miércoles, 17 de noviembre de 2021

De palacios y de iglesias

Las tardes siguientes las dedicamos a pasear por las calles de Brasov, ya libres de osos.

Brasov, desde su construcción, ha sido una de las ciudades más importantes de Transilvania. Como en los casos de Bran y de Râsnov, fueron los caballeros teutónicos quienes construyeron la primera fortaleza, Sara Bârsei, en el siglo XIII, justo antes de un ataque de los tártaros.

Doscientos años más tarde y ante los ataques continuos de los turcos, se decidió construir una nueva fortaleza más cerca de la ciudad. Tiene que haber sido imponente, con un triple círculo de murallas, cuatro puertas fortificadas y treinta y dos bastiones, de los que solo uno, el de los Tejedores, ha sobrevivido al incendio de 1689, que destruyó toda la ciudad.

Brasov sigue siendo uno de los principales asentamientos de los mal llamados sajones, procedentes en realidad de Brabante (actual Luxemburgo), Franconia (cuenca del Mosela) y Turingia (Alemania central). Fueron los gobernantes húngaros los que les asignaron ese nombre.

Durante los siglos XII y XIII los reyes húngaros trajeron colonos de las zonas indicadas con la misión de que poblaran Transilvania y la defendieran contra las incursiones, cumanas primero y otomanas después. Cuando los caballeros teutónicos, que habían llegado a la vez que los colonos sajones, fueron expulsados de Transilvania, los sajones permanecieron en una zona de treinta mil kilómetros cuadrados, gozando de una cierta autonomía y autogobierno. Y aquí siguen, aunque ya prácticamente no se usan los nombres alemanes de sus asentamientos, como Kronstadt (Brasov), Hermannstadt (Sibiu), Leschkirch (Nocrich) y Groß-Schenk (Cincu) ni de la comarca completa, Siebenburgen (Siete ciudades).

Al finalizar la segunda guerra mundial la inmensa mayoría de los sajones, sospechosos de colaboración con el ejército nazi, fueron deportados a Rusia, de donde no pudieron volver hasta la disolución de la Unión Soviética. Muchos de estos sajones están ahora retornando a Alemania, ya que tienen derecho a dicha nacionalidad.

Como curiosidad, entre 1950 y 1960 Brasov se llamó "Ciudad Stalin", en honor al dictador georgiano. 

En la parte antigua de Brasov sobreviven numerosos edificios anteriores a la segunda guerra mundial, el más importante de los cuales es la Iglesia Negra, que fue el primero que visitamos.

Se construyó en estilo gótico durante los siglos XIV y XV, en plena lucha contra los turcos. Inicialmente era una iglesia católica pero, cuando la Reforma llegó a Transilvania a través de los sajones, paso a ser luterana. Su nombre viene del incendio de finales del XVI, causado por los invasores húngaros, que destruyó el tejado y todo el mobiliario interior. En la actualidad está redecorada en estilo barroco y funciona a la vez como centro de culto luterano en alemán para los sajones de Brasov y pueblos cercanos y como museo-exposición de la cultura sajona.

Me llamaron la atención las numerosas inscripciones en alemán con letra gótica y la espléndida colección de tapices otomanos, colgados de las paredes y de la sillería del coro. En su inmensa mayoría se trata de alfombras de oración musulmanas procedentes de Anatolia.

Pero no solo visitamos el centro de la ciudad. Quise rendir un pequeño homenaje a los trabajadores de Brasov que en 1987 se sublevaron contra el régimen de Ceausescu, descontentos por no recibir sus sueldos y por el empeoramiento general del nivel de vida, acudiendo a los que queda de la fábrica de camiones Estrella Roja, donde se inició la rebelión. Pese al apoyo recibido de los trabajadores de otras empresas y de gran parte de los habitantes de la ciudad, los líderes de la protesta fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados.

Pasear por Brasov te devolvía a la Europa Central de entreguerras, a lo que ayudaba el frío y la poca gente que circulaba por las calles. De hecho, y gracias a la influencia de la Reina Marie, ese fue el período en que el país alcanzó su máxima extensión. Todavía perviven grupos irredentistas que defienden la vuelta a las fronteras de la Gran Rumanía y la “reconquista” de Besarabia.

