miércoles, 27 de abril de 2016

El Oasis

El oasis

Si prefieres descargarte el texto completo, para imprimirlo o leerlo formato PDF, pincha aquí,

Enlace con el capítulo 1
Enlace con el capítulo 2
Enlace con el capítulo 3
Enlace con el capítulo 4
Enlace con el capítulo 5
Enlace con el capítulo 6
Enlace con el capítulo 7
Enlace con el capítulo 8
Enlace con el capítulo 9
Enlace con el capítulo 10
Enlace con el capítulo 11
Enlace con el capítulo 12
Enlace con el capítulo 13
Enlace con el epílogo
Enlace con el final alternativo

Capítulo 1


  Parecía que nada había cambiado en todos estos años. Era el mismo bar, ahora remozado, en el mismo sitio de aquella ciudad que no había olvidado. Miró a través de la cristalera, una cristalera parecida a la antigua pero no la misma, lejos de la visión de los de dentro. Desde la otra acera no llamó la atención a través de los árboles. Igual que ocurriera años atrás. Ya no están los de la tertulia y los echó de menos. En cambio, la mujer rubia sigue ahí. Como entonces. Juguetea tecleando el teléfono, absorta la mirada. En aquel tiempo, hace ya seis años, las hojas del periódico hubieran ocupado el lugar del aparato. Tantas veces presencié entonces aquella escena que la que ocurre en este momento me resulta absolutamente familiar. Todas las noches eran iguales: Ella sentada en aquel taburete que la obligaba a cruzar las piernas para que no se balancearan, ojeando el diario y mirando de reojo a la televisión. Entonces, no llevaba las gafas que esta noche porta.
  
   Años antes, hacía ya seis años, un grupo de personas con edad indefinida, viejos creí al principio que eran, parloteaban sin descanso en la otra esquina de la barra. En el centro, un camarero. El mismo que está ahí esta noche algo más mayor y sin uniforme. Un chico, amable en apariencia, que, ya entonces, se acercaba y hablaba con la mujer. Él le sonreía y ella, de tarde en tarde, también. Desde mi privilegiado mirador, les había observado noches y noches. El eterno juego de seducción, esa danza ancestral que él repetía una y otra vez. Ella no parecía alterarse, el vaso siempre menos de medio, a punto del último trago. Como si no quisiera agotarlo, dándole una prorroga al hombre, la última oportunidad del día. Como diciendo: “Necesito que me hagas reír y no acabas de conseguirlo. Prueba otra vez, chico. La última jugada”.
  
   Al rato, ella doblaba el periódico, agotaba el vaso y se levantaba. En los labios del camarero se leía un ya-te-vas que ella contestaba despidiéndose y poniéndole cara de comprensión, supongo que alegando el madrugón del día siguiente.
  
   Cómo llegué a aquel vicio de mirón se explica más por el tedio que por la curiosidad pero, al cabo de un tiempo, esta fue más fuerte que aquel. El año anterior, de eso hacía siete años ahora, también había estado en la ciudad; exactamente por la misma época, aunque durante un tiempo más reducido. Ya entonces me había llamado la atención el extraño grupo allí congregado. Eran meses de un otoño prematuro, ese tiempo que no espera todavía al invierno que aquí tarda en llegar o que nunca llega. Es ese momento en que estas ciudades de la costa se desprenden de todo el esplendor del verano y parte del brillo propio de la primavera hasta quedarse desnudas, desprovistas de cualquier capa. Solamente cubiertas de un octubre que lo abarca todo, a la espera, remota aún, de volver a engalanarse, como todos los años, con los superficiales vestidos veraniegos. Echando de menos las que parecían inagotables ganancias que el estío proporciona a todos. Acostumbrada a derramar el dinero por los bordes en verano y a morirse de pena el resto del año. O por lo menos eso me parecía a mí, aunque no era ajeno, como casi todos los miembros de mi gremio, a lo que había detrás de aquella ilusión óptica. Lógicamente, sí que ignoraba su dimensión.
  
    Yo volvía del paseo que, casi a diario, me regalaba hasta que ya en la anochecida retornaba al piso que me esperaba. Desierto y frío. Llevaba poco tiempo aquí, menos de un mes. Después de la visita del año anterior, no me importó regresar y me ratificaba en la primera sensación que me dio: la ciudad era la más agraciada que había conocido en la estación otoñal. Solo la visité en esas circunstancias y nunca, ni tampoco ahora, me he visto tentado a recorrerla durante otros meses. La mayoría de las personas la prefieren durante la canícula de julio y agosto. No es mi caso. Jamás me ha gustado el verano. Ningún verano con sus temperaturas desorbitadas, sus días eternos y sus aglomeraciones. Tengo que decir que tampoco los inviernos rigurosos. Considero patéticos y depresivos esos países donde la nieve y el frío son los protagonistas. Yo moriría de melancolía en sitios donde la luz es algo extraño y las brumas del insignificante día se juntan con la eternidad de la noche. Este entretiempo, con todas sus dispares alternativas, con sus días de sol, unas veces, y con sus días de nubarrones o de lluvia, otras. Con esas jornadas que van estrechándose perdiendo sus horas igual que los árboles se despojan de sus hojas. Se recortan sin pausa en una batalla perdida de antemano contra el General Invierno; esto tan poco definible, tan variable, es lo que colma todas mis aspiraciones en cuanto a clima se refiere.
  
   Tiempo era lo único que me sobraba aquel año. Me dedicaba a disfrutar de largas caminatas y a perder las tardes en algunas cosas inimaginables para mí hasta entonces. Mirar las eternas caídas del sol o distraerme observando los pájaros que iban de un continente a otro era toda una novedad para mí. Estaba allí porque me habían destinado a este lugar como avanzadilla de lo que luego sería el desembarco masivo de todos mis compañeros de departamento y no tenía mucho que hacer.
  
   -Esa ciudad y lo que allí pasa es de vital importancia para nosotros.
  
   Eso me había dicho mi jefe, intentando darle cierto empaque a la desagradecida función de adelantado. Pero como todo en este país, entonces y ahora, el desembarco se demoraba y demoraba, y ciertamente me sentía como aquel astronauta ruso olvidado en la estación espacial. Suerte que yo hacía mucho que era capaz de dar, sin rechistar, “todo por mi empresa”; salvo entusiasmo, claro.
  
   A esa hora la acera del Bulevar más cercana al mar estaba desierta. La principal arteria de la ciudad, entrada y salida de la misma, discurría paralela a la playa. En la otra acera una fila de árboles escuchimizados, seguramente por el salitre, nunca había conseguido progresar demasiado; a juzgar por lo poco frondoso de sus ramas, sus hojas caducas apenas darían sombra en verano. La hilera presentaba ya bastantes bajas y los huecos entre árbol y árbol seguían creciendo de un año a otro. Poco alumbraba la línea discontinua que formaban las farolas y que evitaba el imperio absoluto de la noche, contribuyendo a un ambiente algo devastado, como de abandono. Esa hora todavía era temprana para los pocos trasnochadores que buscaban en los bares de copas el escaso ambiente nocturno compuesto por funcionarios desarraigados, trabajadores de paso y algunos crápulas con más oficio que beneficio. Demasiado tarde para la gente de orden que a esa hora ya se apoltronaba delante de los sucesivos telediarios.
  
   Aquel bar, El Oasis, era de los pocos de la zona que sobrevivían durante la temporada baja. Cerraba pronto, al filo de la medianoche tirando muy largo. Eran pocas las oportunidades de negocio que merecían más esfuerzo de aquel matrimonio que lo regentaba y del camarero que atendía, más allá de la hora razonable de la cena. Los parroquianos se reducían a algunos habituales, casi mediopensionistas del lugar. Entre ellos, a aquella hora, siempre se encontraba la mujer rubia solitaria en su trono del taburete, algún que otro comensal con horario casi europeo y los pertinaces contertulios. Pasaban las horas y como mucho antes de las doce ya estaban las mesas recogidas y la dueña fregando el suelo. Los clientes más recalcitrantes, aquellos tertulianos de todos los días, se atrincheraban en la barra como si de una tabla de salvación se tratara y la última copa fuera el maná diario que los mantenía hasta el próximo día.
  
    Había ocurrido que, tiempo atrás, un par de aquellos obstinados, secundados de algún que otro incurable más, se habían ido reuniendo en un lugar común donde los arrinconó la dueña con su fregona. Formaron así, sin querer, un diminuto grupo, rebelde y dispar, hecho más de soledades compartidas que de común amistad. Solidarios camaradas de un ideal inexistente, náufragos estrafalarios perdidos en el viaje de vuelta a casa. Cuando los conocí mejor deduje que en su domicilio no les esperaba precisamente la armonía hogareña; más bien la soledad que da la nevera vacía, los vasos sucios y las sabanas frías y desarmadas.
  
   La dueña receló siempre de aquella pandilla de chistosos, mitad abusadores, mitad pedigüeños y siempre aduladores y falsarios, pero ellos hicieron causa común con el camarero aburrido y con el dueño del bar, que tampoco encontraba la hora de volver a su residencia. Entre todos ellos, entre jolgorio y chanzas, entronizaron a la Rubia como Reina de aquella ínsula Barataria diminuta y, a la vez, estrella invitada en aquel espectáculo. A partir de ahí nadie les puso hora de salida a la vez que ellos, sorprendentemente, empezaron a respetar religiosamente los horarios. La Rubia, con evidente experiencia en el arte de tratar pardillos y fracasados, se dejaba querer como quien no quiere la cosa. No era desprecio, era la distancia desdeñosa propia de quien se sentía alejada de aquella cantinela sin fin, de aquel ruido de grillos. Daba muestras, de tarde en tarde, de su magnificencia aceptando la última copa o la última ocurrencia, individual o a coro.
  
   Allí llegué yo una noche harto de estudiar la situación geográfica de aquellos actores. Me situé en un lugar equidistante entre la peña, el camarero y la reina del lugar. A los ojos expectantes y un casi “quién es éste ahora”, se unió un “la cocina ya está cerrada” del camarero con el claro objetivo de disuadirme de la osadía de recalar en aquella barra y reunión, a aquella hora tardía y exclusiva.
  
   -Solo un café, si puede ser.
  
   Respondí yo un poco cortado, y noté que la Rubia daba un leve consentimiento y que el camarero asentía. Los tertulianos continuaron con su charleta sobre política y fútbol entrecruzando los dos temas de una forma temeraria y admirable. No pude por menos que sorprenderme de la habilidad que exhibían aquellos tipos en el debate. Los ceniceros, atestados de colillas, humeaban impregnando el ambiente del olor característico; las copas, en cambio, contenían como mucho un último sorbo en espera del finiquito.
  
   La Rubia continuó repartiendo su mirada entre el periódico y la tele. Hojeaba las páginas de economía, algo que no dejó de llamarme la atención. De vez en cuando miraba la película que emitían en la televisión y observé que con los labios seguía los diálogos. Una en blanco y negro con Bogart de protagonista.
  
   -Siempre nos quedará Casablanca.
  
   Lo dije por decir algo mientras el de detrás de la barra me servía el café con un golpe en el mostrador.
  
   -Vaya, otro peliculero. Mejorando lo presente.
  
   Lo dijo en voz alta, protegiéndose detrás de la finísima columna de humo que desde su cigarro se elevaba hacia el techo, produciendo un cortísimo silencio en la algarabía del grupo que se dirimía entre rojos, blancos, azules y rojiblancos. Tras un segundo algo cómico, los contrincantes volvieron a la carga. Yo giré la cara hacía la mujer y, optimista de mí, quise ver en su rostro el principio de una gran amistad.



Capítulo 2


   Ochenta o noventa noches más volví a aquella barra, al principio de forma intermitente, luego fijo como el frío en una chabola durante una nevada, incluidas vísperas y fiestas de guardar. Pocos más alicientes tenía mi rutinaria existencia en aquella ciudad con el otoño más bello que conocía. Seguía esperando al grueso de mi ejército, aunque bien es verdad que en mi condición de hormiga laboriosa iba poniendo cosas en orden y haciéndome algo más que una idea general de lo que iba a ser nuestra tarea en aquel sitio. Las noches en aquel bar, en El Oasis, terminaron siendo un pequeño vicio inocente en una vida virtuosa y aburrida como la mía.

   Sin poder explicármelo todavía, los tertulianos me hicieron un hueco que yo no siempre asumía. Ellos en cambio sí aceptaban todo lo que viniera de mí: desde un comentario suelto hasta, por supuesto, una ronda o un cigarro de mi paquete ya que los de ellos siempre estaban en las últimas. El Maestro, innegable decano de la reunión, me llamó el primer día “El Muchacho Nuevo”, o “El Muchachito de las películas”, y después, ya, Muchacho con diferentes adjetivos: Listo, Torpe, Bueno, Malo…Yo intentaba tomar las distancias pertinentes con aquella corte tan ilustrada. Prefería escuchar, quizás porque al principio mis repetidos cafés no concordaban demasiado con la enorme consumición etílica de alta graduación del grupo; quizás porque prefería quedarme en medio, entre el grupo y la Rubia (poco después comprendí que ella era el auténtico y casi único motivo de mi presencia) alternando con los unos y la otra. El camarero no me hacía mucho caso, simplemente me odiaba.
  
   La Rubia se dignaba entablar conversación conmigo de vez en cuando mientras ojeaba el periódico, atenta también a las gracietas del camarero. El uno al otro nos hacíamos comentarios sobre las películas que ponían en la tele, que por indicaciones de ella siempre era un canal de cine clásico. Los tertulianos hacían mutis por el foro cuando escuchaban algún comentario que consideraban erudito, pues ellos poco o nada sabían de cine. Si acaso respondían con alguna jocosa apostilla del tipo de: “Esa es mi Reina” o “vaya con el Muchacho Nuevo”. O alguno de ellos entonaba aquello de “qué hace una chica como tú en un sitio como éste”, a lo que a coro contestaban:
  
   -Mujer fatal, siempre con problemas.
  
   Así eran aquellos tipos de trasnochados. Eran todos un poco locos y podían llegar a ser muy divertidos. En noches en las que el regocijo era general, y en otras en que no lo era tanto, todos nos sentíamos miembros privilegiados de una hermandad. La Hermandad de los Solitarios Sin Remedio. No sé si eso era la felicidad pero creo poder decir que para gente como yo era de lo más parecido.
  
   Ella no se cortaba a la hora de cualquier comentario, cinéfilo o no, por muy extravagante que pareciera. Aunque nadie la entendiera.
  
   -La verdad es que a mí quien me cae bien es Rebeca de Winter y ese perro fiel que es el ama de llaves. La Joan Fontaine me parece una melindrosa, una amargada. Ni siquiera sabemos su nombre en toda la película ¿Te habías dado cuenta? En el guion original sí que tenía nombre.
  
   Me lo dijo así, envuelta en su halo de humo, mirando de reojo la película de Hitchcock, adoptando aquel aire de protagonista seductora que exhibía una noche sí y otra también. Ella era así; aunque bastaba una sonrisa para que la imagen de la vampiresa, de una Rebeca cualquiera sentada en el taburete de un bar de segunda categoría, se tornara en la de la mujer más dulce. A fin de cuentas, así son las mujeres fatales. Aquella noche, muy de madrugada, cuando conseguí quedarme dormido, soñé que soñaba que volvía a Manderley.
  
   Al rato la Rubia, nuestra Reina y Señora, emprendía la inevitable partida a sus aposentos. Yo la miraba de reojo y la despedía siempre con la esperanza de que una noche me diera la oportunidad de acompañarla con algo más que con la mirada. Las posibilidades de que una mujer como aquella me concediera aunque fuera el último baile de la velada, me parecían tan remotas como las acertar en una tómbola. Habida cuenta que yo nunca me he dado a los juegos de azar.
  
   Cuando ella se iba, yo me recogía de mi ruina e inconscientemente y con el tiempo, me fui apegando al grupo que, también con el tiempo, me fue acogiendo en su seno. Todo antes de pedir una última copa que compartía con ellos; ésta sí era ya de alcohol, legionario e incoloro. Aunque sólo fuera por no desentonar. Poco después, una vez que me desplumaran el poco tabaco que me quedaba, empezábamos a desfilar hacía el Bulevar y cada uno a su casa, antes de la medianoche y de que la dueña iniciara su perorata de quejas.
  
   No todas las noches reinaba esa avenencia que ahora añoro. Seguramente no fueron tantas, ni tan radiantes como ahora creo recordarlas. Noches tuvo aquella temporada que, si no malas, no hubiera merecido la pena el ajetreo de ir hasta allí y perder el tiempo que robaba al descanso. Recuerdo una de ellas: Llegué algo retrasado, en el trabajo acabé inusualmente tarde. Empezaba a tener algo que hacer y seguía poniendo cosas en orden más por combatir el aburrimiento que porque alguien me lo pidiera (de pequeño siempre fui muy ordenado y mis padres se sintieron muy orgullosos por ello.

“Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”, esa fue la banda sonora de mi infancia). La noche de marras los tertulianos mantenían una áspera y desabrida discusión sobre la influencia del dinero en la política. Salpicándolo todo de calificativos gruesos, bastante groseros, pasando con creces al insulto. La estabilidad de las estanterías llenas de botellas peligraba de tanto golpe en el mostrador y hasta el dueño participaba en la porfía. La Rubia no levantó la cabeza cuando saludé. Ensimismada en las páginas del diario, tomaba apuntes en una pequeña libreta. Toni, el camarero, que normalmente no me dirigía la palabra más allá de lo necesario, se dirigió a mí buscando complicidad.
  
   -Parece que hoy no está el horno para bollos. La Reina no está para nadie.
  
   Pasado un rato estampó el bolígrafo en el mostrador, cerró el periódico y guardó la agenda. Apuró la copa, nos notificó un adiós seco y conciso, y salió a la noche cruel y despiadada.
  
   Los tertulianos pararon su discusión y a uno de ellos le dio tiempo a balbucear.
  
   -Adiós. Mi Reina.
  
   Ojeé el periódico que ella había estado leyendo con tanto interés. Hablaba del desastre financiero, lo que ahora vienen llamando el principio y causa de la Gran Recesión. Pasaba ya un mes desde que uno de los mayores bancos internacionales se había desplomado en la Bolsa y la cadena de quiebras en todo el mundo que arrastró desde el primer momento parecía no tener fin. Era el cataclismo del que todo el mundo hablaba. Aunque mi propia experiencia me hacía ser bastante escéptico ante ese tipo de eventualidades que anunciaba el acabose total, el fin de los tiempos definitivo, nadie, ni yo tampoco, dudaba de la gravedad de la situación y se coincidía mayoritariamente en que, a partir de ahora, nada sería igual. En la página del periódico en la que ella había puesto toda su atención se enumeraba un grupo de empresas financieras que yo no había escuchado nunca, de fondos de inversión desconocidos para la gente corriente que, en nuestro país, estaban afectados por las pérdidas y a cuya puerta parecía llamar la ruina.
  
   Apuré yo también la copa de aguardiente y me dispuse a salir a la dura oscuridad. Un tertuliano me espetó.
  
   -Todas las noches no pueden ser buenas. Hasta el mejor torero tiene una mala tarde.
  
   Antes de atravesar la puerta miré de reojo a la televisión. Ingrid Bergman llorisqueaba mientras Charles Boyer le hacía luz de gas.


Capítulo 3


   La dueña los llamaba “los Últimos”. Por sus comentarios podría decirse que tenía una opinión formada sobre ellos, no muy favorable por cierto. Los Últimos no eran un gran negocio. Más bien lo contrario, entre lo que dejaban fiado para el día siguiente y lo que no pagaban no había manera de sacarle al bar más ganancia que la necesaria para los gastos y la supervivencia diaria. Por ello, la vieja dueña los martilleaba continuamente y sin compasión.
  
   -A ver si no me pisan lo limpio con tanta ceniza y estas mierdas de colillas, y a ver si puede ser que no me dejen el baño hecho unos zorros. Que ustedes con esta edad ya no apuntan bien.
  
   -Lo que usted diga, Ama. –le contestaban burlones-. A sus órdenes y a sus pies, por supuesto.
  
   -No sé por qué mi marido aguanta esta jarca de impresentables y muertos de hambre. Si no fuera por lo que es…
  
   Se lo decía con desprecio, a la vez que con la fregona remarcaba el territorio.
  
   -Tranquila, Señora. Que aunque manos blancas no ofenden, todo tiene un límite. Y usted nos está reduciendo nuestro espacio vital al mínimo exigible para respirar. No sea usted agria, mujer.
  
   -¿Agria yo? Ni siquiera sé de lo que están ustedes hablando.
  
   Y se batía en retirada amenazándolos con el palo en dirección la cocina.
  
   Los Últimos no eran muchos pero armaban suficiente ruido para que se les notara. El que primero llegaba era “Profesor” o “el Maestro” según se le nombrara acompañado de la segunda o tercera persona del singular. Por lo menos cuando lo conocí, durante aquel otoño de hacía ya seis años, aparecía siempre antes de anochecer. Durante un tiempo indeterminado deambulaba por el local, miraba la tele o hablaba con el dueño hasta que iba dejándose caer por el sitio que de costumbre ocupaba poco antes de llegar el siguiente tertuliano. Ninguno de los allí convocados sabía donde ejercía la docencia ni tampoco en qué materia era especialista. Dudé, desde el principio, que fuera docente siquiera pero, a todas luces, era hombre de inteligencia y de vastos (y muy dispersos) conocimientos, por lo que el apelativo, consideré yo al menos, podía considerarse acertado. Alguna vez que la discusión subió de tono le llamaron maestro liendre y su silencio aumentó y confirmó mis dudas. Siempre irreverente, siempre en exceso, contra cualquier tipo de poder; fuese eclesiástico (especialmente), civil o militar. Su voz sonaba siempre sentenciosa, llena de autoridad, imponiéndose sobre las otras con la convicción de quien cree llevar razón o por lo menos la iniciativa. Esa determinación le hacía llevarse de calle cualquier discusión. Yo le había detectado más de un farol aprovechando sus dotes oratorias o la ignorancia de los demás en determinados temas. Aun siendo consciente de esa impostura, nada vi que le restara un ápice en la elegancia de su gesto, en aquel aire de sabio viejo y descolocado. Algo debía traerse entre manos con el dueño del bar con el que charlaba largos ratos a solas y que le concedía crédito, al parecer ilimitado, a escondidas de su mujer. Llegué a la conclusión de que eran amigos de viejo.
  
    Era el tertuliano más antiguo. El primero que recaló en El Oasis, según pude saber, al poco tiempo de que el matrimonio se hiciera cargo del negocio. Todas las noches a partir de aquella hora parecía formar parte del decorado. Como la televisión o la vieja foto de la ciudad que colgaba, algo torcida, en la pared. Desde luego que su aspecto, un poco desaliñado y bastante desgastado, sin menoscabo de cierta pulcritud en la higiene personal, contribuía a ello. Había un algo de abandono, de dejadez, quizás buscada o quizás impuesta a su pesar, en aquella prestancia trasnochada. Supuse que debía vivir solo. Quizás buscando explicación a esa indolencia evidente pero no chocante de su aspecto. No recuerdo que nadie dijera nunca, ni que le preguntara, en qué lugar vivía pero algo me decía que no era de aquel barrio. El hecho de que llegara por un sitio distinto cada vez y se fuera cada día en dirección contraria sólo contribuía a aumentar la leyenda de que aquel tipo no era de este mundo.
  
   Tenía unas noches más activas que otras. Lo mismo permanecía toda la velada en silencio, escuchando a unos y otros, que exhibía durante un largo rato sus dotes oratorias en una suerte de clase magistral. El tema no importaba: las personas que formaban aquel grupo eran gente de amplios horizontes; siempre que eso trajera algún tipo de polémica, claro. Yo escuchaba con devoción, comprobando con una sonrisa cómplice e íntima, las múltiples contradicciones en que caía el Maestro y que él escondía detrás de las formas impecables de su discurso. Así podía ser, a primera hora de la noche, el anticlerical más contumaz para acabar elogiando, al final de la velada, la labor de unas monjitas de algún convento perdido, que a saber de qué conocía y cuya bondad solo era comparable a lo exquisito de sus dulces. Claro que a todo eso contribuía el consumo continuado de trago corto y variado con el que castigaba, sin prisas pero sin ninguna pausa, aquel cuerpo enjuto. Aquel cuerpo embutido en unas chaquetas raídas y algo pasadas de moda pero que parecían diseñadas para él, siempre algo despeinado y con la barba descuidada por sistema. El cigarro, a punto de acabarse en la boca o entre los dedos mientras se rascaba levemente los pelos como si estuviera a punto de descubrir algo, completaba su imagen genuina. Era hombre ya maduro, quizás cercano a la vejez, que disfrutaba de esa edad indeterminada y privilegiada que sólo algunas personas poseen. Había noches que me parecía que podía tener cuarenta años largos; otras que cincuenta, o incluso otras hubiera dicho que sesenta años.
  
    Me crucé con él una tarde cualquiera, cuando paseaba por la acera de la playa del Bulevar admirando el atardecer de la ciudad con los otoños más bellos; temiendo yo la llegada de la noche solitaria; aguardando él la cita en El Oasis. Lo vi dudando el rumbo que tomar, en contradictoria intención. Se mostró amable al verme y compartimos el camino. Como esperaba, no contó nada de su vida y tuvo la deferencia de no preguntar nada de la mía. Me habló de la ciudad que conoció de niño y que ya no era la misma por la que paseábamos. A continuación, la caminata resultó ser un instructivo curso sobre las diferencias de las puestas de sol posibles, de los matices de sus colores en el horizonte y, sobre todo, de la aurora boreal. Hablaba de ella con una nostalgia, de una forma tan evocadora, que por un momento creí que había vivido en el Ártico o dónde quiera que ese fenómeno ocurriera.
  
   -No, Muchachito Nuevo. No la he visto nunca. Pero un día iré a verla. Se lo juré de joven a alguien y no he de morir sin hacerlo. Una promesa es de las pocas cosas nobles que tiene la vida. Y nobleza obliga.
  
   Nos despedimos al rato. Se excusó ya que tenía que arreglar un asunto importante antes de ir al bar a última hora de la tarde a despedir la jornada con sus amigos.
  
   -Allí nos veremos. Ese lugar tiene algo que atrae a los que son como nosotros. Meros satélites que giramos alrededor de algo que no siempre sabemos que es. Me pasa a mí y creo que también a ti. Y creo que puede pasarle también a nuestra Reina. Estoy casi seguro, yo sé distinguir esas cosas. –Dijo ufano, mientras encendía el enésimo cigarrillo, para a continuación pensárselo mejor-. O quizás sea ella la que nos atrae a todos y nos hace girar a su alrededor. Como el sol a los planetas. Si es así, no debe ser bueno acercarse demasiado a ella. Puede uno creer que va a volar eternamente y, en cambio, quemarse las alas con su calor, como Ícaro.
  
   Se fue, dejándome allí, asombrado por lo que decía. Se fue dándome la espalda, para el lugar contrario hacia dónde íbamos, como jugando al despiste. No quise escucharlo más allá de sus palabras bellas y enigmáticas. No quise ver lo que de advertencia tenían.


Capítulo 4


   He vuelto seis años después. La empresa a la que me debo me devolvió a esta ciudad que amo y temo a partes iguales. Un nuevo jefe, ajeno a mis anteriores vicisitudes (o a lo que conté de ellas), nos encarga acudir (a todo nuestro equipo habitual) a arreglar el desaguisado en el que derivó nuestra gestión durante los últimos años. El anterior, y añorado por todos menos por mí, periodo de prosperidad trajo lo que trajo y nosotros debemos cumplir con nuestra obligación poniendo las cosas en orden aunque solo sea un poco. Esa es nuestra labor.
  
   La ciudad parece aletargada, más vieja, con más achaques. Pero está acostumbrada a una larga caída que dura décadas, siglos ya. Presenta, quizás por ello, la decadente belleza de las mujeres viejas, hermosas y resabiadas.
  
   Vuelve a traerme la fama de apagafuegos que soporto mal que bien y que me lleva de un lado para otro. Nunca temí ni descarté los destinos más remotos ni los encargos más inverosímiles. Nunca, tampoco, me engañé demasiado: Sé que, a estas alturas, se valora más mi total disponibilidad para y por el engranaje de este monstruo burocrático que los dispares resultados de mis gestiones. En cualquier caso, eso me dio en estos años bastante autonomía y cierta libertad de movimientos. Como nunca abusé ni de la una ni de la otra, mi solvencia es, al menos hasta ahora, amplia. A eso se une que nunca se me dio demasiado bien hacer de trepa y que mis pretensiones fueron siempre de lo más limitadas y modestas debido a mi ya legendaria falta de ambición. Conmigo al lado a nadie se le mueve la silla.
  
   Todo esto me permite volver hoy a El Oasis a mi libre albedrío. Esta mañana en que me encuentro fuera de mi lugar de trabajo en algo rutinario que hay que hacer sin falta (comprobar unos datos en un escenario que me es conocido, al menos más familiar que a mis compañeros), nadie reparará en mi ausencia ni mucho menos. Los camareros tampoco se fijan demasiado en mí. Tampoco yo los conozco. Puedo vislumbrar la figura de la dueña en el ventanuco de la cocina. De todas maneras no creo que ella me reconociese. Mi aspecto varió en este tiempo. La montaña rusa en que se convirtió mí vida en estos últimos años ha dejado huella en mi físico, no solo en mi poblada barba; también en algo que el tiempo va desgastando y para lo que no hay repuesto disponible. Algo que se convierte en irreparable, y no es solo físico.
  
    En la pared lucen las fotos que han inmortalizado el paso de algunos famosos de poca monta por el local que está ciertamente renovado. Todo parece más limpio; de pronto caigo en la cuenta de que ya no se fuma en los bares, que algún gobernante lumbreras interesado en nuestra felicidad y salud lo prohibió durante este tiempo que ha transcurrido desde la última vez que estuve aquí, hace ya seis años. Sin duda alguien bienintencionado pero que ha cambiado el escenario más habitual de nuestras vidas: los bares. En el repaso con la vista acabo tropezándome con varias fotografías viejas, de mi etapa anterior, y en una de ellas vuelvo a verlos a todos: los Últimos, los dueños, Toni el camarero y la Rubia.
  
   -Ya no está casi ninguno de esos -el camarero lo dice sin que nadie le pregunte y metiéndose donde no le llama nadie. Nunca aguanté a los camareros charlatanes-. ¿Los conoce?
  
   -Alguno me suena de alguna vez que estuve por aquí. –Me excuso.
  
   -Se ve que eran la leche. Tipos de esos que están siempre dándole al pico y empinando el codo. Ese que está ahí es mi jefe –apunta con el dedo a Toni-, entonces era camarero. A sueldo, vamos. Y la mujer mayor, esa con cara de pocos amigos, es la antigua dueña. Todavía viene de vez en cuando a la cocina, se ve que echa de menos los peroles. Hoy, sin ir más lejos, está aquí. Este de aquí es su marido, que murió hace unos años. Los demás creo que, o se han muerto también, o por lo menos no andan por aquí. Bueno, éste sí –Y señaló al Maestro con la punta del bolígrafo-. A éste lo vi no hace mucho. Ahí mismo, en la puerta. Parecía que iba a entrar pero se dio media vuelta y se largó. Y esta rubia, esta es la mujer de mi jefe, la jefa. Entonces serían novios o algo así.
  
   Como no me conoce no puede notar el puñetazo en el estómago que siento al enterarme que tanta insistencia de Toni había alcanzado su objetivo último.
  
   -Si quiere puedo llamar a la señora mayor, está en la cocina; por si quiere saludarla.
  
   -No, gracias. No se moleste. Yo la conocía poco, sólo de vista. Además tengo prisa.
  
   Salgo al Bulevar. Solo, entre varios corredores y un paseante con perro que se reparten en ese momento la playa. Respiro profundamente rezando para que el aire salino tenga alguna posibilidad de entrar en mi cerebro, de borrar lo que he escuchado, de ser capaz de cambiar lo sucedido, de volver atrás seis años…
  
   Nada de eso ocurrirá ni en los mejores sueños. Todo seguirá su curso de la misma manera que yo me iré pronto y no volveré nunca más. En cuanto me centre y acabe la labor ingrata que me han asignado. Eso es lo que tengo que hacer: Concentrarme en mi tarea, acabar e irme de aquí para siempre. Y las olas seguirán batiendo cada día y cada noche en la playa, y la luna saldrá todas las noches cuando el sol se ponga en esta ciudad que en este momento me parece la más triste del mundo.
  
   Al rato, para mi sorpresa, el aire procedente del mar empieza a hacer su trabajo y consuma el milagro aunque solo a medias. Ahora me siento más tranquilo. Intento ser comprensivo, como me pedía mi madre, extrañamente aliada siempre con mis enemigos. He estado casi seis años fuera. Me fui precipitadamente y no en las mejores circunstancias. En este tiempo no tuve ningún contacto ni con ella ni con el resto de los integrantes de la foto. He vuelto igual, de la misma manera. Todos habrían tenido que continuar respirando, viviendo estúpidamente cada día… y muriéndose cuando a cada uno le hubiera llegado el momento, cuando le toque… Así debe ser. No puedo esperar ningún tipo de esa lealtad que nunca existió y que yo mismo no he tenido.


