jueves, 4 de agosto de 2016

Onde nasceu Portugal

La Citania de Briteiros

Yendo este verano desde Cádiz a Galicia buscamos un punto más o menos intermedio para cortar el viaje, y nos encontramos con Guimaraes, “onde nasceu Portugal”. Aunque la ciudad es muy interesante y ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, prefiero por ahora hablar de un lugar donde, en mi opinión, nació el verdadero Portugal.

Es verdad que en 1128 el infante D. Afonso Henriques ganó allí una batalla contra los ejércitos aliados de su madre, condesa de Portugal, y de Fernando Pérez de Traba conde de Trastámara, y se autoproclamó rey de Portuugal, pero en mi opinión los países, las naciones, nacen en la cultura y la mente de sus habitantes.

Por eso me gusta más pensar que Portugal nació muchos siglos antes, en la Citania de Briteiros, que a fin de cuentas está a solo 15 km del centro de Guimaraes.

No es difícil llegar a la Citania, si se consigue salir de la ciudad por la carretera correcta (N-309, que pasa por la misma entrada a las ruinas), aunque a nosotros nos tuvo que ayudar un amabilísimo portugués, que nos acompañó hasta ponernos en camino.

Lo primero que me pregunté es qué diferencia había entre un castro y una citania, ya que yo suponía que ambas palabras señalaban a un poblado celta. El diccionario de la RAE me sacó de dudas: Mientras que castro significa “poblado fortificado en la Iberia romana”, citania se define como “ciudad fortificada, propia de los pueblos prerromanos que habitaban el noroeste de la península ibérica”. Está claro, una citania es más grande y más antigua que un castro. Claro que para acabarlo de complicar, el mismo diccionario reconoce que en Galicia se usa la palabra castro para cualquier altura donde haya vestigios de fortificaciones antiguas.

Resuelta la duda, solo quedaba visitar lo que quedaba de la de Briteiros. ¡Y vaya si quedaba! En un espolón rocoso que se erguía sobre el valle del Ave, muy escarpado por tres de sus caras, los indígenas, a los que los romanos conocían como galati bracariensis (gallegos de Braga, que diríamos ahora), construyeron en el siglo II antes de nuestra era una auténtica ciudad, con sus murallas, su casa del consejo, numerosas viviendas, calles, y hasta unos baños termales.

Vivían del pescado del río, de la caza en los montes de alrededor, del trigo, cebada, mijo y lino que cultivaban en las tierras más cercanas al río, de las bellotas y del ganado. Y me pega que un poco también de sus saqueos sobre otros asentamientos cercanos, como era común en aquella época.

Para evitar que a ellos les pasara lo mismo, construyeron una muralla de piedra de unos 3 o 4 metros de alto que rodeaba toda la ciudad en un recorrido de casi dos kilómetros, reforzada por otras tres murallas y dos fosos por el nordeste, donde las laderas del monte eran más accesibles. Se conserva, en mejor o peor estado, más o menos la mitad del muro, con algunas puertas de mampostería muy bien trabada.

Dentro del recinto, a semejanza de los campamentos romanos, las dos calles principales se cruzaban en ángulo recto, dividiendo la ciudad en barrios.

En cada barrio las viviendas (de las que se reconocen más de cien) se agrupaban en lo que se supone eran núcleos de familia extensa. Muros de menor altura y espesor rodeaban estos núcleos, en los que conviven viviendas circulares, que imagino muy parecidas a las pallozas gallegas, con otras más modernas de planta rectangular.

Después de pasarme una hora trepando por aquellos pedruscos, absolutamente solo (o sea, que por no haber no había ni alemanes) y sufrir el sol del mediodía, todavía me quedaron ánimos para descender un sendero hasta lo que consideran la joya del yacimiento: las termas.

Aunque durante la construcción de la N-309 se destruyó parte de la instalación hidráulica antes de percatarse de lo que allí había, vaya en honor de nuestros vecinos portugueses que inmediatamente se paralizaron las obras y se desvió la carretera. Aquí probablemente habríamos trasladado las termas a alguna plaza dura en el centro de Guimaraes, para “ponerla en valor”.

Las termas estaban formadas por un edificio alargado de sillería, de unos quince metros de largo por dos de ancho. En la entrada, una pileta acumulaba el agua fría para los baños finales, y el interior estaba dividido en dos por la llamada pedra Formosa, una enorme losa de granito tallada y con una apertura de no más de 60 cm en la base. Esta apertura permitía los magros habitantes de la citania acceder a la cámara interior y llevar hasta la misma piedras calentadas en una hoguera y recipientes con agua. Como en las saunas finlandesas, al echar agua sobre las piedras calientes se formaba una nube de vapor, que saturaba el ambiente de humedad.

Tengo que reconocer que yo no habría pasar por el agujero; la barriga que me va creciendo desde mi reciente jubilación me lo habría impedido.

