sábado, 25 de enero de 2025

Santiago: no pisaré tus calles nuevamente

    Estas notas corresponden a un viaje a la Patagonia chilena realizado en diciembre de 2024 junto con María, mi mujer, autora de muchas de las fotos utilizadas y a la que le dedico este texto.

   Llevábamos años con ganas de visitar Patagonia, especialmente después de leer algún libro de viajes por la zona, como el de Bruce Chatwin, o los cuadernos del viaje de Darwin a bordo del Beagle. Pensábamos en lugares como Ushuaia, El Calafate o el glaciar Perito Moreno, todos ellos ubicados en Argentina, pero desconocíamos la existencia de la Patagonia chilena o el hecho de que el canal de Magallanes discurriera íntegramente por Chile.   


Solo cuando nos pusimos a preparar el viaje y consultamos a varios amigos que habían visitado la zona, nos hablaron de esta otra Patagonia, mucho más salvaje y bonita, según ellos, que la argentina. Así fue como, a primeros de diciembre, a punto de comenzar el verano austral, aterrizamos en Santiago, la única ciudad chilena con vuelos directos desde España. Mis recuerdos se iban sin querer evitarlo hacia el golpe de estado de Pinochet y sus terribles consecuencias, con la banda sonora de Pablo Milanés en Pisaré tus calles nuevamente .Yo no lo haré, si puedo evitarlo. 

   Me imaginaba, quizás por semejanza con otras capitales iberoamericanas, un centro histórico que conservara los viejos edificios coloniales, repleto de buenos restaurantes, hoteles con encanto y tiendas de artesanía mapuche. El choque con lo que de verdad me encontré allí, sumado al desfase horario y a las más de veinte horas de viaje que llevaba encima, fue demasiado fuerte.

   Santiago, especialmente su centro, no es bonito ni agradable. Los poquísimos edificios coloniales que han sobrevivido a los frecuentes terremotos y a la huida de las clases medias y altas hacia los barrios residenciales del este están muy abandonados, cubiertos de hollín y de vallas publicitarias, sumergidos entre construcciones modernas sin ninguna personalidad y ocupados por bancos o por locales comerciales de poca categoría: pizzerías, casas de cambio, bazares, tiendas de chucherías o de venta de tarjetas telefónicas y docenas de farmacias. Por las calles peatonales se distribuye el comercio informal, que en estas fechas de diciembre se especializaba en artículos de temporada como calendarios, dulces navideños, papel de envolver regalos y disfraces de princesa o de Papá Noel.

   Por si fuera poco, la limpieza de las calles más céntricas es muy deficiente. La basura sin recoger y el olor a pis, especialmente intenso en la Plaza de Armas, nos acompañaron durante todo el recorrido del primer día.

   Después de cambiar algo de dinero y de comprar unas tarjetas telefónicas de prepago, nos metimos en el Museo Chileno de Arte Precolombino, que me provocó otra desilusión. El museo está dedicado al arte anterior a la llegada de los españoles, pero la mayor parte de los objetos expuestos pertenecen a colecciones privadas y proceden de Ecuador, Perú y Colombia. Solo al finalizar la visita, cuando estábamos a punto de abandonar el edificio, vimos un cartel que anunciaba una exposición en el sótano: Chile antes de Chile.

   Allí sí que encontramos, por fin, objetos precolombinos procedentes de los territorios que hoy en día forman Chile, incluyendo la isla de Pascua o Rapa Nui. En los objetos expuestos se reconocían claramente cuatro franjas culturales bien diferenciadas de norte a sur: los desiertos extremos de la frontera con Perú y Bolivia, habitados solo en la franja costera por pueblos pescadores llegados del norte; la zona central, de clima templado y tierras fértiles, que formó parte del imperio inca hasta la llegada de los españoles; la Araucanía, habitada por los mapuches, que no permitieron la entrada de los incas y que defendieron muy eficazmente su independencia, primero contra los invasores españoles y después contra el estado chileno, que no logró controlar la zona hasta finales del siglo XIX, y, por último, la Patagonia Sur, en torno al estrecho de Magallanes, cuyo clima frío y ventoso no permitió el asentamiento de grandes grupos humanos ni mucho menos la acumulación de excedentes alimentarios ni la aparición de una civilización avanzada.

