Nadie se asoma a las ventanas aquella noche gélida. Todos leemos el mismo mensaje del organismo rumano de protección civil, que dice algo así como “Atentie, atentie. Un urs periculos a fost localizat pe strada Podul lui Grid. Nu plecati de casâ.”, que interpretamos correctamente como que un oso peligroso andaba por la calle Podul lui Grid. Lo malo fue cuando comprobamos que esa calle estaba a unos escasos cien metros en línea recta de nuestra casa. Ni que decir tiene que nadie planteó esa noche bajar a cenar al centro de Brasov. Estábamos en la capital de Transilvania, una ciudad de trescientos mil habitantes y no sé cuántos osos.
El viaje, formalmente, había empezado en Cádiz y Bochum esa misma mañana, aunque en la práctica llevábamos preparándolo desde enero de 2019. La pandemia nos había obligado a suspenderlo durante veinte meses.
Durante los peores tiempos de la pandemia, muchos estábamos convencidos de que había cosas que cambiarían para siempre, suponiendo, ingenuos, que sería para mejor. No hemos tardado en descubrir que todos los cambios que parecen permanentes han sido hacia una situación peor que la de antes.
Uno de ellos es la dificultad para viajar, ejemplificada en el aumento de las trabas burocráticas. En este viaje hemos entrado en tres países, miembros los tres de la Unión Europea, y aunque los requisitos de entrada en cada uno de ellos son prácticamente los mismos, los documentos necesarios y el proceso para conseguirlos son diferentes e igualmente inútiles.
En Italia, por ejemplo, te exigen que antes de embarcar en el avión lleves contigo una “Autodichiarazione giustificativa dello spostamento in caso di entrata in Italia dall’estero”, o sea una declaración de dónde te alojarás, incluso si eres un viajero en tránsito. Lógicamente, la página web del ministerio italiano de asuntos exteriores no funciona bien. Cuando, al tercer intento, consigues acceder al formulario, te encuentras con que uno de los datos obligatorios es tu dirección de aislamiento en Italia. Como no tienes tal cosa, ya que no pretendes dormir en Italia, buscas en Google Maps una calle céntrica de Bolonia, te inventas un número y un piso, y listo. Procesos similares se siguen en Rumanía y España.
Aterrizamos en Bucarest ya de noche y, después de que el policía de control de fronteras nos informara de que el documento que tanto nos había costado conseguir hacía ya semanas que no era obligatorio, nos subimos al coche que habíamos alquilado, un Dacia Sandero. Tengo que confesar que habíamos acordado que yo conduciría esa noche, pero a los doscientos metros de arrancar, mi amigo Paco me pide que pare en la primera gasolinera. Se me ha olvidado conducir un coche manual y mis compañeros están al borde de un infarto, o sea que tengo que cederle el volante a él, que no lo soltaría en todo el resto del viaje.
Los primeros ochenta kilómetros, hasta Câmpina, circulamos por una curiosa autovía entrecortada por pasos de peatones, giros a la izquierda y rotondas. Al borde de la carretera se sucedían gasolineras (una cada tres kilómetros, calculamos), mesones y viviendas con coches aparcados en el arcén; parecía más una avenida que una autopista. Tantas gasolinera, grandes, modernas, bien iluminadas y prácticamente sin clientes, no pueden ser un buen negocio. Llegamos a pensar que más de una sería una simple fachada para el lavado de dinero.
Lo que es evidente es el maná que ha caído en Rumanía como consecuencia de la entrada en la Unión Europea. La autopista por la que circulábamos no tenía nada que ver con las carreteras de los alrededores de Moscú, atestadas de coches y con el firme destrozado. Numerosos carteles con la bandera azul nos informaban de las aportaciones de los Fondos Europeos de Desarrollo Regional, los FEDER.
Seguimos avanzando entre polígonos industriales y refinerías y cruzándonos con coches con los faros mal reglados o, directamente, apagados, hasta el final de la autovía.
La segunda mitad del recorrido fue completamente diferente. La ruta, con mucho menos tráfico y sin alumbrado, abandonó la llanura para cruzar los Cárpatos Meridionales o Alpes Transilvanos, subiendo hasta más de mil metros de altura sobre el nivel del mar en pocos kilómetros. Las curvas se sucedían sin dar descanso a nuestro conductor, que optó por seguir a un camión vacío que avanzaba a buen ritmo. Cruzamos así varios pueblos dedicados al turismo de montaña, como Sinaia con su preciosa estación de ferrocarril arabizante, el inmenso Hotel Palace y una fila de grandes chalés, muy deteriorados, que en su día de esplendor albergaban a los altos funcionarios de Bucarest cuando iban a esquiar o a pasar el verano en la cordillera.
Seguimos subiendo hasta llegar al puerto de Busteni, coronado por el Castillo Cantacuzino, en la actualidad convertido en un hotel de lujo. En lo alto del monte Caraiman se eleva la espantosa Cruz de los Héroes, que conmemora a los obreros ferroviarios muertos durante la primera Guerra Mundial.