Capítulo 5


 Cuando uno va de un sitio para otro de forma continua tiende a confundir los lugares en los que estuvo. Siempre ave de paso, cada destino acaba siendo escala hacia otro nuevo. Y más en este país, y en este tiempo, en el que las ciudades se van uniformando todas con los mismos pertrechos, con todos esos centros históricos que se parecen unos a otros, con sus franquicias y sus ornamentos urbanos todos semejantes e igualmente anodinos. Por ello, mi memoria se agarraba a las peripecias que en cada zona me fueron ocurriendo para distinguir los lugares. De aquel sitio me acuerdo porque me pasó esto o aquello, sobre todo si fue algo grato que me hizo feliz o todo lo contrario. Mis recuerdos se aferraban a esos momentos fugaces en que, quizás, fui feliz y tendí siempre a creer que fueron más numerosos y más largos en el tiempo. De esa manera, fantaseé un relato de mi vida que quizás no coincida con lo sucedido, o por lo menos no esté en consonancia con lo que vivieron los otros protagonistas de cada una de esas historias que inventamos entre todos. Esa que es nuestra historia y también la de todos. Por eso, después de muchos palos y sinsabores, he llegado a la conclusión de que tal vez esa felicidad de los tiempos pretéritos quizás no existió y tampoco los idílicos lugares de la memoria. Los años me han enseñado, con el método pedagógico más antiguo, el de la letra con la sangre entra, que esos momentos de gozo máximo, o de desgracia aguda en el peor de los casos, que recordamos, sólo son eso, hitos a los que la memoria se engancha para reconocer un lugar u otro. Pero que tal vez no ocurrieron, o que no fueron totalmente así. Yo recordaba mi estancia en la ciudad de los otoños hermosos (a la que, por cierto, le sobraba personalidad para distinguirse de las demás) resumida en aquellos picos de dicha y regocijo asociados al bendito ambiente del Oasis, y a la desgraciada y posterior huida que después sobrevino. Pero hubo tiempo de todo. Quiero recordarlos todavía como meses relajados y ociosos, felices, aunque seguro que no fueron tanto. Entre otras cosas, y no éramos totalmente ajenos a ello, porque en aquellos meses de otoño el mundo temblaba desde sus cimientos después del terremoto que había supuesto el crac económico. En mi memoria, en cambio, todo eso está difuso porque fue en aquella época en la que a mí me dio por enamorarme. Una sensación que sólo había sentido en mi primera juventud y que yo tomé, entonces, por un sarpullido propio del final de la adolescencia. Fue en aquel otoño que había empezado prematuramente cuando todavía debía ser verano y que dejó la playa y el Bulevar en medio del desamparo.
  
   Yo me había hecho un sitio en la barra del bar. Siempre mirando las películas del canal de cine clásico y atento a todo lo que ocurría alrededor. Ya no me miraban mal los habituales del lugar. Incluso, alguna vez, cenaba allí aprovechando la excelente relación calidad-precio de la comida que servían, y luego me unía al hilarante coro de la tertulia de los Últimos. Nunca eran más de cinco, nunca menos de dos. El Maestro era siempre el primero y el último, alma de todo aquel contubernio. Él y el otro fijo. Yo le llamaba el Viajero Imaginario. Era tal la cantidad de sitios donde decía haber estado que era difícil creerlo. A mí me daba que mentía más que hablaba. A nadie hacía daño. Y qué iba a decir yo, que vivía cercano a la impostura, si el hombre disfrutaba con ello. De pronto contaba sus estancias en los mares del sur situándolos en las Canarias y no al otro lado de América. Alardeaba de un pedigrí aristocrático que nunca aclaraba y que parecía ser era el origen de tanto viaje. También, como el Maestro, era charlatán (condición imprescindible para pertenecer a aquel grupo), bastante trolero y un poco zascandil, como ya digo; pero parecía lleno de buenos sentimientos, era de gatillo fácil a la hora de convidar y siempre estaba presto para repartir una ronda de tabaco. Invitaciones, ambas, que eran recibidas con júbilo general. Su fachada tenía un innegable aspecto de hombre de mundo con aquellos pañuelos al cuello que revelaban un pasado, o por los menos un quererlo haber pasado, y exhibiendo siempre una reluciente perilla que remarcaba su presunto origen aristocrático. Todo, claro está, dentro del desaliño generalizado imperante en el ambiente. Por lo general, se enfrentaba dialécticamente con el Maestro. Si éste era de tendencia izquierdista, anarcoide y cínico en el sentido clásico de la palabra, el otro era tirando para facha, llevando por bandera el orden establecido y la nostalgia de un pasado glorioso que yo no lograba situar. Aunque sospechaba que todo era una pose más por fastidiar y llevar la contraria que por convencimiento. Si uno era partidario de la ópera, el otro lo era de la música ligera. Si a uno le gustaba el deporte, el otro lo odiaba. Y así, hasta el infinito. Aunque estos papeles parecían estar encasillados podían intercambiarse varias veces en la misma noche y no digamos de un día para otro. También, como el Maestro, bebía y fumaba como un arriero en noche de fonda.
  
   Había alguno más que asistía a las tertulias, aparte de varios abonados como espectadores, aunque entre el Profesor y el Viajero Imaginario formaban el núcleo duro del grupo. Estaba el Hombre del Perro. Así le llamaba el dueño, que tenía especial predilección por el chucho que siempre le acompañaba y que ataba en uno de los pilares de la terraza. El animal debía de ser dócil porque, tendido y adormilado, allí permanecía las horas que duraban los debates, las copas y las recopas en las que participaba el hombre con gran entusiasmo. No poseía el don de la elocuencia, limitándose a tomar partido por uno de los dos primeros espadas. Pendiente siempre de la copa de licor que agitaba continuamente en sus manos y que vaciaba con rapidez. Eso sí, participaba de forma activa y determinante cuando se tocaba algún tema en el que él se sentía una autoridad. Se explayaba las pocas veces que la conversación rondaba por los derroteros del mundo de los negocios y la economía. Imaginé que era contable o algo así. Eso me hacía respetarlo sobremanera. En aquellos días tuvo bastante tajo. Todos miraban expectantes los telediarios y las primeras páginas de los periódicos y empezaban a incorporar, al escueto vocabulario económico de cada uno, términos y más términos que el Hombre del Perro se encargaba de aclararles, desentrañarles y traducirles a un lenguaje que entendían todos. La Rubia y yo permanecíamos callados y escuchábamos con atención.
  
   -Malditos capitalistas. Todo esto lo traen las plusvalías. Habría que fusilarlos a todos y abolir el dinero –Tronaba el Maestro.
  
   -¿Y de qué íbamos a vivir?. ¿De las tertulias?. No sea iluso, sea realista, hombre. Si no existiera el dinero habría que inventarlo. El capitalismo ha vencido. Tiene que admitirlo Profesor, este señor, que entiende de estas cosas puede corroborarlo. –Devolvía el Viajero con la prestancia de un tenista apoyándose en el del perro que asentía orgulloso.
  
   -Ya veremos. Puede que haya ganado una batalla pero se le ven muchas grietas y defectos. Esto solo ha sido una victoria pírrica. El final no está escrito todavía. Además, es preferible vivir del trueque que dejarles los cuartos a esos vivales. –Sentenciaba el Profesor.
  
   El Deportista llegaba todas las noches mediada la conversación. Aparecía con su bolsa de deporte y su chándal de uniforme. A veces con aperos de pesca. Al parecer, poseía una barca con la que se aventuraba en el mar y a la que siempre nos invitaba sin despertar ningún entusiasmo en su propuesta. Otras veces iba a los acantilados a practicar la pesca con caña, según nos explicaba reiteradamente. Por lo general, queríamos creer que venía de hacer algún tipo de deporte por la indumentaria que llevaba siempre aunque en la línea del respeto máximo que propugnaba el grupo nadie preguntó nunca nada. Fiel al personaje que habíamos imaginado, raramente bebía alcohol por lo que el consumo se reducía a beber refrescos e infusiones todo el rato, aunque no le dolía invitar a toda la cuadrilla. Su opinión era respetada en lo que se refería a vientos y a nubes, al tiempo que iba a hacer mañana, pasado mañana o en el año en que se tratara esa noche y, sobre todo, en todo lo que tenía que ver con eventos deportivos. Él se recreaba en explicaciones técnicas y en un amplio anecdotario.
  
   -Pare, caballero. Pare usted que conseguirá que me agote.
  
   Ironizaba el Maestro que era de natural sedentario y poco dado a ningún tipo de actividad pedestre.
  
   El Juez completaba la nómina de aquella reunión intermitente. Yo le llamaba así porque la dueña me dijo, una noche en confidencia, que trabajaba en algo de los juzgados, que lo veía salir de ellos con una carpeta y muy encopetado. Nadie, siguiendo la norma no escrita, sabía a ciencia cierta si era juez, procurador, abogado o bedel. O acaso, casual encausado. El caso es que cuando estaba, no siempre, e intervenía, se le respetaba las opiniones en materia jurídica a pesar de la sorna que el Maestro descargaba sobre él.
  
   -Leguleyos, tinterillos, picapleitos…
  
   O el descreimiento del Viajero.
  
   -Pleitos tengas…
  
   En todos los meses, casi un centenar de noches, de aquel otoño que estuve con ellos, cerca de ellos a veces, y revuelto otras, no pude saber, o vislumbrar al menos, si aquellos tipos trabajaban o guardaban alguna rutina que no fuera la asistencia diaria a aquel foro desatinado, en el que se debatía de todo y se utilizaba todo contra el adversario y contra el ocasional compañero. Con una compostura, una esgrima verbal digna de escenarios más apropiados. Con una dedicación que para sí quisieran otras causas. Nunca les vi cortos de dinero pero las ovaciones que se llevaba el que convidaba una ronda me llevaban a pensar que tampoco es que hubiera mucha largueza.
  
   Aún hoy, cuando vuelvo a mirar la foto del jolgorio de antaño, no puedo decir si alguno de ellos tenía familia o la disimulaba. Si tenían un hogar o amigos fuera de aquella pequeña asamblea que cada noche cerraba El Oasis. Si alguno de ellos tenía, o se debía, a algún afecto, algún apego, nunca lo supe. Todos parecían tener un pasado que no consideraban que tuvieran que contar y un futuro que no parecía que fuera más allá de levantarse al día siguiente. Ese era el secreto, el misterio de aquellos tipos. Eso era lo bueno de ellos y de El Oasis; y lo malo: Allí nadie parecía deberle ninguna explicación ni nada a nadie.
  
   El Maestro era el primero en aparecer, a continuación lo hacía el Viajero seguido, en intermitente goteo, de los otros tres. Incluso el dueño, el de más edad del grupo, se unía y lo hacía desde dentro de la barra con sus opiniones un poco extemporáneas y salidas de tono. Algo que ya tenía su mérito en aquel coro de extravagantes. No siempre se sumaban la totalidad aunque la asistencia constante y diaria del núcleo duro le daba estabilidad al espectáculo. Como espectadores fijos, aparte de algún extra, nos tenían a Toni, a la Rubia y a mí, que los escuchábamos divertidos y que eventualmente participábamos. Antes de la medianoche, sin que mediara orden alguna, se disolvían dando por terminados los debates. Según lo alegres que estuvieran en esa noche, incluso podían decidir tomar alguna copa en otro sitio. Normalmente no todos se apuntaban. La adhesión inquebrantable del Maestro, siempre en forma, se daba por descontado. Más tarde, cuando ya no había excusa posible, el hombre se volvía al hogar, ese lugar incierto que nadie conocía.
  
   Una noche fui yo el que los acompañé, al Maestro y al Viajero, escuchando sus peroratas, admirado y divertido, que solo apostillaban los debates del plenario anterior. Momentos antes me lo habían propuesto casi en secreto:
  
   -Queremos que nos lleves a un sitio muy especial. Te gustará, ya lo verás y además esta noche vamos a invitarte, Muchachito peliculero.
  
   Fuimos hasta mi coche, que no estaba demasiado lejos, y siguiendo sus indicaciones llegamos, veinte minutos más tarde, a un lugar fuera de la ciudad, sobre los acantilados cercanos a ésta. La luz era escasa en la amplia campa que servía de aparcamiento y que se precipitaba sobre el mar. Pese a lo desierto que estaba todo pude leer el luminoso letrero de neón con el nombre de aquel antro: el Paraíso.


 Capítulo 6

  
   Normalmente yo permanecía un rato, al menos, al margen de la tertulia, mirando en la televisión la película clásica que daban y que casi siempre había visto ya, víctima como fui desde mi adolescencia de cierto insomnio combatido a base de filmes en blanco y negro y versión original; una prima más cinéfila que yo todavía fue la que me indujo a esta infrecuente afición. La Rubia solía esperarme (o esa era mi ilusión) en su taburete en la esquina de la barra. Cruzadas las piernas en las que yo deseaba perderme. Alternando su atención entre el periódico, la película y la tertulia; el cigarrillo, indiferente, muriendo consumido en el cenicero. Su vestuario delataba de donde venía; las más de las veces arreglada, traje de chaqueta o similar, aunque algo deslustrada y con cara de cansada. Por su aspecto, por su carpeta y su portátil, dejaba entrever que volvía del trabajo directamente. Aquello solo era la última parada, el último peldaño de la escalera diaria, el último aliento antes de llegar al merecido descanso.
  
   Otras noches, las menos, aparecía más tarde, con una indumentaria más cómoda: zapatos bajos y unos vaqueros ajustados dignos de la reina de cualquier rodeo. Una simple camiseta o sudadera, siempre negras con símbolos y eslóganes de lo más heavy o totalmente blancas; o cualquier cosa corriente de andar por casa. Como si saliera a saludarnos o a tirar la basura. De cualquier forma, para mí era difícil, casi imposible, que aquella criatura no se me mostrara como salida de un sueño. Resultaba del todo imposible que aquella chica no me pareciera hermosa. Incluso con aquellos pelos revueltos y despeinados de algunas noches. Esas noches de desaliño indumentario se la notaba distendida pero, desgraciadamente, eran pocas; lo normal durante aquella temporada es que se la viera tensa, con la cabeza en otro sitio; nada raro, por otro lado, en aquel lugar donde nadie la tenía en su lugar. Pero aun así, cuando lo hacía, cuando llegaba fresca, lozana y bellísima, cuando parecía incorporarnos a su rutina, apuntando aquella sonrisa arrebatadora, lo iluminaba todo, torciendo la mirada de los presentes.
  
    -Buenas noches, Profesor. ¿De qué va esta noche el debate?. Parece que el de hoy es más calmado. A mí lo que me gusta es que se peleen y, como no, me gusta verlo ganar siempre.
  
   No. Ella no era especialmente sutil. Era directa y con pocos matices. Nada edulcorada. Más bien lo contrario, siempre algo hiriente, siempre dispuesta a ponerte contra las cuerdas sin bajarse de su trono. Alguna vez Su Excelencia se dirigía a mí y me preguntaba, casi siempre, por la película que ponían esa noche.
  
   -Muchachito Nuevo. ¿Y tú como sabes tanto de películas viejas? No me digas que tú también soñabas de niño con las actrices y con el polvo de las estrellas.
  
    Le gustaba provocar. Pero no. No creo que fuera nada vulgar. Yo intentaba zafarme del acoso o de la insinuación como podía.
  
   -Sencillo, mi Reina. Mi abuelo tenía un cine y yo le ayudaba a poner los rollos en el proyector y de paso me veía todas las pelis gratis. Así que tengo una infancia curtida en la sección continua.
  
    Notaba el puñal de la mirada de Toni en mi nuca, sabiendo que mi mentira no se la creía nadie, y mucho menos ella, pero por un momento me sentía como el niño Salvatore de Cinema Paradiso esperando que Totó le enseñe, de una vez por todas, todos los besos atrasados.
  
   En la ciudad de los otoños más bellos también llueve. Poco, pero llueve. Como si necesitara un lavado de cara urgente de vez en cuando. Y aquel año lo hizo como correspondía: poco tiempo pero intensamente. Y yo recordé, como siempre que hay días lluviosos, a mi padre, un hombre áspero y huraño, práctico por encima de todas las cosas, de pocas o ninguna concesión ni a la imaginación ni a la sensiblería y que, para colmo, no había vivido ni visto otra cosa que ese paisaje del interior arisco y de secano; mirando siempre al cielo, esperando la lluvia que siempre tardaba y preguntándome: “Hijo, para qué servirá que llueva en el mar con el agua que hay allí.” En aquel año, mientras decían que el mundo se hundía; en aquel otoño que de pronto fue el diluvio durante una semana, el Bulevar fue castigado por un aguacero que rompió el asfalto, que transformó la calzada en un laberinto de charcos y El Oasis en un resguardo que daba un sentido chocante a su nombre. El bar dio asilo, durante todas las noches que duró la borrasca, a un número indeterminado de nuevos refugiados. Eso no menguó, ni mucho menos distrajo, la actividad de la tertulia. Al contrario la estimuló al sentirse, sobre todo el Maestro, observado por nuevos espectadores. También nuevos actores admitidos (sin ellos saberlo) para que fueran meros extras que solo participaban cuando los dos primeros espadas les daban la alternativa. Quizás fuera por eso que no le di importancia a la presencia, varias noches seguidas, de aquel tipo. Ninguno de los habituales pudimos sospechar las intenciones de aquel individuo. Ahora creo recordar, estoy seguro ahora, que fue cuando la Rubia empezó a mostrarse más inquieta que nunca, casi irritante. Y también yo me sentí sobre ascuas, y no digamos Toni, cuando vi, cuando vimos, que desde el primer día abordaba a nuestra Reina. “Otro moscón alrededor del pastel” pensé yo.
  
