jueves, 18 de mayo de 2017

Nápoles

Como no todo iban a ser aventuras en países exóticos y lejanos, hoy os contaré mis impresiones de esta ciudad a la que he viajado recientemente en compañía de dos amigas y un amigo. Ha sido un viaje muy corto, un fin de semana alargado por ambos extremos, limitado por las obligaciones laborales y familiares de mis acompañantes, María, Paco y Toñi.

Nápoles es cutre y señorial, canalla y majestuosa, amigable y repelente, patria de Caruso y de la tarantela, de la destrucción del Vesubio y de la placidez de Capri, sin términos medios. O la odias o la adoras; después de esta breve visita creo que me he enamorado de ella, aunque no hasta el punto de irme a vivir allí: las huellas de la Camorra se perciben por todas partes en forma de deficiencias en los servicios públicos. Como sabemos muy bien en España, lo que se gasta en comisiones, mordidas, sobornos, áticos en Estepona o aeropuertos sin aviones se detrae de los gastos sociales. Y se nota, vaya que sí se nota, sobre todo en Nápoles, en donde en experiencia de saqueo del dinero público nos llevan mucha ventaja.

El apartamento que habíamos alquilado se ubicaba en una de las calles más nobles o menos deterioradas del Barrio Español, esa zona que todas las guías de viajes recomiendan evitar por insegura; aunque a mí el ambiente del barrio, muy similar al de Santa María en Cádiz, me hacía sentir como en casa. O soy un inconsciente, cosa que no niego, o las guías exageran. Se trata de un barrio muy céntrico que asciende desde la comercial y siempre concurrida Via Toledo hasta los bastiones ultra burgueses de la colina de Vomero. Los alrededores de nuestra casa, aunque un tanto degradados, rebosaban de vida: no sólo trattorias y pizzerías, sino peluquerías, restaurantes chinos o libaneses y tiendecillas para el desavío se extendían sobre una trama urbana cuadriculada, de claro origen borbónico. Porque no podemos olvidar que Nápoles perteneció a los Borbones durante los siglos XVIII y XIX, cuando era capital del Reino de las Dos Sicilias. Fue en esa época cuando se construyeron los principales palacios e iglesias de la ciudad y cuando alcanzó su mayor importancia económica y cultural.

Para entrar en nuestro apartamento en la estrecha Vía Nardones atravesamos un enorme portón del siglo XVI a través del portoncino, una puertecilla por la que solo se podía entrar agachándose bastante. Se ve que los soldados españoles para los que se construyó este barrio no eran muy altos.

En el ascensor entendimos la recomendación de llevar monedas de veinte céntimos que nos había hecho Marco, el dueño del apartamento. Para subir o bajar había que echar una moneda en una especie de taxímetro montado en el interior de la cabina. Curiosa forma de sufragar el mantenimiento, en la que el pago asumido por cada vecino era directamente proporcional al uso que hiciera. Marco nos esperaba en el interior del apartamento, que cumplía ampliamente con lo prometido en la publicidad. Impecable, amplio y sin un ruido.

Esa misma noche de llegada habíamos reservado mesa para cenar en una de las innumerables trattorias del barrio; en concreto en la Capri Antica, en la vía Sperancella, un local popular y minúsculo, atestado de napolitanos.

-Abbiamo riservato un tavolo per quattro- le soltamos en nuestro mejor italiano.
-Il signore Martinez? Due minuti, prego

Efectivamente, en dos o tres minutos nos acomodaron literalmente codo con codo con los demás parroquianos y nos trajeron la simbólica carta con el menú. Y digo simbólica porque inmediatamente el encargado nos preguntó si queríamos comer a la carta o probar la vera cucina napoletana. La respuesta era obvia, aunque sabíamos que nos arriesgábamos al típico sablazo al turista recién llegado. Pero como muy bien dice Javier Reverte, en todo viaje hay que llevar un presupuesto para timos, sablazos y estafas y procurar no sobrepasarlo.

El menú que nos ofrecieron tenía que ser auténticamente napolitano, porque en todas las mesas estaban tomando lo mismo: primero los antipasti, consistentes en una sucesión de platitos con delicias como mozzarella, longaniza, croquetas, tomate aliñado, aceitunas, boquerones, gambas y hasta una focaccia ¡de grelos! (creo que junto con Galicia Campania es el único lugar del mundo donde se come esta verdura amarga). A continuación nos dejaron descansar durante unos veinte minutos y nos trajeron el plato fuerte: una perola de barro llena de una especie de fideuá de alubias, mejillones, pulpo y gambas, que se horneaba cubierta por una tapa de masa de pizza.

