a su alrededor, los porteadores giraban en zigzag, corrían, paraban de golpe, subían y bajaban el catafalco simulando cuestas inexistentes, o lo rociaban con agua para que el espíritu se creyera que atravesaban algún río. Y por eso también las cremaciones eran una fiesta alegre, en la que la familia se libraba por fin de las travesuras del difunto.
No exagero si digo que aquella mañana recorrieron las calles de Ubud unos cincuenta cortejos funerarios. El resto de difuntos, cuyas familias no tenían medios para montar tamaño festejo, habían sido trasladados discretamente al campo de cremaciones colectivas, una gran explanada de tierra apisonada donde los catafalcos permanecían expuestos en una especie de cabañas de paja, en las que familiares y amigos se visitaban, comían, bebían y cantaban para celebrar la pronta marcha del difunto al paraíso. El ambiente tenía algo de romería o de fiesta de pueblo, salvando todas las distancias.
En un momento indeterminado del día comenzaron las cremaciones de los “pobres”. Entre la hipnótica música del gamelán y las oraciones de los brahmanes, se iba prendiendo fuego a los ataúdes colocados sobre piras de madera. Pronto el ambiente se hizo irrespirable, debido al humo y al olor a carne asada y cuerno quemado que lo invadía todo, y me vi obligado a marcharme.
Cuando abandonaba el campo de cremaciones, vi que un cortejo fúnebre subía por la colina de enfrente hacía un bosquecillo. Tras seguirlos un rato, en lo alto de la colina me encontré con una zona de cremaciones VIP. Allí los cadáveres se incineraban uno por uno, las orquestas de gamelán se iban turnando, y la concentración de sacerdotes era muy superior a la del campo low cost. También las piras eran mucho más grandes, ya que era el humo lo que ayudaba al espíritu a subir al paraíso. Y como en casi todas las religiones, los ricos viajaban en business.
Otro día hice una visita al templo de Pura Besakir, en las laderas del Gunung Agung, volcán en actividad de más de tres mil metros de altura, que entró en erupción por última vez hace cincuenta años. Es el templo matriz de la isla, dando énfasis al concepto hinduista de creación – transformación – destrucción, muy asociado a los volcanes. Las erupciones volcánicas, después de destruir casas y cultivos, proporcionan los minerales que terminan dando lugar a fértiles campos de cultivo.
El templo estaba formado por diferentes recintos que van ascendiendo por la montaña, con unas vistas espectaculares de los bosques y arrozales que se extienden hasta el mar. Aunque la entrada al recinto exterior del templo era pública, a condición de vestir decentemente, los recintos interiores solían estar reservados a los creyentes hinduistas. Por cierto, que vestir decentemente para un hombre consistía en llevar una especie de falda, el sarong, ceñida a la cintura mediante un cinturón de oración, que no es más que una especie de fular. Los sarong y cinturones se podían alquilar a la entrada de los templos más turísticos, pero para evitar problemas en los templos menos conocidos, convenía comprarse unos en cualquier tienda de Ubud. Además, los sarong valían para todo: desde vestirse para entrar en un templo, hasta para extenderlos sobre la arena de la playa a modo de toalla, o para cubrir las sábanas, a veces no demasiado limpias, de los hoteles más baratos. En la entrada de los templos más visitados por los turistas también solía haber carteles en inglés explicando las normas de conducta y las prohibiciones, entre las que se encontraba la de entrar durante la menstruación. Menos mal que se aclaraba que esta última prohibición era “for the women only”, sólo para las mujeres.
De todas maneras, la prohibición de acceso a los recintos interiores no le quitaba ningún interés a la visita. Ya solo la explanada de entrada, rodeada de cientos de tiendas de artesanía y objetos de culto y puestos de comida, y cruzada constantemente por grupos de peregrinos llegados de todos los puntos de la isla, valía la pena el viaje. Los hombres vestían el traje ceremonial completo, formado por un sarong mucho más elegante que el que llevábamos los turistas, cinturón de oración a cuadros blancos y negros, camisa blanca o de batik, y un pañuelo a la cabeza anudado tipo cachirulo, con un arte inimitable. Pero lo verdaderamente espectacular eran las mujeres. Vestían sarongs de seda de dibujos muy intricados, y camisas de encaje en tonos pastel, dejando transparentarse unos sujetadores decimonónicos. Y acarreaban sobre la cabeza la ofrenda de la familia, formada por una torre de hasta un metro de alto de verduras, frutas, flores y arroz. Esta torre, que muchas veces llevaban sin agarrar con las manos, las obligaba a caminar manteniendo un perfecto equilibrio, con una postura elegantísima.
Las puertas exteriores, decoradas con relieves florales y religiosos y protegidas por estatuas de demonios guardianes y pequeñas capillas, tenían una forma que representaba el cono y el cráter de un volcán, como símbolo del camino para llegar al mundo inferior. Tras cruzarlas, los grupos de peregrinos y de turistas iban ascendiendo por las escalinatas centrales hasta llegar al recinto del templo de su devoción. Como el muro exterior de estos templos era relativamente bajo, y todo el conjunto estaba construido en una ladera, no era difícil ver lo que sucedía en su interior. Dentro de cada recinto, decorado con árboles tan vistosos como el frangipani, o tan sagrados como el baniano, había varias capillas, situadas más arriba las más importantes. Las capillas estaban cubiertas por tejados de caña de azúcar con varios niveles, que recordaban las pagodas chinas. El número de niveles era siempre impar, y en alguna capilla llegaban a contarse hasta once niveles. Además de las grandes capillas, había pabellones abiertos, tronos simbólicos y capillitas para los espíritus menores.
En cada recinto había al menos un brahmán, que dirigía los rezos de los peregrinos y bendecía las ofrendas. Algunas de estas ofrendas se quedaban en el templo para consumo de los brahmanes, pero la mayoría se llevaban de vuelta a casa una vez bendecidas, para compartir con el resto de la aldea.
Ya de vuelta a Ubud, y después de un buen baño en la piscina, esa misma noche me preparé para asistir a un concierto del gamelán de mujeres de Peliatán. Pero esa es otra historia…
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