lunes, 27 de mayo de 2019

La divina sabiduría

La tarde del viernes, después de la excursión a Rila, la dedicamos de nuevo a pasear por el centro de la ciudad, cuyos edificios oficiales son una curiosa mezcla de estilos. Desde un palacete ecléctico de la época otomana, que ahora alberga la Galería Nacional de Arte, hasta una sala de exposiciones ubicada en los antiguos baños públicos, un precioso edificio en estilo modernista arabizante.

Terminamos el día paseando por la calle Vitosha, el verdadero corazón de la ciudad. Cerrada totalmente al tráfico rodado, está llena de terrazas y restaurantes, y es un punto ideal para observar la mezcla étnica de los habitantes de esta ciudad de más de millón y medio de habitantes.

El sábado, por fin, deja de llover. Amanece muy temprano, con un sol que parece sacar a toda la ciudad a pasear. Dedicamos la mañana a visitar —por fin— muchos de los edificios que habíamos visto por fuera las dos tardes anteriores. Empezamos recorriendo las ruinas romanas descubiertas bajo la plaza de Serdika, que incluyen desde un tramo de las antiguas murallas hasta un anfiteatro de sesenta metros de largo y más de cuarenta de ancho, muy poco visitado.

En el extremo norte del bulevar Princesa María Luisa, y visible desde la misma plaza se levanta la Mezquita de los Muchos Baños, construida en 1576 y único lugar abierto al culto musulmán en toda la ciudad. No olvidemos que Bulgaria perteneció al imperio otomano hasta 1878, hace solo ciento cuarenta años, cuando fue conquistada por las tropas rusas. Su arquitecto, Sedefkar Mehmet Aga, es el mismo que años después diseñaría la Mezquita Azul. Aunque de mucho menor tamaño, su interior ya adelanta la luminosidad de su hermana mayor. Por desgracia, los baños que dan nombre a la mezquita, y que se ubican sobre unos manantiales termales, hace años que dejaron de cumplir esa función.

Justo enfrente de la mezquita está el Mercado Central, un edificio victoriano con estructura de hierro fundido. Nos resulta un tanto decepcionante, sobre todo después de haber leído en una guía que recordaba a los grandes bazares turcos. Un par de pescaderías, varias carnicerías y alguna frutería ocupan una pequeña parte del mercado; el resto de las tiendas se dedican a la venta de suvenires de poca calidad, de ropa pasada de moda o de trastos diversos al estilo de un bazar chino.

Al ser sábado, día de descanso para los judíos, la Gran Sinagoga está cerrada, pero el barrio de alrededor hierve de gente. Muchos locales dedicados a las ocupaciones tradicionales de los judíos: joyeros, ropavejeros, relojeros y chambones, pero también había comercios de barrio: alimentación, peluquerías, pequeños electrodomésticos, ropa un tanto cursi… A unos cientos de metros nos encontramos el llamado Bazar de las Mujeres, lleno de campesinas con los productos de su huerto, vendedores ambulantes, puestos de aceitunas o de pescado seco, tiendas de herramientas domésticas o agrícolas, cerámica, lana y tejidos artesanales. Este era el verdadero bazar, mucho más animado que el decadente Mercado Central.

Cruzamos de nuevo por la inevitable Serdika, y después de asistir a los preparativos de un bautizo en la enorme iglesia de la Semana Santa, nos acercamos a visitar la minúscula iglesia Rotonda San Jorge, encajada en un patio entre el Hotel Balkan y el Ministerio de Educación y Ciencia. Me imagino que los amantes del esoterismo dirán que allí confluyen las líneas de fuerza, o algo parecido, porque el templo se fundó en el siglo IV en los terrenos que había ocupado anteriormente un templo precristiano, y en el siglo XVI, en la época otomana, se utilizó como mezquita. En la actualidad sigue abierto al culto ortodoxo, según me confirma la beata que se ocupa de la tienda de recuerdos. Porque una de las cosas buenas que se han conservado de la época soviética es que los monumentos, tanto religiosos como laicos, son en general de entrada gratuita. Las iglesias se financian con los donativos de sus fieles y la venta de velas, iconos y recuerdos. En el interior se conservan frescos del Cristo Pantocrátor en la cúpula y varios frisos con retratos de profetas en el tambor, algunos de ellos del siglo X.

