viernes, 31 de enero de 2014

Temporada de tomate

eritePara ir al primer relato de esta serie, pincha aquí.

Cuando a finales de julio del año 2.000 María, mi mujer, y yo aterrizamos en la isla de Célebes, que es como se llama Sulawesi en castellano, no teníamos ni idea de los líos en que nos estábamos metiendo. Simplemente, seguíamos los consejos que cuatro años antes nos habían dado unas madrileñas que habían estado en el país Toraja y que contaban maravillas de aquella zona de Indonesia (véase “el paraíso terrenal”).

Después de dos días en avión desde Jerez, al llegar a Ujung Pandang (la actual Makassar), lo primero que queríamos era llegar a un hotel, ducharnos, cambiarnos de ropa y descansar un poco. Ya un poco repuestos, salimos a dar un paseo por el centro de la ciudad.

Primero entramos en Fort Rotterdam, el antiguo fuerte holandés, semiabandonado. Paseando por las murallas, nos llegaron unas palabras en español desde uno de los pabellones construidos en el patio del fuerte. Bastante sorprendidos, entramos en el edificio, para encontrarnos ¡con una clase de español! El maestro, indonesio, se defendía como podía en nuestro idioma, pero las alumnas, en plena adolescencia, eran un verdadero desastre. El maestro nos hizo pasar, y nos pidió que habláramos un rato con las alumnas. Totalmente imposible. No sabíamos si la vergüenza, su bajísimo nivel de conocimientos, o la sorpresa de encontrarse con unos españoles por primera vez en su vida, les impedían abrir la boca. No eran capaces de contestar ni a las preguntas más sencillas, enunciadas por nosotros lenta y claramente. El maestro estaba bastante abochornado, hasta que les repetí las preguntas en indonesio y siguieron sin contestar, tapándose la boca con la mano y ocultándose unas detrás de otras. Estaba claro que su silencio solo podía achacarse a la timidez. El maestro nos explicó que utilizaba como libro de texto un folleto preparado por unos vascos que habían establecido una base de pesca en la ciudad, y que, poco dispuestos a aprender el idioma local, habían preferido preparar para sus empleados locales un manual español – indonesio, con frases tan útiles como “una de rabas, dos de champis y tres cervezas, por favor”. Menos mal que no habían optado por enseñarles euskera.

Siguiendo hacia el centro, llegamos a la zona más comercial, donde aún se podían ver las ruinas ennegrecidas de los templos y negocios chinos quemados en los disturbios de dos años antes. Incluso el templo más antiguo de la ciudad había quedado arrasado por una bomba incendiaria.

Estos progrom contra la comunidad china eran recurrentes en Indonesia. Los chinos llevaban cientos de años instalados en la zona, primero como comerciantes y luego, durante la colonización holandesa, como coolies en las plantaciones de caucho y copra. Su filosofía de apoyo mutuo, dedicación absoluta al trabajo y ahorro de todo gasto superfluo los había llevado a acumular una riqueza considerable, de forma que en aquel momento controlaban la mayoría de los negocios. Si te encontrabas a un grupo de hombres de negocios gordos, con un buen todo terreno, casi con total seguridad eran de origen chino. Como además constituían un grupo social cerrado y endogámico, no era de extrañar que, al menor pretexto, cualquier demagogo azuzase a las masas descontentas para saquear e incendiar los establecimientos chinos.

Al recorrer el puerto tradicional, repleto de goletas pinisi de madera (véase “los gitanos del mar”), no puede resistir la tentación de ponerme a hablar con los tripulantes de una de ellas, aburridos después de que los coolies hubieran terminado la descarga, y esperando a que subiera la marea para zarpar. Cuando conseguí explicarles que me dedicaba a la construcción naval, me invitaron  a subir a bordo, que es lo que yo andaba buscando. Subí sin problemas por  la plancha, un tablón de madera de unos treinta centímetros de ancho, cinco de espesor y casi diez metros de largo, por la que minutos antes subían y bajaban los cargadores con sacos de arroz al hombro. Una vez a bordo, me enseñaron la maquinaria, en la que no había nada que destacar, y que solo usaban para maniobras o cuando fallaba el viento. Lo más interesante era el sollado o dormitorio de la tripulación. Era un local de unos veinte metros cuadrados, de poco más de metro y medio de ancho, alumbrado con candiles. Por dentro había que andar muy agachado, para no darse con la cabeza en los baos. Una apertura en el mamparo hacía de puerta, y unas portas en el costado, sin cristales, daban algo de luz y ventilación al sofocante interior. El mobiliario se reducía, exclusivamente, a unas cuantas esteras enrolladas que hacían las veces de colchoneta, y a los típicos cofres marineros, donde cada tripulante guardaba sus ropas y objetos personales. Y ahí vivían durante semanas. Me dijeron que, cuando viajaban con sus familias, ese sollado se reservaba para las mujeres y los niños, y que los hombres dormían donde podían. En cubierta si hacía buen tiempo, y en pañoles y bodegas si llovía.

Lo malo fue cuando llegó la hora de desembarcar. La marea había seguido bajando, y la plancha, que cuando subí tenía solo una ligera pendiente, ahora parecía un tobogán. Muy resuelto, coloqué un pie en la plancha, luego el otro, y ahí se acabó mi valor. Aquello se cimbreaba como si fuera a romperse, a mí me entró un vértigo horroroso, y a duras penas conseguí retroceder hasta la borda. Menos mal que vino en mi ayuda uno de los tripulantes, y con las manos apoyadas en sus hombros y todo el bochorno del mundo, conseguí bajar a tierra.

Desde el puerto llegamos al paseo marítimo, que se extendía sobre los vestigios de lo que en su día fue una playa, y que ahora no era más que una estrechísima franja de arena, en la que desembocaban los desagües de la zona.

A lo largo de este paseo, animadísimo, según caía el sol se iban instalando uno tras otro los warung. Eran unos carritos, parecidos a los de nuestros heladeros, que elaboraban todo tipo de alimentos en unas condiciones higiénicas que se podían asociar con la pronunciación hispana de su nombre (guarrún). Allí se podía comer desde Coto Makassar, un guiso muy especiado de sesos, lengua y tripas de vaca, hasta Pissang Epe, plátanos fritos aplastados, fritos en aceite de coco y cubiertos de azúcar de palma. Los Pissang se podían acompañar también de rodajas de Durian, un fruto delicioso con un olor tan fuerte a cloaca, que en sitios más civilizados, como el metro de Bangkok, sigue estando prohibido su consumo.

Un tanto reticentes ante la falta de higiene de los warung, preferimos meternos en el Kios Semarang. Con un ambiente similar al del Teddy’s Bar (véase “Todo empezó en Kupang), estaba lleno de hombres de negocios indonesios y extranjeros, agentes de váyase a saber qué agencias, y beer girls, las chicas de la cerveza. La misión de estas chicas, guapas, jóvenes y vestidas con minifalda y la camiseta de una marca de cerveza, era la de hacerte consumir la mayor cantidad posible de la cerveza que promocionaban. No sé si detrás de todo esto se ocultaba algún tipo de prostitución, aunque visto el ambiente del local no me habría extrañado nada. En nuestro caso, probablemente por ir acompañado por mi mujer, se limitaban a estar muy atentas a nuestros vasos, rellenarlos en cuanto se vaciaban, y ofrecernos otra botella si acabábamos la que teníamos en la mesa. No es de extrañar que esa noche llegáramos al hotel un tanto contentos.

El Kios Semarang era un edificio de cuatro o cinco pisos, en primera línea del paseo marítimo, y cuyo ambiente se iba haciendo menos denso conforme ibas subiendo pisos. La planta baja, con poca luz, billares, y decoración estilo inglés, tenía un aire bastante mafioso, pero en la última, un ático con azotea abierta al mar, se disfrutaba de buenas vistas, aire fresco, y las mejores ancas de rana que he probado en mi vida.

A la mañana siguiente, y luego de una rápida visita a los Grandes Almacenes Matahari para ponernos al día de la moda indonesia y completar un poco nuestro escaso equipaje, nos fuimos a una playa cercana al puerto, en la que se iba a celebrar un “festival militar por tierra, mar y aire”. Tremendo ambiente, docenas de warung y otros vendedores ambulantes, cientos de espectadores, y dos guiris, nosotros. Tras una larga espera, por fin se desarrolló un simulacro de desembarco aeronaval, aunque un tanto cutre para la expectación que allí había. Entre gritos de admiración del público y lloros de los niños más pequeños, apareció un helicóptero del que descendieron por cuerdas cuatro paracaidistas, y una lancha de desembarco LCM-8 cargada con un transporte blindado de personal. Del vehículo, ya en la playa, salieron cuatro infantes de marina con la cara pintada, que encendieron unas bengalas. Eso fue todo.

En varias ocasiones he mencionado las preguntas de cortesía que solían cruzarse dos desconocidos. Una de esas preguntas habituales, una vez averiguado mi estado civil, era la de cuántos hijos tenía. Cuando contestaba que ninguno, me solían mirar con una mezcla de extrañeza y compasión, proponiéndome diversos remedios. Al visitar el mercado central de Ujung Pandang pasó lo mismo. Un anciano que nos saludó a la entrada, al conocer mi problema me llevó rápidamente a un puesto en el que tenían una palangana llena de sanguijuelas, del tamaño aproximado de un espárrago grueso. No quise ni preguntarle cómo se utilizaba aquel remedio…

La ciudad no daba mucho más de sí, por lo que al día siguiente nos dirigimos a la terminal de autobuses, y nos embarcamos en un Bis Ekspres para Rantepao, en el interior de la isla y capital económica del país Toraja. Nada que ver con los autobuses de viajes anteriores. Aire acondicionado, pocas paradas, nada de sacos de arroz entre las piernas, y sobre todo, nada del kelilin kelilin que te llevaba de puerta en puerta recogiendo y dejando a todos los pasajeros, uno por uno. Pese a eso, el viaje de unos trescientos kilómetros duraba más de ocho horas.

En Rantepao nos alojamos en un wisma, categoría intermedia entre la de pensión y la de hotel, con un ambiente entre familiar y mochilero que hacía la estancia muy agradable. Las habitaciones solo se usaban para dormir, ya que eran demasiado oscuras como para hacer vida en ellas, y tampoco había buena luz eléctrica para leer. O sea que la mayor parte del poco tiempo que pasábamos en el wisma nos dedicábamos a hacer vida social con los demás guiris, que se sentaban en el corredor cubierto del primer piso a leer, a charlar y a vigilar sus respectivas coladas por si llovía. En los hoteles baratos de Indonesia lo habitual era que cada uno se lavara su propia ropa, e incluso se consideraba una ofensa dar a lavar la ropa interior.

Rantepao era una ciudad agradable, con un clima suave debido a sus ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, y con servicios suficientes para los viajeros. Había muchos hoteles de todas las categorías, bancos, restaurantes, agencias de viaje, casas de cambio y un buen mercado de ganado cada seis días. También había ladrones, que me robaron la cámara de fotos al segundo día de llegar, pero todos los indonesios a los que se lo comenté me dijeron que tenían que haber sido otros guiris, porque los indonesios nunca robaban. Creo que tenían razón.

La primera actividad, al día siguiente, fue asistir a un tomate, que es que como denominaban en idioma toraja a los funerales. Aunque los toraja eran oficialmente cristianos, pertenecían a una iglesia local, la kristian toraja, sin relación con las demás iglesias cristianas más conocidas. Y esa religión conservaba muchas creencias y ritos animistas y de culto a los antepasados. Por eso, los tomate eran un espectáculo muy importante desde el punto de vista social y religioso, a la vez que resultaban tremendamente pintorescos. Lo de “Temporada de tomate” que da título a este relato se refiere a que, para facilitar la asistencia de los parientes emigrados a otras zonas del país, la mayoría de los tomate se celebraban en agosto, como sucede en España con las fiestas patronales de muchos pueblos.