   Algo de inquietante debía tener ya que, desde los tertulianos hasta la dueña, nadie le quitó ojo y no le miraban precisamente con los buenos. Mostrándose, todos ellos, alerta ante aquella inoportuna intromisión. Y no es que el pollo tuviese mal aspecto. Todo lo contrario. Era joven, bien parecido y mejor vestido, esgrimía una sonrisa de anuncio profidén y unos modales de colegio de pago de los caros. Probablemente eso fue lo que nos molestó desde el principio; era el polo opuesto de lo que éramos todos los habituales de El Oasis. Nada tenía que ver con nosotros aquel pavo real. Frente a él parecíamos un grupo muy compacto de harapientos y desarraigados. Quién lo hubiera dicho, nosotros que nos creíamos alguien.
   
   La Rubia se mostró, ya digo, desde el primer abordaje en aquella noche de lluvia, remisa y muy inquieta. El nerviosismo se hizo patente; cosa inconcebible e insólita en ella que representaba, al menos para mí, el paradigma de la frialdad. Sí, esa frialdad candente que muy pocas mujeres poseen. Ese frío que quema. Después de aquellas noches, al verla casi temblorosa, supe que era más vulnerable de lo que parecía. Sus hermosos ojos, su mirada limpia y acogedora, mostraban aquellas noches ese brillo y esas ojeras propias de la preocupación y las noches en vela. Quizás por eso estuve, estuvimos todos, atentos a las visitas de aquel tipo que, esporádicas pero periódicas, no dejaron de producirse, una vez pasadas las lluvias, en casi todo lo que quedaba de otoño. En la segunda y tercera ocasión, la Rubia intentó parecer indiferente y vi, vimos, en su cara evasivas y en la de él la irritabilidad propia de quien espera respuesta y no la consigue.
  
   Sería quizás en la quinta o sexta visita, casi un mes después de su aparición, cuando ocurrió. Aquella noche, ella le esperaba. Le condujo a una mesa, sacó su carpeta y su ordenador portátil. Extendió documentación en la mesa y le fue indicando, acompañada de las manos, algo que no pudimos descifrar en la distancia.
  
   Toni y yo, rivales virtuales pero aliados ahora ante el enemigo común, nos miramos aliviados.
  
   -Debe ser algo del trabajo. Ella trabaja en cosas de esas de bancos o algo así. –Intentó aclarar Toni haciendo un esfuerzo por meter todo el sistema financiero en la sucursal del barrio que él conocía.
  
   -Chupasangres es lo que son. Que se lo están chupando todo.
  
   El Profesor rugió, atento a la jugada, y cuando le miramos sorprendidos reculó con rapidez.
  
   -Por supuesto no me refería a nuestra Reina sino a todos esos que nos roban nuestros ahorros.
  
   No me imaginaba yo al Maestro ahorrando pero, aun así, aceptamos de buen grado la excusa.
  
   Cuando acabaron las explicaciones, la Rubia y el Guapo, nombre que rápidamente ya le había asignado el Maestro, aunque nunca en presencia de ella, volvieron a la barra. Tomaron algo y salieron al Bulevar.
  
   Al salir me miró como alguien que fuera al matadero y lo supiera. Su gesto, entre de arrepentimiento y de socorro, me conmovió. Los observé como al llegar al paseo no se separaron. Siguieron juntos hasta llegar a un coche, presumiblemente el de él. Caballerosamente le abrió la puerta y la mano de él acompañó su cuerpo esculpiendo en el aire una réplica exacta de su cintura. Luego marcharon.
  
   No sé si Toni tuvo el mismo ataque de celos que yo. El muy capullo simplemente desapareció sin atender la imperiosa necesidad de alcohol que yo, triste y contrariado, precisaba en ese momento. El Maestro, alerta como siempre, acudió en mi ayuda. Debía emitir señales de SOS visibles a kilómetros, a punto de hundirme en el océano donde moran los olvidados y desheredados de este mundo. Si ya me caía bien el Maestro, aquella noche aquel tipo convertido en mi benefactor subió muchos peldaños en la escalera de la amistad.
  
   -Ya te dije, Muchacho Nuevo, que el sol quema cuanto más te acercas a él.
  
   -No, si a mí… Verá, yo… A mí no me importa… No es mi problema… -Balbuceé con dificultad. Algo me oprimía el pecho.
  
   Dicho esto entró detrás de la barra desierta (No sé como pero todo el mundo había desaparecido) y echó dos copas de coñac a la vez que ofrecía tabaco.
  
   -Bebamos un poco de este elixir patrio. Aunque no te lo parezca hay cosas en las que soy muy nacionalista. Bueno, Muchachito Peliculero, a ver si me cuentas una de esas películas que a ti tanto te gustan.
  
   Con el ajetreo de la noche ni siquiera había mirado la televisión. Al levantar la vista pude ver a Lana Turner darle calabazas mortales, después de haberle dado la gloría, a un afligido John Garfield en El Cartero siempre llama dos veces.


Capítulo 7



   He vuelto algunos días por la mañana a El Oasis. De pronto he recordado que en mi anterior etapa jamás visitaba el bar por la mañana. La libertad que me deja mi trabajo no es cuantificable en ninguna nómina y de todas maneras el asunto que me había devuelto a la ciudad con el otoño más bello del mundo se empezaba a encarrilar, no sin complicación. Ordenando, de nuevo, toda la documentación acumulada, intentando poner cada pieza en su sitio estábamos lejos de solucionar, aún, aquel rompecabezas; pero algunas cosas iban quedando claras y en nuestro trabajo sabemos que eso es siempre el principio de todo final. La gestión de aquel asunto había sido una calamidad sin ningún género de duda, y alguien había salido beneficiado; bastantes diría yo. Como siempre ocurría en estas cosas, muy beneficiados.
  
   En la ciudad, en cambio, no se aprecian buenas nuevas. Parecía más bien lo contrario. Todos parecían esperar a que la maldita crisis remitiera para poder salvar los muebles al menos. Pero nosotros pensábamos que para tener otra oportunidad había que sanear el pasado para no verse castigado a repetir los mismos errores. Hacer lo que se nos encomendaba, ese era el plan y, curiosamente, el principio de cualquier solución. Nosotros estábamos aquí para aclarar qué y quién lo hizo mal, quién se pasó de la raya. Nos encargábamos de buscar algún culpable. Alguien que pagara los platos rotos. A ser posible que no fuera demasiado importante y sin armar revuelo.
   
   El clima de pesimismo, la falta de ilusión, la resignación está latente y la ciudad muestra ya cicatrices en forma de abandono de su preciada arquitectura y en el rostro reseco y severo que había descubierto en sus gentes y que antes no existía. Ahora me parece que sonríen de forma mecánica, como si fuera algo aprendido. Todo en ella indica que ha cambiado para peor. Esta mañana, en la prensa local leo la reseña de varios desalojos de familias incapaces de pagar sus mensualidades. A la vez, varias páginas más adelante, el rotativo informa del derrumbe de un edificio que ni las autoridades ni los vecinos pudieron evitar. Pobre ciudad que no puede mantener ni el futuro de los que moran en las casas nuevas ni el lustroso pasado de sus casas centenarias.
  
    Por eso, no puedo menos que alegrarme de la aparente prosperidad de la que hacía alarde El Oasis. El aire renovado que le dejó la reforma última, mientras estuve ausente, no le quitó lo rancio que recordaba de mi anterior estancia. Los camareros, muchos para lo que yo había conocido, se movían con profesionalidad y atentos a los pocos clientes de la temporada baja. Sin duda, Toni había sabido gestionar con acierto aquel negocio que yo hubiera calificado como de cutre y nada boyante en mi etapa anterior. Nadie lo hubiera sospechado pero el negocio iba, o por lo menos eso parecía, viento en popa. Las paredes mostraban colores vivos y alegres, con cuadros y decoración que mejoraban con mucho el aspecto antiguo de seis años antes. También había desaparecido el ligero color amarillento del techo consecuencia de las eternas fumatas de los clientes de antaño. Como decía un amigo mío, en este país ahora los bares olían a suavizante y lejía. Qué horror.
  
   El Oasis era lo único que había prosperado en aquella zona desde mi visita anterior. Y más en temporada baja. El invierno inminente dejaba el Bulevar con aspecto de parque temático en día de descanso del personal. Hasta los árboles menguaban en número y en follaje a pesar de que las hojas perennes se pusieron con la intención de conseguir una primavera eterna. Nadie acudía a la atracción de la playa, ni de las luces de los restaurantes, ni de los neones de los bares de copas. Es lo que tienen estas ciudades volcadas en el negocio de hacer feliz a la gente. Están llenas de comercios, de locales que ofrecen, que venden objetos o fantasías. En este caso, vendían las olas del mar y la brisa fresca de las noches de verano. Cuando esto acababa y los turistas volvían a su casa y a su rutina, la ciudad se sumergía en la soledad y se aletargaba a la espera de tiempos mejores.
  
   Pero no siempre fue así. Mucho tiempo antes allí vivió gente de lo más corriente. Fue antes de que expulsaran de allí a los que vivían de la pesca artesanal y diaria. También cerraron, y se fueron para siempre, los pequeños talleres, el pequeño astillero que molestaba demasiado con sus ruidos, las pocas tiendas de barrio de ropa, las mercerías, las ferreterías, las droguerías, y los colmados que vendían comestibles, y los bares de cafés, tapas de calamares y vinos baratos. Y se habían ido los albañiles, y los fontaneros, y los electricistas que vivían de las chapuzas y que entre todos formaban el tejido social de aquel sitio antes de que fuera una avenida con árboles con futuro, el Bulevar. Hasta se fueron los muertos cuando un equipo de técnicos del ayuntamiento argumentó que los terrenos que ocupaba el antiguo cementerio eran ideales para construir un centro comercial que proporcionaría el hecho diferencial del turismo de la ciudad con respecto a sus competidores, otras ciudades que se parecían entre sí y que ya habían expulsado a sus muertos, y con ello se crearían cientos de puestos de trabajo. A los muertos, a sus familiares quiero decir, les convencieron prometiéndoles un entrañable lugar rodeado de árboles y melancólicos paisajes. Y todo fue porque todos, incluidos los muertos, fueron incapaces de pagar los precios de aquellas viviendas demasiado caras para ellos, los elevados alquileres de los pequeños locales, de aquel territorio vedado para los pobres; pero sí que eran asequibles para la clase media de las ciudades del interior que solo venían en verano, que cumplían el sueño de sus vidas de vivir cerca del mar en el que empeñaron los ahorros de años de trabajo. Ahora, los antiguos habitantes de aquel trozo de ciudad, ese que ahora llamamos el Bulevar viven, casi todos, en algún lugar fuera de allí, presos de la nostalgia pero contentos con los metros cuadrados de sus casas nuevas, funcionales y a pagar durante todo lo que les queda de existencia. O en las calles estrechas adyacentes, no demasiado lejos pero más allá de la frontera estética que exigían los nuevos tiempos y los nuevos habitantes. Todo aquel mundo fue sustituido por deslumbrantes lugares de ocio, amarraderos de embarcaciones deportivas y restaurantes de moda con comidas insólitas, donde los infortunados nativos ni podían ni querían entrar y que permanecían temporadas enteras cerrados. Es la maldición que persigue a estos lugares invadidos por las modas y la codicia: el diablo se queda sin clientela a quien corromper la mayor parte del año.
  
   En cambio, a mí siempre me gustó aquella orfandad de las horas bajas. Me gustaba ver los escasos locales supervivientes del Bulevar casi vacío: algún bar, una heladería que vivía de los cafés, una antigua discoteca reconvertida en bar de copas de diseño (las copas, claro) y poco más. La playa solitaria, que era algo que me atraía sobremanera. Debería mirármelo, no sé si será demasiado sano. Igualmente me atraía como un imán, y como aquella tarde me dijera el Maestro y me advirtiera de sus peligros, El Oasis. Nadie puede evitar que caigamos una y otra vez en los mismos errores. O a lo mejor es que volviendo a lo ya vivido queremos reparar algo del todo irremediable. Por eso volvía al bar siempre que podía. Sabiendo que todo lo que pudo tener de bueno en su día ya no podría ser y que lo otro, aquello que sí era para olvidar, volvería a pasar con seguridad. Como en las películas viejas que emiten todas las temporadas. Uno las vuelve a ver con la esperanza de que el final sea distinto. Pero no, siempre ocurre lo mismo.
  
   Quizás intentando no quemarme demasiado, vuelvo a ir a El Oasis por las mañanas. De nuevo, asiduo a tiempo parcial. Incluso me llevo, más de una vez, mi ordenador portátil y convierto aquello en mi lugar de trabajo durante horas, dueño como soy de mis actos. Solo una vez he visto a Toni. Entró, dejó algo en la barra y salió con la urgencia de quien tiene el coche en doble fila. Creo que no me conoció aunque constaté su mirada precipitada al salir. El camarero lenguaraz me atosigó al principio con sus historias hasta que me dejó en paz harto de esperar contestación. Ahora soy yo el que lo interrogaba como sin interés, temiendo algunas respuestas pero comido por la curiosidad. Me entero de lo bien pagado que está por hacer casi de encargado. De que el negocio funciona porque su jefe… y su mujer eran unos estupendos gestores. Que el trabajo es relajado pero, como los precios son los que son, todo va sobre ruedas. Incluso van a acometer otra reforma. Esta vez más ambiciosa si cabe.
  
   -Y además trabajamos todo el año. –Me dice admirado.
  
   Toni y la Rubia, me explicó, se habían casado unos cuatro o cinco años antes. Después de que el antiguo dueño muriera de pronto, ellos se hicieron con el negocio. La señora llevaba las cuentas.
  
   -Se ve que había trabajado en cosas de bancos y eso. Pero se quedó parada cuando esto de la crisis. Yo la veo que hace otras cosas…siempre alrededor de papeles, de cuentas y demás pero no tengo ni idea para quien, la verdad.
  
   Un día volvemos a repasar las fotografías. Los únicos elementos, junto con la descolorida foto grande de la ciudad, que han sobrevivido de la decoración de antaño. La galería de imágenes muestra algunas escenas que yo he vivido. Vuelvo a mirar la foto de todo el grupo. Los Últimos, la Rubia, los dueños y Toni. La recordaba bien. Como a mí no me gusta aparecer en las fotos, era yo él que estaba haciendo la instantánea. Esta vez no me causa la impresión de la vez anterior. Me limito a preguntarle por los viejos clientes. Que si sabe algo de ellos.
  
   -Uno que era maestro, o algo así, ha venido por aquí una vez o dos, creo que ya se lo dije. La segunda vez entró pero se fue sin consumir nada. No hace mucho. Los demás, creo que ya no están. No sé si se habrán muerto. Por lo visto eran la leche. Tipos de esos que ya no se llevan. Todo el día dándole al pico, empinando el codo y fumando. Toda la noche arreglando el mundo. Pero ya ve… No consiguen nada, esto no tiene arreglo. Por lo pronto, ellos se beben la vida un trago tras otro. Yo he conocido muchos así. Antes, los bares vivían de tipos borrachuzos como esos. Ahora no. La verdad, son un incordio.
  
   La noticia de que el Maestro estaba por aquí me produce una sensación ambigua. Por una parte le había cogido cariño a aquel viejo carcamal, le había sentido cercano en los momentos que lo necesité sin pedírselo. Pero, por otra parte, las cosas que nos ocurrieron me empujaron a desaparecer y a desear no volver a ver a ninguno de los clientes de El Oasis. De él, del Maestro, esperé algo que no cumplió. Durante años esperé. Incluso he tenido que hacer un esfuerzo para continuar teniendo fe en el género humano porque confié en él y no correspondió. Era tan poco lo que tenía que hacer. El tiempo fue aplacando mi decepción. Pero no sé si he llegado a perdonarlo. Me he vuelto más tolerante. En cualquier caso, uno no puede controlar todo lo que ocurre y aquí es difícil tropezarse con personas a las que no se desea ver. La ciudad no es demasiado grande y, además, la gente de aquí vive en la calle. Nunca he averiguado si es porque las viviendas son pequeñas e inhóspitas, con esa humedad de siglos que se pega a los huesos y te acompaña toda la vida; o es por este clima tan benigno que te induce directamente a desarrollar la mayor parte de la vida al aire libre. En esta ciudad todo se puede hacer en la calle. Comer, trabajar y hasta dormir, o no hacer nada durante horas tomando el sol, mirando las olas, el horizonte o los barcos que se alejan y recibiendo en la cara la brisa que alimenta a todos estos seres privilegiados. Por eso sé que es inevitable el encuentro con el viejo.
  
   Y así es. Me lo he encontrado, como otras veces, en el Bulevar. Esta tarde, bellísima como todas las de este otoño.
  