A pocos metros de la iglesia de San Jorge está el Museo Nacional de Arqueología, instalado en el edificio que en su día albergó la Gran Mezquita del Viernes. No se le habría podido dar mejor destino a tan imponente edificio, convertido ahora en un templo de la ciencia. Todo el museo se organiza en torno a la nave central de la mezquita, con solo dos o tres pequeños cubículos para colecciones muy especializadas, entre ellas la interesantísima Sala del Tesoro. Su colección de piezas tracias se considera la mejor del mundo, debido a que gran parte de la antigua Tracia se encontraba en lo que actualmente es Bulgaria. Algunos irrendentistas búlgaros aspiran a recuperar aquellos territorios, que se extienden por Macedonia del Norte y la Turquía europea, olvidando que en ese caso tendría que abandonar gran parte del norte y oeste de Bulgaria. Así son los nacionalismos.

Las tribus tracias, con una cultura bastante consolidada, comerciaron con las ciudades-estado griegas hasta que fueron sometidas por aquellos mismos griegos, codiciosos de sus reservas minerales. Gracias a su costumbre de enterrar a los nobles junto con sus caballos y carros de combate, se conservan muchos ornamentos ecuestres en plata. Uno de los tracios más famosos de aquellos tiempos fue el gladiador Espartaco. En el siglo VI antes de nuestra era, el país fue ocupado por los persas, y en el año 46 el emperador Claudio lo anexionó al imperio romano.

La zona fue invadida por tribus eslavas y búlgaras en el siglo V, en el momento de mayor esplendor de su historia. Por aquellos tiempos, los monjes Cirilo y Metodio, hijos de padre bizantino y madre búlgara, crearon el alfabeto glagolítico, del que luego se derivaría el cirílico. En el 865, el rey Boris I se convirtió al cristianismo, arrastrando con él a todos sus súbditos.

En los siglos XII al XIV, el Imperio Búlgaro fue la potencia dominante en los Balcanes, extendiéndose entre el rio Dniéster por el norte, el Adriático por el oeste, el golfo de Corinto por el sur y el Mar Negro por el este. Su independencia terminó en 1396, con la invasión otomana.
Después de reponer fuerzas, seguimos nuestro recorrido por la capital. La coqueta Iglesia Rusa nos sirve de aperitivo, antes de meternos en la monumental Catedral de San Alexander Nevsky. De entrada, me sorprende el nombre, yo siempre había asociado a este señor con un guerrero, cuya biografía cuenta magistralmente Sergei M. Einsenstein en la película del mismo nombre. En el siglo XIII, este príncipe de Novgorod defendió con éxito el norte de Rusia contra el ataque de los teutones; la batalla se libró sobre la superficie helada del lago Peipus. También tuvo que hacer frente a la invasión de Rusia por el ejército mongol dirigido por Gengis Khan. No parecen grandes méritos para alcanzar la santidad, pero en España tenemos a Fernando III el Santo, “liberador” de Andalucía del dominio musulmán.

La catedral, espectacular por sus dimensiones, está coronada por una cúpula dorada de 52 metros de altura, pero me decepciona bastante por dentro. Las pinturas que la decoran, del siglo pasado, no me parecen comparables —ni de lejos— a las de la iglesia de la Natividad de Rila. Lo que impresiona es la riqueza de su decoración, con lámparas traídas de Múnich, rejas berlinesas, ónice brasileño y mosaicos venecianos. Por encima del nivel de los fieles normales, el trono del zar, del tamaño de una cama de matrimonio, construido en mármol blanco y situado a la derecha del iconostasio. En el lado opuesto se conserva una costilla de Alexander Nevski.

La construcción de la catedral se llevó a cabo entre 1904 y 1912. Fue diseñada por el arquitecto ruso Alexander Pomerantsev, que se inspiró en el estilo neobizantino, muy de moda en la Bulgaria de la época.

Mientras paseamos, veo que todas las calles del centro están cubiertas de piedra amarilla. A parecer, fue un regalo de la familia real austro-húngara con motivo de las bodas, a comienzos del siglo pasado, de Fernando I, primer rey de Bulgaria tras la retirada de los otomanos.

