Según el diccionario de la RAE, zaguán, procedente de la palabra árabe ustuwán, es un “Espacio cubierto situado dentro de una casa, que sirve de entrada a ella y está inmediato a la puerta de la calle.”.
Pero desde esta mañana, para mí zaguán es un regalo. Puedo decir, con toda propiedad, que hoy me han regalado una palabra, suponiendo que las palabras se puedan regalar.
Todo empezó ayer, cuando me llegó un comunicado del Comité de Empresa de Navantia Puerto Real, convocando una campaña insólita inspirada por nuestra compañera y administradora Marga: “Lee, lee, no pares”. Para celebrar el día internacional del libro, a lo largo de seis horas repartidas en dos días se desarrollaría una lectura ininterrumpida de la obra “Veracruz” del autor puertorrealeño José Antonio Alcedo Rubio.
Ante este llamamiento, y sintiéndome aludido por que se anunciaba que las páginas iniciales correrían a cargo de “la persona más antigua, la más mayor y la que antes se jubilará”, a las 10 en punto de esta mañana me presenté en la escalera del edificio de Dirección, donde a la vez se estaba celebrando una concentración de los trabajadores de SIPRI, cuyo puestos de trabajo están en serio riesgo ante la liquidación de su empresa, que en este astillero presta servicios de prevención de riesgos laborales (enfermería, lucha contra incendios…).
En ese ambiente un tanto caldeado, y tras una presentación a cargo de Marga, fue el propio autor del libro, José María Alcedo el que dio comienzo a la lectura de “Veracruz”, no sin antes recordar que su padre había entrado a trabajar en el astillero con 14 años, y que tuvo que irse con 56, en una de las muchas reconversiones que ha sufrido la construcción naval española.
A José María Alcedo le relevó el más antiguo de los presentes, que lleva en el astillero la friolera de 49 años, y luego me tocó a mí, ya que resulté ser el más viejo de los que allí estábamos reunidos.
Cuando llevaba leída más o menos media página, me interrumpió uno de los trabajadores de SIPRI, muy enfadado porque, según él, se estaba mezclando una importante lucha sindical con una actividad cultural que creo que consideraba poco seria.
Resuelto el incidente, pude reanudar la lectura hasta completar las dos páginas acordadas. Y al terminar, el regalo. Después de firmar al margen de las páginas leídas, con mi mano más o menos inocente extraje una palabra de una bolsa: Me tocó la que sirve de título a este texto: “zaguán”. Ese era el regalo que me hacía el Comité de Empresa por mi colaboración.
Esta tarde me he puesto, lógicamente, a intentar conocer algo de mi nueva amiga. Lo primero fue buscar su significado en el diccionario de la Real Academia, fuente para mí más fiable que Wikipedia y otras páginas web, por muy bien diseñadas que estén.
Mi primera sorpresa fue que era de origen árabe. O sea que mi nueva amiga era una inmigrante, evidentemente sin papeles, que había conseguido llegar a España de la mano del islam, en un largo recorrido desde la península arábiga, atravesando todo el norte de África hasta cruzar el estrecho de Gibraltar en algún jabeque, las pateras de aquella época.
Como varios miles de sus compañeras, con el tiempo consiguió la nacionalidad española, sin duda por arraigo, aunque en el proceso no le quedó más remedio que españolizarse y pasar de ustuwán a istawán, y luego a zaguán con muchas etapas intermedias (ischaguán – achaguán - azaguán). Y tanto se afianzaron estas palabras en nuestra lengua que los Reyes Católicos les permitieron emigrar a América ya desde la expediciones de Colón, pese a no ser cristianas viejas ni poder demostrar su pureza de sangre.
Muy adaptable y acostumbrada a viajar, en América arraigó tan bien que hoy en día goza allí de mejor salud que en España. Mientras que nuestros hermanos trasatlánticos la siguen usando con naturalidad, aquí ha pasado a ser una palabra culta, que viene a ser un eufemismo de moribunda. Ya no recibimos a las visitas ni al repartidor de telepizzas en el zaguán, sino en el británico hall, en la humilde entradita, en el rústico porche o en el también enfermo recibidor. Como honrosa excepción tenemos su primera tierra de acogida, Andalucía, donde todavía se usa con bastante frecuencia, aunque se pronuncie saguán. Eso sí, en Cádiz, la ciudad más cosmopolita de Andalucía, preferimos casapuerta, otro precioso vocablo cuya etimología desconozco.
Dando rienda suelta a la imaginación, me dio por pensar que los árabes, en los siglos VII y VIII, eran nómadas, por lo que ese espacio cubierto a la entrada de la casa en realidad podría hacer referencia al toldo situado a la entrada de la tienda de campaña, lo que ahora llamamos avance, que daba sombra y protegía al visitante aún antes de que entrara en la propia vivienda.
