viernes, 19 de mayo de 2017

Non torno a Sorrento

El lunes nos levantamos temprano, como todos los días, y caminamos hasta el Molo Beverello, del que salían los barcos para la Sorrento y las islas que cierran el golfo de Nápoles, en realidad una enorme caldera volcánica de unos treinta kilómetros de diámetro.

Pasamos junto al impresionante castillo medieval de Castell Nuovo, construido en el siglo XIII con un doble fin: proteger a la ciudad de un posible ataque por mar, y defender a sus reyes de los propios napolitanos. Solo así se explica que el castillo aparezca tan amurallado hacia el mar como hacia la ciudad, y que esté casi adosado al palacio real.

En el muelle se alineaban varios catamaranes relucientes, alguno con destino a Ischia o a Procida, pero la mayoría para Capri, que era claramente el principal atractivo turístico de la bahía. Cuando vimos llegar nuestro barco, mis compañeros se llevaron una decepción: era un simple monocasco, mucho más pequeño y viejo que los demás barcos, y aun encima pertenecía a la naviera Alilauro, la misma que operaba el Achille Lauro, el crucero secuestrado en 1985 por Frente de Liberación de Palestina. Se tranquilizaron un poco cuando les expliqué que los monocascos son mucho más marineros que los catamaranes y que se movería mucho menos con el mar de fondo que ya se detectaba en los muelles. Pese a eso, se tomaron sus biodraminas como está mandado.

En algo menos de una hora nos plantamos en Sorrento, después de navegar frente a Ischia, el Vesubio y Capri sin que el barco se moviera demasiado. El puerto, artificial, se abre al pie de una costa abrupta, y dese el muelle se ascienda hasta la ciudad por una sucesión de rampas y escaleras que serpentean por la ladera de una inmensa grieta de origen volcánico.

La ciudad está construida al pie de los montes Lattari, que forman la columna vertebral de la península amalfitana separando el golfo de Nápoles del de Amalfi. Es tan bonita, tan cuidada, tan orientada al turismo que empalaga. Impecable frente a su vecina Nápoles, sin un papel en el suelo, sin una pintada, pero tan llena de turistas que parecía (o era) un parque temático. En el centro de la ciudad la casi totalidad de los bajos comerciales estaba destinada a lo que podía consumir un turista: cafés, restaurantes, agencias de viaje, tiendas de limoncello o de recuerdos, pero ni un supermercado, una farmacia o una mercería.

Después de visitar la catedral entramos al azar en un palacio del XVI que parecía contener solamente otra tienda de regalos más, pero al fondo del portal nos encontramos un amplio patio decorado con azulejos y sombreado por glicinias, palmeras y nispoleros. Unas escaleras señoriales, de piedra, nos permitieron llegar a las plantas superiores, más deterioradas cuanto más subíamos. Ya sé que me acusaréis de localista, pero aquellos caserones semi abandonados me recordaban los de los barrios gaditanos del Pópulo y Santa María, antes de que la Junta de Andalucía los arreglara y dignificara las condiciones de vida de cientos de familias.

Los autobuses que unen Sorrento con los pueblos de la península constituyen toda una experiencia. Modernos, cómodos si vas sentado, se transforman en una tortura si te toca viajar de pie; menos mal que conseguí sentarme en un escalón en el suelo del pasillo, sobre el motor, y ahí me pasé la hora siguiente, hasta que en Positano quedaron varios asientos libres.

No es fácil describir ni la carretera ni el paisaje, aunque lo intentaré. Desde Sorrento hasta la divisoria de aguas solo había once kilómetros, pero el autobús tardó media hora en recorrerlos: curva, contra curva, cuesta, curva y así sin descanso, sin rectas de más de cien metros y con una raya continua que no respetaba nadie más que los pocos turistas que se atrevían a recorrer aquella carretera endemoniada. A lo largo de la subida se sucedían las vistas aéreas de Sorrento, del Vesubio, de Capri…

Al llegar a lo alto, Sant’Agata sui Due Golfi hace honor a su nombre, con vistas del golfo de Nápoles al norte y del de Amalfi al sur.

La bajada es espeluznante; el conductor se dejó caer, pitando en las curvas para que se apartasen los coches, camiones o autobuses que subían. A partir de ese punto la carretera iba serpenteando por los
acantilados de la orilla, colgada entre las montañas y el mar, muchas veces en voladizo y con una caída de entre cincuenta y doscientos metros hasta el agua. Los coches aparcados no en el arcén inexistente sino en la propia carretera ayudaban a estrecharla, y bastantes veces tuvimos que maniobrar adelante y atrás para conseguir cruzarnos con otro autobús. Fueron otros cuarenta kilómetros y hora y media de recorrido, impagables para el que consiga un asiento de ventanilla en el lado derecho del autobús; pero a la vez de pánico y de vértigo, por mucho que te digan que casi nunca se cae un vehículo al mar.