Días después, en Bucarest, coincidimos con una concentración de extrema derecha (apolíticos, según ellos, lo que confirmó nuestra suposición). El motivo central era la defensa de la libertad de no vacunarse y de no llevar mascarilla, mientras que Rumanía sufría una incidencia superior a mil casos en quince días. Uno de ellos, que hablaba algo de español y un portugués aceptable, nos contó su indignación por la presencia en Rumanía de un político independentista catalán, que al parecer había visitado el país para apoyar la secesión de Transilvania y su anexión a Hungría. Aunque no mencionó su nombre, supuse que sería Puigdemont, casado con una rumana, Marcela Topor. “Se tuvo que largar corriendo”, apostilló el manifestante. Curiosamente, la reivindicación secesionista también es apoyada por el xenófobo y ultraderechista Viktor Orban, primer ministro de Hungría.

Dedicamos el día siguiente a visitar tres asentamientos sajones de Transilvania o Siebenbürgen. Para defenderse de las invasiones tártaras y otomanas, muchas ciudades estaban defendidas por las Kirchenburgen, iglesias fortificadas con enormes muros.

La ruta de las iglesias fortificadas de Transilvania no es que sea uno de los secretos mejor guardados del país, como he llegado a leer en algún blog de viajes, pero si es verdad que recibe relativamente pocos visitantes, al menos en comparación con la Ruta de Drácula. Siete de las doscientas iglesias fortificadas que se conservan forman parte del Patrimonio de la Humanidad.

Nosotros comenzamos nuestro recorrido precisamente por una de las iglesias no incluidas en la lista, la de Hârman. No teníamos la menor intención de recorrer las doscientas, ni siquiera las siete canonizadas por la Unesco, así que nos trazamos una ruta más corta. Pensamos que sería mejor comenzar por la de Hârman, a unos treinta kilómetros de Brasov, para luego pasar por la más imponente de Prejmer y terminar en la ciudad de Sighisoara.

Construida en el siglo XIII por los caballeros teutónicos (no tectónicos, que he llegado a leer) bajo el patrocinio de los monjes de Císter como una simple iglesia-fortaleza, los continuos ataques de las hordas mongoles y de los otomanos aconsejaron a los habitantes de Hârman (Honigsberg, el monte de la miel) reforzarla con un potente muro circular, un foso y siete torreones defensivos.

Hoy en día ha perdido su papel militar. El foso está casi completamente cegado y las vacas pastan en él; el puente levadizo ha sido reemplazado por uno fijo, de hormigón, y el rastrillo está elevado (y firmemente sujeto al piso superior, según advierte un rótulo en rumano, alemán, húngaro e inglés).

Frente a la puerta principal, un pasillo cubierto (en amarillo en la foto) atraviesa el foso y los dos círculos de murallas para desembocar directamente en la explanada central, en cuyo centro se eleva la iglesia. Con un campanario de cincuenta y seis metros de altura, este edificio religioso constituía el último reducto defensivo, en el que podían refugiarse los habitantes del pueblo en caso de que los invasores lograran atravesar los otros dos muros. Cuatro torretas situadas junto al pináculo advertían a los viajeros de que la ciudad estaba autorizada a condenar a muerte y a ejecutar a los reos.

Dentro de la iglesia, además de la habitual colección de alfombras otomanas, se alineaba una docena de bancos muy toscos, sin respaldo, que eran utilizados por las mujeres para poder acomodar las amplias colas de sus vestidos.

Tanto el interior de los muros como la parte alta de las naves laterales de la iglesia albergan más de doscientas de habitaciones que, habitualmente, se usaban como graneros, pero que en caso de ataque podían albergar a varios cientos de personas y sus ganados. El muro está recorrido por tres caminos de ronda que dan acceso a los numerosos puestos de defensa.

Una de las torres exteriores se construyó en el siglo XIV aprovechando una capilla católica y todavía conserva en bastante buen estado frescos que representan el juicio final, la crucifixión y la glorificación de la Virgen María. Desde la Reforma, todo este complejo pertenece a la Iglesia Evangélica de Transilvania.