   La exposición no incluía muchos objetos, pero la selección era excepcional. Me impresionaron los chemamülles, las enormes esculturas funerarias de los mapuches, quizás la cultura más evolucionada de las que se encontraron los españoles al llegar allí, y me encantó la joyería en plata de la misma procedencia. Leí que los chemamülles de los héroes se colocaban mirando a oriente, hacia la cordillera, sobre cuyos volcanes vivirían eternamente sus espíritus, mientras que los de los cobardes se orientaban hacia el Pacífico, al otro lado del cual comerían para siempre papas amargas.

   


Al salir del museo nos pusimos a buscar algún sitio para comer, cosa complicada en aquel centro degradado. Acabamos en un local de comida rápida peruana, donde nos costó entender el menú: aguadillo de choros (sopa clara de arroz con mejillones), locos en salsa verde (unos extraños moluscos emparentados con nuestras lapas, llamados orejas de mar o abalones en otros países), chicharrones de pota (calamares a la romana), lomo vetado (veteado) y otros platos de nombre igualmente incomprensible que nos obligaron a pedir ayuda a la camarera, la garzona como le llaman aquí.

     Después de comer visitamos el Palacio de la Moneda, de tan triste recuerdo. Nunca olvidaré aquel 11 de septiembre de 1973, yo con veinte años y la dictadura franquista dado sus últimas boqueadas, cuando me enteré del golpe militar en Chile que ponía fin a la esperanza de una vida mejor para los chilenos. Las fotos del bombardeo aéreo y terrestre del palacio presidencial o de Allende con casco y ametralladora negándose a rendirse forman parte del imaginario colectivo de mi generación.

   Una estatua de Allende frente a la fachada principal y, sobre todo, una gran placa de bronce con los nombres de los “37 valientes compatriotas que salieron por esta puerta tras resistir el bombardeo del Palacio de la Moneda y defender la democracia junto al presidente de la República Salvador Allende Gossens. Chile no puede olvidar sus detenciones, torturas, ejecuciones y desaparición forzada. Su historia fortalece nuestra democracia y contribuye a garantizar que nunca más en nuestro país se cometan crímenes de lesa humanidad.” ¿Cuándo veremos placas similares en España?

   Desde allí caminamos hasta el barrio Lastarria, epicentro de la movida juvenil e informal y muy cercano a nuestro hotel. A la entrada del Centro Cultural Gabriela Mistral nos abordaron dos jóvenes, cámara en mano, que en perfecto inglés pretendieron entrevistarnos sobre nuestros gustos literarios. Cuando confesamos nuestra nacionalidad, la entrevista continuó en español: estaban grabando un documental para publicitar la Feria Internacional del Libro que tendrá lugar en el barrio de Recoletas en abril de 2025.

   Menos mal que habíamos preparado bien el viaje y pudimos citar a varios autores chilenos al margen de los obvios Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Antonio Skármeta. Compartían nuestro gusto por Luis Sepúlveda, Roberto Bolaño y Alejandro Zambra, pero José Donoso les parecía un tanto anticuado e Isabel Allende bastante sobrevalorada. En lo que sí coincidimos es en el trauma que la dictadura de Pinochet supuso para la inmensa mayoría de escritores chilenos, incluso para los nacidos después del golpe, y que se transparentaba en la omnipresencia de las detenciones y torturas en sus libros. Me sorprendió que no conocieran a Naomi Klein, cuyo libro La doctrina del shock explica de una forma muy didáctica el mecanismo utilizado por Estados Unidos y las oligarquías locales para destruir los regímenes democráticos que comenzaban a surgir en Iberoamérica en los años setenta del siglo pasado. Entre los escritores más recientes, nos recomendaron a Pedro Lemebel y Alia Trabuco, cuyos libros acabamos comprando semanas después con nuestros últimos pesos.