Los hoteles, villas y restaurantes, entre los que se intercalan las pocas casas de los residentes se iban sucediendo, colgados por encima o por debajo de la carretera, con unas rampas o escaleras de acceso no aptas para personas con movilidad reducida. Verdaderamente no es país para viejos.

Los poquísimos pueblos se escondían en las laderas de barrancos cortados a hachazos, sobre unas calitas mínimas de grava negra. El mar, azul intenso, se veía surcado por las estelas blancas de los yates y lanchas que llevaban a los turistas a lo largo de la costa. La mitad de los pasajeros iban mareados y la otra mitad acojonados.

Amalfi es el pueblo más grande de la zona, con un minúsculo puertecillo que no permitía atracar a los grandes cruceros, los cuales tenían que fondear a cierta distancia con un continuo ir y venir de lanchas salvavidas cargadas de turistas.

La calle principal del pueblo, la Via Lorenzo D’Amalfi, era un horror, un parque temático de la falsa Italia. Miles de turistas desfilaban incesantemente arriba y abajo, comprando compulsivamente los suvenires más horteras que había visto en mi vida. Por suerte, ni uno solo se aventuraba por los callejones y escaleras que se internaban en las laderas y creaban un ambiente entre medieval y norteafricano. El pueblo era un enorme laberinto, con subidas y bajadas no aptas para personas enfermas del corazón. Era allí donde vivían los auténticos amalfitanos, donde se podía encontrar un notario, una barbería o una ferretería. Lo que no conseguía imaginarme era cómo se movería por allí un padre o una madre con las bolsas de la compra y el carrito del bebé.

La historia de Amalfi impresiona. Cuando en la península ibérica estábamos peleando entre cristianos y musulmanes, allá por los oscuros siglos que van del IX al XII, Amalfi era una gran potencia. Con casi setenta mil habitantes y con una gran flota que comerciaba –y probablemente pirateaba- por todo el Mediterráneo, mucho antes que otras ciudades-repúblicas como Venecia o Génova, que florecieron en los siglos XIV  y XV. Fueron las naves amalfitanas las que derrotaron a la escuadra musulmana en la batalla de Ostia, impidiendo así el saqueo de Roma. Parece ser que su riqueza provenía de una ruta triangular de comercio, por la cual llevaban leña de los montes Lattari hasta la costa de la actual Libia, donde la vendían a precio de oro. Luego se dirigían a Siria para comprar especias, piedras preciosas, telas y orfebrería, que después revendían por toda la costa italiana.

De aquella época de gloria datan las partes más antiguas de su preciosa catedral, cien veces reformada y que se alza en lo alto de una enorme escalinata sobre la Piazza del Duomo. Aunque la fachada es del XIX, no desentona con el conjunto y conserva un claro aire bizantino. La que sí es bizantina de verdad es la puerta principal, con dos hojas de bronce traídas desde Bizancio en el siglo XI por un rico comerciante de la ciudad.

Una leyenda curiosa es la del maná. En la cripta de la catedral se encuentra el sepulcro del apóstol San Andrés, cuyos restos llegaron desde Constantinopla en el curso de la cuarta cruzada. Bajo la cripta brota esporádicamente un líquido oleoso, incoloro, inodoro e insípido, al que denominan maná y al que se atribuyen numerosos milagros. Lo que no dice la tradición es quién fue el valiente que se atrevió a probarlo.

Tras un largo periodo de decadencia provocado por las luchas entre las casas de Anjou y de Aragón por el control del sur de Italia, la economía de la ciudad recibió el golpe de gracia la noche del veinticuatro de noviembre de 1343, cuando una tremenda tempestad provocó un corrimiento submarino de tierras, que sumergió en el mar las instalaciones portuarias, los astilleros y los almacenes junto con gran parte de sus habitantes.

Después de un recorrido exhaustivo por el pueblo y de comernos un arroz de pescado en una trattoria, ya solo nos quedaba subir de nuevo al autobús para regresar a Sorrento y tomar el tren de vuelta a Nápoles.

Al día siguiente tocaba volver a España.