Esa noche queremos cenar en un restaurante especializado en cocina búlgara, el Rakia Raketa (literalmente, cohete de aguardiente), no muy lejos de nuestro apartamento. Cuando llegamos está algo más que completo, pero no muy lejos nos encontramos otro, el Maistor Manol (Maestro Manolo), en una esquina del bulevar Dondukov. Resulta un acierto total. El menú contiene delikatessen tales como cabeza de cordero deshuesada, higadillos y corazones de pollo, callos fritos o hamburguesas de caballo. Todo lo que pedimos está delicioso, y las raciones son muy abundantes, de acuerdo con el peso que indica la carta.

Alrededor de nosotros cenan familias con niños y grupos de parejas, y tres músicos interpretan piezas de baile, con muy poco éxito. El cantante, muy bajito, se acerca varias veces a nuestra mesa, pero por suerte no nos saca a bailar. Llega después una rubia altísima, bien apretada, que se sienta junto en el estrado. Todos esperamos que salga a bailar, pero resulta ser la novia del teclista, un eslavo de su misma talla.

No he hablado hasta ahora de las bebidas búlgaras, pero no porque no existan. Buenas cervezas nacionales (Karmenitsa, Burgasko) y checas (Staropramen); vinos de calidad, en muchas ocasiones elaborados por el mismo propietario del restaurante, vodka, y la omnipresente rakia, un aguardiente similar al raki turco, pero sin sabor a anís. Pruebo una rakia casera (y por tanto ilegal), que el barman esconde bajo la barra en una botella de Fanta. Sabe y huele, sin ninguna duda, como cualquier orujo gallego, sin el menor rastro de las peras con las que, según el barman, está elaborado. A la mañana siguiente, el dolor de la cabeza me confirma su parentesco con el orujo de mi tierra natal.

A mitad de la cena viene a saludarnos uno de los camareros, que habla perfecto español después de varios años trabajando en la Costa del Sol, y por fin llega el mismísimo Maestro Manolo, el cocinero y propietario, que también ha trabajado en la hostelería española hasta ahorrar lo suficiente como para comprar el restaurante.

El domingo amanece también despejado. Queremos visitar la iglesia de Boyana, en las afueras, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad en 1979.

Antes de salir del apartamento planificamos cuidadosamente el recorrido, aparentemente muy sencillo. Metro desde Serdika hasta la estación Vitosha, que es final de trayecto, y desde allí el autobús número 64 dirección Zoopark, hasta la parada Boyansko Hanche. La primera parte del viaje transcurre sin ningún problema, pero cuando llevamos ya un rato en el autobús nos damos cuenta de que va en sentido contrario a nuestro destino. Le preguntamos al conductor, que nos confirma que nos hemos equivocado, pero que no tenemos más que seguir un poco más hasta la cabecera de línea, y esperar unos veinte minutos hasta que el autobús inicie el camino de vuelta. Habla un buen ruso, del que está muy orgulloso, y que —por supuesto—, ha aprendido en la escuela.

Escarmentado ya de que los jóvenes no hablaran ni palabra de ruso, esperé a que se sentara detrás de mí una pareja de cierta edad, aparentemente eslavos, para preguntarles muy educadamente si sabían cuál era la parada para la iglesia de Boyana. Resultaron ser italianos, milaneses por más señas, y estar tan despistados como yo. Pero con la siguiente pareja de edad la regla funcionó, y no solo nos avisaron al llegar a nuestra parada sino que nos explicaron cómo subir a la iglesia, unos doscientos metros monte arriba.

Al llegar a la iglesia nos encontramos la puerta cerrada y otros turistas que nos dicen que solo se puede entrar en visitas guiadas de doce personas, y que están todos los turnos reservados hasta cinco horas más tarde.

Una breve conversación con la encargada resuelve el problema. Si aceptamos no entrar los cinco a la vez, nos irá empotrando en los grupos organizados que copaban el acceso. La mujer cumple su palabra, y nos cuela a dos en un grupo de malayos y a tres en otro. Media hora después hemos terminado nuestra visita, ya que cada grupo no puede permanecer más de diez minutos en el interior de la pequeña iglesia.

Se entra al edificio por la fachada principal, una ampliación de mediados del siglo XIX, sin mayor interés. A continuación se pasa al cuerpo central, un añadido de mediados del siglo XIII. Esta parte consiste en una sepultura familiar en la planta baja con una bóveda semicilíndrica y dos arcos en los muros norte y sur, y una primera planta para la capilla familiar cuyo diseño es idéntico al de la iglesia primigenia.

