viernes, 3 de julio de 2015

El castillo de los ninja

 
Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí.

 Tempranito dejamos nuestro ryokan y cogimos de nuevo el tren bala. Ciento veinte kilómetros más allá y una hora después nos bajamos en Himeji. Por cierto, una de las estaciones en las que paramos fue la de Kobe, donde se crían los famosos bueyes wagyu que producen lo que se considera la mejor carne del mundo, algo así como Jabugo para los cerdos. Cuenta la leyenda que a estos bueyes les dan unos cuantos litros de cerveza al día, los alimentan con los mejores piensos, y los masajean con sake. No sé si será cierto, pero puedo asegurar que la carne es deliciosa y que tiene la grasa perfectamente entreverada, como la del jamón ibérico o el atún rojo de la almadraba de Barbate. Pero no hay que dejarse engañar, lo que en España llaman “buey estilo Kobe” es carne de buey Angus con algunas trazas de la raza Wagyu japonesa, criado en Europa, y que ni bebe cerveza ni recibe masajes.

 Al llegar a Himeji dejamos las mochilas en consigna y nos dirigimos al castillo del mismo nombre, único motivo de nuestra parada en esta ciudad. Un paseíto de menos de media hora nos llevó al pie de la fortaleza, conocida como “la garza blanca”, por su esbeltez, elegancia y color.

 

 El color blanco viene de la escayola que cubre sus paredes, para dar una cierta resistencia al fuego a un edificio construido casi íntegramente de madera. Acostumbrados a castillos de piedra, nos chocó que en Japón fueran de madera, pero era solo una más de las miles de diferencias que nos encontraríamos a lo largo de este viaje.

 El castillo, de cuarenta y seis metros de alto, se erguía en lo alto de la colina Himeyama, lo que contribuía a la impresión de elegancia e inaccesibilidad. Aunque en el siglo XIV ya se construyó un primer fuerte en este lugar, el edificio actual es de comienzos del XVII y lo levantó uno de los sogunes Tokugawa, de cuyo cementerio ya hemos hablado en El coche fantasma.

Por suerte, pese a ser de madera, y gracias a haberse terminado justo después de finalizar un largo período de guerras civiles, nunca ha sufrido daños, ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial. Hoy está considerado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, por su singularidad y por haberse conservado perfectamente tanto el edificio principal como las zonas de vivienda de los soldados, las rampas de piedra, los fosos llenos de agua, los terraplenes exteriores de tierra y el entorno en general.

 Después de pagar nuestra entrada, nos encontramos con la agradable sorpresa de que en pocos minutos comenzaba una visita guiada en inglés, que nos pareció muy útil si teníamos en cuenta que gran parte de los rótulos y paneles explicativos estaban escritos exclusivamente en japonés. La visita, de más de una hora de duración, resultó interesantísima, aunque el inglés de la voluntaria que la dirigía era bastante rudimentario.

 El castillo nos encantó. Era una muestra perfecta de arquitectura militar, con sus fosos, rampas, accesos en zigzag, troneras, saeteras, pasadizos ocultos, y muchos niveles defensivos, que permitían mantener la resistencia incluso si el enemigo lograba atravesar las fortificaciones exteriores y penetrar en la torre central. Y en las salas superiores había una colección magnífica de armaduras, arcos, espadas y todo tipo de armamento samurái. La mayoría eran auténticas obras de arte.

 La relación de este castillo con los guerreros ninja viene de muy antiguo. Los ninja, en oposición a los vistosos y más conocidos samurái, basaban sus técnicas de combate en pasar desapercibidos,de ahí sus discretos ropajes negros y sus armas de tamaño reducido. Aunque por su propia naturaleza y lo poco elegante de sus actividades quedan pocos registros históricos de sus actividades, se cree que comenzaron a actuar ya en el siglo VI de nuestra era. Empezaron especializándose en el espionaje, y sobre todo en introducirse en los castillos enemigos para levantar planos y detectar puntos débiles.

 Su verdadera eclosión se produjo en el siglo XV, cuando la inseguridad y las guerras civiles crearon una importante demanda de mercenarios entrenados en el espionaje, el incendio, la agitación e incluso el asesinatony -sobre todo- dispuestos a olvidarse de las estrictas reglas de honor de los samurái. En las zonas más aisladas de Japón surgieron clanes ninja y hasta aldeas y templos dedicados a la formación de estos guerreros.

 Como el castillo se comenzó a construir en plena efervescencia ninja, contaba con varios sistemas de defensa específicos contra sus incursiones. Trampas, alambres sujetos a campanillas cruzando los pasillos, accesos tortuosos, rutas sin salida, mirillas en los muros, patios cubiertos de grava para oír el ruido de las pisadas, y pisos de madera apoyados en bisagras de metal sin engrasar, para que chirriasen cuando alguien los cruzaba, son ejemplos de contramedidas que se podían encontrar en este castillo.