   Sorprendentemente su aspecto no ha cambiado en absoluto. Sigue teniendo ese semblante de edad indeterminada aunque claramente lejos de la juventud, como metido en manteca. Me reconoció desde lejos.
  
   -Te hubiera reconocido es cualquier parte. Ha cambiado tu cara mucho, está como más vivida, pero no tu forma de andar, Muchacho. Bueno, ya no eres tan muchacho. Caminas decidido pero lento como regodeándote en cada paso. Cualquiera diría que dudas a dónde ir pero yo sé que no es así. Sabes a dónde vas.
  
   Yo también vi que era él. El aire de viejo loco no lo había abandonado. Le saludé y sin decir nada seguimos paseando. Uno al lado del otro. Como si no hubiera pasado todo este tiempo.
  
   -¿Sabes? Fui a ver la aurora boreal. He vuelto hace poco después de varios, demasiados años.
  
   No hizo falta preguntarle qué le pareció, si tardó años en volver es que le gustaría. Y yo esperando una llamada.
  
   -Tampoco tenía mucho por lo que retornar. El ambiente de El Oasis desapareció al poco de irte tú. Casi de repente, sin motivo aparente la mayoría de nuestros amigos dejaron de venir. Todo después de aquella noche aciaga. Unos, lo entiendo; otros me cuesta saber por qué. Primero tú, lógicamente, y la Rubia, después el Viajero, misteriosamente; los otros no los he vuelto a ver. Yo intenté, antes de eso, hacer cierto trabajo con ellos. Algo que debía hacer. Les pedí que me ayudaran en el asunto que tú y yo sabemos pero no conseguimos nada. Bueno, no conseguí nada porque ellos no tenían ni idea de qué iba aquello. Entonces murió Alfredo, el dueño, de repente, y ya no tuve nada que hacer aquí.
  
   -Él era amigo suyo. ¿Verdad?
  
   -Mucho más que eso. Era el hermano de mi madre. La única familia que me quedaba en el mundo y yo, si exceptuamos a su mujer, también era su último familiar. –Por eso hablaba tanto con él, comprendí-. Él me ayudaba mucho más de lo que yo merecía. Mi madre se lo pidió encarecidamente. Yo, en cambio, no siempre estuve a la altura. Ahora me pesa. –El tono de su voz indicaba que, efectivamente, la carga era considerable- Así que no tuve más remedio que cumplir con la promesa de ir a ver mi Aurora Boreal. Supuse que viajando de verdad, vería como todo se diluía. La distancia, pensé, traería el olvido que necesitaba. Así que me planté en Islandia. Sin conocer el idioma ni nada. Bonito lugar, Muchacho. Y solitario, muy solitario.
  
   Me pregunto cómo resolvería su incontinencia verbal sin conocer la lengua nativa.
  
   -He vuelto hace un par de meses. Me gustan los otoños y los inviernos de aquí. Algo me devuelve siempre a este lugar. Yo crecí aquí, me crié en esta playa. Lo mejor de mi vida. Ahora no es lo mismo, a veces creo que ni se le parece a lo que conocí. Pero nadie puede llevarse el horizonte ni la luz de este cielo. Será por eso que siempre vuelvo. Además, -ahora se ríe socarronamente- entre que no entendía nada de lo que decían aquellos tíos y que tampoco es que yo sea Onassis, pues eso: Que aquí estoy.
  
   -No creo que volvamos a vernos en El Oasis. Ha cambiado mucho.
  
   -Y para mejor, ¿lo has visto? Mi pobre tío disfrutaría viéndolo, él siempre se quejaba de que como negocio era pésimo. Para vivir escasamente. Pero quién sabe. –Me mira y veo que lo hace intentando comprenderme, intentando consolarme a pesar de que nada le he echado en cara- Lo que ocurrió no tuvo más consecuencia que la que tuvo. No voy a decir que me alegrara, tampoco me arrepiento. Lo hecho, hecho está. No fue algo que buscáramos. Tú tampoco deberías martirizarte con la culpa. Eso de la culpa es un invento de los curas para tenernos siempre cogidos. No hubo intención y, si me apuras, aquello tuvo algo de justicia poética.
  
   La pregunta me asalta pero soy incapaz de formularla. “¿Por qué no me llamó en todos estos años? Maldita sea, tanto costaba hacer una llamada que hubiera dado algo de sosiego a mi vida.” Por lo visto, él ya ha zanjado el asunto por su cuenta.
  
   -Alguna vez me paro delante de la puerta del bar, incluso el otro día entré. –Prosigue con su discurso pausado sin atender a las interrogantes que soy incapaz de proponer- ¿Para qué voy a entrar? Solo queda la Rubia y no sé si quiero verla. ¡Ah! Y Toni, parecía tonto ¿verdad? Y al final se ha llevado el gato al agua. Dígase con todo respeto, claro. Tampoco he vuelto a estar en el Paraíso. Creo que ya no existe. Ni yo quiero verlo, ni recordarlo siquiera.

   El Paraíso. No había olvidado la primera vez que me llevaron allí. Otro tugurio infame. Pero este con mucha solera e historia. Estaba a unos diez o doce kilómetros de la ciudad, por la carretera vieja que surcaba los acantilados, desviándose un poco de la carretera nacional. El gran aparcamiento estaba un poco apartado aunque siempre a la vista del local; a unos cien metros, y esto daba pie a que no fuera raro que hubiera coches de gente que admiraba las vistas espectaculares del acantilado y de la ciudad, o parejas buscando la intimidad en aquel marco incomparable. Dentro, una barra larga y bien surtida. Un gran salón con cómodos sillones ciertamente desvencijados, unos artesonados excesivos y las paredes y el cortinaje vestidas de una imitación de terciopelo ajado de color indefinido que algún día fue rojo carmesí completaban el espacio. Todo aquel fondo de escenario parecía haber sobrevivido con dignidad a las muchas reformas apresuradas, y superpuestas unas sobre otras que había sufrido el bar y a alguna que otra guerra hasta llegar, algo estropeado, a la actualidad. Todo tenía aire decadente en la sala; una pequeña pista de baile, con su inevitable esfera de luces diminutas, varias terrazas que se precipitaban al mar de forma espectacular y, lo más importante de todo, el mejor horario del mundo: No cerraba hasta el amanecer. También tenía un problema, era caro como para que un pobre asalariado como yo no pudiera permitírselo si no alguna que otra noche. La primera vez que estuve allí me llevaron, medio engañado, el Maestro y el Viajero una noche en que estaban especialmente jaraneros. En realidad, los llevé yo en mi coche y la primera ronda corrió de mi cuenta. Me habían empujado hasta allí con la promesa de enseñarme un sitio que no olvidaría. Y la verdad es que esa vez consiguieron cumplir con su palabra, sin que sirviera ello, ni mucho menos, de precedente. A la segunda ronda, los dejé fumando en la barra con uno de sus eternos debates harto de que me obligaran a tomar partido por uno o por otro. El local estaba casi vacío y llegué a la terraza, también vacía, atraído por el rumor de las grandes olas. Golpeaban por debajo mismo de la barandilla de hierro oxidada, las gotas del mar salpicaban por encima de las rocas. Debía haber treinta o cuarenta metros de desnivel. Supuse que cuando la marea bajaba habría una hermosa cala salpicada de piedras. Miré hacia la derecha. Por allí se adivinaba la carretera por la que llegamos. El único camino posible. Atravesaba un bosquecillo de pinos en el acantilado. Desde allí se dominaba la ensenada que bañaba la ciudad. Las luces del Bulevar dibujaban una curva perfecta que se remataba con la luz del omnipresente faro en el espigón. Al final de la ciudad vieja. A pesar de ser noche cerrada, en el horizonte yo creía distinguir una levísima línea anaranjada que me indicaba que en alguna parte del mundo, en aquella dirección, era de día. Si miraba a la izquierda, la oscuridad se extendía en la inmensidad de la noche. La brisa levemente fría acariciaba mi cara y completaba el momento perfecto.
  
   Me quedé prendido de la belleza de aquel lugar y volví más de una vez. También atraído por el ambiente que allí se respiraba. Entre lo exclusivo, lo rancio y lo canalla. Por la tarde, lo mejor de cada casa. Señoras con sus hijos pequeños revoloteando, con sus niñas adolescentes degustando dulces y tartas custodiadas de caballerosos acompañantes. Por la noche y, sobre todo de madrugada, todos los excedentes, todos los sobrantes que la noche escupe lejos del calor del hogar. Siempre que te lo pudieras permitir, claro. Mezcla de gente que nunca tuvo nada que hacer temprano al día siguiente y de personas que, de tarde en tarde, se permitía un trago especial en un ambiente no apto para menores. Pocas mujeres a esas horas y, si es que las había, parecían salidas de alguna película de las que tanto me gustaban. Un amasijo de gente de mal vivir; granujas con cara de traficar algo; ventajistas, morosos crónicos y capitalistas con el dinero de otros, todos dispuestos a cerrar un trato y a seguir ocultando algo inconfesable. Todos dispuestos a gorronear una copa de buen licor o un cigarro habano. Una jungla para ser observada por tipos como yo: mirones más curiosos que imaginativos. Corrían tiempos gloriosos para aquella gente que manejaba pasta sin tocarla, sin verle el pelo, sólo imaginándola y dándola por cierta. Humo. Nubes de todos los humos posibles. También había gente con cara de policías buscando, quién sabe, si información o la copa gratis como leve mordida. Hasta algún insomne buscando algo de conversación como también fue mi caso en diversas ocasiones.
  
   O se hablaba sin descanso o se guardaba silencio mientras mirabas a la gente o a la impresionante colección de botellas que coronaba la estantería con los licores más rebuscados; se jugaba en interminables partidas de cartas, de dados, de ajedrez o de dardos; se consumía de todo sin que ninguno de los dos camareros, siempre aquellas dos mismas personas que parecían esfinges, se alteraran por nada. Corrían chismes, mentiras y alguna que otra verdad. Se compraban fidelidades y se consumaban traiciones, se alternaba hasta el amanecer con personas que al día siguiente se encontrarían contigo y jurarían no conocerte de nada. También podía no haber nadie, como era el caso de aquella noche.
  
   Cuando volví, en aquella primera noche, a la barra para urgirles a mis compañeros de farra que debíamos irnos me los encontré liando a un señor con cara de ganadero, de terrateniente o algo así. Los tres lucían unos portentosos puros demasiados grandes para sus mandíbulas, seguramente demasiado buenos para sus pulmones. Los acompañaba una mujer madura con cara de hechicera y totalmente muda.
  
   -Ya le digo, mi padre era íntimo del pobre Belmonte. Digo lo de pobre por como acabó, pero como torero no lo hubo más grande. -Argumentaba el Maestro. Nunca le había oído hablar de toros ni nada parecido-. Por cierto, que está bueno este wisquisito de Malta ¿Eh?
  
   -Bonito país. –Intervino el Viajero desvariando- Todavía recuerdo cuando estuve allí visitando los castillos de los caballeros templarios…o eran hospitalarios…
  
   El ganadero pidió otra ronda y yo me desesperé por lo poco que iba a dormir esa noche. ¡Malditos sablistas!


Capítulo 8


   Después de aquella noche aciaga en la que se fue con aquel tipo (el Guapo), la Rubia dejó de venir a la cita del Oasis.
  
   -A veces tiene que salir de viaje durante unos días. –Me confió Toni, intentando consolarse y de nuevo insólitamente cómplice conmigo- Por negocios, sabes.
  
   Yo me incorporé a la tertulia como miembro de pleno derecho, bajo la protección del Maestro, y empecé a participar en los debates como uno más. También bebía y fumaba como cualquiera de ellos. No importaba mucho, las exigencias en mi trabajo seguían siendo mínimas y el horizonte de las fiestas navideñas a poco más de un mes visto aparecía como una meta al alcance de la mano. Volvería a casa si es que aún podía llamarla así, donde nadie me esperaba, trataría de ser encantador con la cada vez más escasa familia que me quedaba (una hermana y su exigua prole), sería generoso con los regalos y me haría un hueco en el corazón de mis sobrinas. Dos pequeños seres tan extraños para mí que apenas recordaba sus rostros.
  
   -A Reina muerta. ¡Viva la Republica! –Me dijo el maestro una noche en plena euforia etílica intentando reconformarme-. Ésta no vuelve, Muchacho Nuevo. Nos la robó el capital.
  
   Y sin embargo, ocurrió el prodigio. Una noche, pasadas casi tres semanas desde aquella noche nefasta, apareció. Las ojeras, el pelo desordenado, los ojos, con ese brillo que la fatiga imprime, mirando con una altanería falsamente simulada y la evidente vulnerabilidad de todo ese conjunto, no restaban un ápice a su hermosura. Es más, a mí me pareció más linda aún. Más bonita y atractiva que nunca. Así somos los humanos: Nos encantan que los ángeles sean frágiles y terrenales aunque sea solo por una vez. Son nuestros ángeles caídos. Y entonces, los amamos por ello.
  
   Todos nos volcamos con ella. Toni fue más solícito que nunca y se deshizo en atenciones, el Maestro le dedicó un panegírico entrañable y hasta la dueña vino a hacerle los honores y a ofrecerle un caldo caliente.
  
   -Te veo muy desnutrida, chiquilla. Con tanto trabajo, las mujeres de ahora no coméis nada.
  
   Yo volví a mi espacio natural y charlamos toda la noche sobre la película que emitían. Creo recordar que era “Solo los ángeles tienen alas”. Y como en ella, yo disfrute lo mismo que el protagonista cantando el manisero. Me hubiera dado igual haber disertado sobre Marte o sobre la influencia del viento en la floración de los pinos. A fin de cuentas, como tertuliano bien curtido que ya era, podía hacerlo de cualquier cosa y con convicción. Lo único que importaba era que ella estaba allí y que yo era la persona más feliz de la Tierra por lo menos hasta que mi dama emprendiera la huida a sus aposentos. No me hubiera importado que, como en esa película hiciera Cary Grant con Jean Arthur, ella me hubiera engañado con una moneda con dos caras para obligarme a irme con ella.
  
   Y es que hay días, y noches, que son especialmente agraciados sin que el calendario los pinte de rojo. Y aquella noche de fastos iba de milagros. La moneda me concedió el premio absoluto y me daba igual que estuviera trucada o no. Cuando la Rubia apuró la última copa, dos más que de costumbre, y después de despedirse de todos, se dirigió hacia mí con los ojos enrojecidos y la voz turbada.
  
   -Serías capaz de acompañar a esta pobre muchacha desvalida a enfrentarse con la noche. Hace frío y quizás llueva…-Mintió.
  
   Y yo era capaz de hacer eso y mucho más. Salimos a la noche. Nunca el desolado Bulevar fue más hermoso.
  
 -¿Dónde vas a llevarme? Muchachito Peliculero. No sé si está noche tengo ganas de hablar o de estar callada toda la noche, pero sí que necesito compañía de alguien agradable. Quiero olvidarlo todo.
 Ni por un momento dudé dónde llevarla. El Paraíso era todo lo que mi imaginación y mis sueños pudieran pretender. Por suerte, aquella noche mi coche estaba cerca y dispusimos de él. Durante el trayecto, permanecimos todo el tiempo callados. Ella con la vista perdida en la línea de costa que se dejaba adivinar con las lejanas luces de los grandes barcos que atravesaban la noche en el horizonte oscuro. Bajó el cristal de la ventanilla y el aire golpeó su rostro provocando una lágrima que corrió mejilla abajo. El cercano fragor de las olas nos inundó, transportándonos por un momento a un lugar de geografía y nombre desconocido. Una sonrisa amarga, casi una mueca, se dibujó en su cara.

    Por mi parte, la cabeza no paraba de darme vueltas. No todos los días se tiene semejante golpe de suerte. Y menos alguien como yo, reacio al juego. Especulaba sobre qué tenía que hacer. La cabeza me daba vueltas. En un instante dibujé en mi mente todas las estrategias posibles que hubieran dejado en pañales a todos los estrategas militares que en este mundo han sido. A decir verdad, lo que me apareció fue el miedo escénico. Ese pánico del protagonista al que le viene grande el escenario, los demás actores y el público; el que asalta al futbolista que, sin ser goleador nato y sin saber cómo, se encuentra solo delante del portero y no sabe cómo culminar, cómo rematar la jugada. La única oportunidad, probablemente la última. ¡Ánimo campeón! Si marcas, la gloria; si fallas te hundirás en la miseria y tú nombre será recordado durante los años venideros. ¡Por el espantoso ridículo!
   
    Al final recurrí a los sabios consejos de todas las madres. “Hijo, tu nunca te señales”. Estaba en sus manos e intentaría ponerme a sus pies. “Disfruta de lo sencillo, hijo”. Al llegar al Paraíso yo había decidido entregarme, rendido a sus encantos y sin más pretensiones que pasar lo que quedaba de velada en su compañía diciendo simplezas y siendo feliz gracias al alcohol y a ella. Ella también se relajó y volvió a mostrar su habitual entereza, lejos de la cara de cordero dispuesta al sacrificio de minutos antes.
   