Para asistir a un tomate había que mantener ciertas reglas de urbanidad. En primer lugar, no era un espectáculo público, sino una ceremonia privada. Por eso, para asistir a uno era muy conveniente contar con la invitación de algún familiar más o menos directo. Rantepao, una ciudad bastante turística, no era como Waikabubak (véase “La religión de los gusanos”), en donde se consideraba un honor recibir a un extranjero en un funeral. Por suerte, este obstáculo lo resolvimos contratando a Bambang, un guía local perteneciente a la familia del difunto. Por un módico precio nos recogió en el hotel, nos llevó en transporte público hasta las cercanías del lugar de la ceremonia, nos presentó a la familia y nos fue explicando lo que iba sucediendo.

Otro de los requisitos era colaborar de alguna manera a los gastos del tomate, muy cuantiosos. Siguiendo los consejos de Bambang,  compramos un paquete de un kilo de azúcar y un cartón de cigarrillos kretek, que luego entregaríamos como ofrenda. Se consideraba suficiente para unos guiris sin relación familiar ni de amistad con el muerto.

Después de un breve recorrido en bemo, Bambang nos fue guiando por un recorrido inextricable de un par de horas por los estrechos senderos que bordeaban los arrozales, empapados por la lluvia y con barro hasta las rodillas. Cada pocos minutos nos avisaba: Hati hati, liching, que literalmente significa “Hígados, resbala”.

Por fin llegamos al kampung que buscábamos. Sobre un terraplén se elevaba la gran vivienda familiar, con un tejado de muchos metros de alto en forma de barco, sostenido por unos postes tallados, pintados, y decorados con las cornamentas de más de cuarenta búfalos de agua, a los que habían sacrificado en anteriores festejos.

Frente a la casa se extendía un espacio despejado de un par de hectáreas, donde tenía lugar la ceremonia, y a los lados de esta explanada habían construido unos pabellones provisionales de bambú, sin paredes, con suelo de estera y tejados de paja, en los que se acomodaban las distintas ramas de la familia. Bambang nos llevó primero a la escalinata de la casa grande, a presentarnos a la viuda y demás familia cercana para entregarles nuestros regalos, y luego al pabellón que nos correspondía.

Nos descalzamos para no llenar de barro las esteras del suelo, y pasamos un buen rato hablando con los familiares con los que compartíamos espacio. Creo que lo más interesante de la charla fueron una serie de expresiones de cortesía en idioma toraja que nos enseñaron, pero que por desgracia he olvidado completamente.

Mientras, seguían llegando los grupos de visitantes de distintas aldeas, cargados con regalos más o menos valiosos según su grado de parentesco o los favores que le debían al difunto. Dos años después, con motivo de la boda en El Escorial de la hija de nuestro entonces presidente del Gobierno, recordé esta costumbre.

Especialmente espectacular fue la llegada de un grupo de turistas de Nouvelles Frontieres. Para mantener el prestigio de su agencia de viajes, los guiris más robustos cargaban con un cerdo vivo de más de doscientos kilos, que llevaban sobre andas y que entregaron a la viuda entre aplausos de los asistentes.

Poco a poco se iba llenando el campo de ceremonias, y flotaba en el ambiente que iba a pasar algo gordo. Los nervios de nuestros anfitriones iban en aumento, hasta que en un momento dado, un crescendo de la música señaló la aparición de un grupo de hombres trayendo no menos de una docena de búfalos. Los animales berreaban y tiraban con todas su fuerzas de las cuerdas con las que los arrastraban, creo que oliéndose lo que les esperaba.

Bajo las órdenes que el sacerdote impartía con un megáfono, los hombres se lanzaron machete en mano sobre los búfalos. Los degollaron limpiamente, dejando que la sangre se mezclara con el barro de la explanada, y a continuación los descuartizaron sobre el mismo fango, repartiendo los pedazos entre los asistentes. Cada rama de la familia, instalada en un pabellón diferente, recibió su porción, con la que más tarde prepararían un guiso. El hígado, la parte más preciada, se le entregó al sacerdote, y los cuernos se dejaron a un lado, para clavarlos más adelante en el poste de la casa familiar. Los chillidos de los animales, las órdenes del sacerdote, el fuerte olor a sangre y excrementos y la excitación de todos los asistentes señalaban la culminación de las ceremonias por ese día. El tomate seguiría durante los días siguientes, pero nosotros no estaríamos allí para verlo. Bambang consideró que era el momento prudente para retirarnos.

Los días siguientes los dedicamos a recorrer las aldeas de los alrededores, combinando recorridos en bemo regular con buenas caminatas. Los principales puntos de interés eran las casas tradicionales y los enterramientos, aunque cualquier aldea tenía algo interesante para nosotros. De las casas tradicionales, muy frecuentes en la zona, ya he hablado más arriba. Simplemente, recordar que según una antigua tradición toraja, los primeros habitantes habían llegado por mar y construido su primer alojamiento varando su barco en la playa y cubriéndolo con una lona colgada sobre un cabo tendido entre dos palmeras. Esto explicaba perfectamente la forma de las casas, pero no encajaba con el hecho de que Tana Toraja fuera una zona montañosa, sin acceso al mar. Quizás llegaron por mar y poco a poco fueron desplazados por los pescadores musulmanes hacia las montañas del interior.

Reconozco que esta serie de relatos tiene una fijación especial con los ritos funerarios, pero es que es un asunto que siempre me ha interesado, y en el país Toraja había mucho que aprender sobre este asunto. Por ejemplo, los enterramientos merecían una mención especial. Creo que en ningún país del mundo me he encontrado algo parecido, por eso insisto con el tema.

Los cadáveres de los niños pequeños, como se suponía que no tenían alma, se introducían en una hendidura practicada en algún árbol sagrado. Con el tiempo la hendidura cicatrizaba y el cadáver quedaba encerrado en el propio árbol, retornando así a la naturaleza. La verdad es que impresionaba encontrarse en mitad del bosque un grupo de árboles sagrados, con sus cicatrices en el tronco y los restos de ofrendas a sus pies, sabiendo que estaban llenos de cadáveres infantiles.

Para los difuntos adultos, el rito era completamente diferente. Los cadáveres, después de celebrado el tomate  y metidos en ataúdes de madera sin desbastar, se colocaban en acantilados, bien en cuevas o bien en simples estantes de madera clavados en la parte más inaccesible de la pared. Como con el tiempo los estantes se iban pudriendo,  y los ataúdes acababan cayéndose, era frecuente encontrarse al pie de los acantilados restos de esqueletos, que alguna mano piadosa se encargaba de apilar artísticamente.

En los mismos acantilados se excavaban una especie de balcones, en los cuales se colocaban efigies a escala reducida de los difuntos, con un estilo realista a la vez que naif. Las imágenes, realizadas en madera, se vestían y pintaban para darles más semejanza con el difunto, y solían incorporar algunos atributos que recordaran su rango. Por ejemplo, un militar no solo vestía uniforme, sino que llevaba en las manos un AK47 de madera. Un profesor de universidad, con toga, birrete y gafas, se acompañaba de un libro. Una mujer podía llevar un bolso, una rueca, unas agujas de hacer punto o cualquier otro instrumento doméstico. Y en las esculturas más recientes se podía verificar la incorporación de la mujer a nuevos oficios, ya que aparecían enfermeras, militares y maestras. Eso sí, para evitar los espolios de las imágenes más antiguas llevados a cabo por anticuarios sin escrúpulos, muchos de estos balcones contaban con unas barajas metálicas, que se cerraban por las noches.

Durante estos días fuimos haciendo amistad con otros huéspedes del hostal, con los que a veces quedábamos para salir de excursión. Entre ellos merece la pena destacar a una inglesa que nos contó su triste historia: tras un ligue relámpago en una fiesta salvaje de un pub británico, se casó y a los pocos días se fue a vivir a Australia con su marido. Allí descubrió que era un borracho y un maltratador, por lo que lo dejó plantado rápidamente y decidió volverse a Inglaterra, previo descanso en Sulawesi. Años más tarde nos visitó en Cádiz, yo le devolví la visita en Exeter, y por fin nos escribió contando que había vendido su casa y que se iba en su barco rumbo al Caribe. Nunca he vuelto a saber de ella.

Había una curiosa pareja italiana, él dentista, ella ejecutiva, relativamente jóvenes pero muy viajados. Al finalizar una de las excursiones, y mientras esperábamos un bemo que nos devolviera a Rantepao, se reunieron a nuestro alrededor todos los niños de la aldea. No hizo falta mucho tiempo para que uno de ellos, señalando al italiano, gritara: “¡Mister Bean!”, rápidamente coreado por los demás chiquillos. Entonces nos dimos cuenta del tremendo parecido entre el italiano y el actor británico Rowan Atkinson, que nadie de nuestro grupo había detectado hasta ese momento. Casualmente, años más tarde nos encontramos a esta misma pareja en una capital de provincia de Laos, a orillas del Mekong, pero esa es otra historia…

También estaba una pareja neozelandesa de unos sesenta años, regordetes y siempre sonrientes, que en los restaurantes solían pedir refrescos, que luego reforzaban con una petaca de ginebra que siempre llevaban encima.

Dos de los personajes más curiosos eran deportistas, cada uno a su manera, y muy diferentes entre sí. Uno era un holandés alto y fibroso, que apareció en bici, horrorizado tras sus primeras etapas por las carreteras indonesias. No solo no había carril-bici como en Holanda, sino que imperaba la ley del más fuerte, y los camiones le adelantaban a escasos centímetros de la bici, tocando el claxon para más inri. Después de esa experiencia, abandonó su intención de recorrer Sulawesi en bici, y decidió seguir su viaje en transporte público. Así quedó condenado a arrastrar por toda la isla su magnífica bicicleta, desmontada. El otro deportista era un italiano, con hechuras y vestimenta de Rambo, que venía dispuesto a cruzar a pie la zona más salvaje y selvática del centro de la isla. ¡Hay gente pa tó!

Siguiendo nuestro programa inicial, a los tres o cuatro días de estar en Rantepao nos fuimos a la estación de autobuses para reservar billetes hacia Tentena, una ciudad en las orillas del lago Poso desde la que pensábamos explorar el parque nacional Lore Lindu. Nuestra sorpresa llegó cuando, recordando el viaje a Timor Oriental, el empleado se negó a vendernos los billetes, alegando la situasi, la situación. Cuando insistimos en preguntar qué pasaba con la situasi, nos soltó el ya conocido ada masala, hay problemas.

Esta vez, y como consecuencia de mi experiencia anterior en Timor, antes de salir de España me había preocupado de entrar en la página web del Ministerio de Asuntos Exteriores, para consultar las zonas de riesgo en Indonesia. Allí avisaban de que había zonas de conflicto a las que desaconsejaban viajar bajo ningún concepto, como el norte de la isla de Sumatra y todo el archipiélago de Molucas; otras zonas se consideraban de riesgo medio, y el resto del país lo declaraban sin riesgo, incluyendo toda la isla de Célebes. Por eso no acababa de entender qué problemas podía haber.

