domingo, 26 de mayo de 2019

El monasterio de Rila

Koi^ beshe glupak?t, koi^to natisna budilnika!!?— La voz de la mujer uniformada suena amenazante, y su mirada metálica se clava en mis ojos. Avergonzado, bajo la vista. No entiendo ni una palabra, todo el mundo me mira, del dedo índice se me escurre algo viscoso. Pero no adelantemos acontecimientos.

Después de incontables problemas con los billetes de avión, y de renegar convenientemente de Iberia, Air Bulgaria y Ryan Air, un jueves cualquiera de mayo me levanto a las cuatro y media de la madrugada, para llegar al aeropuerto de Jerez a tiempo para el primer vuelo a Madrid. Once horas después aterrizamos en Sofia (con acento en la “o”, como dicen los búlgaros, no Sofía). Por el camino queda el madrugón en Cádiz y la larga espera para facturar en Madrid, justo al lado de los hipervigilados mostradores de El Al, en los que no se libra del cacheo ni siquiera la representación española en Eurovisión. Me gusta que estos cómplices noten en sus carnes una mínima parte de las humillaciones que a diario sufren los palestinos.

En Barajas se nos une un joven —tez clara, ojos verdes rasgados, coleta—, de origen búlgaro pero residente en España desde hace años. Es de un pueblo cercano a Sofia, un primo irá a recogerlo al aeropuerto. Nos confiesa su total ignorancia sobre el vino o el transporte público en la capital de su país; solo es capaz de recomendarnos una marca de cerveza, la ubicua Karmenitza.

Nada más bajarnos del metro junto a la Universidad de Sofia, el primer destello de una época pasada: un gigantesco monumento al Ejército Soviético preside el parque Knyazheska (de la Princesa). No lo busquéis en Google Maps; se distingue perfectamente en la “vista satélite”, pero no está rotulado. Quizás un intento más de ocultar el pasado, tan reciente. Construido en 1954, en plena guerra fría, el monumento consiste en un gran monolito de piedra, en cuya cima alza un grupo escultórico formado por un soldado rojo, un trabajador y una campesina con niño en brazos, perpetuando los roles tradicionales del hombre y de la mujer. En la base, tres alto relieves en bronce muestran distintos aspectos de la guerra; en las cercanías dos grupos escultóricos representan la despedida a grupos de soldados que parten hacia la guerra.



Los ramos de flores situados junto a la base están frescos; supongo que los habrán colocado esa misma mañana, durante las celebraciones del Día de la Victoria, aniversario de la toma de Berlín por parte del ejército rojo y la consiguiente rendición del régimen nazi.

Nuestro apartamento está en un edificio de 1929, con un exterior que parece no haber sido remozado desde el lejano año de su construcción; los cuatro pisos de escalera, sin ascensor y con grandes radiadores fuera de servicio, van en consonancia. Sin embargo, el interior es amplio, luminoso, limpio y acogedor, tal y como muestra la publicidad. Ni un ruido llega desde la calle.

Salimos a pasear en cuanto soltamos el equipaje, para un primer contacto. Queremos recorrer el centro de la ciudad, sin entrar en ningún edificio pero captando el ambiente general. En el primer bar, un grupo de borrachos cantan “Rivers of Babylon”. Bonnie M., puros setenta.

Caminando a lo largo del bulevar Dondukov, en un cuarto de hora nos plantamos en Serdika, la gran plaza que siempre ha constituido el centro no oficial de la ciudad. Durante unas obras se ha descubierto un anfiteatro y otros importantes edificios romanos, que se conservan in situ, al nivel del centro comercial subterráneo y la estación del Metro. En el mismo centro de la plaza está la minúscula iglesia de Santa Petka de los Talabarteros, llamada así porque este gremio fue el que se ocupó de su mantenimiento durante los casi cinco siglos de dominio otomano.

Pero lo que atrae nuestras miradas no es esta iglesita del siglo XI, ni el enorme edificio del Consejo de Ministros, ni siquiera el monumento a Sveta Sofia, la divina sabiduría, que muy apropiadamente sustituye al dedicado a Lenin. El polo de atención es la mole ubicada en el chaflán de los bulevares Dondukov y Zar Libertador, que me recuerda bastante a los rascacielos mandados construir por Stalin en Moscú. En efecto, compruebo en mis notas que se trata de la antigua sede del Partido Comunista de Bulgaria, fiel miembro de la V Internacional hasta el último momento. Ninguna placa recuerda esta parte de la historia del edificio.


En la actualidad, despojado de la estrella roja que lo coronaba, el edificio es una dependencia de la Asamblea Nacional. Por cierto, la estrella la encontramos días después en un museo, como contaré más adelante.