La zona más antigua de la iglesia, al este, es un ábside con bóveda de crucería. Fue construido durante finales del siglo X o principios del XI. La iglesia es célebre por sus frescos, realizados en 1259 sobre otros más antiguos, de los que solo quedan fragmentos. Representan uno de los ejemplos más completos y mejor conservados del arte medieval de Europa Oriental. Según las guías, son ochenta y nueve escenas con doscientas cuarenta figuras humanas, aunque tengo que confesar que no las conté. Una de ellas representa a Cristo adolescente, cosa muy poco habitual en el arte cristiano, que suele saltar del Jesús niño al adulto.

Las escenas del nártex, que ilustran la vida de San Nicolás, contienen detalles de la sociedad de la época: en El milagro en el mar, el barco y los sombreros de los marineros recuerdan a la flota veneciana; en otras ocasiones el santo aparece vestido de obispo. En Bulgaria, como en muchos otros países del norte y este de Europa, San Nicolás (Santa Klaus) cubre el papel que los Reyes Magos tienen en España. El 5 o el 6 de diciembre, según el país, este obispo llega procedente de Alicante, con su larga barba blanca y su capa roja, cargado de regalos para los niños que se han portado bien. No conseguí enterarme de por qué es el patrono de los marineros, pero el día de su fiesta los búlgaros tienen la costumbre de comer pescado. Debe de ser un santo muy polifacético, porque también es patrón de mineros, mercaderes, arqueros, ladrones arrepentidos, niños, cerveceros, panaderos, viajeros y estudiantes.

Al salir de la iglesia negociamos con un par de taxistas para que nos lleven hasta el Museo del Arte Socialista, señalado en algunos planos de la ciudad como Museo del Arte Totalitario. Está también en las afueras de la ciudad, pero en otra dirección, a más de doce kilómetros de Boyana.

En un amplio y bien cuidado jardín se exponen estatuas de Marx, Lenin, Dimitrov y hasta del Che Guevara; curiosamente, ni una sola de Stalin. No me puedo resistir a la foto de rigor con Vladimir Ilich; me temo que mis amigos más ortodoxos la considerarán una falta de respeto. También está allí, sobre un pequeño pedestal, la gran estrella roja que en su día coronó la sede central del Partido Comunista de Bulgaria. Hay una buena colección de esculturas alegóricas: La Paz, la Guerra, la República, milicianos, obreros, campesinos… Lo que no abundan son los visitantes.

Junto a la tienda, en la que se pueden adquirir diversos recuerdos de la época comunista, como jarras con retratos (solo les queda la de Stalin), abrebotellas de Lenin o de Marx, y otros trastos, hay una pequeña sala de proyección con un vídeo que me recuerda, inevitablemente, el NoDo.
Demostraciones sindicales del 1 de mayo, líderes políticos visitando fábricas, jóvenes pioneros que juran defender a la patria y a la revolución con sus espadas de madera, desfiles militares… ¿Por qué se parecerá tanto la estética y la iconografía de unas dictaduras a la de otras de signo teóricamente opuesto?

El toque humano lo pone una larga mesa en el patio. Varios caballetes sostienen unos tableros con huellas de que, minutos antes, allí se ha celebrado una comida colectiva. Imagino una reunión dominical de los empleados y sus familias. Todavía quedan botellas de vino semivacías, un tupper con pimientos fritos, tarros de arenques y restos de ensalada.

Después de comer, nos acercamos a la sinagoga, que el sábado nos habíamos encontrado cerrada. Construida hace poco más de cien años, es de las más grandes de Europa. Puede acoger hasta a 1.300 personas, aunque entre el abandono generalizado de la religión durante la época comunista, y la emigración a Israel de gran parte de los judíos búlgaros, en la actualidad son pocos los fieles que la usan. En la entrada, después de un somero registro, nos recibe un judío sefardí, que habla en español pero intercala muchos términos ladinos. Por lo visto, la mayoría de los judíos búlgaros son sefardíes, llegados a Bulgaria tras su expulsión de España por parte de los Reyes Católicos. Hoy residen en Bulgaria menos de la décima parte de los judíos que vivían allí antes de la Segunda Guerra Mundial. Y eso que se libraron razonablemente bien del exterminio nazi; todo el país los protegió para evitar su deportación a los campos de concentración alemanes y polacos, y hasta el rey Boris y la jerarquía ortodoxa se pusieron de su parte. El embajador español, Julio Palencia, entregó salvoconductos a varios cientos, lo que le costó la pérdida de su puesto.