Después de varios días insistiendo, por fin nos vendieron billetes para Pendolo, a orillas de lago Poso, junto con el grupo de guiris que he descrito más arriba y algunos más que no recuerdo bien. En cuestión de horas partiríamos hacia el norte, pensando en conocer las esculturas megalíticas de origen desconocido que encontraríamos en el Valle Bada. En realidad, nos encontramos metidos en pleno conflicto entre la Fuerza Roja y los Vampiros Negros. Pero esa es otra historia…

viernes, 24 de enero de 2014

La isla del paraíso terrenal (2ª parte)

Para ir al primer relato de esta serie, pincha aquí

Tal y como contaba en la primera parte de este relato sobre la isla de Bali, esa noche me dirigí andando hasta Peliatán, una aldea a media hora de Ubud. Me habían contado que actuaba la orquesta local de gamelán de mujeres, famosa en toda la isla. Según me iba acercando al bale, el local de actuación, aumentaba la cantidad de gente que caminaba con el mismo destino. El bale, un pabellón abierto por los costados, con una tarima baja de madera en un extremo y gradas de cemento en el extremo contrario, bullía de animación. Muchos guiris, pero amplia mayoría de balineses, perfectamente engalanados para la ocasión. Hasta los niños que todavía no podían andar  iban vestidos con su sarong, su cinturón de oración, y su pañuelo estampado en batik a la cabeza. En el escenario se podían contemplar  más de cincuenta instrumentos de percusión, con mayoría de gongs, pero también tambores kendang, platillos y metalófonos. A la hora prevista, y rodeadas de un silencio casi religioso, aparecieron las componentes de la orquesta.

Se trataba de mujeres en general maduras, aunque me resultaba difícil estimar su edad. Yo diría que entre treinta y cincuenta años, pero no pondría la mano en el fuego. Todas iban vestidas en el estilo tradicional, con zapatos negros de tacón, sarong idénticos y blusas caladas de encaje amarillo. Con las uñas de pies y manos pintadas, un espeso maquillaje, flores de frangipani en las orejas y una cinta blanca ciñendo el moño, eran el culmen de la elegancia. Se fueron sentando y afinando sus instrumentos, y sin ninguna introducción comenzó el concierto.

Me es imposible describir la música del gamelán. De entrada, su afinación no tenía nada que ver con nuestra escala de ocho notas, sino que usaban escalas de cinco o siete notas, por lo que a los melómanos occidentales esta música les sonaría desafinada. Por suerte para mí, todo lo que me sobra de oreja me falta de oído, por lo que no percibía esos detalles. Era una música hipnótica, repetitiva, sin pausas, con frecuentes cambios de tempo, pero nunca por debajo de un allegro. Las piezas duraban entre diez minutos y una hora, y a mí me producían una ensoñación de la que no me era fácil salir.

Tenemos que tener en cuenta que la música de gamelán no se solía interpretar por sí sola, por lo que no eran nada frecuentes los conciertos en el sentido europeo, como el que estaba escuchando. Lo habitual era que el gamelán acompañara otro tipo de celebraciones sociales o religiosas, como funerales, espectáculos de marionetas, danza tradicional o kecak. Algo parecido a lo que pasa en Europa con la música de órgano, que solo suele utilizarse como acompañamiento de una ceremonia religiosa. Otro aspecto curioso era que no había directora de orquesta ni usaban partituras. Las piezas se memorizaban y ensayaban todas las veces que fuera necesario hasta alcanzar la perfección, sin ninguna clase de ayuda. Durante toda la noche persistieron en mis sueños aquellos sonidos, mezclados con el croar de las ranas en el arrozal y los chasquidos de los geckos.

Otro día hice una excursión, de bemo en bemo, hasta los templos rupestres del Gunung Kawi, que datan del siglo XI, y los manantiales sagrados de Tirta Empul, donde los fieles beben el agua y se bañan en ella, no sé si para que les perdonen sus pecados, les curen sus enfermedades, o las dos cosas a la vez.

Me doy cuenta de que hasta ahora no había contado el ambiente en el interior de un bemo. Como ya he explicado en otros episodios, los bemo eran furgonetas tipo Volkswagen que recorrían calles y carreteras hasta llegar hasta cualquier rincón de las islas, al final de los caminos practicables. En la parte delantera se sentaban el conductor y otras dos personas como mínimo, entre las que se solían contar el cobrador y el ayudante, aunque no todos los bemo tenían estas figuras. La función del cobrador era evidente, cobraba los pasajes a los pasajeros, habitualmente sin moverse de su asiento, en un momento indeterminado desde que te subías hasta que te bajabas. Había cobradores honrados, que nos cobraban lo mismo a los guiris que a los pasajeros habituales, y otros no tanto, que aplicaban sobretasas de hasta el doscientos por cien. La función del ayudante no era tan clara, y de hecho los bemo urbanos no lo solían llevar. En las zonas más rurales se ocupaba de cargar los equipajes en la baca, sacar banquitos suplementarios cuando era necesario, ayudar a cambiar una rueda pinchada, barrer el suelo, y muchas otras tareas variadas, demasiado bajas para el conductor o el cobrador.

Antes de subirse a un bemo convenía comprobar que iba en tu misma dirección, cosa no siempre fácil de aclarar, ya que si presentían un buen negocio estaban muy dispuestos a cambiar de destino y llevarte hasta donde hiciera falta. Cuando el bemo iba medio vacío, la cosa era tan sencilla como entrar en la parte de atrás y acomodarte en uno de los bancos laterales. Pero cuando iba más lleno, el asunto se complicaba. Cuando entrabas en la trasera te encontrabas entre diez y doce personas en los bancos laterales, en los que aparentemente no había espacio para nadie más. Pero, una vez saludabas cortésmente, casi siempre había alguien que se desplazaba unos centímetros hacia un lado, dejando un espacio mínimo de banco en el que había que intentar acomodar los relativamente inmensos culos europeos. Al final, en una lucha entre la ley del espacio vital y la de la impenetrabilidad de la materia, conseguías medio sentarte. Si el ayudante consideraba que no había sitio en los bancos laterales, sacaba unos taburetes de unos diez centímetros de alto, o unas cajitas de madera como de zapatos, que colocaba en el centro del bemo, entre los pies de los demás pasajeros. Y allí te sentabas, forzando al máximo la flexibilidad de caderas, rodillas y tobillos, intentando no caerte con banco y todo en las curvas y frenazos. En el peor de los casos, siempre podías quedarte en la puerta, con un pie dentro del bemo y otro fuera, en el aire, prensado entre otros cinco o seis hombres que también colgaban de la puerta. Para las mujeres era distinto, nunca las dejaban colgadas de la puerta, siempre había algún hombre que les cedía su sitio.

Una vez acomodado, comenzaba el interrogatorio habitual, en el que solían participar todos los pasajeros. Si alguno tenía algún conocimiento de inglés, aunque solo fuera el habitual Hello, Mister!, no dejaba de emplearlo para presumir delante de sus paisanos. En los sitios más remotos era muy habitual que te tocaran educadamente para ver cómo era el tacto de un farang, un extranjero, sobre todo si tenías la piel pecosa o muy blanca, o el pelo rizado o de cualquier color que no fuera negro o blanco. Una vez satisfecha su curiosidad, todo el pasaje se dedicaba a observarte y a comentar minuciosamente tu aspecto, tu vestimenta o cualquier gesto que hicieras. Si sacabas una guía, no solo la miraban por encima de tu hombro, sino que te la pedían y se la iban pasando de pasajero en pasajero, hasta devolvértela. Lo mismo pasaba con una postal, que miraban por delante y por detrás, leyendo en voz alta lo que hubieras escrito en español, entre exclamaciones de admiración del resto del pasaje. Al llegar a tu destino, te avisaban para que te bajaras y te despedían calurosamente.

Para volver de Tirta Empul se me ocurrió caminar un rato por otro camino, que en teoría conducía a Ubud por una ruta más directa y menos concurrida que la de ida, esperando encontrar en algún momento un bemo que me devolviera al hotel. Craso error, no había tenido en cuenta la geografía de aquella parte de la isla, formada por estrechos valles volcánicos que se extendían en dirección norte-sur, al igual que las principales rutas de transportes. En el momento en que eché a caminar hacia el oeste, en perpendicular a los valles, el camino se convirtió en una sucesión inacabable de subidas y bajadas, mediante las cuales iba pasando de valle en valle, pero por las que no circulaba ningún bemo. Fui cruzando así muchos pueblecitos alejados de las rutas turísticas, cuyos habitantes se dedicaban a la agricultura y a la fabricación de la artesanía que se vendía en las ciudades más grandes. Se veían familias enteras tallando la piedra volcánica o la madera, pintando sobre lienzo o sobre seda, fabricando muebles o pececitos de colores con los que luego armaban móviles, o trazando con cera fundida los dibujos intricados de los batik, que más tarde se teñían color a color por inmersión en barreños de tinta.

Después de un par de horas de camino, sin conseguir ningún medio de transporte para volver al hotel, decidí tomar un camino hacia el sur, tratando de llegar a alguna zona más transitada. El camino, al principio someramente asfaltado, se fue estrechando hasta convertirse en un sendero entre arrozales, de no más de cuarenta centímetros de ancho. Por suerte, en los campos había muchas mujeres trabajando, que me iban confirmando, un tanto sorprendidas, que por allí se podía llegar a Ubud. Por fin, el camino se volvió a ensanchar y a cruzar aldeas. Cuando ya no me encontraba muy lejos de Ubud estalló un furioso chaparrón tropical, que me obligó a refugiarme en un bale, el pabellón de ensayos y actuaciones del gamelán local, que tenía almacenados allí sus instrumentos. Fueron unos momentos mágicos. Agotado por el largo paseo, y con un poco de frío, escuchaba caer la lluvia torrencial a mi alrededor, sentado en el banquito de un xilofonista. Aproveché para lavarme las botas, embarradas del paseo por los arrozales, con el agua que caía por un canalón. Cuando cesó el chaparrón y por fin llegué al hotel, comprobé que había caminado nada menos que veintidós quilómetros. Menos mal que el hotel tenía una piscina, sombreada por mangos y frangipanes, en la que era una delicia relajarse mientras se esperaba la hora de la cena.


Ya con el gusanillo de andar en el cuerpo, al día siguiente, y después de una mañana de compras por el centro de Ubud, eché a andar hacia el norte, siguiendo otro sendero entre arrozales. Con unas espléndidas vistas de los volcanes Gunung Agung y Gunung Batur, fui caminando entre los estanques escalonados en los que se podía ver crecer el arroz en todas sus etapas y en todos los tonos de verde que me pudiera imaginar. Como el clima de Bali era muy homogéneo a lo largo del año, no había propiamente estaciones, por lo que en una misma zona se podía ver unos campos secos recién cosechados, otros cubiertos de agua y arados por los búfalos de agua para preparar la tierra, otros en los que se estaban plantando las nuevas matas de arroz (a mano y una por una), otros en distintas etapas de crecimiento, y por último los campos de nuevo secos en los que se segaba a mano y se desgranaba el arroz.

Al final del paseo, o más bien donde yo me empecé a cansar, se encontraba el Hotel Matahari Lumbung, una especie de alojamiento rural encantador, entre huertos de frutales, donde me tomé un té y unas cuantas manzanas de Java caídas de los árboles. Esas manzanas, de la familia de las mirtáceas, no tienen nada en común con las europeas, salvo la forma y el intenso color rojo de la piel. Por dentro son muy jugosas, de donde viene su nombre inglés de water apple, y con aroma a rosas, por lo que en algunos países hispanoamericanos se las llama pomarrosas. Y lo de Matahari no viene de la célebre espía de la primera guerra mundial, sino todo lo contrario. Se cree que Margarita Zelle adoptó ese nombre artístico como consecuencia de sus años de residencia en Java, ya que matahari significa “amanecer” en indonesio.