 Jugando a dos barajas, el clan Tokugawa, propietario del castillo, llegó a contratar a un grupo de ochenta guerreros ninja, que se infiltraron en un castillo rival, le prendieron fuego y mataron a sus doscientos defensores. Creo que, en el fondo, los samurái tenían razón y los ninja eran despreciables, mercenarios sin reglas ni honor que combatían a favor de quien mejor les pagase. Y el papel de defensores de causas perdidas y protectores de los pobres que algunas películas y comics les adjudican no es más que pura imaginación.

 Esta relación entre el castillo de Himeji y el universo ninja llega hasta la actualidad. En 1967, en la película “Solo se vive dos veces”, Sean Connery - James Bond recibe su entrenamiento ninja precisamente en este lugar, transformado para el caso en sede de la policía secreta japonesa. Por cierto, este castillo también aparece ampliamente en las películas “Ran” de Akiro Kurosawa y “Shogun” de James Clavell, aunque en esta última le cambian el nombre por castillo de Osaka. Y a pocos kilómetros está el templo de Engyo-ji, en que se filmaron muchas escenas de “El último samurái”.

 Terminada la visita al castillo, compramos unos deliciosos eki bento en la estación y tomamos otro shinkansen hasta Shinyamaguchi, donde transbordamos a un tren de cercanías para cruzar la punta sur de la isla de Honshu y llegar al Mar de la China Oriental, dispuestos a pasar unos días en el pueblo de Hagi.

 El trayecto hasta Shinyamaguchi no presentó ningún problema, pero nuestro primer contacto con los trenes de cercanías ya resultó algo más complicado. En las estaciones más pequeñas era raro encontrarse con horarios en romaji, y mucho menos en inglés. Lo habitual era que estuviesen escritos en kanji, y que hubiera que buscar el nombre de las estaciones de salida y llegada en plan dibujitos, utilizando la grafía japonesa de los nombres de las ciudades que aparecía en nuestra guía de viaje. Una vez localizada la hora de salida del tren que nos interesaba, la apuntábamos en un papel, junto con los nombres de las estaciones (en romaji, ya que prácticamente todos los japoneses lo saben leer) y el día y hora para el que queríamos los billetes.

 Con este papelito nos íbamos a la ventanilla, y por señas le indicábamos al empleado que queríamos dos billetes con los datos que le enseñábamos. Cuando lo entendía, lo anotaba en nuestros Rail Pass, y nos daba los billetes.

 El proceso nos resultaba tan trabajoso que procurábamos sacar de una sola vez los billetes para varios trayectos. Lo malo era que solíamos tardar bastante en todo esto, y si se formaba cola el taquillero se ponía muy nervioso y procuraba quitarnos de enmedio con cualquier pretexto.

 Los trenes de cercanías, como el que nos llevó desde Shinyamaguchi hasta Hagi, no eran nada del otro mundo, se parecían bastante a los trenes españoles de hace bastantes años, con asientos de madera y sin aire acondicionado. Y tampoco eran tan puntuales como los trenes bala. En este caso, en shinkansen recorrimos casi cuatrocientos kilómetros en hora y media, y necesitamos otra horita para el tramo final de solo treinta kilómetros, parte en tren y parte en autobús.

 En Hagi nos alojamos en el Hotel Hasegawa, frente a la estación de autobuses, más cutre y no tan limpio como los Toyoko Inn. Nunca entenderé por qué era tan caro. De entrada, el recepcionista no hablaba ni una palabra de inglés, lo más que hizo fue indicarnos el precio en una calculadora, cobrarnos por adelantado, acompañarnos a la habitación y enseñarnos el frigorífico, ubicado en un pasillo y aparentemente compartido por todos los huéspedes. La habitación no era nada del otro mundo, el precio no incluía el desayuno, no proporcionaban yukatas… Vamos, un timo.