   Después de la entrevista paseamos por las calles del barrio, donde descubrimos una ciudad muy diferente de la que habíamos recorrido hasta ese momento. Calles estrechas y retorcidas, chalets historicistas y algún edificio modernista o racionalista albergaban librerías, tiendas de ropa con estilo y restaurantes con buena pinta. Policías municipales y vendedores callejeros muy jóvenes practicaban el eterno juego: los policías hacían como que expulsaban a los vendedores y éstos simulaban desmontar sus puestos de libros de segunda mano y ropa o bisutería de diseño propio, aunque se limitaban a enrollar las mantas o descolgar las perchas donde exhibían sus mercancías y esperar a que los policías se aburrieran y los dejaran vender en paz.

   El otro gran atractivo de Lastarria lo constituía la fauna juvenil que paseaba, intentaba vender sus libros, discos o ropas en desuso o bebía cerveza sentada en cualquier acera. Minifaldas imposibles, pelos de colores nunca vistos, tatuajes omnipresentes y estilismos radicales formaban parte de un paisaje urbano en constante renovación. Gais y lesbianas mostraban su afecto libremente y exhibían los atuendos más rompedores.

   Nos sentamos en una terraza a cenar algo ligero y me sorprendió la buena calidad del vino de la casa, algo que se repetiría en prácticamente todos los restaurantes a lo largo del viaje. En Chile los vinos no se piden por denominación de origen, como en España, sino por uvas. A las tradicionales Cabernet, Merlot, Pinot Noir o Shiraz se suman variedades para mí desconocidas, como los tintos Carmenere o los blancos Cinsault.

   A la mañana siguiente, con la mente todavía un poco nublada por la diferencia horaria, decidimos subir al cercano cerro de Santa Lucía para hacer el tiempo hasta la apertura del museo de San Francisco, especializado en arte colonial. La perspectiva desde el cerro sobre los barrios cercanos no mejoró en absoluto mi opinión estética sobre Santiago, envuelta en una nube de contaminación que ocultaba, incluso, las cumbres nevadas de los Andes que se elevan al este de la ciudad. Con más de siete millones de habitantes, la capital concentra a más de un tercio de la población de Chile en una llanura de unos mil doscientos kilómetros cuadrados encajada entre la cordillera costera y la andina, lo que favorece la formación de grandes inversiones térmicas como la que estábamos contemplando.

   Bajamos del cerro por su ladera oeste y recorrimos la avenida Libertador O’Higgins, más conocida como la Alameda pese a que la mayoría de los álamos que le dieron nombre han desaparecido víctimas de la contaminación y la falta de riego.

   El museo de San Francisco, alojado en el convento del mismo nombre, no es un museo de arte virreinal en un sentido estricto, sino una mera acumulación un tanto heterogénea y deslavazada de objetos que van desde recuerdos de la premio Nobel Gabriela Mistral hasta el núcleo de la colección, 54 grandes óleos pintados en Cuzco a finales del siglo XVII y que narran la vida de san Francisco de Asís, fundador de la Orden Franciscana, de las Hermanas Clarisas y de la Orden Tercera, reservada para los seglares. Los óleos cuelgan adosados los unos a los otros, con una iluminación bastante deficiente.

 


 Nuestra última visita la dedicamos al Mercado Central, que todavía conserva muchos puestos de pescado y marisco, en donde aprendimos a reconocer los que luego iríamos comiendo a lo largo del viaje. Sin embargo, más de la mitad del mercado está ahora ocupado por restaurantes y tiendas de recuerdos para turistas, hasta el punto de que el Ayuntamiento ha construido un nuevo mercado, el de Tirso de Molina, al otro lado del rio Mapocho, para albergar la verdadera vida comercial.

   A mediodía tomamos un Uber, ilegal en Chile pero claramente tolerado, para desplazarnos hasta el aeropuerto, en el que abordamos un vuelo de LATAM con destino a Puerto Montt, ciudad donde comenzaría nuestro recorrido por Patagonia.

   Pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

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