    -¿Dónde me has traído? Me estaba temiendo lo peor. Sería algo impropio de un caballero como tú. –Ironizó impasible-.
   
    -Tranquila, te va a encantar.
   
    Mientras caminábamos buscando la entrada desde el aparcamiento le conté todo lo que había aprendido, en horas de conversación, del lugar. Que había sido un garito de referencia desde hacía treinta o cuarenta años cuando se construyó encima de los acantilados, vigilante de aquella pequeña calita que antaño fue un descargadero de contrabandistas, un paraíso de la permisividad en los tiempos en que todo era represión. Que por allí pasaron todos los calaveras de la región; que siempre tuvo el mismo aspecto más o menos, ese aire tirando a británico que lo caracterizaba. Que luego, cuando llegaron los tiempos de libertad y se vieron obligados a ciertos cambios, montaron una pequeña pista de baile con su bola estroboscópica colgada en el techo y llegaron las madrugadas discotequeras llenas de jolgorios y excesos. Más tarde añadieron las terrazas colgadas sobre el acantilado. Sin duda, lo mejor de todo aquel complejo. Al final, quedó aquella mezcla, aquel estilo ecléctico sin definir. Todo muy decadente. En cualquier caso, nada había conseguido cambiar, ni los uniformes ni la apariencia de los dos camareros que atendían el negocio, dos auténticas estatuas. Ella escuchó con atención sorprendiéndose de cada palabra. Me resultó raro que, al parecer, no hubiera oído hablar nunca del lugar.
   
    -No sé si las chicas como yo deben venir a estos sitios.
   
    Había poca gente. Dos reuniones y una pareja que hacía cosas impropias de su edad en un rincón. Pedimos dos copas. Fuertes, secas, con poco sabor y mucho hielo.
   
    -No debería beber más. –Me miró y se lo pensó-. ¿Por qué no? ¡Al carajo! Brindemos por el fin del mundo que ya está aquí.
   
    -¡Al carajo! Brindemos.
   
    Acabamos la copa en dos tragos y pedimos otra. Nos fuimos a la terraza. La luz que procedía del bar la alumbraba, a media luz, a través de las cristaleras. Ella se apoyó en la barandilla y yo me puse a su lado. Miró hacia la izquierda. Hacia la noche infinita; el viento golpeaba nuestros rostros y acallaba, en parte, el fragor de las olas. Sentí en mi piel el escalofrío que la hacía tiritar. De nuevo una lágrima rodó por su mejilla.
   
    -¿Qué hay allí? –Señaló para la izquierda.
   
     -Nada, princesa. Solo noche, oscuridad y más oscuridad. Quién sabe si el lado oscuro. Tal vez hay esté la felicidad.
   
    -Llévame allí. Llévame al Este del Edén.
   
    -Olvídate, preciosa. En ese lugar sólo puede haber proscritos que huyen de las personas corrientes y buenas como nosotros.
   
     -Entonces es el mejor sitio. Dónde nadie nos busque…ni nos encuentre…
   
    Quedó callada, quieta. Yo le cubrí los hombros con mi brazo y ella descansó su mano sobre mi otra mano.
   
    -¿Tan grave ha sido?
   
    No respondió pero su cabeza cayó sobre mi hombro. Temblaba.
   
    -Qué quieres de mí. Qué puedo hacer yo por ti. –Dije yo.
   
    - Nada. Con una palabra amable podría bastar.
   
    -¿Y qué más?
   
    -Todo lo que quieras dar sin recibir nada a cambio.
   
    -Al menos eres sincera.
   
    No le dije que no había nada que yo no estuviera dispuesto a darle aquella noche. La besé y ella respondió a mi deseo. Nos abrazamos como si no hubiera otra cosa en el mundo que hacer. Como si no nos importara nada de lo que ocurriera fuera de El Paraíso y aquella noche hubiera de ser eterna. Como si nos diera igual lo que pudiera pasar al Este o al Oeste del Edén.
   
     Mucho más tarde, muy de madrugada, decidimos volver al mundo real. En el coche ella permaneció callada y yo me atreví a preguntar.
   
    -Todos hemos estado preocupados por ti. No nos gustaría que te hubiera pasado nada malo. Bueno… Yo no lo soportaría.
   
    -Esta noche has sido el Muchachito Bueno. No hagas preguntas. Así lo hacemos en El Oasis ¿No te acuerdas? –Había recuperado parte de su frialdad-. Si te portas bien –ahora exhibió su sonrisa arrebatadora por primera vez en la noche- la próxima vez te dejaré que me mientas y te pediré que me digas que me quieres.
   
    No permitió que la llevara a su casa a pesar de mi insistencia. Me pidió que la dejara en una esquina del Bulevar. Necesitaba algo de aire y pensar un poco antes de dormir, me dijo.
   
    -Ojala no tuviera que levantarme mañana, ni pasado, ni tampoco el otro.
   
    Se despidió con un beso que a mí me pareció de lo más verdadero. Algo más que desorientado volví aquella noche a mi hogar frío y solitario con la convicción de que poco tendría yo que mentir para decirle que la quería.


Capítulo 9



    En este otoño de mi regreso, ni el invierno parece acercarse ni tampoco la lluvia acababa de acudir a la cita de cada año. Los chaparrones que cayeron a finales de septiembre dieron paso a un interminable veranillo de San Miguel que se alargaba convirtiendo la estación en un estío prorrogado sin fecha de caducidad, amenazando entrar en el mes de noviembre con la pertinaz sequía, más propia de otros lares. La gente, siempre presta al disfrute, apuraba las tardes en interminables paseos por la playa o excursiones al pinar del acantilado. Cualquier cosa antes de proceder a la clausura que impondría el invierno. Aunque esta reclusión, en la ciudad de los bellos otoños fuera, en este caso, leve, levísima.
   
    Por eso, esta mañana cuando vuelvo a El Oasis, me siento en la terraza soleada con mi portátil para disfrutar de aquel tiempo estupendo mientras intento trabajar a pesar del ruido callejero. Además, en el interior un grupo de trabajadores no para con su ajetreo. Parece ser que la reforma ha empezado ya. Carpinteros, pintores y cerrajeros se afanan en un zafarrancho abierto al público, renuevan las mesas y las sillas, cuelgan cuadros, reforman la barra con otro estilo diferente hasta alcanzar su mínima expresión, cambian los cristales de los ventanales convirtiéndolos en escaparates carentes de palillería, colocan adornos imposibles y descubren nuevos espacios donde antes solo existía un almacenucho. El nuevo mobiliario es de calidad y su estilo está escogido con gusto y coherencia.

    -¿Ha visto usted? Da gusto cuando se ve que se mueve el dinero y que hay nuevas ideas, la verdad. Menaje nuevo, nueva decoración y reforma en la cocina por todo lo alto. Ya me veo con el uniforme nuevo. Van a convertir esto en un restaurante de postín con catering y todo.

    El camarero parlanchín no cabe en sí mismo. Entra y sale queriendo dar instrucciones aunque los operarios no lo atienden lo más mínimo sabiendo su cometido de antemano y el destino de cada cosa. En una de sus múltiples vueltas vuelve a asaltarme. Trae un cuadro debajo del brazo. Es el de la vieja fotografía que días antes había comentado con él.

    -Me preguntaba si la querría usted. Como conocía a esta gente... La jefa se enfadará cuando no la vea, pero el jefe ha sido muy clarito y me ha dicho que no quería volver a verla; que no quiere tenerla aquí cuando vuelva. Y es que esto es un poco despilfarro, la verdad. Las mesas no tienen más de tres años y ya van a cambiarse.

    Me sorprendió la oferta y no pude por menos que mostrar una mueca de extrañeza. No suelo acumular enseres y mucho menos recuerdos.

    -Es que a mí lo de tirar cosas… me cuesta, en realidad. Será que como no me ha sobrado nunca de nada…pues, la verdad. Y menos las fotos, mire usted. Que es como si tiraras el espíritu de la personas, de gente que lo mismo ya ni vive siquiera, ¿Verdad? Eso me lo decía una tía mía que era un poco bruja; me decía que cuando rompes una foto, o cuando la tiras, es como si despeñaras el espíritu de los retratados. Cosas de viejas, la verdad. Pero que me cuesta, oiga.

    ¡Vaya con el camarero hablante! Ante ese argumento me costó decirle al hombre que no.

    -Vale, déjemelo. Lo mismo hay a alguien a quien le gustan estas cosas.

    Lo digo pensando en el Maestro. Sé que en el fondo es un sentimental y de pronto, al recordarlo, me apeteció volver a verlo con la excusa de darle la foto. Antes de irme, entro a ver cómo está resultando de la reforma. Nunca hubiera imaginado el viejo local que conocí, ni siquiera el que vi hace tan solo unos días, transfigurado de aquella manera. La transformación está siendo total. Ahora será, ya casi es, un establecimiento moderno, diáfano, luminoso, con detalles que apuntaban un delicado estilo. En el lugar que ocupó la fotografía que yo hiciera y que el camarero me había regalado, habían colocado un recorte del periódico del día anterior enmarcado en unas lujosas molduras:

    “La Reapertura del restaurante El Oasis tendrá lugar el próximo viernes. El grupo Oasis está realizando una profunda remodelación en el histórico local, embrión de la empresa, para que siga siendo el buque insignia de dicho grupo.

     En los últimos tiempos, en los que tan necesarios son los auténticos emprendedores, esta gente arriesgada y con visión de futuro, este grupo se erige como uno de los puntales de lo Nuevo. Una de las gratas excepciones de gentes capaces que están dispuestas a apostar por nuestra ciudad. Todo son noticias buenas para las personas que dirigen este proyecto. Habituales colaboradores de nuestro periódico, algo que nos congratula, mantienen el compromiso con nuestra comunidad a través de las contribuciones que realizan a varias entidades benéficas. Estas aportaciones ayudan a dar un respiro a los más necesitados de nuestra sociedad”.
   
    Ilustraba la noticia una foto de Toni y de la Rubia exhibiendo una sonrisa de anuncio. En el pie de foto, los nombres de los personajes y otros halagos que edulcoraban todavía más la noticia.
   
    Recojo mis trastos y el cuadro con la foto vieja, al llegar al coche me pregunto dónde demonios podría yo localizar al Maestro. Tendré que jugar a la casualidad de encontrármelo en el Bulevar. Así que esta tarde intento armarme de paciencia para pasear playa arriba, playa abajo y con el cuadro a cuestas. Después de varias horas deambulando y ante la inminencia de la caída de la tarde desisto del empeño con la sensación de haber perdido la tarde. Si es verdad que soy más condescendiente ahora también lo es que con los años me he vuelto impaciente. Al contrario que todo el mundo. Maldigo el sistema de relaciones personales de El Oasis. Era y es, lo que queda de él, un desastre. Cuando uno aprecia a alguien quiere saber más de esa persona. Compartir algo más que unas copas. Allí convenimos que no. Durante horas y horas habíamos vivido como camaradas pero fuera de allí nadie sabía nada de nadie. Y ahora no tengo ninguna idea de dónde podía vivir el viejo. Finalmente decido hacer algo que llevo posponiendo hacía días.
   
    Poco después, al pasar por el pequeño pinar no puedo evitar abrir la ventanilla del coche y ahuyentar el ahogo respirando el aire mentolado de la tarde. Llego al aparcamiento de lo que fue en su día el Paraíso. Una extraña sensación recorre mi cuerpo. Tengo que hincar fuertemente los pies para pisar en la tierra y apoyar las manos en el vehículo para no tambalearme. Algo viejo y no superado en mí se esfuerza por huir de aquel lugar. La voluntad de no hacerlo parece tener más poder y consigo reponerme. Quiero pasar aquel trago. Lo necesito para continuar con mi vida.

    El sol empieza a tocar el horizonte marítimo. El sitio no parece abandonado ni mucho menos. Las pequeñas jardineras se ven bien cuidadas y la verja y el cartel con el nombre del local se han repintado recientemente. Un precinto judicial a medio caer, recuerda que aquel sitio ya no ejerce, desde hace años, como decano de los locales nocturnos de la ciudad:
   
CERRADO TEMPORALMENTE POR ORDEN JUDICIAL

    Debajo, la fecha en que ocurrió el cierre. Miro a través de la reja y a lo lejos creo ver a los dos camareros marmóreos deambular por el local como si nada hubiese sucedido. ¡Estoy viendo fantasmas o aquellos tíos siguen trajinando como si nada! Sin salir de mi asombro, me froto los ojos y cuando vuelvo a mirar los tipos han desaparecido. Al volverme me encuentro de golpe con una de aquellas estatuas sirvientes. Doy un respingo del susto.
   
    -Deseaba algo el señor. –Lo dijo en un tono neutro y distante-. No sabemos si esta noche podremos abrir. Existe algún problema burocrático, al parecer. De hacerlo, será un honor poder atenderle, como siempre.

    -No, nada. –Le contesto a la vez que me repongo del sobresalto-. Solo paseaba por aquí. Fui cliente del bar hace años. Creí que llevaba tiempo cerrado y me llamó la atención que hubiera actividad.
   
    -Por supuesto, señor. Le recuerdo con gratitud. Estamos cerrados desde la fecha que usted ve en la Orden Judicial. Tanto el señor Comisario como el señor Juez, que también eran clientes nuestros, insistieron que era temporal y, por lo tanto, nosotros esperamos instrucciones de la dirección o de la autoridad.
   
    Boquiabierto, no doy crédito a lo que escucho.
   
    -Pero de eso hace…
   
    -Mucho tiempo, señor. Mucho tiempo. Pero en nuestra profesión estamos acostumbrados a ciertos altibajos en el negocio. –Concluye con voz engolada-
   
    Perplejo me dirijo al coche. En el océano brillaba el ancho camino de bronce limpio que formaba el sol a punto de ponerse. Las luces de la ciudad salpicaban ya anticipándose a la noche. Aquellos tipos no pensaban alterarse en los próximos doscientos años. Quién sabe si llevaban allí otros dos o tres siglos.
   
     He estado en vela toda la noche picado por la curiosidad, ya de madrugada me he levantado para indagar en la hemeroteca del periódico local. En medio de la oscuridad de la noche, la pantalla del ordenador me regala la portada del día siguiente al del precintado de El Paraíso. En el amplio reportaje se relataba la operación de la policía, ordenada por un juez de la capital del Reino. Los agentes que la ejecutaron vinieron todos de allí; lo que se explica porque, entre los veinte detenidos, cinco pertenecían a la Guardia Civil, la Policía Nacional o la Local. Se les acusaba, a todos ellos, de pertenecer a una red dedicada al tráfico de droga, tabaco o cualquier cosa susceptible de venderse. Se hablaba de blanqueo de dinero, de asociación para delinquir, de proxenetismo. Por la venta de bebidas sin la debida autorización y por el reiterado incumplimiento del horario permitido, se justificaba el cierre del local.
   
    Me río para mis adentros y recuerdo aquella escena de Casablanca en la que el capitán Renault acusa a Rick, es decir a Bogart, de dirigir un local donde se juega. “¡Qué escándalo! ¡He podido saber que en este local se juega!”, creo recordar que era eso lo que le decía al protagonista a la vez que recogía su comisión por las trampas de la ruleta. Durante décadas toda la ciudad supo lo que pasaba en El Paraíso y lo disfrutó de una manera u otra, hasta soñándolo. Pero en aquel número atrasado del periódico se echaban las manos a la cabeza “ante el atentado que para la moral pública suponía la corrupción que había anidado en aquel negocio al que los ciudadanos de bien visitaron con sus hijos durante mucho tiempo con total confianza”. ¡Había que ser hipócritas! El camarero me lo había dicho la tarde anterior: Jueces y policías habían sido clientes habituales y el resto de las fuerzas vivas de la ciudad había disfrutado con el lugar y con lo que allí acontecía.
   
     El diario contaba que la misma policía no daba por cerrada la operación ya que el supuesto cabecilla de la trama se encontraba en paradero desconocido desde hacía tiempo y tampoco ahora pudo ser detenido por las fuerzas de seguridad del Estado. Fue precisamente, a raíz de esa desaparición, detectada por la policía años antes, que ésta inició las pesquisas que desembocaron en la acción que se relataba. Se suponía que tiempo atrás se había dado a la fuga con una importante cantidad de dinero y que continuaba dirigiendo los hilos de la organización desde otros paraísos más lejanos habida cuenta de que el negocio había seguido funcionando. El personaje era retratado a través de su amplio historial a pesar de su relativa juventud. También aparecía una imagen del presunto fugitivo. Miro su cara con asombro: ¡Yo conozco a este tío!
   
    Consigo, esta tarde, tropezarme con el Maestro. Este verano supletorio nos hace a todos un poco más turistas si cabe y ahí está él, como siempre en el Bulevar, con unos pantalones cortos. Nunca le había visto ni imaginado de tal guisa, abonado como lo creía a aquella elegancia trasnochada con la que le recordaba.
   
