martes, 28 de junio de 2022

Noto

     Visitar cualquier ciudad con treinta y cuatro grados a la sombra es de locos. A Noto, ciudad barroca donde las haya, llegamos antes de las diez de la mañana para intentar evitar las horas peores. Aparcamos cerca de la plaza del 16 de mayo (no he conseguido averiguar qué sucedió en dicha fecha para que la plaza lleve ese nombre). El termómetro ya alcanzaba los treinta y dos grados. Grupos de turistas desesperados se apiñaban en las escasas zonas de sombra que proyectaban los palacios barrocos. Bajo el único árbol de la plaza, unos jubilados sentados en sillas plegables hacían guardia para que ningún turista los expulsara de su ubicación privilegiada.

   Según la excelente web www.viajealpatrimonio.com , tras el terremoto de 1693, que arrasó todo el valle, el virrey de Sicilia, Juan Francisco Pacheco, designó a Giuseppe Lanza, duque de Camastra, como responsable de la reconstrucción. Pacheco, junto a la alta nobleza siciliana, diseñó un plan integrado. Empezó por no cobrar impuestos a las zonas afectadas, para luego levantar las principales y estratégicas fortalezas defensivas con la ayuda del ingeniero Carlos de Grunenberg. A partir de aquí se centró en las ciudades afectadas, para las cuales había que elegir una de estas opciones: completo traslado, reconstrucción de edificios seleccionados o una solución intermedia con nuevos barrios al lado de un centro reconstruido. En los tres casos, el barroco tardío impregnó plazas, edificios públicos e iglesias dando una total unidad estilística a la región.

   El terremoto fue una oportunidad aprovechada para que los arquitectos y escultores sicilianos desarrollaran por fin un estilo con personalidad propia. Este barroco destaca por su extravagancia con sus máscaras y querubines sonrientes. 

   Algunas ciudades vieron remodelaciones, pero otras como Noto cambiaron de localización completamente. Esto, junto a la concentración de la propiedad, permitió a los arquitectos y urbanistas poner en práctica ideas que ya los renacentistas impulsaron en lugares como Pienza: la ciudad ideal. Amplias calles cortadas en ángulos rectos y diseños radiales partiendo de una gran plaza fueron los dos principios. Los diseños no solo buscaron la estética, sino que intentaron preparar a las ciudades para futuros terremotos. Noto, a unos kilómetros de la todavía en ruinas Noto Antica, fue diseñada por Giovanni Battista Landolina. Este aristócrata local aprovechó para orientar las calles hacia la luz y dividir la ciudad de acuerdo a la jerarquía social: la nobleza en la parte alta, el clero en torno a la plaza, las calles amplias para los negocios y el resto donde pudieran. El edificio más destacado es la catedral, construida a lo largo del XVIII.

   La traza borbónica de la ciudad, perfectamente cuadriculada, nos permitía ver cómo la insolación se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Las calles rectilíneas e interminables me recordaban el barrio de la Magdalena de mi Ferrol natal, construido bajo el mismo rey y prácticamente a la vez que Noto. Hay quienes ven similitudes entre Noto y Puerto Real, pero el centro urbano de esta última ciudad se construyó doscientos años antes que el de Noto y es de inspiración no barroca sino renacentista.

   Por un momento creí encontrarme en el mundo fantástico de la novela “El problema de los tres cuerpos”, de Lixin Ciu, y ya esperaba oír por la megafonía la orden de “Deshidrataos, deshidrataos”, que permitía a los habitantes de aquel planeta sobrevivir a las olas de calor producidas cuando sus tres soles coincidían en el firmamento.

   Un grupo de gente hacía cola frente al Convitto delle arti, una galería en la que anunciaban la exposición “Mitos, heroínas y rebeldes”. La muestra me pareció excepcional, con más de cien obras magníficamente seleccionadas, desde mi adorada Artemisia Gentileschi hasta Yayoi Kusama, pasando por Sofonisba Anguisola, Tamara de Lempicka, Frida Kahlo y Yoko Ono.

   
Me llamó especialmente la atención un busto de terracota de Constanza Piccolomini, obra de Bernini. El escultor sedujo a Constanza tras contratar a su marido como ayudante, pero sus amores terminaron abruptamente cuando Bernini se enteró de que Constanza también era amante de su hermano Luigi. Bernini intentó matar a su propio hermano y envió un sicario para intentar desfigurar la cara de Constanza de una cuchillada.

   El resultado fue más que previsible; el escultor resultó impune pero a ella la condenaron a prisión, de donde salió para regresar a vivir con su marido y convertirse en una gran coleccionista de arte.

    Después de la sombra y el frescor de la galería de arte, salimos al horno del Corso Vittorio Emanuele, que en unos cientos de metros pasa por seis iglesias y tres palacios para terminar en la Porta Ferdinandea, construida en 1838 con motivo de la visita del monarca Fernando II de las dos Sicilias.