En el patio, un monumento recuerda a los treinta y seis habitantes de la aldea muertos en la Segunda Guerra Mundial: In Zweiten Weltkrieg gefallene Honigsberger 1941-1945.

Es curiosa la participación rumana en esta guerra, muestra de los complicados equilibrios de poder en la zona. Al comenzar la guerra, en Rumanía gobernaba el rey y dictador Carol II, que por una parte decretó el partido único y por otra ilegalizó a la fascista Guardia de Hierro e hizo encarcelar y asesinar a sus dirigentes. La neutralidad que Carol II pretendía mantener entre los dos bandos se vino abajo tras las primeras victorias alemanas. El rey se vio obligado a unirse al Eje, pero no solo no obtuvo el apoyo militar que esperaba frente a las amenazas soviéticas, que le arrebataron Besarabia y el norte de Bucovina, sino que tuvo que ceder Transilvania a los húngaros, mucho más claramente germanófilos. El descontento popular obligó a Carol II a dimitir, cediéndole el poder al fascista Ion Antonescu. El ejército rumano se unió al alemán en la invasión de la Unión Soviética, recuperando así los territorios perdidos y ocupando Transdnistria.

Los indicios de la muy probable derrota alemana tras la batalla de Stalingrado provocaron un nuevo golpe de estado y un cambio de bando del país, que luchó en el lado aliado hasta el final de la guerra.

No he conseguido averiguar en qué bando lucharon los sajones cuya muerte se conmemora en Hârman.

A 18 km al este de Brasov se encuentra la iglesia fortificada de Prejmer (Tartlau en alemán), mucho más grande y robusta que la de Hârman. Su historia, muy similar, comienza con los caballeros teutónicos, que iniciaron su construcción en el siglo XIII, y los monjes cistercienses, que terminaron la primera fase. Entre los siglos XV y XVI se ejecutó una importante reforma, en la que las murallas alcanzaron los catorce metros de altura y hasta cinco metros de espesor en la base. Una vez terminada, la fortaleza, con un perímetro de casi un kilómetro, podía dar cobijo hasta a mil ochocientas personas en sus más de doscientas setenta habitaciones.

Las galerías que comunican todos estos espacios entre sí, con el patio y con los puestos defensivos en lo alto del muro, forman un auténtico laberinto del que no es fácil salir por la ausencia de señalizaciones.

Su utilidad nos la demuestra el que, durante los trecientos años que duró su construcción, la aldea exterior fue devastada más de 50 veces mientras que la fortaleza se mantuvo inexpugnable.

Pero ¿quiénes eran estos asaltantes, capaces de provocar el miedo suficiente como para que una comunidad campesina dedicara una parte importante de sus recursos a construir estos fuertes religiosos? Eran los bárbaros, en el más amplio sentido de la palabra: La Horda de Oro, los tártaros, los mongoles, Gengis Khan, el Gran Tamerlán o los otomanos, cuyos ejércitos de desplazaban a caballo por las inmensas llanuras que se extendían desde Mongolia o el desierto de Karakorum sin prácticamente ningún obstáculo natural hasta los Cárpatos. Los mismos que asolaban Rusia, Ucrania o Polonia. Los que hicieron comprender a los zares que la única defensa posible era el ataque y que sólo eliminarían el peligro cuando dominaran todos los pueblos y tierras que se extendían al este de Rusia, desde los Urales hasta Kamchatka.

Desde Prejmer emprendimos camino hasta Sighisoara. La primera parte, siguiendo el cauce de un rio, era bastante cómoda, cruzando una zona agrícola muy poblada y con muchas iglesias fortificadas y otros vestigios sajones. Luego cruzamos las montañas Persani, cubiertas por el Pâdurea Bogâtii, el bosque de la riqueza, del que no he podido averiguar el origen de su nombre. El bosque estaba formado predominantemente por hayas, pero también había robles y carpes blancos. Al parecer, en él son frecuentes los ciervos, los osos, los linces y los lobos.

A la bajada de las montañas pasamos junto a la ciudadela de Rupea, cuyo perfil duro y altivo es claramente visible desde la carretera, pero no teníamos tiempo de detenernos si queríamos visitar Sighisoara y regresar a Brasov con luz.