Si quieres leer el artículo sobre Nápoles, pincha aquí.

jueves, 18 de mayo de 2017

Nápoles

Como no todo iban a ser aventuras en países exóticos y lejanos, hoy os contaré mis impresiones de esta ciudad a la que he viajado recientemente en compañía de dos amigas y un amigo. Ha sido un viaje muy corto, un fin de semana alargado por ambos extremos, limitado por las obligaciones laborales y familiares de mis acompañantes, María, Paco y Toñi.

Nápoles es cutre y señorial, canalla y majestuosa, amigable y repelente, patria de Caruso y de la tarantela, de la destrucción del Vesubio y de la placidez de Capri, sin términos medios. O la odias o la adoras; después de esta breve visita creo que me he enamorado de ella, aunque no hasta el punto de irme a vivir allí: las huellas de la Camorra se perciben por todas partes en forma de deficiencias en los servicios públicos. Como sabemos muy bien en España, lo que se gasta en comisiones, mordidas, sobornos, áticos en Estepona o aeropuertos sin aviones se detrae de los gastos sociales. Y se nota, vaya que sí se nota, sobre todo en Nápoles, en donde en experiencia de saqueo del dinero público nos llevan mucha ventaja.

El apartamento que habíamos alquilado se ubicaba en una de las calles más nobles o menos deterioradas del Barrio Español, esa zona que todas las guías de viajes recomiendan evitar por insegura; aunque a mí el ambiente del barrio, muy similar al de Santa María en Cádiz, me hacía sentir como en casa. O soy un inconsciente, cosa que no niego, o las guías exageran. Se trata de un barrio muy céntrico que asciende desde la comercial y siempre concurrida Via Toledo hasta los bastiones ultra burgueses de la colina de Vomero. Los alrededores de nuestra casa, aunque un tanto degradados, rebosaban de vida: no sólo trattorias y pizzerías, sino peluquerías, restaurantes chinos o libaneses y tiendecillas para el desavío se extendían sobre una trama urbana cuadriculada, de claro origen borbónico. Porque no podemos olvidar que Nápoles perteneció a los Borbones durante los siglos XVIII y XIX, cuando era capital del Reino de las Dos Sicilias. Fue en esa época cuando se construyeron los principales palacios e iglesias de la ciudad y cuando alcanzó su mayor importancia económica y cultural.

Para entrar en nuestro apartamento en la estrecha Vía Nardones atravesamos un enorme portón del siglo XVI a través del portoncino, una puertecilla por la que solo se podía entrar agachándose bastante. Se ve que los soldados españoles para los que se construyó este barrio no eran muy altos.

En el ascensor entendimos la recomendación de llevar monedas de veinte céntimos que nos había hecho Marco, el dueño del apartamento. Para subir o bajar había que echar una moneda en una especie de taxímetro montado en el interior de la cabina. Curiosa forma de sufragar el mantenimiento, en la que el pago asumido por cada vecino era directamente proporcional al uso que hiciera. Marco nos esperaba en el interior del apartamento, que cumplía ampliamente con lo prometido en la publicidad. Impecable, amplio y sin un ruido.

Esa misma noche de llegada habíamos reservado mesa para cenar en una de las innumerables trattorias del barrio; en concreto en la Capri Antica, en la vía Sperancella, un local popular y minúsculo, atestado de napolitanos.

-Abbiamo riservato un tavolo per quattro- le soltamos en nuestro mejor italiano.
-Il signore Martinez? Due minuti, prego

Efectivamente, en dos o tres minutos nos acomodaron literalmente codo con codo con los demás parroquianos y nos trajeron la simbólica carta con el menú. Y digo simbólica porque inmediatamente el encargado nos preguntó si queríamos comer a la carta o probar la vera cucina napoletana. La respuesta era obvia, aunque sabíamos que nos arriesgábamos al típico sablazo al turista recién llegado. Pero como muy bien dice Javier Reverte, en todo viaje hay que llevar un presupuesto para timos, sablazos y estafas y procurar no sobrepasarlo.

El menú que nos ofrecieron tenía que ser auténticamente napolitano, porque en todas las mesas estaban tomando lo mismo: primero los antipasti, consistentes en una sucesión de platitos con delicias como mozzarella, longaniza, croquetas, tomate aliñado, aceitunas, boquerones, gambas y hasta una focaccia ¡de grelos! (creo que junto con Galicia Campania es el único lugar del mundo donde se come esta verdura amarga). A continuación nos dejaron descansar durante unos veinte minutos y nos trajeron el plato fuerte: una perola de barro llena de una especie de fideuá de alubias, mejillones, pulpo y gambas, que se horneaba cubierta por una tapa de masa de pizza.