En el camino de vuelta alcancé a un grupo de mujeres que caminaban por el sendero, como siempre elegantísimas, y cargadas con ofrendas florales de más de un metro de alto. Aminoré el paso para no adelantarlas, y las fui siguiendo hasta llegar a un templo oculto en un bosquete de bambú. Nada que ver con los grandes templos de la isla, éste era un humilde templo local, que daba servicio a una sola aldea, y en el que no había tejados de varios pisos ni puertas monumentales. Lo que sí había era una de las fiestas religiosas tan frecuentes, y como parte de la misma pude ver varias peleas de gallos. Los indonesios son muy aficionados a este espectáculo, y era muy habitual ver a un hombre con su gallo preferido en brazos, acariciándole las plumas mientras se fumaba un kretek con los amigos.

En este templo las peleas no eran ninguna broma. Se cruzaban apuestas elevadas, y los gritos acompañaban cada uno de los combates, que solo terminaban por abandono o muerte de uno de los dos gallos. No había gallera propiamente dicha, sino que los combates se celebraban en el mismo suelo del templo, rodeados los gallos por un círculo virtual formado por una masa compacta de hombres, que solían acabar salpicados por  la sangre de los animales. Por eso, y porque no había manera de colarse entre los espectadores, seguí las peleas en tercera o cuarta fila, hasta que llegó la hora de volverme al hotel.

En la isla de Bali se pueden hacer cientos de excursiones, desde la ascensión a cualquiera de los volcanes, hasta la concurridísima contemplación de la puesta de sol sobre el mar en el templo de Tanah Lot, que un amigo vasco me comentó que era “igual que San Juan de Gaztelugatxe”. Bien es verdad que el mismo amigo ya me había dicho que el Corcovado de Río de Janeiro era “como el Corazón de Jesús del monte Urgull, pero un poco más grande”, y que días más tarde, a la salida de una impresionante representación de danza kecak, de la que hablaré más adelante, la había comparado con una pastoral vasca.

Uno de los recorridos más bonitos, en mi opinión, es el que se dirigía desde Ubud hacia Pura Ulun Danau Batur, un templo de los muertos edificado en el borde de un cráter. Desde el templo, cuando no había niebla, se disfrutaba de unas vistas espectaculares del lago Batur y de toda la caldera y el cono central del volcán del mismo nombre. A partir de este templo, y por una carretera de montaña muy sinuosa, se podía llegar hasta la costa norte de la isla, de mayoría musulmana, y donde las vendedoras del mercado de Singaraja me contaron los conflictos religiosos con los hinduistas que poblaban el resto de la isla.

Después de un baño en las playas de arena negra batidas por el mar, comencé el regreso hacia Ubud por otra carretera más directa, que cruzaba otra caldera volcánica en la que se veían entre la niebla los lagos de Tamblingan, Buyan y Beratan. A la orilla de este último se encontraba el millones de veces fotografiado Pura Ulun Danau Beratan, otro templo de los muertos, muy venerado por los balineses, y en el que no podías entrar salvo que declararas, como hice yo, mi intención de rezar unos minutos por mis antepasados. Conveniente ataviado con mi sarong y mi cinturón de oración, se apoderó de mi uno de los brahmanes, que me condujo al interior del templo y dirigió mis plegarias, mientras a mi alrededor iban llegando grupos familiares con sus ofrendas.

Una tarde me comentó uno de los empleados del hotel que esa noche había fiesta en su “parroquia”, el templo Pura Merayn Agung, a poca distancia de Ubud. Esta vez no hacía falta meterse por los arrozales, bastaba con subir por la calle Jalan Suweta siguiendo a los feligreses, hasta llegar al templo. El festejo, puramente religioso y sin trazas de espectáculo turístico, consistía en la bendición de los espíritus Barong y Rangda de varios barrios y familias. El Barong es un ser mitológico, con aspecto de león, que reina sobre los espíritus del bien. Por su parte, Rangda es una reina de los demonios, experta en magia negra y enemiga de Barong. Se cree que Rangda puede estar relacionada con la sangrienta diosa Durga de la mitología hinduista predominante en la India. Muchas danzas balinesas representan la batalla entre Barong y Rangda, estereotipo de la eterna lucha entre el bien y el mal. Los balineses, bastantes pragmáticos, saben que hay que poner una vela a dios y otra al diablo, por lo que veneran y respetan por igual a ambos personajes.

La ceremonia de la bendición, que duraba dos o tres días, comenzaba con el traslado en procesión de los Barong y Rangda de cada casa hasta este templo central, y su exposición en uno de los pabellones. Por la noche, entre rezos y cánticos, tenía lugar la bendición de los espíritus, peligrosa ceremonia que aconsejaba dejarlos reposar unos días en el templo antes de devolverlos en procesión a sus aldeas de origen. Todo ello amenizado, como de costumbre, por una orquesta de gamelán instalada frente a la puerta del templo.

Otro espectáculo impresionante es la danza kecak. De origen relativamente reciente, ya que lo crearon en los años treinta entre un bailarín balinés y un pintor alemán afincado en la isla, consistía en una representación de otra de las luchas míticas del Ramayana, la que sostuvieron contra el malvado Ravana las fuerzas del bien, capitaneadas por el príncipe Rama y el dios mono Hanuman.

La representación a la que acudí se celebraba de noche en otro templo cercano a Ubud. En el centro del patio, iluminado solamente por hogueras y lamparillas de aceite de coco, se sentaban en varios círculos concéntricos unos cien hombres, con los torsos desnudos, faldas a cuadros blancos y negros, y flores rojas de hibisco en las orejas. Todo el baile transcurría con los bailarines sentados o tumbados en el suelo, imitando los movimientos y sonidos del ejército de monos mandado por Hanuman. Los únicos que bailaban de pie al modo tradicional eran el primer bailarín, en realidad una adolescente, que representaba al príncipe Rama, y otro bailarín representando al propio Hanuman. Los chasquidos rítmicos que producían con la lengua, los movimientos sincronizados y sincopados de los bailarines, las gotas de sudor que corrían por su frente, el humo de los candiles y las hogueras, y el telón de fondo formado por la silueta del templo contra la luna llena daban lugar a una atmósfera irreal, donde se percibían claramente las fuerzas de la naturaleza: el bien, representado por la luz y los guerreros, y el mal, formado por la oscuridad exterior. Y entre ambos mundos, el círculo formado por los turistas que, sentados en sillas de tijera, teníamos el privilegio de contemplar este espectáculo único.

En varias ocasiones he participado en discusiones sobre la “autenticidad” de estos espectáculos. Es cierto que la danza kecak es de reciente aparición, y que no se celebra excepto como espectáculo turístico. Pero también es verdad que el dinero de las entradas contribuye a que se mantengan estos grupos de danza, en su inmensa mayoría formados por aficionados, y a que se valore y mantenga la cultura local. A fin de cuentas, también pagamos por asistir a un concierto de heavy metal o de música barroca, y no por eso nos parece más o menos auténtico.

Aunque sucedió en otro viaje, no puedo dejar de mencionar el fin de año pasado en Bali con un grupo de amigos y familiares españoles. En un país hinduista, con un calendario que ahora va por el año 1935 de la era Saka, y en el que los años tienen 420 días, el paso del 31 de diciembre al 1 de enero del calendario gregoriano no tiene ningún significado especial.

Pero estábamos decididos a conservar las tradiciones hispánicas. Lo que pensábamos que iba a resultar más difícil de conseguir, las uvas, se solucionó de casualidad cuando en una excursión por la zona más elevada de la isla nos encontramos con unos tenderetes a pie de carretera que vendían frutas tan exóticas como peras, manzanas, ¡y uvas!, que crecían allí debido a las temperaturas más bajas que en la costa. La vendedora se quedó un tanto sorprendida cuando, en lugar de un kilo, le pedimos setenta y dos uvas, que contamos meticulosamente. Lo del cava, en cambio, resultó imposible. En una tienda de vinos encontramos un supuesto champán francés, pero a un precio tan prohibitivo que acordamos brindar con cerveza Bintang. Mira por donde, lo que en aquel momento nos pareció un sacrilegio, lo hemos visto repetido este año en televisión, donde Anna Simón, la reina del cava 2013, no ha tenido ningún reparo en brindar con cerveza Estrella de Galicia tras las campanadas de fin de año. Poderoso caballero es Don Dinero…

Ya solucionado el asunto de las uvas, y descartado el cava, nos faltaba encontrar un restaurante donde organizar la cena. Después de visitar varios restaurantes cercanos al hotel, en los que se negaron en rotundo a permanecer abiertos hasta medianoche, negociamos con uno en el que solíamos comer de vez en cuando los seis integrantes del grupo, para que nos dejaran quedarnos hasta después de las diez. O sea que empezamos a cenar a las nueve, y cuando se fueron acercando las diez comenzamos una serie de ritos que tenían embobadas a las camareras indonesias. Primero les pedimos un cuenco grande lleno de agua para lavar las uvas, y seis cuencos más pequeños, en cada uno de los cuales metimos doce uvas. A continuación les pedimos una bandeja metálica y un cucharón, sin ser capaces de explicarles para que los queríamos. Cuando nuestro reloj marcó las diez, uno de nosotros, muy serio, fue tocando las doce campanadas a base de cucharón y bandeja metálica, mientras cada uno se comía sus uvas. Al finalizar, besos, abrazos y brindis con cerveza. Creo que el servicio del restaurante no había pasado una noche tan entretenida en su vida. Y les reforzó la idea que tienen en todos los países, de que los guiris estamos locos.

Como todavía eran las diez y media y no éramos capaces de acostarnos, nos fuimos a finalizar el año a la piscina del hotel, con unos gin tonics. La tónica la habíamos comprado por la mañana en una tienda cercana, y la ginebra la sacamos de las casitas holandesas de porcelana, rellenas de Bols, que nos había regalado KLM en el viaje de ida. En la piscina se nos sumó un curioso personaje, holandés de origen pero afincado en Japón, que nos contó que todos los años acudía a Bali a celebrar las navidades. O sea que las doce de la noche nos pillaron en el agua, con una copa en la mano, una flor de frangipani en la oreja, y sin echar de menos a Anne Igartiburu ni a otros habituales de las galas de fin de año.

Ya de vuelta a España, coincidí en Barajas con un grupo de madrileñas que venían de pasar unos días en Tana Toraja, el corazón de Celebes, y me contaron maravillas de las fiestas tomate. Pero eso es otra historia….

jueves, 23 de enero de 2014

La Gran Belleza


Extraña película. Podría decirse que es como esos acertijos que cuando los descifras son obvios, oro parece plátano es. El título y el cartel anunciador te lo cuentan todo, un burgués más que otoñal sentado en un banco excesivo, excesivo de tamaño, excesivamente bello.

Bellísima película. Sucesión de escenas de belleza apolínea, estática, incluso espiritual, seguidas de fogonazos dionisíacos, salvajes. Culta también, con guiños literarios.

Felliniana por los cuatro costados. Nadie que odie a Fellini debería ver esta película ( Fellini no puede ser indiferente)

Subyugante. Nos muestra un sector de la sociedad romana, cínico hasta el exceso, capaz de digerir cualquier cosa y que se divierte a su manera superando un aburrimiento de milenios.