Cuando pensábamos que no podíamos más, todavía nos sirvieron unos dulces y una botella de limoncello, obsequio de la casa. A duras penas conseguimos llegar al apartamento; menos mal que teníamos una monedita de veinte céntimos, dudo de que hubiéramos podido subir por las escaleras hasta el tercer piso.

Después de aquella muy excesiva cena vino la consecuencia lógica, una noche toledana, que no napolitana. Me tuve que tomar hasta cuatro pastillas de Almax, y ni así era capaz de hacer la digestión. Un mosquito pendenciero colaboró en mantenerme despierto gran parte de la noche. Juré no volver a probar el limoncello.

A la mañana siguiente salimos temprano Via Toledo arriba, en dirección al Museo Nacional, y por el camino tuvimos tiempo para admirar palacios borbónicos como el de Cevallos, del que hablaré más adelante, el mercado callejero de Pignasecca, con sus pescaderías, charcuterías y fruterías a cual más fotogénica, y la iglesia barroca de Santo Domingo Soriano, en la que usan como altar mayor una urna de vidrio que alberga el cadáver momificado del beato Nunzio Sulprizio.

Entre el tumulto de oficinistas, estudiantes, amas de casa, desocupados y vendedores callejeros, y aturdidos por el ruido de los omnipresentes motorini, llegamos a la Piazza Museo, que cruzamos jugándonos la vida entre el tráfico, ya que no funcionaba ninguno de los pulsadores que en teoría servían para poner los semáforos en modo peatonal.

El edificio que alberga el museo creo que es el mayor palacio de Nápoles. Antigua sede de la Universidad de los Estudios, fue Fernando IV El Prudente quien en el siglo XVIII ordenó su restauración y adecuación a su nuevo uso. En un primer momento acogió las antigüedades extraídas de Pompeya, Herculano y Estabia, a las que más adelante se unió la colección Farnesio, heredada por Carlos III de su madre Isabel de Farnesio.

Rematamos el recorrido por el museo entrando en el llamado Gabinete Secreto, en el que se reúnen todas las obras de arte que tengan un cierto carácter erótico, desde sobredimensionados falos votivos etruscos tallados en piedra hasta los murales procedentes de un lupanar, en los que a manera de catálogo se muestran muy diferentes actividades sexuales. Una cosa me llamó la atención: en ninguna de las pinturas aparecía la clásica postura del misionero, pero sí todas las combinaciones de géneros y hasta de especies que se me podrían ocurrir, junto con alguna que nunca se me habría ocurrido. Hombres con mujeres y viceversa, hombres con hombres, mujeres con mujeres, asnos con leones, faunos con cabras… en parejas, tríos o en grupos mayores. Aquellas obras de arte sencillas e ingenuas dejaban clara la tremenda diversidad sexual que se practicaba o se imaginaba en Pompeya, y supongo que en todo el mundo griego y romano de la época.

Más de tres horas aguantamos recorriendo las galerías del museo, y más tiempo habríamos estado si  nos hubiera acompañado el cuerpo.

Agotados, pero no rendidos, antes de comer todavía nos dio tiempo de visitar la iglesia barroca del Gesú Nuovo. El edificio fue originalmente el palacio de la levantisca familia Sanseverino, príncipes de Salerno que en el siglo XVI, no contentos con oponerse a los reyes aragoneses, lideraron la oposición a la Inquisición española. Tamaña osadía fue castigada con la confiscación del palacio, que poco después fue vendido a la Compañía de Jesús.

Los jesuitas destruyeron todo el palacio, excepto la magnífica fachada almohadillada y el portal renacentista, incorporados a la nueva iglesia que ordenaron construir en el solar. Castigo de Dios o no, en los años siguientes la iglesia sufrió un devastador incendio y un terremoto que derribó su cúpula, y los jesuitas fueron expulsados del Reino de las dos Sicilias (y del resto de los dominios borbónicos).