La carretera de montaña se convirtió, al llegar a Brasov, en una síntesis de autovía y avenida moderna de varios carriles que circulaba entre centros comerciales, las inevitables gasolineras y bloques de apartamentos recién construidos. El casco antiguo estaba todavía a seis kilómetros.
Siguiendo las instrucciones de nuestro anfitrión, aparcamos en la plaza número 17 del barrio, a dos calles de distancia de la casa que habíamos alquilado. En Rumanía es muy habitual esta privatización de las plazas de aparcamiento, de forma que a cambio de una tasa anual te asignan no una tarjeta de residente, como en España y muchos otros países, sino una plaza concreta, numerada y marcada en el suelo. Para evitar “despistes”, cada propietario coloca una señal portátil de Prohibido aparcar sujeta a la acera con una cadena.
Después del episodio del oso, mientras el resto del grupo pone la mesa y prepara las provisiones que habíamos comprado por el camino, yo intento abrir una botella de vino. Como a los dos sacacorchos que encuentro les falta, precisamente, el accesorio en forma de tirabuzón, lo intento con un cuchillo, un cortaúñas, una cucharilla y otros utensilios, hasta que parto una de las llaves de la casa. Cena sin alcohol.
Repasando el mensaje de Protección Civil y mis notas previas al viaje, veo que el rumano, como buena lengua romance, tiene muchas palabras comunes o muy similares con el italiano (cu placere), el español (casa, mesa) y hasta el francés (merci, bere). Tampoco faltan las raíces turcas (pasar) o sajonas (brutaria = panadería, de brot = pan). A un gallego no le será difícil reconocer la expresión eu sunt (yo soy).
Tengo que confesar que todo lo fácil de entender que parece el rumano escrito desaparece al escucharlo. Los mensajes del avión o del aeropuerto me resultaron totalmente ininteligibles.
El día siguiente a nuestra llegada comenzamos el recorrido por Râsnov, una ciudad de quince mil habitantes ubicada a veinte kilómetros de Brasov, la base que habíamos elegido para visitar Transilvania. Por su importancia estratégica, entre los Cárpatos y las tierras fértiles de la meseta transilvana, en el farallón rocoso que se yergue sobre la ciudad hay vestigios de fortificaciones desde el siglo I antes de nuestra era, cuando los dacios levantaron sobre él el poblado de Cumidava, fortificado con trincheras, terraplenes de tierra y empalizadas de madera. Los romanos lo arrasaron y construyeron en la llanura un nuevo castrum con el mismo nombre.
La ciudadela que hoy en día se ve desde muchos kilómetros de distancia la empezaron a construir en el siglo XIV los sajones de Râsnov, que se mudaron a vivir dentro de la ciudadela en el siglo XVI, ante el aumento de la inseguridad en la zona debido a las disputas religiosas entre musulmanes, luteranos, católicos y ortodoxos. Dentro del recinto amurallado se llegaron a construir más de 80 casas, una escuela y una iglesia.
Aunque fue atacada en numerosas ocasiones por los tártaros, los turcos y los valacos, la ciudadela solo fue conquistada una vez, en 1612, por el húngaro Gabriel Báthory, príncipe de Transilvania y vasallo del imperio otomano.
Para entender un poco la historia de Transilvania y de Rumanía debemos tener en cuenta que, mientras las fronteras de España han sido razonablemente estables desde 1492, las de Rumanía no se establecieron en sus límites actuales hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy en día se puede acceder a la ciudadela desde el centro del pueblo, mediante un funicular que sube hasta el pie mismo de las murallas, o desde un aparcamiento en la carretera que lleva al parque nacional Bucegi, en un trenecito turístico que zigzaguea entre bosques de hayas y castaños. Por desgracia para nosotros y por suerte para la ciudad, la ciudadela está siendo reconstruida con fondos FEDER, por lo que solo se puede acceder al primer recinto defensivo. Y digo reconstruida y no restaurada porque se aprecia perfectamente como los antiguos muros sajones, que en ningún momento superan los tres metros de altura, están siendo recrecidos hasta alcanzar los diez metros.
Nos sorprendió allí lo que iba a ser una constante en toda Transilvania, salvo en Sighisoara y Bran: la ausencia casi total de turistas. En la ciudadela, de una hectárea de extensión, no había más que algunos alemanes y tres o cuatro rumanos.
En Transilvania, los turistas parecen concentrarse en torno a los vestigios de Vlad III Drâculea (traducción al húngaro de Vlad el Empalador), que fue un personaje histórico de muy dudosa moralidad. Hijo del príncipe Vlad II de Valaquia, no dudó en aliarse con los invasores otomanos (y luego con los también invasores húngaros) para hacerse con el poder en Valaquia.
Cuando los sajones se rebelaron contra él, no dudó ni un momento en empalar a todos los que capturó, como también hizo con los enviados otomanos que fueron a exigirle vasallaje al sultán Mehmed II. Su apodo lo tenía bien ganado, aunque continuó haciendo méritos entre continuos cambios de bando.Su crueldad, bien documentada en narraciones eslavas, húngaras y sajonas de la época, no impidió que Ceausescu lo declarase héroe nacional en el quinto centenario de su muerte, ni que el Partido Comunista Rumano justificase su crueldad por motivos políticos.