El edificio es neoárabe, con algunos elementos de la Secesión vienesa; la fachada tiene un cierto aire veneciano. El interior es bastante recargado, con columnas de mármol de Carrara y mosaicos venecianos multicolores, así como tallas en madera. El candelabro central pesa casi dos toneladas y, según la leyenda, está fabricado con oro traído de Palestina.

Pasamos el resto de la tarde deambulando por el barrio judío y los alrededores del centro, y todavía nos da tiempo para visitar una iglesia más, cuyo nombre, por suerte, no recuerdo.

Acabamos la noche en un antro inolvidable, a pocos cientos de metros de nuestro apartamento. En una calle secundaria, un pequeño anuncio de cerveza Staropramen parece indicar que al otro lado de la cancela herrumbrosa se esconde un bar sin nombre. Luego descubrí en Google Maps que se llama Sterling Club 2, y que es una sucursal del Sterling Club, a secas, ubicado un par de calles más allá.
Empujamos la verja, cruzamos un jardín semiabandonado, más bien un patio, y bajamos al sótano por unas escaleras de madera, estrechas y empinadas. Al fondo se ve una barra de menos de dos metros de largo, aparentemente sin nadie que la atienda.

A los lados del pasillo se abren varias habitaciones, pequeñas pero muy abigarradas. Una de ellas, con viejos sofás capitoné de cuero cuarteado, podría ser el salón de una vivienda; otra, ocupada casi totalmente por una mesa larga con una docena de sillas, sería el comedor. Nos sentamos en la última, con varias mesitas tipo casa de comidas y las paredes cubiertas de teteras, mantequeras, salseras y otras piezas de porcelana. En aquel ambiente oscuro e intemporal podías encontrarte con el Golem, con el doctor Caligari, o con un vampiro reposando en la oscuridad de la habitación del fondo.

Menos mal que por fin aparece una empleada que nos explica que todo irá más rápido —¿quién tiene prisa?— si pedimos las consumiciones en la barra, porque ella tiene que “atender la barbacoa”. No sé para quién, ya que somos los únicos clientes, pero en sitios como este es mejor no preguntar demasiado.

Nos instalamos con nuestras bebidas, y al cabo de un rato llega un señor de unos sesenta años, que se sienta en la barra y se pone a darle clases de francés a la camarera. Cuando nos marchamos, tiempo después, siguen allí, con sus libros de texto y sus cuadernos.

El lunes, último día en Sofia, nuestro principal objetivo es cumplir el deseo de una de nuestras compañeras, que tiene, no sé por qué, mucho interés en subir a un tranvía. En el primer trayecto todo va bien, y conseguimos trasbordar sin problemas. Pero cuando ya nos acercamos a nuestro destino, pretendo imitar a los viajeros búlgaros y tocar el timbre para solicitar una parada, apretando un botón situado junto a la puerta de salida. ¡Tremendo error! En lugar de pulsar el botón verde ubicado a la derecha de la puerta, toco el rojo de la izquierda, cubierto de grasa lítica. Inmediatamente comienza a sonar la alarma, el tranvía se detiene y la conductora sale hecha un obelisco, que dirían en Cádiz. Cuando me identifico como el culpable, me dirige una larga y amenazadora invectiva.

Por un momento, temí que me agarrara por las orejas, me colocara sobre sus rodillas y me diera unos buenos azotes. Pero esa sería otra historia. Búlgara, que no vulgar.

domingo, 26 de mayo de 2019

El monasterio de Rila

Koi^ beshe glupak?t, koi^to natisna budilnika!!?— La voz de la mujer uniformada suena amenazante, y su mirada metálica se clava en mis ojos. Avergonzado, bajo la vista. No entiendo ni una palabra, todo el mundo me mira, del dedo índice se me escurre algo viscoso. Pero no adelantemos acontecimientos.

Después de incontables problemas con los billetes de avión, y de renegar convenientemente de Iberia, Air Bulgaria y Ryan Air, un jueves cualquiera de mayo me levanto a las cuatro y media de la madrugada, para llegar al aeropuerto de Jerez a tiempo para el primer vuelo a Madrid. Once horas después aterrizamos en Sofia (con acento en la “o”, como dicen los búlgaros, no Sofía). Por el camino queda el madrugón en Cádiz y la larga espera para facturar en Madrid, justo al lado de los hipervigilados mostradores de El Al, en los que no se libra del cacheo ni siquiera la representación española en Eurovisión. Me gusta que estos cómplices noten en sus carnes una mínima parte de las humillaciones que a diario sufren los palestinos.