Cenamos en un restaurante cercano, una especie de asador, y tenemos nuestro primer contacto con la gastronomía rumana, aunque en una versión modernizada. Mucha carne, incluyendo por supuesto cordero y caballo, sopas y ensaladas y un buen surtido de vinos y quesos. La cena nos sale por menos de trece euros por persona, bebidas incluidas. De allí nos vamos a un pub inglés, con buenas cervezas pero nada de vino. Cuando le explico al barman que no puedo beber cerveza, no lo duda un momento: me sirve, sin preguntar, un buen vaso de vodka, sin hielo ni otros inventos modernos.

El viernes amanece lluvioso. Tenemos previsto desplazarnos en taxi hasta el monasterio de Rila, considerado el segundo más importante del mundo ortodoxo, solo por detrás del monte Atos en Grecia. Cuando le pregunto si habla ruso al taxista que nos lleva, Demetrio Simeonov, me responde con una sonrisa: “Por supuesto, lo estudié en la escuela”. Antes de salir de Sofia paramos en dos gasolineras, en una para rellenar el tanque de gas y en otra para el de gasoil; en ninguno de los dos casos detiene el motor del Honda que conduce.

Durante las dos horas que dura el viaje hasta el monasterio, mantengo con Demetrio una charla bastante entrecortada, pero suficiente. Tiene 55 años, está casado y con dos hijos y ha recorrido toda Bulgaria y países cercanos conduciendo un camión, antes de dedicarse al trabajo más relajado de taxista. Hablamos de política, sobre todo de la corrupción que impide a Bulgaria entrar en el euro, pero también de vino, de cerveza, del paisaje y de los problemas de la juventud para encontrar vivienda. Ya no se construyen los grandes bloques de viviendas sociales de la época soviética… Intuyo a qué partido vota Demetrio.


Salimos de Sofia por la autopista que conduce hasta Kulata, en la frontera con Grecia, y vamos cruzando aldeas y pequeñas montañas cubiertas de árboles, en las que contrasta el tono oscuro de las coníferas con las hojas recién brotadas de las hayas, mucho más claras. En Boboshevo nos desviamos hacia el este por una carretera comarcal, a través de viñedos y huertos de frutales. En el centro del pueblo de Rila nos para la policía. Aparentemente es un control rutinario, pero los malos modos de los agentes y el temblor de manos de Demetrio indican que hay algo más; creo que es una búsqueda de cualquier infracción menor que justifique el cobro de una mordida. Al cabo de un buen rato, en el que comprueban hasta el funcionamiento del taxímetro y el navegador, nos dejan seguir. En cuanto salimos del pueblo, Demetrio saca un inhalador de nicotina y, tras pedirnos disculpas repetidamente, se pone a chupar como un loco. Evidentemente, se había puesto muy nervioso, pese a que todo estaba en regla.

La carretera, cada vez más estrecha, se adentra en el macizo de Rila, coronado por el Musala, que con sus casi tres mil metros es el monte más alto de los Balcanes. La zona es un importantísimo refugio para la fauna, ya que sirve de corredor ecológico entre la europea, la mediterránea y la preasiática. De las 172 especies de vertebrados que habitan allí, 24 están en el Libro Rojo Mundial, por el peligro de extinción.

Tres kilómetros más allá del pueblo de Rila nos encontramos con el convento femenino de Orlitsa, desde donde, en la Edad Media, una guardia armada acompañaba a los grupos de peregrinos que se adentraban en las montañas buscando el monasterio central. A partir de ahí, siempre a la orilla del río, se suceden restaurantes de pescado, merenderos, balnearios y puestos de venta de miel, mermeladas y otros productos locales.

El Monasterio de Rila fue fundado en el siglo X por el ermitaño Juan, canonizado luego por la iglesia ortodoxa. Cuenta la leyenda que vivió en el hueco de un árbol tallado en forma de ataúd. Poco a poco fue atrayendo peregrinos y seguidores, y llegó incluso a recibir la visita del Zar Pedro I, con quien se negó a hablar.

El monasterio fue creciendo, incluso durante la larga dominación otomana, donde no solo no fue destruido como cuentan algunos búlgaros —fake news medievales—, sino que varios sultanes reconocieron sus privilegios y enviaron regalos muy suntuosos, algunos de los cuales se exponen en el Museo del Tesoro.

Las tierras del monasterio ocupaban gran parte de los más de dos mil kilómetros cuadrados del macizo, y llegaron a existir otros cincuenta claustros filiales de este, en una especie de franquicia de la predicación. Los monjes de Rila recorrieron toda Rusia para extender el cristianismo y la fama de su fundador.