Con ese historial no es extraño que el irlandés Bram Stoker se inspirara en él para crear a su vampiro, el conde Drácula, que lo lanzó a la fama desde la publicación de la novela en 1897. A su popularidad contribuyeron también varias versiones de la novela (Theóphile Gautier, Paul Feval, Julio Verne) y las películas de Tod Browning (1931, con Bela Lugosi), nuestro paisano Jess Franco (1970) o Francis F. Coppola (1992, con Winona Ryder y Gary Oldman).
Con estos antecedentes, no nos sorprendió el circo en que se había convertido el pueblo de Bran. Grandes aparcamientos de pago, docenas de puestos de venta de recuerdos francamente kitsch, carros de perritos calientes y cafeterías monotemáticas casi nos decidieron a subirnos de nuevo al coche y salir huyendo, pero menos mal que no lo hicimos.
En realidad, la relación de Vlad III con este castillo fue muy escasa. Parece ser que nunca fue su residencia y que se limitó a pasar un par de noches en sus calabozos una de las veces que fue apresado por los otomanos. Pero eso nunca ha sido obstáculo para la explotación turística de la leyenda.
El fotogénico castillo de Bran, muy reformado en el siglo XX, tiene poco que ver con el original, construido en 1212 por la orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María en Jerusalén, una orden medieval de carácter religioso-militar fundada en Palestina en 1190 durante la Tercera Cruzada.
Los Caballeros se vieron obligados a retirarse del Cercano Oriente tras la toma de San Juan de Acre por los sarracenos y se refugiaron en Transilvania invitados por el rey húngaro Andrés II, que les regaló toda la comarca a cambio de que la fortificaran contra los otomanos. Aquí construyeron diversos castillos, como este de Bran y el de Brasov, y apoyaron a los inmigrantes sajones hasta que poco después perdieron el favor real y fueron enviados de vuelta a Sajonia. Nada queda del fuerte de madera construido por ellos.
El castillo, reconstruido en el siglo XIV como defensa contra los valacos, fue pasando de mano en mano entre los sucesivos invasores de la zona. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, cuando Transilvania fue cedida al reino de Rumanía, el ayuntamiento de Brasov decidió regalarle el castillo a la reina Marie, que le cogió cariño y lo reformó muy a fondo para transformarlo en su residencia familiar. Siguiendo sus órdenes, se añadieron dos pisos al castillo, se reemplazaron las aspilleras por ventanas, se instaló un ascensor desde el nivel del parque y se montó una turbina hidráulica para proporcionar electricidad al castillo y a los pueblos cercanos.
En la actualidad el castillo sigue estando en manos de la familia. El propietario es el archiduque de Austria – Toscana, un ingeniero que reside en las cercanías de Nueva York y que estuvo a punto de vendérselo por cincuenta millones de euros a Román Abramovich, antiguo magnate ruso del petróleo y actual propietario del Chelsea FC. El propietario se ocupa del mantenimiento y explotación del edificio.
Hay que reconocer que los propietarios no intentan hacer negocio con la leyenda, sino que el castillo está convertido en un museo dedicado a la memoria de la reina Marie de Sajonia-Coburgo-Gotha, descendiente por un lado de la reina Victoria de Inglaterra y por otra del zar Alejandro II de Rusia. Del que se habla poco en el castillo es de su marido, el rey Fernando de Hohenzollern-Sigmaringen, muy controvertido en Rumanía por su origen alemán y sus simpatías con el imperio austrohúngaro.
La reina Marie, ferviente nacionalista rumana, fue la que forzó a su marido a romper sus lazos familiares y firmar un tratado militar con la Triple Entente. Durante la guerra fue nombrada comandante del Cuarto Regimiento de Caballería, aunque su verdadero papel fue el de organizar la atención médica a los heridos. Todo ello, pese al irrelevante papel de Rumanía en la guerra, le permitió firmar el Tratado de Versalles junto con las potencias ganadoras y lograr la creación de la Gran Rumanía, que incluía Transilvania y Besarabia (la actual Moldavia). Su marido, en cambio, fue expulsado de su familia y privado de sus grados militares.
Desde Bran regresamos a Braov por una carreterita de montaña que se interna en el Parque Natural Bucegi.
Las laderas cubiertas de hayas, que empezaban a tomar un intenso color amarillo y rojizo, ocultaban rutas de senderismo muy bien señalizadas, pero después del anuncio de la primera noche no nos atrevimos a introducirnos en el bosque. Si por las calles de Brasov podía pasear tranquilamente un oso ¿qué no habría en aquellos senderos tapizados de hojas que se perdían en un bosque aparentemente interminable?
Al día siguiente visitaríamos varias iglesias fortificadas, pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.
Corregido según los pertinentes comentarios de Manrique.
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