Para terminar esta reseña, hay que darle su mérito a Don Francisco Martins Sarmento, abogado, escritor y erudito local, que en el siglo XIX dirigió la primera campaña de excavaciones. Cuando se dio cuenta de lo que este monte escondía, compró los terrenos de su bolsillo para garantizar su conservación.

martes, 2 de agosto de 2016

¡Viva Premura!

Cuentan las leyendas locales que, con motivo de la visita a Betanzos de un candidato electoral cuyo nombre nadie recuerda, se organizó un mitin en la actual plaza Hermanos García Naveiras. Para caldear el ambiente, el candidato gritó:

¡Betanceiros! ¿Qué queredes?

La respuesta fue unánime: ¡Que suba o pan e que baixe a caña! (se referían al aguardiente, nombrado así por extensión del ron, que se llamaba entonces “Caña de Holanda”).

El candidato, populista como la mayoría (no, no era de Podemos), se apresuró prometer: Iré a Madrid y lo resolveré con premura.

La respuesta de los oyentes fue de nuevo unánime (y ostentórea, como habría dicho Don Manolo Fraga): ¡Viva Premura!

Sirva esta anécdota, negada en el propio Betanzos pero bien recordada en todos los pueblos, villas y parroquias de los alrededores, como introducción a una breve visita que hicimos recientemente a la antigua capital de una de las siete provincias del Antiguo Reyno de Galicia.

Esta condición de capital parece ser que les creó bastantes enemistades a los betanceiros, tenidos desde entonces como paletos pagados de sí mismos. Sirva como ejemplo una canción popular gallega que habla de “arroz con chícharos, patacas novas, xurelos de Betanzos e máis cebolas”, con toda la coña si tenemos en cuenta que la ciudad se encuentra al fondo del estuario del río Mandeo, a unos quince kilómetros del mar. Eso sí, cuando la canta un  betanceiro cambia xurelos por repolos.

Pese a la envidia de sus vecinos, la verdad es que la ciudad tiene muchas cosas que ver. A continuación describo las que me dio tiempo de ver en una breve visita.

Si llegamos andando desde Ferrol por el mal llamado Camino Inglés, o aparcamos el coche en el subterráneo de la plaza con la que comienza este texto, justo enfrente de la oficina de turismo, nos encontraremos con una curiosa estatua de dos señores, con sendos mostachos decimonónicos, uno de ellos señalando a lo lejos y el otro hablando por teléfono, en la que creo que es la primera representación escultórica de esta actividad.

Se trata de los hermanos Jesús y  Juan García Naveiras, que en su día emigraron a Buenos Aires siguiendo la estela de miles y miles de paisanos suyos. A diferencia de la mayoría de los emigrantes, estos hicieron fortuna y cuando volvieron a su pueblo decidieron emplear una parte considerable de la misma en llevar el progreso a sus vecinos. Y para ello aplicaron una política muy sencilla y muy propia de la época: educación, trabajo, y un poco de higiene.

Así, construyeron a sus expensas un gran lavadero público con capacidad para más de veinte lavanderas, un asilo-hospicio, un gran centro escolar, la Casa del Pueblo, una residencia para niñas discapacitadas, otra para monjas enfermas o ancianas, y el sorprendente Parque del Pasatiempo, del que hablaremos más adelante.

Desde la oficina de turismo nos dirigimos a la ciudad vieja, en su día totalmente amurallada, a través de la llamada Porta da Vila, que de puerta no conserva más que el nombre. Con la llegada del progreso y los ensanches, se derribaron este y muchos otros tramos de muralla para facilitar el crecimiento de la ciudad.

En el interior del casco antiguo se conservan no solo el trazado medieval de las calles y las murallas, sino también muchas casas tradicionales en mejor o peor estado. Y, sobre todo, tres iglesias góticas que solo por sí mismas ya justificarían la visita a la ciudad.

La primera que visitamos, la de Santiago, se ubica en el punto más alto de la villa, sobre otra románica de la que no se conserva nada salvo en la portada principal, que aunque gótica reutiliza numerosas imágenes y elementos decorativos románicos. Y a su vez la iglesia románica es muy probable que se elevara sobre un poblado celto-romano, como indica el nombre de una de las calles que allí confluyen, la Rúa do Castro.

En el interior, como toda iglesia gallega que se precie, tiene un magnífico retablo barroco. Lástima la reconstrucción que a principios del siglo pasado se hizo a la fachada principal, en la que se le añadieron sendas torres rematadas con agujas de cemento.

Como curiosidad, la torre del reloj adosada a la fachada que da a la Plaza de la Constitución, de la misma época de la iglesia, no tiene nada que ver con la misma, sino que es propiedad municipal. Eso mientras el obispo no se la apropie por la misma cara, inmatriculándola a nombre de la Iglesia como han hecho en tantos lugares de España.