Al final solo nos quedan mil preguntas. La principal ¿ha merecido la pena pasar dos horas y media viéndola? Mi respuesta personal: sin duda.

viernes, 17 de enero de 2014

La isla del paraíso terrenal (1ª parte)

Para ir al primer relato de esta serie pincha aquí.

Después de tres semanas recorriendo varias de las islas menores de la Sonda (véase “Todo empezó en Kupang”, “Los gitanos del mar” y “La religión de  los gusanos”), llegó el momento de ir pensando en el regreso a España. Pero antes de volver no podía dejar de visitar Bali, la isla más occidental del archipiélago. La mayoría de los españoles tenemos una imagen de Bali basada en los folletos de los mayoristas turísticos, con paquetes de playa y hotel “todo incluido”, masajes exóticos y puestas de sol en el templo de Tanah Lot. Bali es eso, pero también es mucho más.

Antes de seguir tengo que aclarar que he estado cinco o seis veces en Bali, por lo que mis recuerdos se mezclan, y no puedo garantizar ni siquiera pretender que todo lo que cuento a continuación hubiera ocurrido en aquel viaje en particular. Lo que sí es cierto es que no me he inventado nada, o, como diría nuestro presidente del gobierno, todo es verdad, menos algunas cosas.

Empezaré aclarando el título de este texto. Siempre se ha hablado de islas o playas “paradisíacas”, pero ¿qué tiene Bali para considerarla el verdadero paraíso terrenal? La respuesta está en las creencias de los propios balineses. En muchas religiones se promete a sus fieles que, si se cumplen determinados preceptos y se aceptan ciertas ideas, al morir se podrá acceder al paraíso. Con ángeles y música celestial para los cristianos, con huríes y manantiales de hidromiel para los musulmanes, o con seres inmortales en armonía perfecta con la naturaleza y el universo para los budistas.

Pero lo sorprendente del paraíso de los balineses es que creen que es una isla idéntica a Bali, pero situada allá en el cielo. ¡Cómo será la isla de verdad, cuando sus habitantes consideran que su mejor recompensa tras la muerte es llegar a una isla igual a aquella en la que han vivido! Es evidente que los balineses consideran que su isla es el paraíso en la tierra.

Desde el punto de vista religioso, Bali constituye una anomalía dentro de Indonesia. La inmensa mayoría de la población indonesia se declara musulmana, de hecho es el país del mundo con mayor número de musulmanes. El resto se reparte entre budistas, hinduistas, distintas confesiones cristianas y numerosas religiones animistas, muchas veces entrelazadas con creencias musulmanas o cristianas. Pero en Bali la mayoría de la población es hinduista. Un hinduismo bastante diferente del que se practica en el subcontinente indio, ya que es mucho más tolerante con los infieles, y está fuertemente imbuido de creencias relacionadas con las fuerzas de la naturaleza o el culto a los muertos.

Entre las preguntas de cortesía que tantas veces he mencionado, era muy frecuente la de Apa agama? (¿De qué religión eres?). Me habían advertido de los peligros de declararse ateo, ya que los indonesios lo asocian al comunismo. Y no olvidemos que en 1965, durante el golpe de estado de Suharto apoyado por la CIA, asesinaron a entre medio y un millón de comunistas. O sea que, prudentemente, yo me solía declarar kristian katolik, ya que por lo menos es una religión cuyos mitos y ritos conozco bastante bien. Como nota curiosa, añadir que la Constitución de Indonesia solo garantiza la libertad de religión para las cinco religiones oficiales (Islam, Catolicismo, Protestantismo, Budismo e Hinduismo).

Volviendo al viaje en sí, el aeropuerto se encontraba en Denpasar, la capital actual, y estaba construido en la misma playa, en parte sobre un relleno protegido por espigones de piedra. Por cierto, estos espigones ayudaban a que se formaran unas magníficas olas,  de forma que era habitual aterrizar entre surferos, que cabalgaban las olas en paralelo al avión.

Como no era mi primer viaje a Bali, ya tenía echado el ojo a un par de hotelitos en Ubud, la antigua capital, situada en el interior de la isla y mil veces más interesante que las zonas de turismo playero. Desde Denpasar a Ubud me subí a uno de los bemos colectivos, que en algo menos de una hora me dejó en Jalan Hanuman, la calle del dios mono de la mitología hinduista, muy venerado en Bali.

Por suerte había habitaciones en mi hotelito favorito, formado por una docena de bungalós en medio de un precioso jardín tropical de palmeras, matas de bambú, buganvillas y heliconias. Al fondo del jardín un pabellón abierto para los desayunos y una piscina sombreada por frangipanis completaban este paraíso particular. La habitación, que ocupaba toda la planta superior de uno de los bungalós, contaba con  comodidades de las que no había podido disfrutar en el resto del viaje, como veranda privada, ducha de agua caliente, wáter de asiento y toallas de baño. Eso sí, como nada es perfecto, en el techo de paja de la habitación vivían varios geckos, una especie de salamanquesas minúsculas que tenían la virtud de alimentarse de moscas y mosquitos, y el vicio de emitir in crescendo unos chasquidos potentísimos, aparentemente incompatibles con su tamaño, cuando estaban en celo. Y claro, estaban en celo aquellos días.

Ubud era y sigue siendo un pueblo grande y extenso, de edificios bajos, con muchos hoteles y restaurantes orientados hacia los turistas extranjeros, pero sin las discotecas, pubs, hamburgueserías y cervecerías que invadían las zonas de turismo playero de masas. También era un oasis para los viajeros cansados de las condiciones más bien básicas que se encontraban en muchas otras islas de Indonesia. Por ejemplo, debe de ser de los pocos lugares en los que se podía utilizar la que considero frase más inútil del método Berlitz de Indonesio: Bisakah melihar daftar minuman angur?, que en español significa “¿Puedo ver la carta de vinos?”. En la mayoría de los restaurantes y casas de comida de Indonesia, la oferta de bebidas alcohólicas se reducía a la omnipresente cerveza Bintang, hoy en día fabricada por la casa Heineken. Con suerte se podían encontrar bebidas de más graduación, como whisky o ginebra de importación. Pero si te ofrecían vino, convenía rechazarlo firmemente. Habitualmente era de origen chino, fabricado con diversos ingredientes entre los que no creo que se encontraran las uvas, y garantizaba un buen dolor de cabeza para la mañana siguiente.

A la hora de comer había una enorme oferta. Desde casas de comida baratísimas, orientadas hacia los empleados indonesios de tiendas y otros negocios, hasta restaurantes de auténtico lujo, como el famoso Bebek bengil, “El Pato Sucio”, formado por una serie de pabellones esparcidos por un amplio jardín, unidos por senderos iluminados por antorchas, y especializado en pato, uno de mis platos favoritos. Justo enfrente de mi hotel estaba uno de mis preferidos. Se accedía a él a través de una pasarela de madera sobre un estanque en el que crecían los lotos y croaban las ranas. Una vez dentro, la comida, muy aceptable, la servían unas camareras elegantísimas y educadísimas, en una terraza cubierta de enredaderas. Y la cerveza Bintang estaba verdaderamente fría. No había mayor delicia que una buena ración de ancas de rana al ajillo con una botella de cerveza de más de medio litro.

En cuanto a hoteles, se podía elegir desde unos albergues mochileros básicos pero impecables, hasta los hoteles más lujosos que he visto en mi vida, con chalets individuales ubicados en las laderas de los arrozales, cada uno con su piscina privada y servicio propio.

Repuesto del cansancio acumulado gracias a una buena ducha y a una buena comida, empezó una semana de intensa vida cultural. No había aldea o barrio balinés que se preciara que no contara con una orquesta de gamelán, un grupo de danza kecak, o una troupe de marionetas. Y no había balinés que no se considerara un artista, sea de la música, de la danza, de la pintura, del grabado o de la escultura. Esto se traducía en conciertos y representaciones teatrales, de marionetas y de danza a diario, y en multitud de museos, galerías de arte y tiendas de artesanía en las que se podía encontrar piezas magníficas de cualquiera de las islas,  comparables con las que años después vi en el Museo Nacional de Yakarta.

En cuanto pisé la calle, me llovieron por todos lados ofertas de actividades. Desde simples taxistas que me transportaban a donde yo quisiera, hasta entradas para cuatro o cinco espectáculos tradicionales, en el propio Ubud o en los alrededores. La primera noche, como todavía estaba recién aterrizado, me limité a una visita al cercano Templo de los Muertos, al final de la calle de mi hotel, donde como final de una semana de festividades religiosas tenía lugar una representación del Ramayana a base de marionetas recortadas, las famosas wayang gulit declaradas patrimonio de la humanidad. Se trataba  de unas siluetas, habitualmente de cuero y con brazos articulados, que se movían mediante cañas detrás de una pantalla traslúcida, sobre la que se proyectaban las sombras de las figuras, que es lo único que veían los espectadores. La sombra habitualmente la provocan unos proyectores eléctricos, pero en los templos más tradicionales o más pobres se seguían usando lámparas de keroseno. La representación estaba acompañada en directo por una pequeña orquesta de gamelán, que mediante una docena de instrumentos de percusión iba enfatizando los episodios más importantes de la historia.

Me instalé sentado en el suelo de uno de los templetes, dispuesto a disfrutar de una breve parte del espectáculo. Hay que tener en cuenta que la representación completa del Ramayana puede durar varios días, con pausas para que los músicos y los manipuladores de las marionetas descansen y coman. Y que el propio público balinés es incapaz de aguantar más de un rato de una historia que, por otra parte, conocen de memoria. Los asistentes, entre los que había numerosos niños, continuamente entraban, salían, comían, bebían, charlaban, fumaban y comentaban en voz alta la representación. Estaba claro que les interesaban más los aspectos lúdicos y de relación social que los propiamente religiosos.

A la mañana siguiente me dirigí al mercado central para comprar algunas de las deliciosas frutas de temporada. Mangos, mangostanes, durianes, pomarrosas, guánabanas y muchas otras frutas se ofrecían al comprador, a un precio muy superior al de los mercados más populares de otras islas. Al fin y al cabo, estábamos en zona guiri. Al  acabar las compras me encontré una tremenda animación por las calles del centro. Arcos de bambú y flores engalanaban las calles, todas las entradas de las casas y negocios lucían adornos florales y ofrendas a los dioses, y grupos de hombres vestidos de manera uniforme recorrían las calles entre cantos y risas. Cuando pregunté qué sucedía, me contaron que los sacerdotes habían determinado que ese día era propicio para celebrar funerales, por lo que se iban a incinerar del orden de doscientos cadáveres, prácticamente todos los fallecidos a lo largo de los últimos doce meses.

Una de las ventajas de esta concentración de funerales era que las familias más pobres, que no podían permitirse muchos lujos, se arrimaban al funeral de algún rico, de forma que los festejos y ceremonias que organizaban las familias pudientes transmitían parte de sus beneficios espirituales a todos los difuntos que se incineraban el mismo día.

Las ceremonias consistían, para los ricos, en el traslado del ataúd desde su casa hasta el campo de cremaciones. Los ataúdes, en forma de toro o ave, estaban decorados con montañas de flores de todos los colores imaginables, y los transportaban sobre plataformas de bambú las “collas” de cargadores, que es lo que eran los grupos de hombre uniformados que había visto por la calle. Con uniforme no me refiero a ropa militar o formal, sino a algo más parecido a lo que en España sería una peña. Mientras que todos los integrantes de una peña determinada vestían camisetas negras y pañuelos azules en la cabeza, los de otra llevaban camisetas blancas con el anuncio de una ferretería y pañuelos de cuadros, y así sucesivamente. Y como no hay puntada sin hilo, me enteré de que los ataúdes en forma de ave recordaban a Garuda, el pájaro que transporta Visnú el destructor, y los toros a Nandi, la cabalgadura de Shiva el transformador.