Cuando pensábamos que no podíamos más, todavía nos sirvieron unos dulces y una botella de limoncello, obsequio de la casa. A duras penas conseguimos llegar al apartamento; menos mal que teníamos una monedita de veinte céntimos, dudo de que hubiéramos podido subir por las escaleras hasta el tercer piso.

Después de aquella muy excesiva cena vino la consecuencia lógica, una noche toledana, que no napolitana. Me tuve que tomar hasta cuatro pastillas de Almax, y ni así era capaz de hacer la digestión. Un mosquito pendenciero colaboró en mantenerme despierto gran parte de la noche. Juré no volver a probar el limoncello.

A la mañana siguiente salimos temprano Via Toledo arriba, en dirección al Museo Nacional, y por el camino tuvimos tiempo para admirar palacios borbónicos como el de Cevallos, del que hablaré más adelante, el mercado callejero de Pignasecca, con sus pescaderías, charcuterías y fruterías a cual más fotogénica, y la iglesia barroca de Santo Domingo Soriano, en la que usan como altar mayor una urna de vidrio que alberga el cadáver momificado del beato Nunzio Sulprizio.

Entre el tumulto de oficinistas, estudiantes, amas de casa, desocupados y vendedores callejeros, y aturdidos por el ruido de los omnipresentes motorini, llegamos a la Piazza Museo, que cruzamos jugándonos la vida entre el tráfico, ya que no funcionaba ninguno de los pulsadores que en teoría servían para poner los semáforos en modo peatonal.

El edificio que alberga el museo creo que es el mayor palacio de Nápoles. Antigua sede de la Universidad de los Estudios, fue Fernando IV El Prudente quien en el siglo XVIII ordenó su restauración y adecuación a su nuevo uso. En un primer momento acogió las antigüedades extraídas de Pompeya, Herculano y Estabia, a las que más adelante se unió la colección Farnesio, heredada por Carlos III de su madre Isabel de Farnesio.

Rematamos el recorrido por el museo entrando en el llamado Gabinete Secreto, en el que se reúnen todas las obras de arte que tengan un cierto carácter erótico, desde sobredimensionados falos votivos etruscos tallados en piedra hasta los murales procedentes de un lupanar, en los que a manera de catálogo se muestran muy diferentes actividades sexuales. Una cosa me llamó la atención: en ninguna de las pinturas aparecía la clásica postura del misionero, pero sí todas las combinaciones de géneros y hasta de especies que se me podrían ocurrir, junto con alguna que nunca se me habría ocurrido. Hombres con mujeres y viceversa, hombres con hombres, mujeres con mujeres, asnos con leones, faunos con cabras… en parejas, tríos o en grupos mayores. Aquellas obras de arte sencillas e ingenuas dejaban clara la tremenda diversidad sexual que se practicaba o se imaginaba en Pompeya, y supongo que en todo el mundo griego y romano de la época.

Más de tres horas aguantamos recorriendo las galerías del museo, y más tiempo habríamos estado si  nos hubiera acompañado el cuerpo.

Agotados, pero no rendidos, antes de comer todavía nos dio tiempo de visitar la iglesia barroca del Gesú Nuovo. El edificio fue originalmente el palacio de la levantisca familia Sanseverino, príncipes de Salerno que en el siglo XVI, no contentos con oponerse a los reyes aragoneses, lideraron la oposición a la Inquisición española. Tamaña osadía fue castigada con la confiscación del palacio, que poco después fue vendido a la Compañía de Jesús.

Los jesuitas destruyeron todo el palacio, excepto la magnífica fachada almohadillada y el portal renacentista, incorporados a la nueva iglesia que ordenaron construir en el solar. Castigo de Dios o no, en los años siguientes la iglesia sufrió un devastador incendio y un terremoto que derribó su cúpula, y los jesuitas fueron expulsados del Reino de las dos Sicilias (y del resto de los dominios borbónicos).