    -Me extrañaba no volverte a ver por aquí, Muchacho Nuevo.
   
    -Le estuve buscando toda la tarde de ayer. Tenía algo para usted. Pensé que le gustaría.
   
    Le enseño el cuadro con la fotografía. La mira con detenimiento. Noto cierta emoción en sus ojos.
   
    -Veo que has estado por allí otra vez… Tú sabrás… Ya quedamos pocos. -Me dijo señalando al grupo con tristeza-. Mi tío murió. Ahora sé que también el Viajero, mi eterno contrincante y amigo, ¿Te acuerdas? También el Hombre del Perro; me pregunto qué habrá sido del perro. El Juez creo que anda recluido. Finalmente no era letrado: sus visitas al juzgado era por otros motivos que al final han dado con sus huesos en la cárcel. El otro día vi al del Chándal, al Deportista. Corría, y por la cara que puso cuando me vio no sé si habrá parado o habrá atravesado la frontera corriendo todavía. Solo quedamos tú, la Rubia y yo. ¡Ah! Y Toni. Parece que es el que mejor ha escapado. Gracias por traérmela pero no puedo quedármela. Donde vivo no tengo mucho espacio.
   
 Su cara se ensombrece y agacha la cabeza. Solo es un instante. Inmediatamente, levanta la mirada y la dirige al horizonte. De pronto, lo comprendo todo. Me fijo en sus ropas, en su pelo alborotado, sus barbas de varios días. ¿Cómo no me habré dado cuenta?

    -¿Dónde vive usted, profesor?

    -Nada de preguntas, Muchacho. Son las normas no escritas de El Oasis. Nos iba bien de esa forma, ¿Recuerdas?

    -No tiene donde vivir ¿Verdad?
    Veo como se abruma, su rostro enrojece. Aún sigue mirando, la mandíbula presuntuosa, al infinito mar.

    -No es nada malo. Usted no tiene la culpa. Le está ocurriendo a medio país. –Exagero intentando confortarlo.

    -Ahora resulta que eres el Muchachito Listo. –Lo dice enfadado y se calla durante un tiempo indefinido que ocupa mirando en otra dirección pero siempre hacía el mar-. Sí, vale me has cogido. – Dice por fin y vuelve a quedarse en silencio en otro instante eterno-. ¿Y qué? Sí. Soy lo que siempre se ha llamado un mendigo. Sí, no me mires así. Ahora tiene también otros nombres. Un indigente, un menesteroso, un sin techo. Elige el nombre, los hay para todos los gustos. Yo prefiero mendigo, de mendigar, del latín mendicare. Qué más da. El que no tiene dónde caerse muerto y pide para comer y para vivir. Solo que yo no estoy en la puerta de una iglesia o de un supermercado…-Habla de carrerilla, como si lo tuviera aprendido, como si estuviera deseando soltarlo de una vez-. Está bien, ¿Sabes? -Ahora fuerza una sonrisa-. Recorro el mundo ligero de equipaje. Muy poético ¿Verdad? Hasta casi he dejado de fumar, por imperativo legal y económico, que diría alguien. Eso me ha venido bien en otros países, por ahí está mal visto el vicio. Aquí todavía no se ha llegado a eso, todavía somos un poco salvajes. Cada vez me gusta menos este país. Si he vuelto ha sido por el buen tiempo. Es lo único que a este país le sobra. De lo demás siempre falta de todo.

    Respira profundo y parece tranquilizarse.

    -Lo siento. No quería ofenderle. Para mí sigue siendo el mismo. Desde que lo conocí lo he admirado y he intentado ser su amigo. Creo que alguna vez lo he conseguido.

    No sé cuál de los dos lo estaba pasando peor. Es posible que sea yo por qué él sigue mirando, altivo y gallardo, la puesta de sol y yo no sé qué hacer en estos momentos con mi cuerpo.

    -No te preocupes. Serías un buen policía. –No lo dice como un cumplido; la pasma para él no debe ser nada estupendo pero algo me dice que empieza a ponerse en mi lugar, que intenta conformarme él a mí-. No pasa nada, Muchacho Listo. Lo que es, es. Y llevas razón, no es culpa mía, al menos no solo mía. En cualquier caso me las apaño. Llevo muchos años así. Casi no recuerdo cuándo fue distinto. Cuando me conociste ya estaba yo en estas. Por eso estaba aquí. Mi tío me echaba una mano, prácticamente me mantenía, aunque por entonces todavía tenía algo de dinero ¿Sabes? Más joven tuve todo lo que quise. Lo podía todo. Luego vino una mala racha. No le di importancia: Pensé que sería pasajero. Pero no. Desde entonces no he levantado la cabeza. Cuesta abajo en la rodada, como dice el tango. Ya me he acostumbrado, siempre fui un tipo con recursos y aprendí pronto a utilizar los medios disponibles.

    Parecía haberse relajado, ahora me miraba a la cara. Me contó cómo fue su vida. Efectivamente había sido un profesor de cierto éxito. Entonces se permitía elegir dónde trabajar, se permitía cuándo y cuánto tiempo hacerlo, se permitía elegir con quién estar, con qué amigos, con qué mujer. Tenía dinero y le quemaba en las manos, poseía cosas pero no duraba mucho en ninguna parte. Hasta que la suerte se torció. Fue de un día para otro. Una bronca en el sitio más inadecuado que todo el mundo conoció; una pequeña enfermedad que lo dejó fuera de juego durante más tiempo del que hubiera creído. Comienza la mala fama y todo el mundo le da de lado para siempre. No obstante aún tenía recursos y trabajó en otras cosas. Después llegó la crisis y todo se hundió irremisiblemente. Nadie quería saber nada de un tipo que hablaba y bebía más de la cuenta.

    En este tiempo había aprendido a dormir en albergues públicos, en los bancos de los parques en verano, en las urgencias de los hospitales simulando ser familiar de un enfermo o en los tanatorios durante el invierno haciéndose pasar por amigo del finado; a utilizar los baños públicos, los de las estaciones… Sin abusar, porque rápidamente te vuelves un indeseable. A comer en los comedores de la beneficencia, en los de las monjas, en el de la universidad. Aprendió a sablear a los pocos amigos que tenía y que le huían; a los amigos y conocidos de su tío. A irse de los sitios sin pagar. Aprendió, y ya traía buena escuela y la lección casi aprendida, a vivir al día. A saber que el ayer es agua pasada y que del mañana mejor ni hablar. Que es preferible no pensar en el futuro porque siempre, casi con seguridad, puede empeorar.

    -Pobrecillo mi tío. Él sí que sufría conmigo, con mi situación. Se fue con esa pena. Siempre me admiró mucho, cosas del cariño. Yo fui la gran esperanza de la familia. El primero que iba a poder vivir sin doblar el espinazo. Eso era importante para ellos. Para mi madre y para mi tío ¿Sabes? La gran caída coincidió con aquellos memorables tiempos de El Oasis que tú conociste. Entonces, todavía estaba él ahí para parar el golpe, aún tenía esperanzas en mí.

    -Pero usted debe tener derecho a alguna pensión. Alguna ayuda. Algo. –Yo soy de los que piensa, de los cada vez menos, que el Estado debe llegar a todos; que nadie debe quedarse demasiado detrás. Desde la cuna a la sepultura.

    -No seas ingenuo. Somos muchos los que estamos en este agujero negro. Cada vez hay menos detrás de toda esa fachada de las ayudas sociales. A veces creo que solo están hechas para mantener a todos esos que se llaman profesionales de estos asuntos con sus sueldos de funcionarios, coordinadores, jefes de equipo y toda esa ralea. Cuando hay recortes, cuando falta la pasta, lo poco que queda es para pagar los salarios de los funcionarios; para los demás, que se supone que son el objeto de su trabajo no queda ni una migaja. De todas maneras, no culpo a la sociedad. Yo vivía al día. Nunca me preocupé. No pagué impuestos ni coticé ni nada de nada. Se supone que este es el castigo por mis pecados. Por lo menos eso es lo que opinan mis monjitas. En fin, Muchacho Peliculero, ya sabes mi secreto. –Ahora parece relajado, el mismo de siempre-. En realidad no es ningún secreto ni nada exclusivo. Intento llevarlo con la mayor dignidad posible. ¿Sabes? –En ese momento se le ilumina la cara y sonríe- Lo gracioso es que ahora estoy otra vez en forma. Estoy yendo a las asambleas esas que hacen los jóvenes en las plazas. Se llaman así mismo antisistemas aunque yo creo que pueden ser, que son la garantía del sistema mismo, una especie de cura extravagante con dolor controlado. Seguro que has escuchado hablar de ellos. Como aquellos del mayo francés, los del sesenta y ocho… Muchos de aquellos acabaron siendo unos burguesitos de cuidado. Bueno... Espero que estos tengan más cabeza… O menos, según se vea. No creas, que algunos no son tan jóvenes. Se manifiestan por todo, intentan parar los desahucios de las gentes que van a echar de sus casas, de los que se enteran, claro; ocupan los bancos, lo ponen todo en duda, en eso aciertan; nada peligroso ni mucho menos. Mucho hablar y hablar. Lo mío, vamos. -Todo el país estaba al tanto de aquel movimiento incierto que despertaba esperanzas y desprecios a partes iguales-. Me están dando la vida. Un demagogo como yo, en el buen sentido de la palabra claro está, tiene un campo inmenso. La cosa puede tener recorrido. En fin, yo me siento algo más útil al menos. Porque, ¿sabes lo peor de esta situación mía qué es? No tener nada que hacer, estar todo el día deambulando, de aquí para allá, sin rumbo fijo y sin ocupación alguna. Un día tras otro. Sin siquiera un sitio donde estar que no sea el banco de un parque o este Bulevar que se vuelve cargante y aburrido cuando lo has recorrido varias veces al día, todos los días. Fíjate, yo nací aquí, me crié en esta playa. Ahora no la reconozco. Y no solo por la de barbaridades que han hecho aquí que en nada se parece a lo que conocí en mi niñez. Solo retengo la línea del horizonte, el pequeño trozo de playa de allá, al fondo. –Señaló hacía la izquierda, al sur-. Es que soy yo el que no me reconozco todo el día aquí, mirando hacía ningún sitio. Yo, que nunca fui demasiado casero, ahora echo de menos un sofá, algún sitio donde estar y que no sea comunitario. Será la edad. Creo que le llaman el síndrome de Ulises o algo así. Al menos ahora me siento algo más digno.

    -Nunca he conocido alguien más digno que usted, se lo puedo asegurar. Me pregunto si un viejo orador revolucionario como usted se tomaría unas copas con un antiguo conocido con aspiraciones a pequeño burgués y a ser un instalado en el sistema como yo. Y si no es demasiada tentación podríamos fumar unos cigarros juntos. Yo también lo estoy dejando. Por los viejos tiempos.

    -Por supuesto. Por los viejos tiempos.

    Me alegra verlo reír, repuesto del mal trago. Nos dirigimos hacia la zona de los pocos bares que quedan abiertos en estas fechas. Al pasar por el paso de peatones, un descapotable azul frena a un metro de nuestros cuerpos. La mujer que conduce nos mira atónita. Un poco más y… Se quita las gafas de sol y nos mira. Nosotros la miramos a ella mientras alcanzábamos la otra acera aturdidos. El claxon del vehículo que la sigue la hace reaccionar y salir de su ensimismamiento, acelerar y dejarnos boquiabiertos. Lo que entiendo de coches es de oídas pero puedo jurar que el precioso coche de época que ha estado a punto de atropellarnos es un Ford Thunderbird del 66. Imitación o no, el mismo modelo que conducían Susan Sarandon y Geene Davis en Thelma y Louise. La mujer se parece más a la segunda que a la primera y atraviesa el Bulevar, cabello rubio al viento, como aquellas lo hicieran hacia la eternidad del Gran Cañón. Los dos nos quedamos mirándola y, embobados, la seguimos con la mirada hasta desaparecer de nuestra vista. Y para reaparecer en nuestras vidas. Era la Rubia. Ahora sí que parece la Reina del Bulevar.

    -Y qué le parece si el viernes vamos los dos a tomarnos unas copas de gorra.

    -Por los viejos tiempos. Se queme quien se queme.


Capítulo 10



    En el otoño del año en el que el mundo parecía que iba a hundirse en el caos, mis nuevos amigos tertulianos de El Oasis parecían no inmutarse. Y si lo hacían era para desvariar sobre el tema que ocupaba a más de medio mundo. Retóricamente, el Maestro, se preguntaba, donde estaría el tal Caos.
   
    -Dígamelo usted, amigo Viajero, que sabe de mapas. A ver si no será como el antiguo infierno con el que nos amenazaban los curas y ahora resulta que es donde todo el mundo quiere estar. Total, lo mismo de siempre, las mismas supercherías: antes era el demonio y ahora el caos financiero. Lo mismo de siempre, los poderosos siempre intentando engatusarnos y, sobre todo, mandándonos a pagar los platos rotos después de haberse comido el menú entero. Un menú de lujo, por cierto.
   
    El Hombre del Perro intervino, como si no hubiera querido armar ruido.
   
    -Hombre, Profesor, las reglas, que necesariamente hay que tener, son las que evitarán que caigamos en eso que usted llama el caos, en la anarquía, en el desbarajuste éste en el que parece que estamos. Precisamente las leyes internacionales del comercio…
   
    - Ojala vuelva la anarquía; no olvide que lo primero fue el Caos. Pero, en este caso, aunque le sorprenda, yo lo que quiero es que haya leyes. ¡Pero que las cumplan todos y no solo los pobres y, de paso, que no campe a su antojo tanto ladrón!
   
    Como siempre, yo sonreía, contento en aquel delirio continuado. Y esperaba a la Rubia. Desde nuestra noche mágica de El Paraíso nos mirábamos cómplices, nos sonreíamos cómplices y cómplices en el delito inconfesable de felicidad (lo digo por mi parte, ya que por la suya el pozo de tristeza e inquietud era manifiesto), volvíamos a ver las películas que, a mí, me enseñaron como enfrentarme a la vida a falta de mejores modelos a seguir. Hubo noches que la acompañé en su vuelta a casa. Siempre se despedía de mí en la misma esquina del Bulevar y tampoco de ella pude saber dónde vivía exactamente. Antes nos demorábamos paseando por la noche del otoño amable, mirando como las olas lamían una y otra vez la playa procedente de la oscuridad, o hablando de cualquier cosa sin la mayor importancia. Casto pero hermoso. No era demasiado apasionado, pero resultaba muy apaciguador para mi alma enardecida. Volvimos, alguna vez, al Paraíso y yo toqué, como nunca antes ni después me ha ocurrido, el cielo que solo está al alcance de los elegidos. Esas son las noches que mejor recuerdo. Las que tengo en el mejor sitio de mi memoria. Las del gozo compartido, las del placido amor con la luna por testigo o entreverado con aquellos locos tranquilos.
   
    Las otras noches prefiero no recordarlas. En esas otras noches en que la Reina me privaba de cualquier posibilidad de acercamiento y a cien años luz de distancia se mostraba fría y ajena a todos nosotros. Concentrada en su agenda o en la pantalla del ordenador. Parapetada tras la fina columna de humo del cigarro que se consumía en el cenicero y subía hasta el techo. Ojeando papeles con largas listas de cifras. Vestida como una ejecutiva en viernes, con la ropa desajustada. Levantando la cabeza sólo para pedirle a Toni otra copa. Yo no desesperaba, acostumbrado ya a su carácter cambiante y caprichoso, evocando lo vivido, reteniendo lo bailado que nadie te quita y soñando con nuevos deleites. Hacía tiempo que yo había aprendido a disfrutar lo que la vida trae de bueno y a perseverar cuando vienen mal dadas. Hubo noches en las que ella no aparecía. Desaparecida en combate. Sobre todo, los fines de semana. Hubo noches también en que pude vislumbrar, a través de las cristaleras, la preocupante silueta del Guapo acechando al otro lado de la acera. Lo mismo que yo había hecho antaño.
   
    De todo dio aquel tiempo pero yo prefiero recordar las noches que me hicieron amar aquel lugar en aquel otoño. Y como en cualquier otoño conocido o imaginado en este país, se acercaba, lenta pero inexorablemente, el desenlace inevitable que no era, y es, otro que el empalago navideño. Los tertulianos llevaban varios días insistiendo en organizar un ágape para celebrar dicha conmemoración y, como no veía yo motivo alguno (salvo que algún tertuliano comiera bien una noche al menos), me resistía, si bien con poca firmeza. Al final, depuse mi actitud y me entregué al inevitable empacho. Para sorpresa de todos, e inmensa alegría mía, la Rubia, nuestra Reina, prometió secundar también la convocatoria.
   