El principal objetivo de los funerales era enviar a los espíritus de los difuntos al paraíso del que he hablado más arriba. Los cadáveres no incinerados se enterraban provisionalmente en los terrenos de la casa familiar, hasta que llegara un día fasto y la familia hubiera conseguido reunir dinero suficiente como para pagar un funeral digno. Parece ser que los espíritus no estaban muy contentos durante esta espera, y para a acelerar su cremación y consiguiente llegada al paraíso, se dedicaban a gastar bromas pesadas a sus familiares. Lo mismo hacían ruido por la noche que volcaban el cesto del arroz o apagaban el fuego de la cocina.

Para  evitar que alguno de los espíritus sintiera tentaciones de regresar a la vivienda familiar a seguir con sus bromas, parte de la juerga consistía en despistarlo para que no fuera capaz de encontrar el camino de regreso a casa. Como se suponía que el espíritu iba dentro del ataúd, y por tanto no podía ver lo que pasaba a su alrededor, los porteadores giraban en zigzag, corrían, paraban de golpe, subían y bajaban el catafalco simulando cuestas inexistentes, o lo rociaban con agua para que el espíritu se creyera que atravesaban algún río. Y por eso también las cremaciones eran una fiesta alegre, en la que la familia se libraba por fin de las travesuras del difunto.

No exagero si digo que aquella mañana recorrieron las calles de Ubud unos cincuenta cortejos funerarios. El resto de difuntos, cuyas familias no tenían medios para montar tamaño festejo, habían sido trasladados discretamente al campo de cremaciones colectivas, una gran explanada de tierra apisonada donde los catafalcos permanecían expuestos en una especie de cabañas de paja, en las que familiares y amigos se visitaban, comían, bebían y cantaban para celebrar la pronta marcha del difunto al paraíso. El ambiente tenía algo de romería o de fiesta de pueblo, salvando todas las distancias.

En un momento indeterminado del día comenzaron las cremaciones de los “pobres”. Entre la hipnótica música del gamelán y las oraciones de los brahmanes, se iba prendiendo fuego a los ataúdes colocados sobre piras de madera. Pronto el ambiente se hizo irrespirable, debido al humo y al olor a carne asada y cuerno quemado que lo invadía todo, y me vi obligado a marcharme.

Cuando abandonaba el campo de cremaciones, vi que un cortejo fúnebre subía por la colina de enfrente hacía un bosquecillo. Tras seguirlos un rato, en lo alto de la colina me encontré con una zona de cremaciones VIP. Allí los cadáveres se incineraban uno por uno, las orquestas de gamelán se iban turnando, y la concentración de sacerdotes era muy superior a la del campo low cost. También las piras eran mucho más grandes, ya que era el humo lo que ayudaba al espíritu a subir al paraíso. Y como en casi todas las religiones, los ricos viajaban en business.

Otro día hice una visita al templo de Pura Besakir, en las laderas del Gunung Agung, volcán en actividad de más de tres mil metros de altura, que entró en erupción por última vez hace cincuenta años. Es el templo matriz de la isla, dando énfasis al concepto hinduista de creación – transformación – destrucción, muy asociado a los volcanes. Las erupciones volcánicas, después de destruir casas y cultivos, proporcionan los minerales que terminan dando lugar a fértiles campos de cultivo.

El templo estaba formado por diferentes recintos que van ascendiendo por la montaña, con unas vistas espectaculares de los bosques y arrozales que se extienden hasta el mar. Aunque la entrada al recinto exterior del templo era pública, a condición de vestir decentemente, los recintos interiores solían estar reservados a los creyentes hinduistas. Por cierto, que vestir decentemente para un hombre consistía en llevar una especie de falda, el sarong, ceñida a la cintura mediante un cinturón de oración, que no es más que una especie de fular. Los sarong y cinturones se podían alquilar a la entrada de los templos más turísticos, pero para evitar problemas en los templos menos conocidos, convenía comprarse unos en cualquier tienda de Ubud. Además, los sarong valían para todo: desde vestirse para entrar en un templo, hasta para extenderlos sobre la arena de la playa a modo de toalla, o para cubrir las sábanas, a veces no demasiado limpias, de los hoteles más baratos. En la entrada de los templos más visitados por los turistas también solía haber carteles en inglés explicando las normas de conducta y las prohibiciones, entre las que se encontraba la de entrar durante la menstruación. Menos mal que se aclaraba que esta última prohibición era “for the women only”, sólo para las mujeres.

De todas maneras, la prohibición de acceso a los recintos interiores no le quitaba ningún interés a la visita. Ya solo la explanada de entrada, rodeada de cientos de tiendas de artesanía y objetos de culto y puestos de comida, y cruzada constantemente por grupos de peregrinos llegados de todos los puntos de la isla, valía la pena el viaje. Los hombres vestían el traje ceremonial completo, formado por un sarong mucho más elegante que el que llevábamos los turistas, cinturón de oración a cuadros blancos y negros, camisa blanca o de batik, y un pañuelo a la cabeza anudado tipo cachirulo, con un arte inimitable. Pero lo verdaderamente espectacular eran las mujeres. Vestían sarongs de seda de dibujos muy intricados, y camisas de encaje en tonos pastel, dejando transparentarse unos sujetadores decimonónicos. Y acarreaban sobre la cabeza la ofrenda de la familia, formada por una torre de hasta un metro de alto de verduras, frutas, flores y arroz. Esta torre, que muchas veces llevaban sin agarrar con las manos, las obligaba a caminar manteniendo un perfecto equilibrio, con una postura elegantísima.

Las puertas exteriores, decoradas con relieves florales y religiosos y protegidas por estatuas de demonios guardianes y pequeñas capillas, tenían una forma que representaba el cono y el cráter de un volcán, como símbolo del camino para llegar al mundo inferior. Tras cruzarlas, los grupos de peregrinos y de turistas iban ascendiendo por las escalinatas centrales hasta llegar al recinto del templo de su devoción. Como el muro exterior de estos templos era relativamente bajo, y todo el conjunto estaba construido en una ladera, no era difícil ver lo que sucedía en su interior. Dentro de cada recinto, decorado con árboles tan vistosos como el frangipani, o tan sagrados como el baniano, había varias capillas, situadas más arriba las más importantes. Las capillas estaban cubiertas por tejados de caña de azúcar con varios niveles, que recordaban las pagodas chinas. El número de niveles era siempre impar, y en alguna capilla llegaban a contarse hasta once niveles. Además de las grandes capillas, había pabellones abiertos, tronos simbólicos y capillitas para los espíritus menores.

En cada recinto había al menos un brahmán, que dirigía los rezos de los peregrinos y bendecía las ofrendas. Algunas de estas ofrendas se quedaban en el templo para consumo de los brahmanes, pero la mayoría se llevaban de vuelta a casa una vez bendecidas, para compartir con el resto de la aldea.

Ya de vuelta a Ubud, y después de un buen baño en la piscina, esa misma noche me preparé para asistir a un concierto del gamelán de mujeres de Peliatán. Pero esa es otra historia…

miércoles, 15 de enero de 2014

Pelea de mujeres en el barro: “Agosto” (“August. Osage County” 2013) de John Wells


Queridos Cinéfilos:


Hace un par de años me quedé con ganas de asistir al montaje de “Agosto” (obra de teatro de Tracy Letts, que ganó con ella el premio Pulitzer para “drama”) dirigido por Gerardo Vera en el CDN, espectáculo que obtuvo unas excelentes críticas y colgó el cartel de “no hay entradas” con antelación de varias semanas antes de terminar su programación.

Tanto por ello como por algunas excelentes críticas leídas sobre su adaptación cinematográfica con el mismo título, recién estrenada, y atraído por el  “potente” reparto de la misma (para mí, Meryl Streep es una de las mejores actrices en activo, si no la mejor, del Cine), aunque no tenía la mínima referencia directa previa de su director, John Wells, me he apresurado a ver la película, que relata el primer reencuentro en años de una familia en el hogar de los padres en Pawhuska (Osage County, Oklahoma) en un caluroso verano de ¿los 70? con motivo del fallecimiento del progenitor (Beverly Weston, culto escritor de mediano éxito, alcoholizado y ya a vuelta de toda una vida), reuniéndose la viuda (la irascible y dictatorial Violet, enferma de cáncer y adicta a mil medicamentos) con sus tres hijas (Bárbara, la mayor, que acude con Bill, su ya casi ex esposo, y su prototípica hija adolescente modelo “¿De qué se trata?, que me opongo”; Karen, la segunda, acompañada de Steve, su acomodado, guapo, maduro, actual y enésimo novio, e IVy, la menor, pero ya casi cuarentona, que sigue soltera y es la única de las tres que vive cerca y ha prestado atención a sus padres en los últimos años) y su hermana, Mattie Fae, que acude al entierro y tradicional cena de “duelo” con Charlie, su esposo, y su hijo treintañero, que recuerda con cariño a su difunto tío político. Una servicial y joven criada india (“nativa americana”, corrige con cierto sarcasmo un personaje) es la única ayuda doméstica que tiene el matrimonio, a pesar de disfrutar de una aceptable posición económica y vivir en una casa grande en el campo.

“Cámara, acción”: estos son los personajes que “conviven” durante dos o tres días y el director nos permite asistir a la cita y no me he arrepentido de hacerlo porque:

  • Se trata, opino, de un conjunto de magníficas interpretaciones femeninas, destacando en esa “guerra”, sólo superficialmente larvada, el duelo feroz entre la tiránica madre (Meryl Streep, apabullante) y la nada dócil Bárbara (Julia Roberts en su, sin duda, hasta ahora más comprometido y lucido papel, y no utilizo este calificativo en sentido de belleza física, precisamente, sino, por ejemplo, respecto a la profundidad que transmite con su mirada: espléndida). Yo apostaría por sendos óscar para ambas actrices (principal y secundaria, como tácticamente están nominadas, creo).
Julia Roberts y Meryl Streep "cara a cara"
  • Me ha gustado mucho una actriz para mí desconocida (parece ser que ha tenido muy buenas críticas en una serie americana de esas que lamento no seguir), Julianne Nicholson, en su papel de Ivy. Cumplen sobradamente las otras actrices: Margo Martindale (tampoco la recuerdo de ningún papel anterior) como la tía Mattie Fae; Juliette Lewis ya haciendo de mujer adulta, como Karen; Abigail Breslin (la niña de “Pequeña Miss Sunshine”) como Jean, la adolescente hija de Bárbara; incluso la criada, Johnna (Misty Upham, la vi en “Frozen River”, película independiente de cierto éxito crítico que aquí os comenté) está muy convincente en su secundario papel. Definitivamente las actrices, con su muy americano espectáculo de “todas contra todas, pelea de mujeres en el barro” se “comen” a los actores, tal como también ocurre con los personajes de esta historia … y en la vida real, la mayoría de las veces.
  • Entre “ellos” destacaría al muy buen profesional Chris Cooper (el coronel de marines vecino de la pareja protagonista de “American Beauty”) como Charlie, el marido de la tía Mattie Fae, y a Sam Shepard, siempre eficaz cuando le dan un papel que se ajusta como anillo al dedo a su imagen, como ocurre aquí en su breve intervención como  Beverly Weston, cuya muerte da lugar a la tensa reunión familiar. Yo diría que el europeo Ewan Mc Gregor, muy en su papel de Bill, el marido que quiere “salir de escena”, alucina “¡qué familia americana!”  y opta por el bajo perfil, mientras que Dermot Mulroney (como Steve) se encuentra aquí a “su mejor amiga” convertida en su futura cuñada, pero él sigue, como actor, aprobando sin más. Benedict Cumberbatch como el hijo de Mattie Fae y Charlie, otro europeo, hasta llora y eso, pero no me ha parecido que sea su mejor papel.
¿Mesa familiar o gladiadores en la arena?
  • Se me ocurre una “maldad”: ¿No hubiera sido fantástico que el papel de Mattie Fae se lo hubieran dado a la pareja de Sam Shepard en la vida real, la oscarizada Jessica Lange, y así entraban dos sueldos en casa?. Creo que ella lo hubiera bordado, mejor que Margo Martindale, que no lo hace mal, que conste.
  • El guión tiene unos diálogos muy inteligentemente acerados, puro veneno. Me ha recordado mucho a una película muy famosa, también era una adaptación de otra obra de teatro, de Edward Albee, que vi con 16 años y por ello, supongo, no me entusiasmó (a pesar de sus seis óscar): “¿Quién teme a Virginia Woolf?” de Mike Nichols. En aquélla, una pareja (con un matrimonio real de actores, Elizabeth Taylor, que ganó el óscar, versus Richard Burton, en los papeles protagonistas) mantenía una bronca brutal aderezada con hectolitros de alcohol. Me he quedado de piedra cuando me he enterado de que el autor de la obra original y del guión de “Agosto”, Tracy Letts, en su faceta de actor, ha conseguido su mayor éxito justamente representando aquélla.
Streep, Nicholson y Lewis en pleno "combate"
  • Respecto al director, yo diría que realiza una muy buena labor profesional pero no consigue dar ese toque “mágico” que convierte una película en obra maestra, al menos para mi gusto, y no porque no interese (yo casi no pestañeé) o tenga defectos claros, pero no experimenté la sensación de salir de ver una película 10, como me pasó, por ejemplo con “La decisión de Sophie”, la espléndida película de Alan J. Pakula en la que Meryl Streep ganó su segundo óscar con la mejor interpretación de su vida, a mi entender.
  • La duda que me surge es si es razonable que se pueda llegar a unos niveles de animosidad tal en una familia “normal”. Creo que la respuesta es que ésta no es “normal”, pero que en el mundo moderno el porcentaje de familias “anormales” lleva tiempo creciendo… mejor no me meto en el tema, que no soy sociólogo.
Conclusión global: 8 sobre 10, fundamentalmente por las interpretaciones y calidad de los diálogos. Aconsejo claramente verla.

Si os interesa ampliar referencias:

Tráiler en Youtube:

Tráiler V.O.S:

Crítica de Sergio Benítez en Blog de Cine:

Muy buen CINE, amigos.

Manrique 

viernes, 10 de enero de 2014

La religión de los gusanos

Para ir al primer relato de esta serie, pincha aquí.

Después de unos días de descanso en Nemberala (véase “Los gitanos del mar”), me dirigí a la isla de Sumba.

Tras aterrizar en Waingapu, capital de la provincia de Sumba Oriental, compré un billete de autobús para viajar al día siguiente hasta Waikabubak, capital de Sumba Occidental. Tengo que destacar que en aquellos tiempos, en Indonesia los viajes en autobús tenían ciertas peculiaridades. Quizás la más notable era que los billetes eran siempre Puerta a Puerta. Es decir, que al comprar el billete dabas tu dirección exacta de salida y de llegada, de forma que el autobús dedicaba más de una hora a callejear y a recorrer las aldeas cercanas para ir recogiendo a cada pasajero en la puerta de su casa y subiendo el abundante equipaje de cada uno a la baca. Es lo que llamaban kelilin kelilin, “vueltas y vueltas”, que convertía en meramente indicativa la hora de salida. A la hora indicada convenía que estuvieras preparado en la puerta de tu casa u hotel, aunque si no estabas totalmente dispuesto tampoco había problema en esperarte un tiempo prudencial. Una vez a bordo todos los pasajeros, comenzaba el verdadero viaje, amenizado por la música del radiocasete del conductor, a la que podías aportar tus propias cintas, y entre los frecuentes vómitos de los pasajeros, cuidadosamente depositados en bolsitas de plástico que repartía generosamente el cobrador, y que luego se tiraban por la ventanilla. Cuando el equipaje no cabía en la baca, o era demasiado valioso como para que dejar que se mojara (por ejemplo, sacos de arroz), se colocaba en el pasillo o en el espacio malgastado en Europa por las piernas de los viajeros, de manera que acababas sentado en la postura del loto, parte sobre el asiento y parte sobre los sacos que te habían correspondido. Eso sí, la mochila de un guiri nunca se consideraba un objeto valioso, o sea que siempre se colocaba en la baca, entre bicicletas, sacos de ñame y copra, cajas de madera de contenido desconocido, latas de “grasa comestible” y todo un enorme surtido de bultos. Los cerditos, que pude comprobar viajaban mucho en Indonesia, se solían transportar embutidos en una especie de jaula de bambú, amarrada al guardabarros delantero.

Al llegar a destino, comenzaba de nuevo el kelilin kelilin, hasta que todos los pasajeros y sus mercancías se iban quedando en la puerta de sus viviendas u hoteles.

Después de más de ocho horas de viaje, la llegada a Waikabubak fue espectacular. A media tarde, el pueblo estaba repleto de hombres y mujeres vestidos con sus ropas tradicionales. Ellas con unas faldas largas de una sola pieza, fabricadas con la endiablada técnica del doble ikat, y ellos con faldas del mismo material arremangadas hasta la rodilla, y sus inseparables parang, los enormes machetes de mango tallado, al cinto.

Tras dejar el equipaje en el hotel, salí también yo a pasear, y pronto fui abordado por un correctísimo señor que, tras el interrogatorio habitual, me invitó a acudir al atardecer al funeral y segundo enterramiento de su madre. Un poco abrumado por tanta amabilidad, le indiqué mis reparos en molestarles en una ocasión tan íntima, pero me explicó que, por el contrario, sería un honor para la familia contar para el funeral de su madre con un huésped llegado de tan lejos. Sus vecinos, cuyo padre había sido enterrado recientemente, habían tenido la suerte de contar con un pariente lejano llegado de Singapur, pero en toda la zona no había precedentes de la asistencia de un español. Evidentemente, ante tales argumentos no podía negarme, así que a la hora señalada me dirigí al kampung Sawah.

Los kampung son aldeas tradicionales, en las que viven la mayoría de los habitantes de Sumba. Más o menos amurallados, conservan las antiguas viviendas de madera con altísimos tejados de paja, pero sobre todo constituyen el núcleo básico en torno al cual se organiza la convivencia y se cuidan las tradiciones. Aunque las tierras se consideran propiedad privada, se mantiene un cierto concepto de responsabilidad comunal sobre las mismas. Se considera inconcebible venderle tierras a una persona que no pertenezca al mismo kampung, y no son raras las batallas entre los habitantes de dos kampung vecinos por la propiedad de unas tierras o el uso del agua.

Volviendo al kampung Sawah, estaba formado por una docena de cabañas, construidas sobre pilotes, y rodeada cada una de ellas por una amplia veranda. Tras un cordial recibimiento por parte de mi anfitrión, el anuncio de mi llegada por megáfono a las más de doscientas personas que asistían a las exequias, y las presentaciones de rigor a la familia de la difunta, me dejaron al cuidado de un grupo de parientes mientras continuaba la ceremonia. Consistía básicamente en la exhumación del cadáver de su tumba provisional, la renovación de las varias capas de tejido ikat que lo cubrían, y su traslado a la tumba definitiva, cubierta por una losa de piedra de casi una tonelada, que levantaron entre un par de docenas de hombres con la ayuda de palancas de madera de varios metros de largo. Se considera una ocasión alegre, ya que por fin la difunta comenzaba su eterno descanso, y la familia podía también descansar tranquila, sin tener que soportar las gamberradas del espíritu de la difunta, que les recuerda así que aún no han cumplido con todos los ritos funerarios. Lo del segundo entierro y esta tardanza en celebrar los funerales se debe a que un funeral es un acto social que conlleva un fuerte desembolso de dinero para la familia más cercana, ya que tienen que alojar y alimentar durante varios días a los amigos y familiares llegados de otros punto de la isla, e incluso desde el extranjero. Y mientras se ahorrar para el funeral, por motivos sanitarios se procede a un primer entierro provisional.

Mientras tanto, el resto de asistentes se dedicaban a charlar, a comer un guiso de tocino de cerdo semicrudo, a beber vino de palma y a mascar nuez de betel. Como no podían consentir que un visitante tan ilustre como yo se quedara al margen, tuve que probar todos los productos, incluida la nuez de betel, que se mastica mezclada con cal y otros ingredientes a gusto de cada consumidor, como tabaco, cinamomo, cardamomo, regaliz, papaya, semillas de comino, alcanfor, anacardos, clavos, anís o coco seco. Produce una fuerte salivación rojo oscura, que la educación y la prudencia aconsejan escupir ruidosamente contra el suelo, y deja las encías un tanto entumecidas.

A una hora discreta, pero ya noche cerrada, conseguí despedirme de mi anfitrión y volverme al hotel. El regreso, a la sombra de la luna y siguiendo los estrechos senderos entre los arrozales, mientras a lo lejos seguían oyéndose las risas y canciones del funeral, producía una extraña sensación de paz, pese a los grupos de indígenas que me iba cruzando cada poco rato, todos armados con sus parang.

Al día siguiente me había propuesto alquilar un taxi para hacer un recorrido por varios poblados tradicionales. El problema era que no había taxis según el concepto europeo. Por la mañana, el pueblo era recorrido por numerosos bemos, las omnipresentes furgonetas colectivas, con el cobrador colgado de la puerta anunciando su destino, al que se dirigían cuando el conductor las consideraba suficientemente llenas, lo que en mi concepto se traducía como muy llenas. Como cada bemo iba solo a una aldea determinada, por muy barato que fuera, no era un medio muy ágil para recorrer varios pueblos. La solución era alquilar uno para uso propio. Todo era subirse a un bemo cualquiera, con o sin pasajeros, y regatear con  el conductor el precio chárter por todo el día. En cuanto alcanzabas un acuerdo, echaban sin contemplaciones a los demás pasajeros, y ya tenías transporte privado, con conductor, cobrador y ayudante. Eso si algún pasajero no decidía aprovechar la ocasión de hacer también un poco de turismo gratis, y se sumaba a la excursión.

Una vez resuelto el problema del transporte, salimos hacia la costa sur de la isla, donde me habían dicho que había varias aldeas muy interesantes. A los pocos kilómetros de Waikabubak, al cruzar una aldea, la carretera estaba cortada por un nutrido grupo de personas. Cuando nos detuvimos, del grupo se destacó un guerrero con casco y escudo, vestido de pieles, que se dirigió hacia mí blandiendo amenazadoramente una lanza. Por suerte, todo formaba parte del rito de otro funeral, al que también fui invitado a asistir. No me atreví a negarme a los deseos del guerrero, o sea que pasé al interior de la capilla. Hay que tener en cuenta que este pueblo no era un kampung, por lo que las tradiciones estaban un tanto desvirtuadas. Ya dentro de la capilla, colocaron una banqueta para mí en primera fila, junto a los familiares más cercanos, y allí me quedé un ratito, pasando de nuevo por todo el interrogatorio habitual, y fumando un kretek, los cigarrillos aromatizados con clavo que consume toda la población. Esto era lo peor para mí, yo nunca he fumado tabaco, y aquellos cigarritos, a la vez fuertes y dulzones, que había que fumar como muestra de buena educación, me hacían toser como un loco. Solo años después aprendí la expresión salvadora: Saya sakit, “estoy enfermo”, que me libraba de aquella tortura.