En Barajas se nos une un joven —tez clara, ojos verdes rasgados, coleta—, de origen búlgaro pero residente en España desde hace años. Es de un pueblo cercano a Sofia, un primo irá a recogerlo al aeropuerto. Nos confiesa su total ignorancia sobre el vino o el transporte público en la capital de su país; solo es capaz de recomendarnos una marca de cerveza, la ubicua Karmenitza.

Nada más bajarnos del metro junto a la Universidad de Sofia, el primer destello de una época pasada: un gigantesco monumento al Ejército Soviético preside el parque Knyazheska (de la Princesa). No lo busquéis en Google Maps; se distingue perfectamente en la “vista satélite”, pero no está rotulado. Quizás un intento más de ocultar el pasado, tan reciente. Construido en 1954, en plena guerra fría, el monumento consiste en un gran monolito de piedra, en cuya cima alza un grupo escultórico formado por un soldado rojo, un trabajador y una campesina con niño en brazos, perpetuando los roles tradicionales del hombre y de la mujer. En la base, tres alto relieves en bronce muestran distintos aspectos de la guerra; en las cercanías dos grupos escultóricos representan la despedida a grupos de soldados que parten hacia la guerra.



Los ramos de flores situados junto a la base están frescos; supongo que los habrán colocado esa misma mañana, durante las celebraciones del Día de la Victoria, aniversario de la toma de Berlín por parte del ejército rojo y la consiguiente rendición del régimen nazi.

Nuestro apartamento está en un edificio de 1929, con un exterior que parece no haber sido remozado desde el lejano año de su construcción; los cuatro pisos de escalera, sin ascensor y con grandes radiadores fuera de servicio, van en consonancia. Sin embargo, el interior es amplio, luminoso, limpio y acogedor, tal y como muestra la publicidad. Ni un ruido llega desde la calle.

Salimos a pasear en cuanto soltamos el equipaje, para un primer contacto. Queremos recorrer el centro de la ciudad, sin entrar en ningún edificio pero captando el ambiente general. En el primer bar, un grupo de borrachos cantan “Rivers of Babylon”. Bonnie M., puros setenta.

Caminando a lo largo del bulevar Dondukov, en un cuarto de hora nos plantamos en Serdika, la gran plaza que siempre ha constituido el centro no oficial de la ciudad. Durante unas obras se ha descubierto un anfiteatro y otros importantes edificios romanos, que se conservan in situ, al nivel del centro comercial subterráneo y la estación del Metro. En el mismo centro de la plaza está la minúscula iglesia de Santa Petka de los Talabarteros, llamada así porque este gremio fue el que se ocupó de su mantenimiento durante los casi cinco siglos de dominio otomano.

Pero lo que atrae nuestras miradas no es esta iglesita del siglo XI, ni el enorme edificio del Consejo de Ministros, ni siquiera el monumento a Sveta Sofia, la divina sabiduría, que muy apropiadamente sustituye al dedicado a Lenin. El polo de atención es la mole ubicada en el chaflán de los bulevares Dondukov y Zar Libertador, que me recuerda bastante a los rascacielos mandados construir por Stalin en Moscú. En efecto, compruebo en mis notas que se trata de la antigua sede del Partido Comunista de Bulgaria, fiel miembro de la V Internacional hasta el último momento. Ninguna placa recuerda esta parte de la historia del edificio.


En la actualidad, despojado de la estrella roja que lo coronaba, el edificio es una dependencia de la Asamblea Nacional. Por cierto, la estrella la encontramos días después en un museo, como contaré más adelante.

Cenamos en un restaurante cercano, una especie de asador, y tenemos nuestro primer contacto con la gastronomía rumana, aunque en una versión modernizada. Mucha carne, incluyendo por supuesto cordero y caballo, sopas y ensaladas y un buen surtido de vinos y quesos. La cena nos sale por menos de trece euros por persona, bebidas incluidas. De allí nos vamos a un pub inglés, con buenas cervezas pero nada de vino. Cuando le explico al barman que no puedo beber cerveza, no lo duda un momento: me sirve, sin preguntar, un buen vaso de vodka, sin hielo ni otros inventos modernos.