 Esa misma noche, paseando en busca de un sitio para cenar, vimos una casita que tenía pintadas en la fachada gambas, calamares y peces. Pensando con lógica que era un restaurante especializado, nos metimos dentro, y creo que acertamos. Un local muy humilde, con pinta de cantina de un club de pescadores; varios clientes locales en la barra, que nos miraron discretamente pero asombrados, y un encargado o dueño que nos sentó en la mejor mesa del local, justo enfrente del televisor donde se emitía lo que parecía un telediario. Nos trajo las dos cervezas de rigor y una carta, por supuesto en perfecto japonés. Tirando de diccionario le solté así, sin más: “Ebi wa arimasu ka?” o sea, que si tenía gambas. Me respondió entusiasmado que sí, y se me quedó mirando, expectante. Como le volví a repetir lo de las gambas, me largó una larga parrafada, un poco preocupado. Pero cuando le solté el habitual gomen nasai, wakari masen (lo siento, no entiendo nada) se limitó a sonreír y marcharse. Al cabo de un rato volvió con dos cuencos de sopa de pescado, que nos colocó delante, con cara de satisfacción. Nos los comimos sorbiendo, pero un tanto quemados por no haber conseguido las gambas que queríamos. Cuando acabamos la sopa, la retiró, y ahora sí que nos trajo una fuente de arroz glutinoso, varias salsas y una buena ración de gambas al vapor. Me imagino que el hombre consideró que una ración de gambas no era una cena en condiciones, y nos compuso lo que a él le pareció un menú más razonable. Por cierto, las gambas estaban muy buenas y el precio resultó más que asequible.

 El día siguiente lo pasamos recorriendo los templos del casco antiguo, que aunque pequeños, humildes y solitarios, o precisamente por eso, tenían mucho encanto. Hasta encontramos el templo de los pescadores, repleto de maquetas de barcos colgadas del techo. Tiempo tuvimos para pasear por la playa, sin nada de interés para un gaditano aunque sea de adopción, por las ruinas del castillo (verdaderamente arruinado, yo diría más bien arrasado), y por el barrio samurái, en el que envueltos en un calor infernal pudimos entrar en varias casas antiguas, en realidad más de comerciantes que de auténticos samurái. Me imagino que el nombre del barrio vendría de la época en que fue construido, más que de que en él vivieran los antiguos guerreros, equivalentes a nuestros caballeros medievales.

 Las casas eran muy interesantes. Construidas íntegramente en madera, bambú y escayola, recogían todos los elementos que conocemos de las películas de Kurosawa (La leyenda del gran Judo, Rashomon, Los siete samurái, Yojimbo) y Mizoguchi (Cuentos de la luna pálida, El héroe sacrílego). Suelos de tatami, paredes interiores y exteriores semitraslúcidas y deslizantes, techos de vigas vistas, decoración minimalista, ausencia casi total de mobiliario…

 Todavía pasamos un día más en Hagi, durante el que visitamos un par de templos de los alrededores, en un recorrido a pié de varios kilómetros. Primero fuimos a Daisho-in, que aunque quedaba un poco alejado del centro, tenía un encantador aire de abandono, de decadencia. Seiscientos tres fanales de piedra cubiertos de liquen decoraban el cementerio de los miembros pares del clan Mori, que se instaló en Hagi en el siglo XVI.

 El segundo y último templo del día fue el de Toko-ji, de aspecto más recargado, y que también albergaba unas cuantas tumbas de los Mori, pero esta vez de los impares, en concreto de los señores número tres, cinco, siete, nueve y once. El por qué se iban alternando los enterramientos entre ambos templos es para mí un misterio. Y más si tenemos en cuenta que mientras Toko-ji era de la secta budista Obaku, de origen chino, Daisho-in pertenecía a la secta Zen.

 Desde el templo de Toko-ji bajamos caminando hasta la estación de ferrocarril, para intentar conseguir billetes hasta Tsuwano y Matsue, nuestras siguientes etapas. Como la taquilla estaba cerrada, preguntamos sin éxito a varias personas que estaban en la sala de espera, hasta que una chica nos indicó una señal que ostentaba una “i” blanca sobre fondo azul y una flecha. Siguiendo las flechas, al cabo de casi dos kilómetros encontramos una oficina de información turística en los bajos del ayuntamiento.

 Allí por fin nos enteramos de que en Hagi hacía años que se habían suspendido los servicios de ferrocarril, pero que había autobuses de Japan Railways directos a Tsuwano, que nuestros Japan Rail Pass valían para esos autobuses, y que paraban allí mismo. Rápidamente compramos sendos billetes para el día siguiente, aunque nuestros intentos de conseguir otros billetes para luego continuar desde Tsuwano hasta Matsue resultaron totalmente infructuosos. Nos insistieron en que los podíamos comprar en Tsuwano, y creo que respiraron aliviados cuando nos fuimos. Nada que ver con el viejo chiste del viaje de un murciano desde Sangonera hasta Osaka y vuelta.

 Pasamos el resto de la tarde descansando; al fin y al cabo y aunque no lo pareciera estábamos de vacaciones. Al día siguiente bien temprano nos subimos a nuestro autobús, que en un par de horas nos llevó hasta Tsuwano, sesenta kilómetros al norte, donde pensábamos pasar solo una mañana visitando el templo sintoísta de Taikodani Inari.