Tengo que reconocer que, después de tan bonito como imaginario origen, mi amiga adquirió un tufillo aristocrático, clasista, que no va nada con mis gustos, pero a los amigos se les perdona casi todo. Si comenzó siendo un elemento barato, probablemente presente en cualquier jaima, me temo que cuando aquellos nómadas se asentaron, la cosa cambió. Los palacios de la nobleza y las casas de los burgueses mantuvieron un espacio de interfase, donde el visitante podía protegerse de las inclemencias del timepo sin penetrar en la zona íntima, familiar, prohibida, haram. Mientras tanto las chozas, cabañas o chabolas de los trabajadores, que no se podían permitir ningún lujo, tenían unas simples aperturas que daban paso directamente al único espacio de la casa, ese salón-cocina-comedor-dormitorio (y a veces establo) al que se reducía la zona habitable.
Pero pese a eso, la perdono, la quiero y procuraré conservar el resto de mi vida esta amistad con el zaguán. Aunque para ello tenga que traicionar a la casapuerta.
¡¡Hasta aquí hemos llegado!!, Arturo.
ResponderEliminarNo voy a tener más remedio que demandaros judicialmente, al Comité de Empresa de P. Real y a ti, por apropiaros confiscatoriamente de mi inalienable derecho andaluz a usar la hermosísima palabra ZAGUÁN, que aprendí de mi familia materna, toda, empezando por mi maravillosa Madre, de Cazalla de la Sierra, precioso pueblo de la Sierra Norte de Sevilla donde pasaba parte de mis veranos infantiles en una casa sita en la Plaza del Concejo nº 13, donde vivían mis abuelos, casa de dos pisos que tenía un zaguán, con puerta de entrada desde la calle, que se cerraba sólo por la noche, y una segunda puerta, mucho más débil, que es la que estaba cerrada durante el día y conectaba a un amplio distribuidor, con entrada en prolongación hacia el fondo a un pequeño patio, habitación de servicio y cuadra en la parte más profunda, mas otra puerta que daba acceso a la sala exterior para recibir visitas con una enrejada ventana a la plaza, y, como elemento principal del distribuidor una escalera en ángulo que ascendía a la planta principal, con sus dormitorios, comedor, sala, servicios, cocina, trastero y una pequeña terraza.
Pero como tú y yo siempre nos hemos entendido bien, te propongo que declaremos "Libre" el uso de la palabra "Zaguán" (que conste que yo cedo más, que la utilizo desde antes de que nacierais tú y el Astillero de P. Real, no Matagorda, aclaro) renunciando, por tu parte, a cobrarnos cualquier taxa por su uso.
Y como me gustaría haber participado en un acto de apoyo a la Literatura, en honor a "Zaguán" permitidme que os recuerde el precioso poema de Agustín García Calvo "Libre te quiero", que yo conocí de la voz y con la música de Amancio Prada, que Dios guarde mucho tiempo para que siga deleitándonos.
Manrique
Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.
Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera.
Pero no mía.
Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena.
Pero no mía.
Alta te quiero,
como chopo que en el cielo
se despereza.
Pero no mía.
Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.
Poco dura la alegría en la casa del pobre. Ayer, flamante propietario de una palabra; hoy mero usuario. Pero tiene razón Manrique, como casi siempre, y no puedo apropiarme de una cosa tan intangible como una palabra. Entre otras cosas porque si me convirtiera en su único usuario no haría más que adelantar su muerte.
ResponderEliminarDejémoslo, entonces, como diría Rick, en el comienzo de una gran amistad.
Zaguán tienen las casas antiguas de mi pueblo, Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila, cuna de Isabel la Católica y de algún otro ilustre mucho menos conocido (el obispo Tata Vasco por ejemplo, que tiene una historia muy curiosa y que espero contaros en otra ocasión).
ResponderEliminarSon casas enormes, con una entrada que efectivamente tiene una puerta siempre abierta hasta bien entrada la noche y que cerrábamos solo cuando nos recogíamos a acostar, y una puerta mucho más endeble que estaba normalmente cerrada. Son casas frescas en verano y acogedoras en el frío invierno, el grosor de los muros influye seguramente a este efecto "aislante".
Una vez dentro de la casa hay un distribuidor que reparte al salón, a las alcobas, que no habitaciones, a la cocina y posterior corral, al sobrao (escrito sobrado, que en el DRAE tiene una acepción sinónimo de desván, cuyo significado es "Parte más alta de la casa, situada inmediatamente debajo del tejado y carente de falso techo, que se destina especialmente a guardar objetos en desuso" y eso es exactamente el sobrao, solo que además de objetos en desuso, los paisanos y mis tíos lo usaban para curar los riquísimos chorizos y salchichones de la matanza de diciembre.