Ya no teníamos fuerzas para ver ni un solo monumento más, así que nos metimos a reponer fuerzas en una trattoria oculta entre callejones, gatos y tendales de ropa. Bien aprendida la lección de la víspera, rechazamos todas las ofertas de la camarera y nos limitamos a pedir un par de ensaladas y otro de pizzas a compartir entre los cuatro; gracias a eso pudimos continuar nuestro recorrido.
Después de comer seguimos con nuestra dura vida de turistas, recorriendo el convento de Santa Clara, totalmente reconstruido después de haber quedado arrasado durante los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial, y subiendo por la Via San Gregorio Armeno, en su día sede de los artesanos que construían figuras para los famosos belenes napolitanos, y hoy punto de concentración de tiendas de recuerdos a cual más espantoso; tan feos que más que recuerdos deberían llamarse olvidos. Estatuillas de Maradona, bolas de cristal con el Vesubio dentro, bufandas del Nápoles CF, figuritas de Lladró, falsas flores de Capodimonte fabricadas en plástico… No encontré nada que mereciera el esfuerzo de transportarlo hasta España.

En vista de que la cola para acceder a la capilla de San Severo y su magnífica estatua del Cristo Velado le daba la vuelta a la esquina, cambiamos de planes y nos encaminamos hacia el Duomo, donde se conserva la famosa sangre de San Genaro, cuya licuefacción periódica sostiene la fe de los napolitanos. No tuvimos la suerte de ser testigos del prodigio, pero a cambio nos encontramos con un espectáculo inesperado: de la catedral iban saliendo sobre andas los bustos en plata de hasta veinte santos y santas, que sus porteadores colocaban luego mirando a la entrada principal. Una agente de
Protección Civil me informó de que se trataba de la única procesión en la que anualmente participaba el patrono de la ciudad. Escoltado por las imágenes y estandartes de los demás santos, y acompañado por el relicario que contiene las dos ampollas con su sangre, San Genaro recorre el camino que separa la catedral de la iglesia de Santa Clara. También procesionan el alcalde, varios popes ortodoxos, el obispo y un par de docenas de sacerdotes católicos. Lo que no había era muchos fieles de a pie; si descontamos carabinieri en uniforme de gala, policías municipales y turistas, no llegaban a doscientas la personas allí congregadas. Muy pocas para una ciudad de un millón de habitantes. Lo que no me quedó claro fue si en esta ocasión también se había licuado la sangre o no; no es que me preocupara mucho, aunque la tradición augura graves desgracias los años en que no se produce el fenómeno. La última vez que falló el milagro parece ser que ganó las elecciones un alcalde comunista.

Después de una jornada tan agotadora, ya solo nos quedaban fuerzas para tomarnos unos gin tonic en la animadísima Piazza Bellini y volver al apartamento para descansar hasta la hora de la cena. O eso pensábamos; porque en el camino a casa nos encontramos un cartel en el Palacio Cevallos que anunciaba entrada gratuita durante solo tres días a la exposición de Los músicos, un cuadro de Caravaggio cedido por el Metropolitan de Nueva York. Entramos por los pelos, un gallego nunca se perdería algo que no cuesta dinero. Además de admirar un buen rato el precioso cuadro de Caravaggio, aprovechamos para dar un breve vistazo al palacio, construido en 1639 por un comerciante cántabro, Juan de Cevallos Nicastro, que se arruinó antes de morir, y a su colección de pintura barroca.

Me llamó la atención un cuadro en particular, por su fuerza, y cuando leí la cartela me encontré con que era Dalila cortándole el pelo a Sansón durante el sueño, de Artemisia Gentileschi. No puedo dejar de recordar la triste historia de esta pintora barroca, hija de un pintor y seguidora de Caravaggio, a la que su padre le buscó un preceptor particular ya que por ser mujer no le permitían asistir a la academia de pintura. A este preceptor le faltó tiempo para violarla, y Artemisia, además de denunciarlo ante los tribunales y pasar por un calvario de interrogatorios y exámenes médicos (estaban en el siglo XVII), dedicó sus mejores obras a vengarse del violador y a sacar la rabia que llevaba dentro. Por ejemplo, se cree que en Judith degollando a Holofernes se autorretrató como Judith, mientras que Holofernes lleva la cara de su violador. Otros cuadros, como el que acababa de ver o Susana y los viejos, insisten en el mismo tema.
Aunque su padre la obligó a casarse con otro pintor, su vida estuvo plena de éxitos, y más si la enmarcamos en su época. Fue la primera mujer que consiguió ingresar en la Academia de Dibujo de Florencia, fue amiga del papa Cosme II de Medici, de Galileo y de Buonarroti el Joven; se autorretrató en un desnudo y vivió en Roma, Florencia, Venecia, Londres y Nápoles. Pero sobre todo fue una excelente pintora, aunque muchos de sus cuadros se atribuyeron en su momento a su padre.
Los días siguientes teníamos previsto visitar Pompeya y la costa amalfitana, pero esas son otras historias. Lo que voy a contar ahora es nuestra última noche en Nápoles.