El viernes amanece lluvioso. Tenemos previsto desplazarnos en taxi hasta el monasterio de Rila, considerado el segundo más importante del mundo ortodoxo, solo por detrás del monte Atos en Grecia. Cuando le pregunto si habla ruso al taxista que nos lleva, Demetrio Simeonov, me responde con una sonrisa: “Por supuesto, lo estudié en la escuela”. Antes de salir de Sofia paramos en dos gasolineras, en una para rellenar el tanque de gas y en otra para el de gasoil; en ninguno de los dos casos detiene el motor del Honda que conduce.

Durante las dos horas que dura el viaje hasta el monasterio, mantengo con Demetrio una charla bastante entrecortada, pero suficiente. Tiene 55 años, está casado y con dos hijos y ha recorrido toda Bulgaria y países cercanos conduciendo un camión, antes de dedicarse al trabajo más relajado de taxista. Hablamos de política, sobre todo de la corrupción que impide a Bulgaria entrar en el euro, pero también de vino, de cerveza, del paisaje y de los problemas de la juventud para encontrar vivienda. Ya no se construyen los grandes bloques de viviendas sociales de la época soviética… Intuyo a qué partido vota Demetrio.


Salimos de Sofia por la autopista que conduce hasta Kulata, en la frontera con Grecia, y vamos cruzando aldeas y pequeñas montañas cubiertas de árboles, en las que contrasta el tono oscuro de las coníferas con las hojas recién brotadas de las hayas, mucho más claras. En Boboshevo nos desviamos hacia el este por una carretera comarcal, a través de viñedos y huertos de frutales. En el centro del pueblo de Rila nos para la policía. Aparentemente es un control rutinario, pero los malos modos de los agentes y el temblor de manos de Demetrio indican que hay algo más; creo que es una búsqueda de cualquier infracción menor que justifique el cobro de una mordida. Al cabo de un buen rato, en el que comprueban hasta el funcionamiento del taxímetro y el navegador, nos dejan seguir. En cuanto salimos del pueblo, Demetrio saca un inhalador de nicotina y, tras pedirnos disculpas repetidamente, se pone a chupar como un loco. Evidentemente, se había puesto muy nervioso, pese a que todo estaba en regla.

La carretera, cada vez más estrecha, se adentra en el macizo de Rila, coronado por el Musala, que con sus casi tres mil metros es el monte más alto de los Balcanes. La zona es un importantísimo refugio para la fauna, ya que sirve de corredor ecológico entre la europea, la mediterránea y la preasiática. De las 172 especies de vertebrados que habitan allí, 24 están en el Libro Rojo Mundial, por el peligro de extinción.

Tres kilómetros más allá del pueblo de Rila nos encontramos con el convento femenino de Orlitsa, desde donde, en la Edad Media, una guardia armada acompañaba a los grupos de peregrinos que se adentraban en las montañas buscando el monasterio central. A partir de ahí, siempre a la orilla del río, se suceden restaurantes de pescado, merenderos, balnearios y puestos de venta de miel, mermeladas y otros productos locales.

El Monasterio de Rila fue fundado en el siglo X por el ermitaño Juan, canonizado luego por la iglesia ortodoxa. Cuenta la leyenda que vivió en el hueco de un árbol tallado en forma de ataúd. Poco a poco fue atrayendo peregrinos y seguidores, y llegó incluso a recibir la visita del Zar Pedro I, con quien se negó a hablar.

El monasterio fue creciendo, incluso durante la larga dominación otomana, donde no solo no fue destruido como cuentan algunos búlgaros —fake news medievales—, sino que varios sultanes reconocieron sus privilegios y enviaron regalos muy suntuosos, algunos de los cuales se exponen en el Museo del Tesoro.

Las tierras del monasterio ocupaban gran parte de los más de dos mil kilómetros cuadrados del macizo, y llegaron a existir otros cincuenta claustros filiales de este, en una especie de franquicia de la predicación. Los monjes de Rila recorrieron toda Rusia para extender el cristianismo y la fama de su fundador.

El actual monasterio es de construcción muy reciente, después de que resultara casi totalmente destruido por un incendio a principios del siglo XIX. El único edificio anterior al incendio que se conserva es la torre de Hrelio, usada en su día como atalaya de vigilancia.

