Al llegar a la página 100, me he rendido y he cerrado este libro, creo que para siempre. No es que sea malo, que no lo es, pero no me considero capaz de seguir leyendo otras casi cien páginas en la misma línea. Me aburro y me cabreo, a partes iguales.
Violeta Gil, la autora (Hoyuelos, Segovia, 1983) es licenciada en filología inglesa y en interpretación y tiene un máster en escritura creativa. Es poeta, creadora escénica y traductora. Esta es su primera novela y en ella nos habla, fundamentalmente, de sí misma, de su padre y de su abuelo.
Si me preguntaran cuál es el tema de este libro, dudaría, como siempre. Violeta Gil habla de la memoria, de la identidad, de las relaciones familiares, pero no estoy seguro de que alguno de estos aspectos sea el tema central de la novela.
A lo largo del libro, que se puede encuadrar dentro del género autobiográfico, la autora adopta tonos muy diferentes. Así, mientras en la parte dedicada a la muy marginal participación de su abuelo en la explotación de Guinea Ecuatorial el texto yuxtapone una visión más periodística con una búsqueda permanente de la presunta culpabilidad colonialista de su abuelo, en el capítulo centrado en la relación entre sus padres glosa desde un punto de vista muy personal las numerosas cartas escritas por su padre a su madre.
Lo que en realidad no me ha gustado de este libro es su desnudez. Comprendo que cuando alguien pretende escribir un texto autobiográfico debe estar dispuesto a contar pensamientos, opiniones o vivencias íntimas, hasta rozar o entrar de lleno en el exhibicionismo. Pero cuando las intimidades que se cuentan afectan a otras personas, cuando esas intimidades no son necesarias para contar una historia o describir a un personaje, es fácil caer en algo muy parecido a la pornografía de los sentimientos. Y esto es, en mi opinión, lo que le pasa a este libro. Mucho de los detalles que recoge no son “exigencias del guion”, sino que me parecen perfectamente prescindibles.
Cuando me pregunto el porqué del éxito de este libro, me viene a la cabeza la película Tesis. Alejandro Amenábar defiende en esa película que lo que quiere el público es morbo. Y esta novela tiene mucho morbo.
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