 Desde la parada del autobús ya se veía una larga fila de banderolas que marcaban el ascenso hasta el templo, al que se podía subir en coche. Pero pese al calor y la humedad que ya apretaban a las diez de la mañana, nos dispusimos a seguir el viejo sendero de los peregrinos, que serpenteaba entre los árboles y que cubrían más de mil torii, unos arcos monumentales de madera, pintados de rojo, tan juntos que casi formaban un túnel. Por suerte, no era un día punta de peregrinaciones, y pudimos recorrer el sendero prácticamente solos, en un silencio roto solamente por los cantos de los pájaros y el correteo de las ardillas.

 El templo en sí era relativamente reciente, se había construido en el siglo XVIII para proteger el costado nordeste del castillo de Tsuwano, ya que en la tradición japonesa el mal llega siempre desde esa dirección. Como Inari es un dios muy polifacético, ya que se ocupa del sake, la fertilidad, el arroz, la agricultura, los zorros, la industria y el éxito en general, no es de extrañar que en Japón le hayan dedicado más de treinta mil templos. El que íbamos a visitar se consideraba uno de los cinco más importantes. Y no, no sé cuáles son los otros cuatro.

 Aunque también se celebraban muchas bodas, los visitantes solían acudir a este templo para realizar el Oharae, un rito de purificación habitual ante rachas de mala suerte o antes de emprender un viaje o un nuevo negocio. Se podían organizar bajo demanda de un particular, previo pago de unos 3.000 yenes, y en determinados días había ritos colectivos y gratuitos, de gran solemnidad, que no tuvimos la suerte de presenciar. Por lo que pudimos atisbar desde la entrada al templo, los peticionarios y el sacerdote se sentaban o arrodillaban en el suelo frente al altar, y el sacerdote recitaba lo que supongo que sería una oración. Todo muy sobrio.

 Tanto en el edificio principal como en los demás que rodeaban el patio central se apilaban las ofrendas, reales o simbólicas, de los fieles. Sacos de arroz bellamente decorados, tablones votivos, paneles con listas de donativos de hasta varios millones de yenes, y miles de nudos de todos los tamaños, en papel o paja de arroz. Sobre la entrada del templo principal, en el límite de la zona visitable por unos infieles como nosotros, colgaba el nudo más grande que he visto en mi vida. Formado por una maroma de paja de arroz de casi un metro de diámetro, calculo que tenía algo más de cuatro metros de largo. Luego me enteré de que estos nudos, los shimenawa, eran una defensa contra los malos espíritus, y se instalaban incluso antes de poner la primera piedra del templo. Un nudo muy similar forma el cinturón ceremonial de los grandes luchadores de sumo.


Un poco más abajo del templo estaba el aparcamiento, en el que había otro templete dedicado específicamente a la purificación de los coches. Pagando la tarifa establecida, un sacerdote bendecía al coche y al conductor, librándolos de toda culpa anterior y rezando por su seguridad. Lo que no te perdonaban eran las multas.

Creo que es el momento de contar algo más sobre el sintoísmo, que es la religión tradicional del Japón, aunque en Europa se conozca más el budismo zen. Es una religión muy alejada de las llamadas “del libro”: Ni es monoteísta, ni tiene un libro sagrado ni un líder máximo. Se la clasifica entre las religiones naturalistas, porque sus seguidores adoran a los elementos de la naturaleza; de ahí que en muchas ocasiones sus templos se ubiquen en paisajes excepcionales o que alberguen árboles antiquísimos a los que se presta un respeto muy profundo. También reverencia a los antepasados, con lo que expresa dos aspectos muy importantes en la vida de los japoneses: el amor a la naturaleza y el respeto a los ancestros.

En la actualidad Japón es un estado laico, en que no hay ninguna relación entre el gobierno y las distintas religiones que allí se practican. De hecho, en las escuelas públicas está prohibida la enseñanza religiosa, que suele realizarse en el ámbito doméstico o en las escuelas monacales. Esta situación viene muy influida por la derrota en la Segunda Guerra Mundial, ya que antes y durante la misma el sintoísmo era la religión oficial, y el emperador era considerado como un dios. La influencia de los sacerdotes sintoístas ha decaído mucho, aunque la mayoría de los japoneses sigue fiel a sus preceptos básicos, que impregnan la cultura y la ética social.

Bajamos de nuevo por el sendero de los torii, y cogimos otro tren local, que después de varios transbordos nos llevó hasta Matsue.

Pero eso es otra historia.

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