Esto mismo le debe pasar a mucha gente, ya que se considera que la ciudadela de Rupea no es la más visitada de Transilvania, pero sí la más fotografiada, por su ubicación cercana a la carretera.

No voy a extenderme en la historia de la fortaleza, muy similar a la de las iglesias fortificadas. Únicamente señalar que está edificada sobre un antiguo fuerte dacio y que en el siglo XVIII se utilizó como refugio contra una epidemia de peste.

Ese fue el momento que eligió para encenderse la alarma de bajo nivel de combustible. Entonces nos dimos cuenta de que a partir de Brasov habían desaparecido las hasta entonces omnipresentes estaciones de servicio. Ya no se veían cada pocos kilómetros los logotipos de Lukoi, Rompetrol o Danosa. Seguimos avanzando otros sesenta kilómetros, temerosos de quedarnos tirados en aquella carretera poco transitada. A ambos lados de la ruta se sucedían las indicaciones para nuevas ciudadelas, monasterios o iglesias fortificadas, pero preferimos no malgastar ni una gota de gasoil para intentar llegar a Sighisoara, donde esperábamos poder repostar. Por fin, a solo seis kilómetros de la ciudad, encontramos una gasolinera; a partir de ahí se sucedían cada pocos cientos de metros.

Sighisoara, conocida por los húngaros como Segesvár y por los sajones como Schäßburg, se eleva en un punto en el que el valle del Târnava se estrecha entre dos colinas abruptas. La ciudad conserva su trazado y sus edificios medievales, casi todas sus fortificaciones, torres y puertas, por lo que su centro histórico ha sido declarado patrimonio de la humanidad. Por eso, y por haber sido la ciudad natal de Vlad Tepes, recibe muchos turistas, ansiosos de seguir las huellas del conde Drácula.

Como la mayoría de las fortalezas de Transilvania, su construcción la iniciaron los sajones en el siglo XIII. Pese a que, objetivamente, se puede considerar una ciudad muy bonita, a mí no me gustó demasiado; me recordaba demasiado a esas ciudades temáticas que abundan por toda Europa Central: preciosas, impolutas y llenas de servicios para los turistas, pero muertas en cuanto cae la noche. Aquí, también, casi todos los locales comerciales son cafés, restaurantes o tiendas de recuerdos, pero no busques una carnicería, una frutería o una ferretería. Me imagino que gran parte de los antiguos habitantes de la ciudadela se han visto obligados a desplazarse a los barrios junto al rio, lejos del ruido y las molestias de los turistas.

Solo me reconcilió un poco una deliciosa sopa de tripas, ciorbâ de burtâ, aliñada con nata agria y guindillas, que me sirvieron en un restaurante fuera de las murallas.

El regreso a Brasov, mientras anochecía entre las montañas, tuvo una nota melancólica. Al día siguiente abandonaríamos Transilvania, sin habernos encontrado con ningún vampiro.

El día ⁸amaneció brillante y soleado, como empeñado en que nos quedáramos en Transilvania. La carretera a Bucarest, que pocos días antes habíamos recorrido en sentido inverso, parecía muy diferente a la luz del sol.

Las mismas curvas cerradas, antes sumergidas en la oscuridad más profunda, ahora discurrían entre bosques de abetos y hayas: al fondo brillaban las cumbre de los Cárpatos, unos picos rocosos de paredes verticales que evocaban la dentadura del diablo.

Tres horas después llegábamos a nuestro alojamiento en Bucarest, ubicado a escasos metros del Parlamento, mal llamado Palacio de Ceausescu. No es fácil interpretar una dirección rumana, aunque me resultó útil la experiencia en Rusia. Nuestro apartamento estaba en Natiunile Unite nr 8, bloc 104, sc 4, 1st Floor, Ap. no 66. Aparcamos frente al número ocho del bulevar de las Naciones Unidas, un enorme complejo que ocupa toda una manzana de la calle, formado por cinco o seis bloques en dos filas paralelas al bulevar. El bloque 104 tenía varias entradas, por lo que tuvimos que localizar la correspondiente a la sección 4, en cuyo primer piso se encontraba nuestro apartamento. Como en muchos países excomunistas, las zonas comunes estaban casi abandonadas; la amplitud y ubicación de la vivienda, reservada en su día para altos cargos de la administración o del Partido, contrastaba con el deterioro del portal, el ascensor y las escaleras.

