En mi opinión, la novela, la verdadera narrativa, es la de aventuras, la que cuenta una historia que pudo haber sido, o que, por lo atrayente, se convierte en un mito. Como Robinson Crusoe, El Quijote, Germinal y tantas otras, muchas veces escondidas en el fondo de una estantería, pero de las que nos resistimos a deshacernos en las mudanzas. Una buena novela no puede empezar diciendo: Me llamo Eva, que quiere decir vida, según un libro que mi madre consultó para escoger mi nombre. (Allende, Isabel: Eva Luna), indicando desde la primera frase que nos esperan interminables horas de aburrimiento. Mucho mejor comienzo es este: Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. (Alegría, Ciro: El mundo es ancho y ajeno). Inquietud, exotismo, poesía: en resumen, aventura.
Tan importante como el principio es el final. Si volvemos a los ejemplos del párrafo anterior, Isabel Allende parece no saber cómo rematar su libro: Escribí que durante esas semanas benditas, el tiempo se estiró, se enroscó en sí mismo, se dio vuelta como un pañuelo de mago y alcanzó para que Rolf Carlé —con la solemnidad hecha polvo y la vanidad por las nubes— conjurara sus pesadillas y volviera a cantar las canciones de su adolescencia […]. ¡Cuánta vaciedad, cuanta estulticia! Por no hablar de la cacofonía o del uso incorrecto de las comas. En el polo opuesto, Ciro Alegría termina así su obra maestra: Más cerca, cada vez más cerca, el estampido de los máuseres continúa sonando. La misma tensión que en el arranque, pero ahora con más fuerza. Una historia con un final intuido, que no narrado.
Otro aspecto de la novela que puede contribuir a que alcance sus fines, sean estos la gloria literaria, el mero entretenimiento o ¿por qué no? la satisfacción del ego del escritor, es la ocultación, el fingimiento. En varias ocasiones (por ejemplo, durante la presentación de la obra colectiva Fauna y cuento), he insistido en la cualidad intrínsecamente mentirosa de todo escritor de ficción, por no hablar de los ensayistas; solo algunos poetas se quedan al margen de esta circunstancia. No me refiero a que los hechos narrados no hayan sucedido jamás, ya que esto es lo que puede esperar quien se acerca a una novela, sino a la falsedad de lo que se suele dar por indiscutible: la biografía del autor, la sinopsis de la contraportada o incluso las notas a pie de página.
Así, he leído (y escrito, tengo que confesar) agradecimientos a personas inexistentes, falsas referencias históricas y geográficas y citas pomposas salidas directamente de la imaginación del autor. En una vertiginosa huída hacia adelante, en la novela “Los cuadernos de Rekalde”, consciente de mi incapacidad de usar correctamente algunas formas del pasado verbal, incluyo la siguiente nota de un falso editor:
El lector detectará un uso errático y en ocasiones incorrecto de los pretéritos perfectos simple y compuesto (“contó” en lugar de “ha contado”). En mi opinión, puede deberse al origen gallego del escritor, aunque en los propios cuadernos declara ser vasco.
Entre el comienzo y el final, es evidente que la novela debe tener un cierto contenido. Si es demasiado escueto nos encontraríamos ante una de las tan denostadas nouvelles, llegando en casos extremos a la microficción.
Y ese contenido no es válido per se, sino solamente como instrumento al servicio de una causa, sea esta la que sea. Desde las más altruistas, como la defensa de la identidad de los indios del altiplano que late en la novela de Ciro Alegría, hasta otras inusitadamente egoístas, como la venganza contra un familiar —léase a Manuel Vilas, en “Ordesa”—.
Pero el verdadero elemento que decidirá la suerte de una novela no es la mayor o menor calidad o cantidad de acción que contenga, ni el acierto de su principio o su final, y mucho menos la ética que en ella se defienda, por muy justa y universal que sea. Lo que de verdad hace que una novela triunfe se resume, como diría Monod, en una pareja inseparable: el azar y la necesidad.
La novela debe ser necesaria, en el marco de la ley de la oferta y la demanda. Tiene que haber un público que la busque, aún antes de haberse escrito; unos acontecimientos, reales o imaginarios, que clamen por ser narrados, y un escritor que necesite —en el más amplio sentido de la palabra— escribirla.
Pero la mejor novela del mundo no triunfará, ni siquiera bajo el magro consuelo de ser considerada una obra de culto, o, lo que es peor, una novela maldita, si no se cruza en el camino de un editor dispuesto a publicarla, y de varios críticos literarios que se arriesguen a escribir una reseña elogiosa.
Gracias a esto, si después de años de esfuerzo y dedicación no conseguimos salir de la dudosa categoría de escritores noveles, siempre podremos echarle la culpa al azar.
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