El actual monasterio es de construcción muy reciente, después de que resultara casi totalmente destruido por un incendio a principios del siglo XIX. El único edificio anterior al incendio que se conserva es la torre de Hrelio, usada en su día como atalaya de vigilancia.

El complejo me recuerda un monasterio tibetano. El interior del patio, al que solamente se puede acceder por dos puertas, una en el extremo sur y otra en el norte, se encuentra rodeado de edificios de cuatro plantas con clara vocación hostelera. En un principio alojaba a los dos o trescientos monjes que allí residían y a los innumerables peregrinos que acudían atraídos por la leyenda de ermitaño fundador; hoy un ala completa está convertida en hotel.

La lluvia, constante, y el aire helado, que desciende a rachas de los montes nevados que se elevan a nuestro alrededor, nos empujan a meternos en la iglesia de la Natividad. Los soportales que la rodean, y todo su interior, están cubiertos de murales del siglo XIX, sin más interés artístico, en mi opinión, que el estilo arcaizante que conservan.

Detalladas escenas de la Biblia se alternan con representaciones del cielo y el infierno, incluyendo leyendas explicativas para los peregrinos. Dentro, una lámpara gigantesca cuelga del centro de la cúpula, y un magnífico iconostasio dorado separa la mayor parte de la iglesia del recinto sagrado, al que solo pueden acceder los popes, como en la naos de los templos clásicos griegos. A la derecha, una urna contiene las reliquias del ermitaño fundador, consistentes —al parecer— en su mano izquierda.

La historia de estos restos habría encantado a Nieves Concostrina. Según he podido averiguar, poco después de su muerte, y ante el acoso de los bogomilita (precedentes de los cátaros) y del imperio bizantino, las reliquias del santo iniciaron una larga peregrinación por el país, de ciudad en ciudad y de iglesia en iglesia. Sus restos llegaron a la actual Sofia, donde tuvo lugar un milagro póstumo: la curación del emperador bizantino .

Unos años después, las reliquias fueron robadas por el Rey Bela III de Hungría. Cuenta la leyenda que a la llegada de los restos del santo a Esztergom, el arzobispo católico se negó a reconocerlos, e inmediatamente se quedó mudo. Solo recuperó la voz después de muchos ruegos y rezos al santo. Impresionados y exaltados por el milagro, los húngaros devolvieron años más tarde (1187) el cadáver a Bulgaria, y sus restos acabaron depositados en Veliko Tarnovo. Trescientos años más tarde, con el permiso del sultán, los monjes trasladaron los restos mortales al Monasterio de Rila, pasando por varias ciudades y permaneciendo brevemente en la actual Sofia. Espero que descanse, por fin, en paz.
Otros restos muy venerados que se encuentran en esta iglesia son los del rey Boris III, supuestamente envenenado por los nazis tras negarse a entregarles a los judíos búlgaros. Conviene recordar aquí que la monarquía búlgara apoyó a Hitler durante la II Guerra Mundial, recibiendo en pago extensas porciones de Yugoeslavia y de la actual Macedonia del Norte. A la muerte de Boris III ascendió al trono su hijo de siete años, Simeón, que con el tiempo se refugiaría en un chalet al final de la avenida Reina Victoria, en Madrid. Con la caída del comunismo, se presentó a las elecciones de su país ¡y las ganó! No creo que nuestro Felipe se arriesgue a algo parecido.

Al acabarse las dos horas de espera volvemos al taxi, muertos de frío pero con miles de imágenes en la cabeza. Demetrio nos enseña un iconito en forma de libro, que ha comprado “para la familia”. Comunista sí, pero al santo lo que es del santo. Las dos horas de vuelta se nos hacen algo pesadas; con el calorcito del coche nos vamos durmiendo los cuatro pasajeros, y me temo que hasta el mismo Demetrio, a juzgar por los bandazos que da el coche en un par de ocasiones y de lo justito que entra en la última glorieta.

Cerca ya de nuestra casa, le pedimos que nos deje en un buen restaurante. Minutos después para delante de un Kentucky Fried Chicken. Ante nuestras protestas, nos dice que nos puede llevar a un restaurante típico búlgaro, pero que está a tres kilómetros. Optamos por pagarle la excursión y buscarnos la vida por nuestra cuenta, y acabamos comiendo magníficamente en el Arbat, un restaurante ruso: carne en gelatina y empanadillas siberianas de aperitivo, papada de cerdo al horno, hígado a la plancha, pollo en salsa de nueces…

La tarde la dedicamos de nuevo a pasear por el centro de la ciudad, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

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