Ya no teníamos fuerzas para ver ni un solo monumento más, así que nos metimos a reponer fuerzas en una trattoria oculta entre callejones, gatos y tendales de ropa. Bien aprendida la lección de la víspera, rechazamos todas las ofertas de la camarera y nos limitamos a pedir un par de ensaladas y otro de pizzas a compartir entre los cuatro; gracias a eso pudimos continuar nuestro recorrido.
Después de comer seguimos con nuestra dura vida de turistas, recorriendo el convento de Santa Clara, totalmente reconstruido después de haber quedado arrasado durante los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial, y subiendo por la Via San Gregorio Armeno, en su día sede de los artesanos que construían figuras para los famosos belenes napolitanos, y hoy punto de concentración de tiendas de recuerdos a cual más espantoso; tan feos que más que recuerdos deberían llamarse olvidos. Estatuillas de Maradona, bolas de cristal con el Vesubio dentro, bufandas del Nápoles CF, figuritas de Lladró, falsas flores de Capodimonte fabricadas en plástico… No encontré nada que mereciera el esfuerzo de transportarlo hasta España.

En vista de que la cola para acceder a la capilla de San Severo y su magnífica estatua del Cristo Velado le daba la vuelta a la esquina, cambiamos de planes y nos encaminamos hacia el Duomo, donde se conserva la famosa sangre de San Genaro, cuya licuefacción periódica sostiene la fe de los napolitanos. No tuvimos la suerte de ser testigos del prodigio, pero a cambio nos encontramos con un espectáculo inesperado: de la catedral iban saliendo sobre andas los bustos en plata de hasta veinte santos y santas, que sus porteadores colocaban luego mirando a la entrada principal. Una agente de
Protección Civil me informó de que se trataba de la única procesión en la que anualmente participaba el patrono de la ciudad. Escoltado por las imágenes y estandartes de los demás santos, y acompañado por el relicario que contiene las dos ampollas con su sangre, San Genaro recorre el camino que separa la catedral de la iglesia de Santa Clara. También procesionan el alcalde, varios popes ortodoxos, el obispo y un par de docenas de sacerdotes católicos. Lo que no había era muchos fieles de a pie; si descontamos carabinieri en uniforme de gala, policías municipales y turistas, no llegaban a doscientas la personas allí congregadas. Muy pocas para una ciudad de un millón de habitantes. Lo que no me quedó claro fue si en esta ocasión también se había licuado la sangre o no; no es que me preocupara mucho, aunque la tradición augura graves desgracias los años en que no se produce el fenómeno. La última vez que falló el milagro parece ser que ganó las elecciones un alcalde comunista.

Después de una jornada tan agotadora, ya solo nos quedaban fuerzas para tomarnos unos gin tonic en la animadísima Piazza Bellini y volver al apartamento para descansar hasta la hora de la cena. O eso pensábamos; porque en el camino a casa nos encontramos un cartel en el Palacio Cevallos que anunciaba entrada gratuita durante solo tres días a la exposición de Los músicos, un cuadro de Caravaggio cedido por el Metropolitan de Nueva York. Entramos por los pelos, un gallego nunca se perdería algo que no cuesta dinero. Además de admirar un buen rato el precioso cuadro de Caravaggio, aprovechamos para dar un breve vistazo al palacio, construido en 1639 por un comerciante cántabro, Juan de Cevallos Nicastro, que se arruinó antes de morir, y a su colección de pintura barroca.

Me llamó la atención un cuadro en particular, por su fuerza, y cuando leí la cartela me encontré con que era Dalila cortándole el pelo a Sansón durante el sueño, de Artemisia Gentileschi. No puedo dejar de recordar la triste historia de esta pintora barroca, hija de un pintor y seguidora de Caravaggio, a la que su padre le buscó un preceptor particular ya que por ser mujer no le permitían asistir a la academia de pintura. A este preceptor le faltó tiempo para violarla, y Artemisia, además de denunciarlo ante los tribunales y pasar por un calvario de interrogatorios y exámenes médicos (estaban en el siglo XVII), dedicó sus mejores obras a vengarse del violador y a sacar la rabia que llevaba dentro. Por ejemplo, se cree que en Judith degollando a Holofernes se autorretrató como Judith, mientras que Holofernes lleva la cara de su violador. Otros cuadros, como el que acababa de ver o Susana y los viejos, insisten en el mismo tema.
Aunque su padre la obligó a casarse con otro pintor, su vida estuvo plena de éxitos, y más si la enmarcamos en su época. Fue la primera mujer que consiguió ingresar en la Academia de Dibujo de Florencia, fue amiga del papa Cosme II de Medici, de Galileo y de Buonarroti el Joven; se autorretrató en un desnudo y vivió en Roma, Florencia, Venecia, Londres y Nápoles. Pero sobre todo fue una excelente pintora, aunque muchos de sus cuadros se atribuyeron en su momento a su padre.
Los días siguientes teníamos previsto visitar Pompeya y la costa amalfitana, pero esas son otras historias. Lo que voy a contar ahora es nuestra última noche en Nápoles.

