Yendo este verano desde Cádiz a Galicia buscamos un punto más o menos intermedio para cortar el viaje, y nos encontramos con Guimaraes, “onde nasceu Portugal”. Aunque la ciudad es muy interesante y ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, prefiero por ahora hablar de un lugar donde, en mi opinión, nació el verdadero Portugal.
Es verdad que en 1128 el infante D. Afonso Henriques ganó allí una batalla contra los ejércitos aliados de su madre, condesa de Portugal, y de Fernando Pérez de Traba conde de Trastámara, y se autoproclamó rey de Portuugal, pero en mi opinión los países, las naciones, nacen en la cultura y la mente de sus habitantes.
Por eso me gusta más pensar que Portugal nació muchos siglos antes, en la Citania de Briteiros, que a fin de cuentas está a solo 15 km del centro de Guimaraes.
No es difícil llegar a la Citania, si se consigue salir de la ciudad por la carretera correcta (N-309, que pasa por la misma entrada a las ruinas), aunque a nosotros nos tuvo que ayudar un amabilísimo portugués, que nos acompañó hasta ponernos en camino.
Lo primero que me pregunté es qué diferencia había entre un castro y una citania, ya que yo suponía que ambas palabras señalaban a un poblado celta. El diccionario de la RAE me sacó de dudas: Mientras que castro significa “poblado fortificado en la Iberia romana”, citania se define como “ciudad fortificada, propia de los pueblos prerromanos que habitaban el noroeste de la península ibérica”. Está claro, una citania es más grande y más antigua que un castro. Claro que para acabarlo de complicar, el mismo diccionario reconoce que en Galicia se usa la palabra castro para cualquier altura donde haya vestigios de fortificaciones antiguas.
Resuelta la duda, solo quedaba visitar lo que quedaba de la de Briteiros. ¡Y vaya si quedaba! En un espolón rocoso que se erguía sobre el valle del Ave, muy escarpado por tres de sus caras, los indígenas, a los que los romanos conocían como galati bracariensis (gallegos de Braga, que diríamos ahora), construyeron en el siglo II antes de nuestra era una auténtica ciudad, con sus murallas, su casa del consejo, numerosas viviendas, calles, y hasta unos baños termales.
Vivían del pescado del río, de la caza en los montes de alrededor, del trigo, cebada, mijo y lino que cultivaban en las tierras más cercanas al río, de las bellotas y del ganado. Y me pega que un poco también de sus saqueos sobre otros asentamientos cercanos, como era común en aquella época.
Para evitar que a ellos les pasara lo mismo, construyeron una muralla de piedra de unos 3 o 4 metros de alto que rodeaba toda la ciudad en un recorrido de casi dos kilómetros, reforzada por otras tres murallas y dos fosos por el nordeste, donde las laderas del monte eran más accesibles. Se conserva, en mejor o peor estado, más o menos la mitad del muro, con algunas puertas de mampostería muy bien trabada.
Dentro del recinto, a semejanza de los campamentos romanos, las dos calles principales se cruzaban en ángulo recto, dividiendo la ciudad en barrios.
En cada barrio las viviendas (de las que se reconocen más de cien) se agrupaban en lo que se supone eran núcleos de familia extensa. Muros de menor altura y espesor rodeaban estos núcleos, en los que conviven viviendas circulares, que imagino muy parecidas a las pallozas gallegas, con otras más modernas de planta rectangular.
Después de pasarme una hora trepando por aquellos pedruscos, absolutamente solo (o sea, que por no haber no había ni alemanes) y sufrir el sol del mediodía, todavía me quedaron ánimos para descender un sendero hasta lo que consideran la joya del yacimiento: las termas.
Aunque durante la construcción de la N-309 se destruyó parte de la instalación hidráulica antes de percatarse de lo que allí había, vaya en honor de nuestros vecinos portugueses que inmediatamente se paralizaron las obras y se desvió la carretera. Aquí probablemente habríamos trasladado las termas a alguna plaza dura en el centro de Guimaraes, para “ponerla en valor”.
Las termas estaban formadas por un edificio alargado de sillería, de unos quince metros de largo por dos de ancho. En la entrada, una pileta acumulaba el agua fría para los baños finales, y el interior estaba dividido en dos por la llamada pedra Formosa, una enorme losa de granito tallada y con una apertura de no más de 60 cm en la base. Esta apertura permitía los magros habitantes de la citania acceder a la cámara interior y llevar hasta la misma piedras calentadas en una hoguera y recipientes con agua. Como en las saunas finlandesas, al echar agua sobre las piedras calientes se formaba una nube de vapor, que saturaba el ambiente de humedad.
Tengo que reconocer que yo no habría pasar por el agujero; la barriga que me va creciendo desde mi reciente jubilación me lo habría impedido.
Para terminar esta reseña, hay que darle su mérito a Don Francisco Martins Sarmento, abogado, escritor y erudito local, que en el siglo XIX dirigió la primera campaña de excavaciones. Cuando se dio cuenta de lo que este monte escondía, compró los terrenos de su bolsillo para garantizar su conservación.
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