En el rato que estuve pude charlar, aunque con bastantes dificultades de idioma, con un sacerdote Marapu. La religión Marapu es la más curiosa que conozco, en el sentido de que su principal festividad, el Nyale, está relacionada con el ciclo reproductivo de un gusano de mar. Se celebra durante una de las lunas llenas de primavera, como la semana santa de los católicos, y consiste en la recolección y consumo colectivo de este gusano, de alto valor proteico en ese momento, justo después del desove. Es como las sardinas, que se suelen comer en verano, cuando tienen más grasa. Quizás le siga en rareza la religión pastafari, cuyos seguidores creen en la existencia de un dios formado por un gigantesco cúmulo de espagueti, y que celebran sus ritos tocados con un colador de pasta.

Otra de sus ceremonias, que tampoco tuve la suerte de presenciar, es el Pasola, combate más o menos simbólico en el que los guerreros, montados a caballo y vestidos con sus ropas tradicionales, se arrojaban lanzas de madera de punta roma. Lo de “más o menos simbólico” lo digo porque era frecuente que los combatientes se acalorasen, y acabasen con varios heridos e incluso algún muerto. No hay que olvidar que, además de las lanzas rituales de madera, todos los guerreros llevaban sus machetes parang, del que ningún hombre hecho y derecho consentiría en separarse.
La conversación en sí con el sacerdote no resultó demasiado interesante, salvo por el hecho de que, una vez aclarado que yo procedía de España, y mostrada la ubicación de España en el mapa del mundo impreso en el billete de avión, me preguntó que “cuanto se tardaba en llegar a España en bemo”. Mi optimista respuesta de que entre 2 y 3 meses causó una mezcla de asombro e incredulidad entre los asistentes.

De nuevo en camino, al cabo de una hora de viaje, llegamos al primero de los kampung adat, aldeas tradicionales. Al borde de la playa, junto a la desembocadura de un pequeño río, se extendían no menos de cuarenta cabañas, con un techo de paja a dos aguas en forma de pirámide de base cuadrada, coronado a su vez por una estructura a dos aguas de madera y paja, de hasta ocho metros de alto, que servía de vivienda simbólica para los antepasados. Las vigas y postes estaban decoradas con relieves de los antepasados, y también tenían un valor ritual. Dice la leyenda que la primera cabaña que existió estaba cubierta por pelo humano.

Las visitas a estas aldeas tradicionales, como en general a cualquier aldea indonesia, seguían siempre un mismo patrón de cortesía. Se preguntaba por el jefe de la aldea, que solía ser un anciano. Se le saludaba respetuosamente, se intercambiaban las preguntas de rigor sobre nombre, procedencia, religión, número de hijos y otros asuntos de interés, se firmaba en el libro de visitas, que la mayoría de las veces era un simple cuaderno escolar, y se entregaba al jefe una pequeña cantidad de dinero o unos kretek. A continuación se pedía permiso para visitar la aldea, que siempre se concedía sin problemas, y para hacer fotografías, cosa a veces permitida y otras no. A partir de ahí ya se podía recorrer la aldea con toda libertad, habitualmente rodeado por un enjambre de niños que gritaban continuamente “Hello Mister”, y agradecían cualquier regalo, como bolígrafos o, todavía mejor, caramelos Kopiko. Y en alguna de las aldeas se podía adquirir la artesanía en los tenderetes que te montaban rápidamente. Bueno, más que tenderetes se trataba de colocar toda su producción en el suelo de la veranda. Casi exclusivamente tallas en madera muy primitivas, desde piezas utilizarías como contenedores para el betel hasta otras puramente decorativas, como copias de las estatuas de los antepasados. Como decoración utilizaban mucho el mamuli, representación esquemática de una vulva que, como en casi todas las culturas, era un símbolo de fetilidad.

Visitando una de las aldeas más ricas, me contó el jefe de la aldea que se estaba construyendo su propia tumba megalítica, y que precisamente al día siguiente habría una jornada de trabajo.
Bien temprano, y con el mismo bemo y la misma tripulación, me dirigí al punto indicado la víspera por el jefe de la aldea. Después de una hora de carretera, tuvimos que dejar el bemo y echar a andar por unos senderos que a ratos discurrían por zonas cultivadas y a ratos se internaban en los bosques, hasta llegar a la zona de trabajo. La obra, que llevaba ya varios años en ejecución, había comenzado eligiendo una buena losa de piedra de una sola pieza, de unas tres o cuatro toneladas de peso, a unos veinte kilómetros de la aldea. Tras la bendición del sacerdote marapu, se había procedido a un primer desbaste de la losa, para facilitar su transporte.

El transporte se iba realizando a pequeños tramos, dado el peso de la losa y las dificultades del terreno. Cuando el jefe conseguía ahorrar un poco de dinero, convocaba a todos los habitantes de su aldea y de las aldeas vecinas a una jornada de trabajo obligatoria, en la que la alimentación y la bebida corrían a cargo del jefe. Mientras las mujeres y los niños cortaban la vegetación de una franja de terreno, los hombres iban eliminando pedruscos y allanando la tierra, hasta formar una especie de pista. Con algunos de los troncos cortados se preparaban rodillos, y con la ayuda de búfalos y de tracción humana se hacía avanzar la losa por la rudimentaria pista. Y así día a día, a veces con meses de intervalo entre las jornadas de trabajo, según como fueran las cosechas y las finanzas del jefe. Hay que tener en cuenta que se podían juntar más de doscientas personas, y que el ímpetu y la calidad del trabajo dependían directamente de la cantidad y calidad de la comida y bebida ofrecida. El día que la losa llegara a la aldea, se tallaría con diferentes figuras de animales, símbolo de la familia del jefe, y ya estaría lista para colocarla sobre su tumba el día de su muerte. Eso suponiendo que el jefe no se muriera antes, en cuyo caso confiaba en que su hijo mayor se hiciera cargo de la finalización de la tumba y su entierro definitivo.
 

En otra de las aldeas conocí a una pareja de ancianos que tuvieron un detalle de lo más entrañable. El cementerio de la aldea estaba situado en lo alto de un cerro cercano, y el camino de subida pasaba junto a una cabaña, en cuya veranda estaban sentados los dos ancianos, pobremente vestidos, que me saludaron amablemente, y con los que me detuve unos instantes para la charla habitual. Mi sorpresa fue cuando, al cabo de media hora, volví a pasar por delante de la cabaña en mi camino de regreso a la aldea, y me encuentro a los dos ancianos vestidos con su ropa tradicional, fabricada no con tela sino con corteza de árbol. ¡Se habían tomado la molestia de arreglarse para ofrecerle al extranjero lo más valioso que poseían, su propia imagen!

Una tarde, mientras charlaba con un viajero belga, una danesa y una australiana en el patio del hotel, uno de los empleados nos contó que en su aldea, el kampung Tarung, muy cerca de Waikabubak, esa noche había “baile”. Total que, después de cenar, los cuatro o cinco guiris que nos alojábamos en el hotel seguimos al empleado hasta su kampung, por un sendero iluminado solo por la luna llena, entre bosques de bambú. El paseo, a lo largo del cual se oía la música procedente del kampung, tenía algo de mágico.

La aldea, situada en lo alto de una colina y rodeada por un muro defensivo, estaba formada por una docena de cabañas tradicionales, que se elevaban formando un círculo sobre pilares de casi dos metros de alto. En el centro del círculo, iluminadas por faroles de acetileno, un grupo de chicas ensayaba diversos bailes y canciones, preparándose para un festival religioso que iba a tener lugar al cabo de unas semanas. Una de las señoras que contemplaban los bailes desde lo alto de su veranda nos invitó a subir y entrar en su cabaña. Después de dejar al pie de la escalera las botas cubiertas de barro, como imponen la cortesía y la higiene en gran parte de Asia, y de los saludos y preguntas de rigor en la veranda, nos hizo pasar al interior. Como toda la vida social y familiar se desarrolla en la veranda, y la cocina se encontraba a nivel de suelo, debajo de la cabaña, dentro no había más que una especie de camarotes, cubículos de madera con un somier de bambú y una estera, donde se duerme.

Eso sí, postes y vigas lucían una profusa decoración simbólica relacionada con los ancestros, a los que la religión marapu rinde un cuidadoso respeto. Aunque era muy difícil relacionarse con la señora, ya que no hablaba casi nada de indonesio, enseguida se creó un ambiente muy acogedor y de mutuo interés por las extrañas costumbres de cada uno. Tanto nos sorprendía a los blancos ver a una señora mayor mascando y escupiendo betel y fumando lo que parecía un canuto trompetero, como a ella enterarse de que casi ninguno de sus visitantes tenía descendencia. Cuando terminaron los ensayos musicales, y tras una calurosa despedida, emprendimos con pena el regreso al hotel.

Por cierto, menos de un año después me enteré de que se había producido una batalla entre los habitantes del kampung Tarung y los de otro kampung vecino, creo que relacionada con la propiedad de unas tierras, en la que incluso de usaron armas de fuego, hubo varios muertos, y el kampung Tarung resultó arrasado por un incendio consecuencia de los combates.

Del propio pueblo de Waikabubak, poco se puede contar. Ahí comprendí la frase que había leído en algún libro de viajes, que decía que la vida del turista se limita a hacer el tiempo entre comida y comida. En este pueblo era totalmente cierto. Por las mañanas se podían hacer excursiones a las aldeas tradicionales de la zona, pero casi todas las tardes a partir de las tres llovía con precisión de cronómetro. Durante ese diluvio, que solía durar hasta el atardecer, creo que lo más entretenido que se podía hacer era tirar unas migas al suelo de la veranda, y observar los esfuerzos de las hormigas para llevárselas al hormiguero.

Como todo lo bueno se acaba, al cabo de pocos días me tocó repetir el viaje en autobús hasta Waingapu, con kelilin kelilin incluido, y esperar a la salida del avión que, a la mañana siguiente, me llevaría hasta Ubud, la antigua capital de la isla de Bali. Pero esa es otra historia.

Por cierto, en el embarque en Waingapu me pasó una cosa que no me ha vuelto a pasar en ningún vuelo. Junto al mostrador de embarque había una enorme báscula de madera con pesas deslizantes, como las que usaban en mi pueblo para pesar los sacos de patatas. Muy en mi papel de viajero avezado, coloqué mi mochila en la plataforma, pero el empleado de Merpati Airlines me indicó que me subiera yo también a la báscula. Anotaron en un cuaderno la suma de mi peso y el de la mochila, y yo me quedé por allí tratando de averiguar para qué querían el dato. Contemplé cómo pesaban a todos los viajeros junto con sus equipajes, pero lo mejor fue cuando facturó el último pasajero, y a continuación pesaron a toda la tripulación. Un tanto intrigado, acabé preguntando por qué pesaban a todo el mundo. Me explicaron que sumando todos esos datos podían conocer con toda precisión la carga total facturada, y completar hasta la carga máxima autorizada del avión con otras mercancías que estaban esperando transporte. Espero que esto no llegue a los oídos de Ryan Air, o acabarán pesándonos e incluso cobrándonos el sobrepeso de cada uno. Como dato curioso, el avión era un Aviocar 212, fabricado en Indonesia bajo licencia de la compañía española CASA.

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