Estas casas no tienen calefacción, como podéis imaginaros, y en las noches de crudo invierno de la meseta castellana, donde se pueden alcanzar los -5ºC fácilmente (que me parecía el sitio más frío del mundo hasta que llegamos a vivir a Canadá, donde este invierno hemos visto los -35ºC) el refugio donde se hacía la vida familiar, se cenaba y charlaba antes de ir a la cama era el comedor. El comedor tenía un elemento calefactor, que todo el mundo llamaba Gloria, porque cuando estaba encendido se estaba en la gloria (literalmente). Constaba de un orificio debajo del suelo, del tamaño de medio salón aproximadamente, que se comunicaba por un corto túnel con una pequeña estancia cerca de la cocina. Desde esta estancia, se rellenaba el túnel (que no mediría más de medio metro) y el orificio o gloria propiamente dicha con papeles, maderas, sobras varias, todas ellas combustibles. El suelo radiante resulta que estaba inventado mucho antes de que fuera sinónimo de extra de lujo en las casas modernas. El suelo estaba tan caliente cuando se prendía la gloria, que no podías ir descalzo sin quemarte al andar. Los humos de la gloria, en otras casas más pudientes, se distribuían por unos conductos que recorrían la casa como serpientes, a las habitaciones que así se calentaban un poco antes de meterse dentro de las congeladas sábanas. Se había inventado la cogeneración, el suelo radiante y el reciclaje antes de que se usaran siquiera esas palabras.
La única manera de calentar la cama era con las bolsas de agua caliente, precursoras de las mantas eléctricas modernas y sucesoras de otro artilugio (cuyo nombre no puedo recordar ahora) mucho más peligroso, que recogía las brasas y cenizas del brasero o de la gloria todavía calientes y que se metía y movía entre las sábanas para calentarlas.
Siempre me ha gustado la palabra sobrao, como zaguán, como alcoba y como Gloria. Son palabras que me recuerdan a mis veranos, inviernos y fiestas de guardar en mi infancia en mi pueblo. Son palabras en desuso, que no cultas porque antes eran usadas por los más llanos campesinos y que enseñan mucho de cómo se vivía antes, como bien nos ha enseñado Arturo con la etimología de zaguán.
Esta que os he descrito es una casa de unos 200 años, que ahora mismo usa uno de mis primos cuando baja de Vitoria al pueblo, no tiene inquilinos permanentes y necesita más remiendos que admiraciones. Pero era la casa en la que yo dormía cuando íbamos al pueblo, cuando en casa de mis abuelos no cabíamos todos al ir a dormir y que yo como hijo mayor, era el elegido para pasar la noche fuera.
Era la casa de juegos y peleas, y en la que pasé muchas noches muy divertidas antes de que mis padres compraran una casa moderna, sin zaguán, alcobas, ni por supuesto, gloria.
Gracias Arturo por traerme estos recuerdos con una simple palabra...
Samuel: Aunque solo sea por volver a leerte, ya ha valido la pena contar mis impresiones sobre el acto de lectura continuada.
Eliminar¡Un abrazo!
En la Mancha también un zaguán es exactamente lo que explican Manrique y Samuel. Yo todavía recuerdo cuando, de niño, de vacaciones en el pueblo, dejábamos nuestras bicicletas en el zaguán, porque nos gustaba mantenerlas protegidas, pero nos estaba prohibido acceder con ellas a la zona noble de la casa, tras la puerta secundaria.
ResponderEliminarDe todas formas yo voy a la mención de Manrique de Amancio Prada, porque da la casualidad que ayer estuve con él, con Amancio, no con Manrique. Le vi en una conferencia en la Casa de Galicia en Madrid sobre el origen gallego de Cervantes y le saludé. Me contó que sigue grabando discos ( CD´s, supongo) y actuando en público y me recomendó que visitara su página web amancioprada.com, donde se informa de sus actividades.
Me dice mi hermana que, como no puede publicar directamente sus mensajes en este foro, transmita yo este comentario suyo a las palabras de SAMUEL:
ResponderEliminaren Galicia había el caneco para calentar las sábanas antes de meterse en la cama y para seguir calentándose los pies después de meterse. Por si se te olvidó, era una botella de barro, que
se llenaba de agua muy caliente.
A las palabras de mi hermana añado yo que lo del caneco (en realidad una botella vacía de ginebra holandesa) solo era para los adultos. A los niños se nos daba un ladrillo refractario, calentado previamente en la cocina económica, metido en una bolsa de tela.
El ladrillo se introducía en la cama, aproximadamente a la altura del culo, un rato antes de acostarse. En el momento de meterse en la cama se empujaba con los pies, y se conseguía un doble beneficio: la zona donde se apoyaba el culo ya estaba caliente, y los pies se apoyaban en el ladrillo.
Con el frio de aquellos inviernos gallegos en casas sin calefacción, muchas veces era la única manera de conciliar el sueño.