La segunda, de Santa María del Azogue, no tiene nada que ver con el mercurio. Parece que su nombre deriva, muy corrompido con los siglos, de un zoco o mercado que se instalaba en las proximidades. Y no es casualidad que el actual Mercado Municipal se levante a escasos metros de la iglesia, o que algunas de las calles cercanas lleven nombres de los gremios que allí tenían sus talleres-tienda: Ferreiros, Pescadería, Sombrereiros, Prateiros… Allí al lado se encuentra una callejuela de nombre precioso: Rúa do Desengano.

Volviendo a la iglesia, la portada principal es muy similar a la de la Iglesia de Santiago, con imágenes de músicos y algunas estatuas que recuerdan al Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. En el tímpano de uno de los portales laterales, un relieve muy deteriorado muestra una representación sui generis del juicio final: un ángel pesa en las almas, mientras que unos demonios intentan desequilibrar la balanza tirando de uno de los platos. Claro que para compensar el ángel apoya el extremo de una cruz en el otro plato.

La tercera y última iglesia, la de San Francisco, en una primera impresión podríamos pensar que está dedicada a “O Santo Porquiño”. En lo alto del tejado de la nave más visible se eleva la estatua de un cerdo, coronada con una cruz, y este motivo del cerdo se repite por todo el interior de la iglesia, a veces acompañado de osos o vacas.

Pero no se trata de un culto idólatra, sino de una demostración del poder de una de las familias más importantes de la nobleza gallega en la Edad Media: Los Andrade. El porco (cerdo o jabalí) y el oso eran los animales totémicos de este clan, que en su día extendieron sus dominios por buena parte de la actual provincia de A Coruña: Ferrol, Pontedeume, Neda, Cedeira, Vilalba y Ortigueira se encontraban entre sus posesiones, y cuando Carlos III decidió construir los astilleros ferrolanos primero tuvo que negociar con los Andrade para que le cedieran los terrenos.

 De cómo se hicieron los Andrade con estas tierras nos puede dar una idea que uno de ellos, Fernán Pérez de Andrade, era apodado O Bó (el bueno), por contraposición a su sucesor Nuno Freire de Andrade O Mao (el malo). ¡Miedo me da! Por lo menos a los betanceiros les queda el honor de haber formado el primer movimiento hirmandiño, al haberse sublevado junto con los campesinos, burgueses y marineros de Ferrol y Pontedeume contra los desmanes de este cabrón. Ni que decir tiene que la sublevación, denominada Irmandade Fusquenlla y acaudillada por Rui Sordo, fue derrotada por las fuerzas unidas del rey Juan II y de los Andrade.

El poder de la familia, ya importante antes, se multiplicó cuando O Bó tuvo la suerte de apoyar al bando ganador, el de Enrique de Trastamara, en su disputa dinástica contra Pedro I El Cruel. En realidad, los Andrade y los Trastamara eran vecinos, ya que el Condado de Trastamara se extendía, como su nombre indica, tras el río Tambre, que pasa a pocos kilómetros de Betanzos.

Pero dejémonos ya de iglesias y pasemos al monumento más lúdico de esta ciudad: El Parque del Pasatiempo. Como ya decía más arriba, lo mandó construir Juan García Naveira, a finales del siglo XIX.

Los objetivos del parque, fieles a la mentalidad ilustrada de los Naveira, eran tres. Uno, declarado: dar trabajo a los más desfavorecidos (hasta 200 personas llegaron a trabajar en su construcción, que duró casi 20 años) y recaudar fondos para el asilo fundado por los hermanos.
Otro, explícito en el contenido del parque: Instruir a sus paisanos en las maravillas del progreso, la historia natural, y cuantos temas le parecieron de interés a su fundador. Así, tenemos una efigie de un buzo, una gruta con dinosaurios o un  friso de relojes de las principales capitales del mundo.

El tercer objetivo, no declarado, era el de mostrar sus viajes por todo el mundo; algo así como esos álbumes de fotos que prepara todo viajero que se precie, para demostrar a sus pacientes amigos que efectivamente ha estado en los países que cuenta. Por eso podemos encontrar un mapa del Canal de Panamá de varios metros de largo, o unos relieves de tamaños natural que representan a los Naveira visitando las Pirámides subidos a unos camellos, o recorriendo la Gran Muralla.

El destino del parque, bien triste, corrió parejo al de la España de la época. Aunque los hermanos Naveira no estaban del todo mal considerados por el franquismo oficial, en 1936 el parque construido para la ilustración y el bienestar de las clases populares fue transformado en campo de concentración, y en los años siguientes los sucesivos gobiernos municipales se dedicaron con saña a derribarlo, construyendo en su lugar un  campo de fútbol, un auditorio, la Avenida Manuel Fraga Iribarne, otro parque mucho más pobre…

Hubo que esperar a 1986 para que el ayuntamiento comprara y conservara lo poco que no se había destruido durante la dictadura franquista. Hoy solo queda en pie una décima parte de este monumento.