Agotados del recorrido por los montes Lattari, no queríamos alejarnos mucho de nuestro apartamento, por lo que buscamos un bar que nos había gustado la noche de nuestra llegada, con un poco de más estilo y bastante mejor vino que la media del barrio. Por suerte o por desgracia estaba completo, y seguimos nuestro recorrido por la Via Sperancella buscando alguna trattoria abierta, ya que aparentemente muchas cerraban los lunes. Encontramos por fin una, O’Vesubio, pequeñita pero con buena pinta, y allí nos metimos. Era muy, muy popular, con manteles de papel, vasos desparejados de Duralex y un clientela casi exclusivamente italiana. Los únicos guiris éramos nosotros y tres galesas muy escandalosas, que trasegaban sin parar el tinto de la casa en una de las dos mesitas del exterior.

Cenamos estupendamente, como siempre, siguiendo en gran medida los consejos del camarero: que si el vino de la casa era mucho más barato y más rico que el falanghina embotellado que pensábamos pedir y además venía en botellas de litro, que si los spaguetti con tomate no valían la pena, que su verdadera especialidad eran los maccheroncini con salsa picante… Supongo que tenía razón, desde luego todo lo que nos recomendó estaba muy bueno.

Mientras, los gritos y las carcajadas de las galesas iban en aumento, atrayendo a su alrededor a los dos camareros, al encargado, al cocinero y hasta al pinche. Nosotros no veíamos lo que sucedía en su mesa, pero nos lo imaginábamos perfectamente por la bronca que montaban.

Dentro los indígenas seguían devorando; en la mesa de al lado de la nuestra se tomaron unos antipasti a base de croquetas, bruschetta y jamón de Parma, seguidos por unas fuentes de pulpitos, boquerones y chocos, y remataron con los maccheroncini de la casa.

Cuando terminábamos el café, que yo sustituí por una grappa de categoría servida en vasito de plástico, los camareros apilaron la mayoría de las mesas y las arrimaron a una de las paredes, mientras el encargado montaba un altavoz coronado por una bola de esas que emiten luces de colores, como en las discotecas. Con la música a toda pastilla llegó la tarta de cumpleaños, en forma de zigurat, fabricada en pasta de azúcar teñida con los colores del Nápoles CF y con una enigmática inscripción: AUGURI 32 THE NORTH FACE, acompañada por el logotipo de esa conocida marca de material deportivo. La primera parte estaba clara, uno de los clientes celebraba su trigésimo segundo cumpleaños. Lo que no conseguí entender fue la relación con The North Face, pese a las explicaciones que me dio uno de los clientes; hablaba un cerrado dialecto napolitano del que yo solamente entendía alguna palabra suelta.

Después de soplar las bengalas y repartir tarta a todos los presentes comenzó el baile, con música de Ricky Martin, Enrique Iglesias y Gigi D'Alessio. Allí se demostró la maestría de una de las galesas, que pese a los litros de vino que había bebido era capaz de levantar la pierna por encima de la cintura.

Los españoles nos resistíamos como podíamos a los intentos de sacarnos a bailar, y cuando ya empezaba a pensar en cómo marcharnos discretamente, llegó el comandante y mandó parar.
La madre del homenajeado, una auténtica mamma, se plantó en medio de la pista, dio una palmada y gritó: ¡¡FINITO!! No hizo falta más, en cuestión de segundos se cortó la música, se encendieron las luces y pudimos volver a casa después de saludar uno por uno a todos los presentes y prometerle al dueño de la trattoria que le haríamos una buena crítica en TripAdvisor. Se la merecía.

Si quieres leer el artículo sobre la costa amalfitana, pincha aquí.

miércoles, 17 de mayo de 2017


A Crispi, muerto el 10 de Mayo de 2017

Mi gato va corriendo por el prado.
De un salto a un roble se encarama,
al segundo está en lo alto de una rama.
Guarecido mira el mundo, apacentado

Torna feliz y envalentonado,
despacio al humano que le aclama,
en sus piernas se frota con desgana,
orgulloso y con el rabo levantado.


Tú con cuatro patas, yo solo con dos.
Yo te cuento, tú asientes silente,
tu ronroneo me traslada al sueño

Hoy te has ido con un sencillo adios.
¿A que roble has subido finalmente?
¿Por qué prados triscas sin tu dueño?