Agotados del recorrido por los montes Lattari, no queríamos alejarnos mucho de nuestro apartamento, por lo que buscamos un bar que nos había gustado la noche de nuestra llegada, con un poco de más estilo y bastante mejor vino que la media del barrio. Por suerte o por desgracia estaba completo, y seguimos nuestro recorrido por la Via Sperancella buscando alguna trattoria abierta, ya que aparentemente muchas cerraban los lunes. Encontramos por fin una, O’Vesubio, pequeñita pero con buena pinta, y allí nos metimos. Era muy, muy popular, con manteles de papel, vasos desparejados de Duralex y un clientela casi exclusivamente italiana. Los únicos guiris éramos nosotros y tres galesas muy escandalosas, que trasegaban sin parar el tinto de la casa en una de las dos mesitas del exterior.

Cenamos estupendamente, como siempre, siguiendo en gran medida los consejos del camarero: que si el vino de la casa era mucho más barato y más rico que el falanghina embotellado que pensábamos pedir y además venía en botellas de litro, que si los spaguetti con tomate no valían la pena, que su verdadera especialidad eran los maccheroncini con salsa picante… Supongo que tenía razón, desde luego todo lo que nos recomendó estaba muy bueno.

Mientras, los gritos y las carcajadas de las galesas iban en aumento, atrayendo a su alrededor a los dos camareros, al encargado, al cocinero y hasta al pinche. Nosotros no veíamos lo que sucedía en su mesa, pero nos lo imaginábamos perfectamente por la bronca que montaban.

Dentro los indígenas seguían devorando; en la mesa de al lado de la nuestra se tomaron unos antipasti a base de croquetas, bruschetta y jamón de Parma, seguidos por unas fuentes de pulpitos, boquerones y chocos, y remataron con los maccheroncini de la casa.

Cuando terminábamos el café, que yo sustituí por una grappa de categoría servida en vasito de plástico, los camareros apilaron la mayoría de las mesas y las arrimaron a una de las paredes, mientras el encargado montaba un altavoz coronado por una bola de esas que emiten luces de colores, como en las discotecas. Con la música a toda pastilla llegó la tarta de cumpleaños, en forma de zigurat, fabricada en pasta de azúcar teñida con los colores del Nápoles CF y con una enigmática inscripción: AUGURI 32 THE NORTH FACE, acompañada por el logotipo de esa conocida marca de material deportivo. La primera parte estaba clara, uno de los clientes celebraba su trigésimo segundo cumpleaños. Lo que no conseguí entender fue la relación con The North Face, pese a las explicaciones que me dio uno de los clientes; hablaba un cerrado dialecto napolitano del que yo solamente entendía alguna palabra suelta.

Después de soplar las bengalas y repartir tarta a todos los presentes comenzó el baile, con música de Ricky Martin, Enrique Iglesias y Gigi D'Alessio. Allí se demostró la maestría de una de las galesas, que pese a los litros de vino que había bebido era capaz de levantar la pierna por encima de la cintura.

Los españoles nos resistíamos como podíamos a los intentos de sacarnos a bailar, y cuando ya empezaba a pensar en cómo marcharnos discretamente, llegó el comandante y mandó parar.
La madre del homenajeado, una auténtica mamma, se plantó en medio de la pista, dio una palmada y gritó: ¡¡FINITO!! No hizo falta más, en cuestión de segundos se cortó la música, se encendieron las luces y pudimos volver a casa después de saludar uno por uno a todos los presentes y prometerle al dueño de la trattoria que le haríamos una buena crítica en TripAdvisor. Se la merecía.

Si quieres leer el artículo sobre la costa amalfitana, pincha aquí.

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