Una vez instalados y devuelto el coche de alquiler esquivando de un tráfico caótico, dedicamos el resto del día a recorrer lo poco que queda del casco histórico; tengamos en cuenta que la construcción de la antigua Casa del Pueblo, hoy sede del Parlamento, dio lugar a la destrucción de la décima parte de la ciudad. Pero ya hablaremos de este edificio más adelante.

En el centro de la ciudad, por la orilla norte del Dâmbovita, se extienden tres zonas interesantes: el casco histórico, el barrio judío y el barrio armenio. Casi todas las calles son peatonales, y los coches han sido sustituidos por terrazas de bares y restaurantes, aunque el día, gris y húmedo, no animaba a pasear. Quizás lo más interesante de la ciudad fuera su arquitectura: a lo largo de los antiguos bulevares se alineaban grandes edificios decó, racionalistas, constructivistas, neoclásicos, brutalistas y eclécticos. Digamos que un tercio de los edificios interesantes habían sido restaurados y transformados en hoteles, sedes de bancos o grandes almacenes, otro tercio estaba en pleno proceso de renovación, cubiertos de plásticos y andamios, y el tercio restante sobrevivían a duras penas, abandonados y a punto de caerse. Las calles, da igual el día de la semana, están siempre a rebosar; de coches las grandes avenidas, de gente, terrazas, restaurantes, comercios y música callejera las zonas peatonales.

Como ejemplo de edificio restaurado, tenemos la Librería Carturesti, un antiguo banco transformado en una de las librerías más bellas del mundo, en clara competencia con las de Buenos Aires.

De vez en cuando, algún vestigio nos recordaba la importancia de Bucarest a mediados del siglo XIX, cuando Rumanía no era todavía un país independiente. Como referencia, en las calles de Madrid el gas ciudad se comenzó a usar solo 3 años antes que en Bucarest.

Pero no podíamos marcharnos de Bucarest sin visitar su principal atracción turística, el segundo edificio más grande del mundo: la Casa del Pueblo, el palacio de Ceausescu o el Parlamento, que de las tres maneras se le llama.

En 1971, Nicolae Ceausescu visitó al dictador norcoreano Kim Il Sung, fundador de la primera dinastía comunista del mundo, como parte de sus esfuerzos para romper con el control de la Unión Soviética sobre la política y la economía rumanas.

Entre las muchas cosas que atrajeron el interés de Ceausescu, hay dos que decidió aplicar en Rumanía: las aldeas Potemkin y la arquitectura monumental. Su carácter efímero ha motivado que no queden restos de las aldeas decorativas (simples fachadas) que tanto Ceausescu como Kim Il Sung hicieron levantar a orillas de las principales rutas que seguían los escasos visitantes extranjeros, como tampoco quedan de las que mandó montar su inventor, el ministro ruso Grigory Potemkin, para impresionar a su amante, la emperatriz Catalina la Grande.

De lo que sí que han quedado pruebas evidentes es de su gusto por la arquitectura monumental; una de ellos era el edifico en que se encontraba nuestro apartamento, ubicado en el llamado Centrul Civic, un

desarrollo urbanístico que sustituyó una parte importante del centro histórico de la ciudad de Bucarest por gigantescos edificios de viviendas y oficinas, en general con fachadas de mármol o travertino. Se calcula que más de cuarenta mil personas fueron trasladadas a nuevos barrios en las afueras, a menudo con un solo día de preaviso, para poder levantar estos palacios destinados a los altos funcionarios.

Ceausescu también mandó construir otros edificios emblemáticos, como la Casa de la Prensa (hoy renombrada Casa de la Prensa Libre), una copia a menor escala de los rascacielos que Stalin levantó en Moscú y que albergaba las oficinas, salas de redacción y talleres de todos los periódicos de la capital, o el Centro Cívico, hoy transformado en un hotel de lujo de la cadena Marriot.