Siempre te recordaré. Mi amigo

domingo, 14 de mayo de 2017

Acción civil 1998

Acción civil
Steven Zallan 1998, director y guionista.
John Travolta, Robert Duvall Tony Shelhonb, William H. Macy, John Lithgow, Kathleen Quinley.

Hace unos días volví a ver Acción civil, posiblemente la tercera o cuarta vez que la veo, casi me la se de memoria. Decir que es una de mis películas favoritas es decir poco.
El guión está basado en la novela homónima de Jonathan Harr, que cuenta un hecho real sobre un caso judicial de contaminación hidrica que tuvo lugar en los años ochenta en Wobum, Masachusetts. El grupo de familias que se han visto afectadas (varios casos de cáncer) consiguen que una pequeña firma de abogados se haga cargo e interponga una demanda contra  dos importantes compañías (Beatrice Foods y W. r. Grace and company) acusadas del vertido de disolvente tricloroetileno y silicona, en el río de dicha localidad.

No es simplemente un juicio más o menos interesante, como estamos acostumbrados a ver, en las innumerables películas sobre temas judiciales, con el clásico despliegue de verborrea de los abogados y puestas en escena. No, aquí, las mejores escenas están fuera de la sala judicial. Las negociaciones, los silencios, lo que se dice y lo que se calla, cómo se cuenta lo vivido.
Jan Schlichtmann (John Travolta) es un abogado especializado en lesiones y líder de la firma de abogados que representa, guapo y atractivo. Convence a sus colaboradores (Skevin Conway y James Gordon, interpretados por Tony Shalhoub y William H. Macy, respectivamente) que pueden ganar el caso. Pero va más lejos, se obsesiona en pedir sumas desorbitadas sin consultar a sus compañeros.
Frente a éste se encuentra un abogado Jerome Facher (Robert Duvall) graduado por Harvart y profesor a su vez. El veterano y el confiado. El que cree que la verdad no importa, que ésta no se ha de buscar en los tribunales, y el que cree que llevar razón es suficiente para ganar.
Una de las claves de la película es el montaje: las escenas están medidas milimetricamente, para que el espectador tome conciencia de lo que está pasando y sus consecuencias.
De los actores ¿qué puedo decir? El duelo entre John Travolta y Robert Duvall es patente, para mí ganan los dos, aunque solo fué éste último el nominado a mejor actor de reparto al Oscar y al Globo de Oro y mejor actor SGA.
La película tuvo otra nominación al mejor guión adaptado en los Oscar, pero se llevó el WGA.
Esto de los premios tiene sus más y sus menos. Podríamos decir sus gustos. Que cada cuál piense lo que quiera.


 Cuando me siento a ver una película adopto una postura relajada, como si fuera la primera vez que voy al cine. Todo está por decir, todo es nuevo para mí. El director tiene la mision de sorprenderme, si lo hace, entonces me siento feliz sino salgo más o menos decepcionada. Cuando vuelvo a ver una película busco nuevas sensaciones y, a menudo, las encuentro como en Acción civil

domingo, 7 de mayo de 2017

"Patria", novela de Fernando Aramburu: Más que recomendable, imprescindible.



Queridos Cinéfilos:

Por una vez voy a tratar de ser breve y muy sintético, ya que el objeto de esta aportación al Foro es claro y conciso, estructurándose en dos conclusiones:
  1. Un imprescindible agradecimiento por mi parte, a José Ramón por aconsejarme y facilitarme leer “Patria”, la novela de Fernando Aramburu que viene ocupando el puesto de la más vendida, sin solución de continuidad, casi desde la primera semana tras su publicación, hace ya ocho meses, éxito, a mi entender, perfectamente merecido. Muy pocos libros me han parecido tan “necesarios” entre todas las lecturas de mi vida.
  2. Y el consecuente consejo que os hago llegar a todos los Cinéfilos: Que leáis "Patria". Creo firmemente que no os defraudará porque:
  • Su tema es la larguísima ola de terrorismo desencadenada por ETA, en nombre de y apoyada por los movimientos radicales abertzales, para conseguir desgajar al País Vasco de España y la correspondiente fractura de la población vascongada entre partidarios de la autodenominada “lucha armada” y los opuestos a ella (habiendo sido permanentemente clara mayoría los no partidarios de la violencia, según los repetitivos resultados electorales desde 1977 hasta hoy), resultando un estado de sumisión de “éstos” ante la imposición armada de “aquéllos”, situación tanto más insoportable cuanto más cercana, local y cerrada era la sociedad en la que se vivía, particularizada en el relato de “Patria” en un pequeño pueblo de la Guipúzcoa profunda, localidad que nunca se identifica, así como jamás conocemos los apellidos de los nueve principales personajes de la historia (ahora que lo pienso, ni de los otros tampoco, creo recordar), cinco de una familia y cuatro de otra, habiendo sido ambas vecinas y con una gran amistad durante décadas, originada porque las respectivas madres fueron inseparables desde su juventud y los maridos compañeros de ciclismo aficionado los domingos y de partida de cartas en las tardes libres.
  • Para los que no hemos tenido la inmensa desgracia de sufrir dicha “sumisión”, es tremendamente ilustrador este libro, cuando nos imaginamos estar en la tesitura de que si no ibas a los actos de apoyo a ETA o no aportabas el donativo políticamente demandado a las colectas pro presos abertzales, inmediatamente se te aplicaba una imaginaria etiquetación “españolista” como primera medida y, si te resistías a pagar el “impuesto revolucionario” o alguien te señalaba como presunto “chivato”, aparecía tu nombre en una diana como pintada repetitiva en tu pueblo. Luego tan sólo te tocaba esperar aterrorizado y formalmente ignorado (negándote no sólo el saludo, sino hasta la venta en tiendas) de grado o por fuerza, por todos tus vecinos, a que tu verdugo te descerrajara unos tiros en la nuca o te pusiera una bomba lapa en los bajos del coche.
  • Pero es que, manteniendo, como no podía ser menos, la solidaridad y alineándose inequívocamente con las víctimas, el Autor no encarna a los autodenominados “gudaris” de ETA como asesinos natos, sino como el resultado de una brutal ideologización de una parte significativa de la juventud vasca, desde la ikastola hasta el frontón o la taberna, por parte de los influyentes miembros “legales” de ETA, que jamás participan personalmente en un atentado, al igual que ” los del “alto mando”. Así, cuando ya han “movilizado” a los cachorros para que, abandonando a su hogar, pasaran a Francia, donde se les entrenaba antes de encuadrarlos en sus “comandos”, sus respectivas familias pasaban por un periodo desde el estupor a la preocupación por las acciones de sus hijos y consecuentes peligros, de forma que cuando finalmente eran detenidos, en sus padres, y mucho más todavía en sus madres, prevalecía el deseo de que sus hijos fueran liberados (“presoak etxera”) frente a una condena de los actos terroristas, que hubiera debilitado desde sus bases de apoyo a ETA, que quedaban así consolidadas.
  • Pero tampoco se le caen los anillos al Autor por señalar los duros y, a veces, "no reglamentarios" métodos presuntamente seguidos en algunos interrogatorios a los miembros de ETA detenidos, así como referencias a los asesinatos anti ETA del GAL.
    Fernando Aramburu entrevistado por Oscar López en La 2
  • Pasando a la “técnica”: me resulta muy atractiva la estructuración de la novela en 125 capítulos cortos (para unas 650 páginas en papel) que son como teselas de un mosaico (la imagen no es mía, lo dice explícitamente Fernando Aramburu en una magnífica entrevista en el programa “Página Dos” de TVE2, que referencio al final, aunque puedo prometer y prometo que, cuando leí la novela y sin conocer entonces esa entrevista, ya se me ocurrió esa comparación, con similar resultado, pero aquí mucho más “fino”, a la técnica de Paula Hawkins en “La chica del tren”), episodios que no están ordenados cronológicamente pero con una secuencia reveladora de situaciones, secretos y antecedentes que “engancha” al lector (en casa, vG leyó, en su primera toma de contacto, 18 capítulos en una sentada).

Bueno, ya he escrito más de lo necesario para tratar de convenceros. Mucho mejor que yo lo hacen los críticos profesionales en los siguientes enlaces:

José Mª Pozuelo Yvancos en ABC Cultural (13.09.2016):”«Patria», la novela de las víctimas”
“Es más que una buena novela. Cuando la cierra, el lector piensa que es la novela que hacía tiempo tenía que escribirse”
http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-patria-novela-victimas-201609131218_noticia.html

José-Carlos Mainer en El País (02.09.2016): “Patria voraz”
“Aramburu ha escrito una novela memorable sobre los 40 años de deriva fascista de Euskadi”

“Página Dos” programa semanal de Literatura en La 2 de TVE (28 min) entrevista a Fernando Aramburu con motivo de la edición de “Patria”:

Esta novela, último y muy reciente Premio de la Crítica, más que buena, que lo es, y mucho, es NECESARIA Literatura, Testimonio e Historia, Amigos.

Manrique