   A duras penas recorrimos dos iglesias y un convento antes de comprender que un cuarto de hora más al sol podría provocarnos quemaduras irreversibles. Yo no conseguía sacarme de la cabeza la canción “La bossa nostra” de Les Luthiers con su sol cocinheiro da gente,  por lo que empezamos a buscar un sitio a la sombra en el que tomar una cerveza antes de comer. La tarea parecía imposible. Largas filas de mesas al sol nos guiñaban el ojo, intentando atraernos; las pocas que había a la sombra estaban reservadas para comer. Ni siquiera la promesa de beber algo y dejar la mesa libre en poco tiempo convenció a los camareros y tuve que recurrir a un sargento de carabinieri, que nos señaló una calle y nos indicó que a cien metros había un bar muy agradable. Tenía razón, por lo que varias cervezas y media hora después pudimos emprender el regreso a Siracusa.

   Una buena siesta en nuestro magnífico apartamento nos permitió volver a salir a dar un paseo por las calles más frescas y umbrías de Ortigia, para hacer el tiempo hasta la hora de cenar. Es dura la vida del turista.

   A la mañana siguiente, incansables, nos subimos a un autobús urbano para acercarnos a Neápolis, el barrio que fue nuevo en el siglo III a.C, cuando el tirano Hierón II ordenó construirlo tras la primera guerra púnica. En el autobús no hubo manera de pagar. Cuando le enseñé el dinero al conductor me hizo un gesto de que me sentara; luego le pregunté a un pasajero, que se encogió de hombros y me indicó que no me preocupara. Los que sí se preocuparon de nosotros fueron los demás pasajeros, que nos avisaron antes de llegar a nuestra parada y nos explicaron cómo llegar hasta la entrada del yacimiento.

   Durante el recorrido por las ruinas, unas tres horas caminando al sol con treinta y dos grados a la sombra, me crucé con varios grupos de turistas españoles que encajaban perfectamente en la categoría de “quinitos” que citaban con frecuencia mis compañeros catalanes en un viaje por Vietnam, allá por el año 1993. Son esos turistas que se quejan permanentemente, hasta el punto de que uno llega a preguntarse para qué salen de viaje. El nombre de quinitos procede del catalán, ya que sus expresiones más frecuentes son Quina calor! (¡qué calor!), quina boira! (¡qué niebla!), quin cansament! (¡qué cansancio”) y otras muchas similares para exteriorizar las muchas penalidades que sufren. Uno de los quinitos con que me crucé en Neápolis lo reconocí porque, mientras subíamos una cuesta desde la Latomia del Paraíso, lo escuché decir: ¡Cojones! Aquí el día que no subes diez pisos es como si no estuvieras en Sicilia.

   Quienes vivimos en una ciudad como Cádiz sabemos que el turismo es un coñazo, tanto para el que lo practica como para el que lo recibe. Los turistas circulan en manadas arrolladoras, como una estampida de ñus en el parque de Marai Mara. Visten con una ropa que ofende a la vista, hablan idiomas incomprensibles, comen paella con coca cola y no saben pedir un manchado. Cuando cambio de papel y me pongo a recorrer mundo, compruebo que en todas partes hace más frío o más calor que en Cádiz, que te pasas el día recorriendo monumentos o visitando museos tan insólitos como faltos de interés, que los camareros no saben tirar correctamente una cerveza y que, en general, te cobran más de lo que consideras conveniente, opinión de la que no te saca nadie aunque no tengas ni idea de cuánto costarían en Cádiz las dos raciones de calamares que acabas de tomar. A veces, comprendo a los quinitos.

   Pero no todo eran turistas en Neápolis. Además de los habituales teatros, anfiteatros y templos, lo más singular de este lugar son las llamadas Latomias, cuevas excavadas en las laderas calizas para extraer piedra de construcción y luego usadas como cárceles o lugares de enterramiento. Quizás la más conocida sea la Latomia del Paraíso citada más arriba, actualmente una hondonada de paredes casi verticales, en cuyo fondo crecen naranjos, laureles, acantos y muchas otras plantas. A su sombra la temperatura se reducía casi diez grados, de donde creo que le viene el nombre.

   En una de las paredes de esta hondonada se puede visitar la Oreja de Dionisio, cueva artificial con veintitrés metros de altura y una forma que, según Caravaggio, recuerda al interior de un pabellón auditivo. Cuenta la leyenda que el tirano Dionisio utilizaba la excelente acústica de la cueva para espiar las conversaciones de sus enemigos políticos, encerrados en la misma.

   En la actualidad nunca falta un espontáneo que aprovecha esta acústica para demostrar sus cualidades de cantante. 

Al día siguiente abandonaríamos la idílica Siracusa y viajaríamos a la inhóspita Catania, pero esa es otra historia, que podéis leer pinchando aquí.

Otros capítulos:

Per sicula siculorum

La villa romana del Casale

El Valle de los Templos

Eureka

Tras las huellas de Montalbano

Catania

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