El complejo me recuerda un monasterio tibetano. El interior del patio, al que solamente se puede acceder por dos puertas, una en el extremo sur y otra en el norte, se encuentra rodeado de edificios de cuatro plantas con clara vocación hostelera. En un principio alojaba a los dos o trescientos monjes que allí residían y a los innumerables peregrinos que acudían atraídos por la leyenda de ermitaño fundador; hoy un ala completa está convertida en hotel.

La lluvia, constante, y el aire helado, que desciende a rachas de los montes nevados que se elevan a nuestro alrededor, nos empujan a meternos en la iglesia de la Natividad. Los soportales que la rodean, y todo su interior, están cubiertos de murales del siglo XIX, sin más interés artístico, en mi opinión, que el estilo arcaizante que conservan.

Detalladas escenas de la Biblia se alternan con representaciones del cielo y el infierno, incluyendo leyendas explicativas para los peregrinos. Dentro, una lámpara gigantesca cuelga del centro de la cúpula, y un magnífico iconostasio dorado separa la mayor parte de la iglesia del recinto sagrado, al que solo pueden acceder los popes, como en la naos de los templos clásicos griegos. A la derecha, una urna contiene las reliquias del ermitaño fundador, consistentes —al parecer— en su mano izquierda.

La historia de estos restos habría encantado a Nieves Concostrina. Según he podido averiguar, poco después de su muerte, y ante el acoso de los bogomilita (precedentes de los cátaros) y del imperio bizantino, las reliquias del santo iniciaron una larga peregrinación por el país, de ciudad en ciudad y de iglesia en iglesia. Sus restos llegaron a la actual Sofia, donde tuvo lugar un milagro póstumo: la curación del emperador bizantino .

Unos años después, las reliquias fueron robadas por el Rey Bela III de Hungría. Cuenta la leyenda que a la llegada de los restos del santo a Esztergom, el arzobispo católico se negó a reconocerlos, e inmediatamente se quedó mudo. Solo recuperó la voz después de muchos ruegos y rezos al santo. Impresionados y exaltados por el milagro, los húngaros devolvieron años más tarde (1187) el cadáver a Bulgaria, y sus restos acabaron depositados en Veliko Tarnovo. Trescientos años más tarde, con el permiso del sultán, los monjes trasladaron los restos mortales al Monasterio de Rila, pasando por varias ciudades y permaneciendo brevemente en la actual Sofia. Espero que descanse, por fin, en paz.
Otros restos muy venerados que se encuentran en esta iglesia son los del rey Boris III, supuestamente envenenado por los nazis tras negarse a entregarles a los judíos búlgaros. Conviene recordar aquí que la monarquía búlgara apoyó a Hitler durante la II Guerra Mundial, recibiendo en pago extensas porciones de Yugoeslavia y de la actual Macedonia del Norte. A la muerte de Boris III ascendió al trono su hijo de siete años, Simeón, que con el tiempo se refugiaría en un chalet al final de la avenida Reina Victoria, en Madrid. Con la caída del comunismo, se presentó a las elecciones de su país ¡y las ganó! No creo que nuestro Felipe se arriesgue a algo parecido.

Al acabarse las dos horas de espera volvemos al taxi, muertos de frío pero con miles de imágenes en la cabeza. Demetrio nos enseña un iconito en forma de libro, que ha comprado “para la familia”. Comunista sí, pero al santo lo que es del santo. Las dos horas de vuelta se nos hacen algo pesadas; con el calorcito del coche nos vamos durmiendo los cuatro pasajeros, y me temo que hasta el mismo Demetrio, a juzgar por los bandazos que da el coche en un par de ocasiones y de lo justito que entra en la última glorieta.

Cerca ya de nuestra casa, le pedimos que nos deje en un buen restaurante. Minutos después para delante de un Kentucky Fried Chicken. Ante nuestras protestas, nos dice que nos puede llevar a un restaurante típico búlgaro, pero que está a tres kilómetros. Optamos por pagarle la excursión y buscarnos la vida por nuestra cuenta, y acabamos comiendo magníficamente en el Arbat, un restaurante ruso: carne en gelatina y empanadillas siberianas de aperitivo, papada de cerdo al horno, hígado a la plancha, pollo en salsa de nueces…

La tarde la dedicamos de nuevo a pasear por el centro de la ciudad, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.