Pero el culmen del afán constructor de Ceausescu fue la Casa del Pueblo, que hoy en día alberga las dos cámaras del Parlamento, el Tribunal Constitucional y varios otros organismos oficiales. Pese a ser conocida como el Palacio de Ceausescu, se construyó para albergar el núcleo del poder político. En ella se pretendía ubicar al Comité Central y al Comité Permanente del Partido Comunista de Rumanía, los órganos fundamentales de todos los ministerios (despachos de ministros, secretarios y asesores) y, por supuesto, el despacho del Presidente de la República y Secretario General del PCR, Nicolae Ceausescu. Para cerrar el círculo del poder, el edificio está ubicado entre el Ministerio de Defensa y la sede del Patriarcado Ortodoxo.

Es cierto que en su interior se construyeron unos apartamentos presidenciales, pero no se sabe si Ceausescu tenía intención de ocuparlos, ya que antes de la finalización de las obras el Conducator fue “separado de sus cargos”, como Adrián, nuestro guía, definió eufemísticamente su detención, rápido juicio y fusilamiento.

Entramos con algo de miedo y mucho respeto en el segundo edificio más grande del mundo (después del Pentágono norteamericano). El segundo más extenso, pero el más pesado, como rápidamente aclaró Adrián. A la vista de los datos que nos proporcionó, no lo pongo en duda. Construido en 1984, el edificio tiene más de doce plantas sobre rasante y se supone que otras cuatro o cinco bajo tierra; el número total es secreto de estado.  La parte visible contiene más de tres mil habitaciones y cubre unos trescientos mil metros cuadrados.

Más de veinte mil obreros y dos mil quinientos técnicos trabajaron en su construcción durante cuatro años, en turnos continuos; aun así, no lograron terminarlo a tiempo para que lo inaugurase su promotor.

Se dice que en su construcción se emplearon únicamente materiales rumanos. Puede ser cierto, ya que durante el acopio de las ochenta mil toneladas de mármol consumidas, en toda Rumanía no se encontraba mármol ni para tallar una simple lápida sepulcral, que durante un tiempo se hicieron de hormigón.

Para fabricar los tapices de seda que cubren muchas de las paredes, se introdujo en Rumanía la crianza del gusano de seda y las técnicas de hilado y tejido, probablemente con instructores norcoreanos.

Según Adrián, a este nacionalismo exacerbado solo escapó una cosa: las puertas del salón principal, construidas en ébano del Congo regalado por otro dictador, Mobutu Sese Seko.

Las historias sobre el palacio, reales o inventadas, son innumerables; me limitaré a unas pocas.

En la sala donde se reunía el Comité Central del PCR, hoy Sala de los Derechos Humanos, sesenta butacas rodean una enorme mesa ovalada. Queda un hueco en el extremo izquierdo, donde estaba previsto instalar un trono de oro para el Conducator. Cuando Ceausescu fue “separado de sus cargos” en 1989, se canceló la construcción del trono y se detuvieron las obras del edificio, entre dudas de si sería más barato terminarlo o derribarlo.

En el mayor salón del edificio se han llegado a jugar simultáneamente dos partidos de baloncesto. En este mismo salón hay dos hornacinas de unos cuatro metros de alto, en las que estaba planeado instalar sendos retratos del dictador y de su esposa, Elena Petrescu; en el último momento Ceausescu cambió de opinión y ordenó cambiar el retrato de su mujer por un espejo del mismo tamaño.

En otro de los enormes salones se pensó instalar un lumbrera retráctil de bronce y vidrio, para que el helicóptero presidencial pudiera aterrizar dentro.

Para terminar la visita, nos asomamos al balcón de honor, que se abre sobre el Bulevar de la Unidad, de más de tres kilómetros de largo. Ceausescu nunca llegó a asomarse a él, al menos en un acto oficial. Quien sí lo hizo fue Michel Jackson, quien, ante una muchedumbre enfervorizada, pronunció sus célebres palabras: ¡Viva Budapest!

Al día siguiente volvimos a España, pero esa no es otra historia, sino la misma de siempre hasta que os pueda contar otro viaje, sea real o imaginario.

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