    Faltaban pocos días para que yo marchara, desganado y falto de ilusión, con poca o ninguna expectativa, a disfrutar de unas vacaciones del todo inoportunas. Mi jefe me amenazó con que perdería las del año anterior que también acumulaba. Planifiqué, sin mucho entusiasmo, un pequeño viaje plagado de paradas sin mucho sentido que acababa en mi ciudad natal en las fechas más señaladas con el fin de ver, después de tanto tiempo, a lo que quedaba de mi familia. Encontrarme a los amigos, pocos o ninguno, o conocidos de mi juventud sencillamente me aterraba. Como no queriendo la cosa se lo dije a la Rubia, una noche que estaba de buenas, con la vana ilusión puesta en que decidiera acompañarme. Por supuesto, yo estaba dispuesto a cambiar itinerario y destino. Naturalmente, no me hizo mucho caso, señalando, desdeñosa, que también ella tendría que volver a su casa algún día. Aunque me decepcionó, y sin motivo alguno que respaldara semejante sueño, se me ocurrió que dejaba una puerta abierta a la esperanza. Será por aquello de que la pasión se agranda cuando se ve la cosa imposible o cuando existe algo tan equivoco, tan difuso que no se dejan las cosas claras. Entonces va uno y se crea vanas ilusiones.
   
    En mi trabajo, la labor de hormiguita que había desarrollado ordenando papeles, expedientes, datos y hasta recortes de periódicos empezaba a dar sus frutos. Mi jefe, satisfecho de poder presentar algo concreto a sus superiores, decidió que el grueso de la infantería, nuestro departamento casi al completo, desembarcaría sin demora a principio de año por lo que yo podía irme tranquilamente a ver a mis familiares. Solo tenía que dejar el relevo, con toda la documentación que había que custodiar, al compañero que estaría de guardia durante el paréntesis de las fiestas. Nos conocíamos, un buen tipo que iba a perderse las dichosas vacaciones navideñas en compañía de los suyos. Tal vez me lo agradeciera. La sensación del deber cumplido junto con aquellas noches felices de El Oasis y la expectativa del descanso merecido, aunque no lo precisara en absoluto, habían cimentado en mí cierta complacencia. El buen humor se había adueñado de mí. Algo extraño en mi persona, pues en mi carácter, no lo niego, destaca lo huraño, bastante insatisfacción que había aprendido con el tiempo a domesticar, y algo de pesimismo casi genético.
   
    Durante los días previos al banquete prenavideño hubo gran agitación entre los Últimos. No se hablaba de otra cosa. El Maestro y el Viajero se empeñaban en hablar de viandas. El uno de los sabores de su infancia, el otro, de raros platos provenientes de exóticos países. Hasta el Hombre del Chándal arguyó que esta ocasión bien merecía saltarse la dieta saludable. El Juez y el Hombre del Perro se frotaban las manos y se les hacía la boca agua al escuchar a la dueña sobre lo que iba a preparar. Algo sabroso con mucho argumento pero económico como correspondía a la fama del local.
   
    Llegada la noche esperada nos encontramos en El Oasis, todos de punta en blanco, preparados para la ocasión como los niños el día de su primera comunión. Hasta el del Chándal, que nos había asegurado un buen tiempo para aquella noche, tuvo a bien olvidar su indumentaria deportiva y el del Perro dejar al chucho en sabe Dios dónde. La dueña había preparado un variado menú consistente en exquisitos platos, tradicionales algunos, otros claramente innovadores. (“Ahora con lo de los programas de cocina de la tele aprendemos de todo”, se justificó ruborizada en medio de una ola de halagos). A la hora de la cena, se cambió de ropa y se sentó en la mesa al lado de su marido en un detalle que nos conmovió a todos. En honor a la anfitriona, los fumadores evitaron ejercer su vicio en la mesa y salieron por turnos a la terraza para hacerlo. Pero si alguien destacaba, esos eran el Maestro y la Rubia.
   
    A ella la vi llegar de lejos como un hada, acercándose por el Bulevar. Las escasas luces de las farolas la alumbraban a cada tramo y la enaltecían. Su figura de ensueño parecía haber salido de entre las mismas olas como una brumosa aparición. Me extrañó que trajera un maletín negro como si viniera del trabajo mismo. Algo que desmentía la fantástica indumentaria que indicaba que llegaba recién arreglada. Nada más llegar entregó a Toni, también vestido para la ocasión, la valija para que se la guardara y se unió al grupo. Cuando se quitó la preciosa gabardina blanca aparecieron sus piernas infinitas y su cuerpo esplendido sobre unos zapatos negros con unos tacones altísimos. Mis escasos conocimientos en lo que a la moda se refiere me incapacitan para explicar los detalles de su indumentaria. Tenía algo más que el equilibrio, la armonía de su cuerpo, de su semblante, la suavidad y el hechizo de sus curvas. Solo sé que aquella falda negra que le llegaba a las rodillas y aquella blusa de seda blanca me pareció el vestuario propio de los ángeles, si es que existen. Las joyas que llevaba eran discretas y realzaban aún más su belleza. Lo apropiado de su atuendo fue elogiado por todos, especialmente por la dueña.
   
    -Esas ropas son de las buenas, pero ella estaría igual de bien si no lo fueran. -Me dijo confidencialmente la señora-. Esa gracia que tiene ella se tiene o no se tiene. –No sabía a qué se refería pero estaba claro que ella no tenía tal don y, seguramente, que yo tampoco.
   
     Mi Reina añadió las mejores armas que poseía: Ese apunte de su hermosa sonrisa sin igual acompañada de esa simpatía suya que nunca antes nos había regalado en tal cantidad; y también aquella mirada de miel liquida que chispeaba diferente a todo, que lanzaba pequeñas ráfagas como la luz de un faro, tal como dicen que lo hacen las sirenas con su música embaucadora. Llamarla maravillosa no hubiera hecho justicia a tal beldad.
   
     El Maestro en cambio daba la nota. Sus ropajes parecían escogidos en el atrezzo de un viejo teatro de ópera con anuncio de derribo. Caí en la cuenta que siempre vestía prácticamente igual. Con sus chaquetas sport algo raídas y pasadas de moda. Esa noche portaba un traje negro de smoking aunque sin chaleco ni corbata ni pajarita. Lo peor es que era como dos tallas mayores a la que su envergadura pedía ofreciendo el aspecto de desaliñado director de orquesta en plena fuga en una película de cine mudo.
   
    Pero lo importante era que la noche prometía y yo estaba feliz por todo aquello. Oficialmente habían comenzado las vacaciones y al día siguiente, o al otro, según resaca, iniciaría, sin prisa alguna, el periplo que había programado.
   
    Todo apuntaba a una noche llena de fraternidad y así fue. Por lo menos, al principio. Hicimos los honores a los aperitivos que había preparado la dueña. Y el “comercio” y el “bebercio” duraron, entre risas, hasta entrada la noche. Éramos felices con poco: solo comida, bebida, buena conversación y algo de cantes regionales (Aún recuerdo una jota que se marcó la dueña y que nos emocionó a todos).
   
    -Esto hay que acabarlo en el Paraíso. –Proclamó, ya en los postres, el Maestro eufórico e insaciable.
   
    Todos aplaudieron aunque al instante comenzaron las deserciones. Los dueños se excusaron: al día siguiente no abrirían pero iban de viaje. El del Perro, el Juez y el del Chándal se negaron entre risitas como si los estuvieran invitando a una recepción en el mismísimo palacio del Marqués de Sade. Al Viajero se le cambió la cara y despotricó:
   
    -¡Vaya mierda! Mañana temprano viene mi hija. –Y todos descubrimos que aquel tipo tenía familia.
   
    Toni se disculpó también. Se había comprometido a dejarlo todo limpio y ordenado y tardaría horas.
   
    El Profesor, a pesar de las bajas, no menguaba en su entusiasmo. Yo me adherí de forma inquebrantable proponiéndome como conductor. Los dos miramos a la Rubia. Yo lleno de esperanza, él no tanto. Ella nos miró. Sus ojos vidriosos y bellísimos querían decir que sí, que vendría con nosotros. Sin embargo, algo la retenía y dijo que no. Miró de reojo hacía la barra; supuse que era el maletín. Dijo que le gustaría pero que aún tenía que revisar unos papeles. No perdía ojo a Toni en la barra. Algo le iba y venía a la cabeza.
   
    -Sin ti no somos nada, mi Reina. –Dijo el Maestro más sugerente que nunca.
   
    -Será solo una copa. –Apostillé yo intentando inclinar la balanza.
   
    -¿Y por qué no? –Remató ella alzando los brazos y dando un vuelco inesperado a la situación-. A vivir antes de que esto se hunda. Está noche se arreglará todo. Todo es posible esta noche.
   
    Se levantó y fue hacia la barra a hablar con Toni. Distinguí en sus labios las palabras papeles importantes, guárdamelos hasta mañana. Por favor.
   
    Salimos al Bulevar a disfrutar de lo que quedará de velada llenos de frenesí. Al buscar las llaves del coche caí en la cuenta. Con tanta euforia me había traído las llaves del trabajo. Maldije la hora en que me olvidé. Había quedado, con el compañero que me sustituiría, en dejárselas en el hotel donde se alojaría. La naturaleza de nuestro trabajo y la plena confianza que entre nosotros había no nos permitía intermediarios. Era una de las claves de nuestro grupo. Si no las encontraba a primera hora me llamaría, insistentemente hasta la saciedad. Y yo no tenía ganas de madrugar al día siguiente de ninguna de las maneras. Les propuse a mis amigos que me acompañaran. Sería solo media hora.
   
    -Incluso -les dije-, podríamos acabar tomando las copas en el mismo hotel.
   
    Los dos desistieron de la idea al momento entre risas.
    -Mire, profesor, lo que me propone su amigo: Que me vaya con él a un hotel. Qué falta de elegancia, poco caballeroso ¿Verdad? –Me dijo riendo a la vez que me guiñaba un ojo-. ¡Ay! Muchacho Malo.
   
    - Pues yo te invito al Paraíso. Y de ahí no me bajo, mi Reina. A beber, a disfrutar y a bailar que te voy a enseñar unos pasos de mi época, a deleitarnos toda la noche.
   
    -Venga. Si será solo un momento.
   
    Imposible cambiarlos de parecer. Entonces pasó un taxi y lo paré.
   
    -Iros vosotros en el taxi que yo os acompaño en media hora. Podéis ir pidiéndome una copa.
   
    Fui hasta el hotel, situado en la parte antigua de la ciudad, lo más rápido que pude. Al llegar a la recepción me encontré a mi colega que estaba registrándose. Había adelantado su llegada y me instó a tomarme algo con él en la cafetería. Intenté zafarme de la invitación pero al final me rendí a la obligada cortesía entre compañeros. Pasado el tiempo prudencial que la educación me exigía me disculpé con él. No sin cierta culpabilidad. Estuve a punto de invitarlo a la fiesta que me esperaba. En cambio, le mentí al decirle que partiría esa misma noche. Me sentí doblemente culpable.
   
    Ya en el coche, y con más prisa de la cuenta, pude distinguir a lo lejos las luces azules de un control de alguna policía con ganas de fastidiar la noche a los juerguistas. Para evitarlo, di un enorme rodeo por la parte vieja de la ciudad temiendo verme haciendo ejercicios respiratorios en un alcoholímetro que seguro no diría nada bueno de mí. Eso me costó un tiempo desorbitado que, sumado al que tardé en salir de aquel laberinto de calles custodiado por todos los camiones de basura que se encargaban de molestar a los ciudadanos que pretenden dormir a esas horas, me pareció eterno. Igual que en esas pesadillas donde uno nunca llega al destino, y da vueltas y más vueltas, hasta que te despiertas bañado en sudor.
   
    Llegué, casi una hora más tarde de haber despedido a mis amigos, después de atravesar la sinuosa carretera del pinar al aparcamiento de El Paraíso. Solo había algún coche pegado a la verja del tugurio; a cien metros del bar pude distinguir tres siluetas pegadas al barranco desarrollando una extraña danza. Aparqué lejos de ellos. Bajé del coche y me acerqué. Las voces rompían el silencio de la noche y eso les impidió escuchar mis pasos sigilosos. El Maestro se retorcía de rodillas en el suelo. Hasta que no estuve cerca no comprendí que era de dolor y no de la borrachera. La Rubia lloraba a la vez que suplicaba al tipo que lo dejara ya. El acosador era el Guapo. Se desgañitaba enloquecido. Parecía muy, pero que muy enfadado. Agarró por el brazo violentamente a la mujer y le increpó a voces.
   
    -Ya me puedes dar lo que es mío. ¡Dijiste que esta noche, hija de puta! Ya no te espero más. ¡Cabrona!
   
    El Maestro volvió a decir algo y el Guapo se dio media vuelta y le estampó una patada en la cara.
   
    -Y tú cállate. ¡Imbécil!
   
    Volvió a emprenderla con la Rubia que no disimulaba el pánico. El Paraíso asistía de lejano e impávido testigo ayudando con sus luces de neón a la luna que me permitía verlo todo a media luz mientras me acercaba, cauteloso, en silencio.
   
    -¿Por qué no te metes con uno de tú tamaño, Guapito?
   
    Puedo asegurar que nunca fui un gallito. De pequeño me lleve todas las bofetadas que se repartían en el barrio. Aprendí, primero a encajarlas, luego a esquivar las que podía y, finalmente, a repeler algunas aprovechando la fuerza de los que eran mucho más grandes que yo. A pesar de ello, nunca tuve afición por las peleas. Huía de ellas de la misma forma que huía de mi barrio y de su gente. Quizás por ello.
   
    El Guapo se volvió mientras la Rubia, a lágrima viva, gritaba.
   
    -No te metas, Muchacho. Es muy peligroso.
   
    -¿Y esté pollo quién es? ¡Ah! Yo te conozco a ti. Este es otro de los que te hace la ola en el baretucho ese, otro de los que has vuelto loco y que come en tu mano, ¿eh, zorra? Y tú –dirigiéndose a mí don el dedo- ¿Qué quieres? Me parece a mí que tú has visto muchas películas. A ver qué tenemos aquí: un puto héroe.
   
    Nada más lejos de mi carácter. Yo nunca he querido ser un héroe. Ni nada parecido, mis héroes preferidos se reducen a los de las películas y no siempre me gusta el protagonista. Ni siquiera soy fuerte. Ni mucho menos valiente. Si huía de las peleas de mi barrio es porque me daban pánico. Porque una vez vi joder para siempre a alguien en una reyerta tonta y estúpida. Porque nunca las tiene uno todas consigo y el más tonto puede ganar, y el más listo puede perder. Una lotería. Y a mí no me gustan los juegos de azar.
   
    Por eso, porque me conozco, todavía me sorprendo de mi reacción. Sería el alcohol, o sería que quise congraciarme con mis amigos, especialmente con ella. En cualquier caso me di cuenta de lo errada y temeraria que era mí decisión cuando vi como el tipo sacaba una navaja y me decía.
   
    -Vamos a ver a este mamón como se defiende. Y tú -dirigiéndose a la Rubia-, dime donde está lo mío si no quieres que te entregue al galán cortado en trocitos.

    Dicho esto, descargó sobre mí la primera andanada que yo esquivé como pude. Su brazo pasó rápido, rozándome, a la vez que su cuerpo me rodeaba dejándome de espaldas al barranco. Mal asunto, pensé entonces. Continuó el acoso sin que yo pudiera hacer otra cosa que sortear los golpes. Una de las veces, alcanzó mi rostro con su puño mientras yo prestaba más atención a la navaja. Di con mi cuerpo en el suelo cerca, muy cerca del precipicio. Desde allí pude ver como el Maestro se incorporaba, cogía una piedra y se la tiraba. Acertó a darle en la cabeza. El Guapo acusó el golpe pero nada más. Solo consiguió que su gesto se compungiera, supuse que sus ojos se inyectarían de odio y, entonces, decidió lanzarse sobre mí con la intención (en mala hora aquel maldito propósito) de acabar conmigo. Pude ver esa inquina en su cara, a pesar de la poca luz que llegaba del bar, del claro de luna que le daba en la espalda. Pude ver al Maestro dando grandes zancadas para intentar agarrarlo por detrás sin conseguirlo. Pude ver el rostro de la rubia gritando un ¡No! ahogado con la mano puesta en la boca y mirándome con ojos llorosos y enamorados (esto último producto, seguramente, de mi imaginación). Todo eso, en ese mínimo instante. Pero, sobre todo, pude ver que la aversión acumulada que aquel tipo me dispensaba le traicionaba y lo empujaba a cometer un error, a arriesgar demasiado cuando lo tenía todo a su favor. En un rápido movimiento, aprendido entre golpe y golpe en mi barrio yo flexioné las piernas hasta que se adaptaron al cuerpo que se me venía encima. Concentré todas las fuerzas que me quedaban en ese punto. Con el brazo detuve la mano que empuñaba la navaja al tiempo que al estirar mis piernas el Guapo salió disparado a varios metros por detrás de mí. La circense maniobra no hubiera tenido más consecuencia de no haber estado allí el terraplén que hizo el resto del trabajo. No fue una caída a plomo. Se desplomó a cámara lenta, cayéndose, resbalándose y arrollando las piedras que encontraba. A los tres nos dio tiempo a verlo. Su cuerpo se estrelló allí abajo contra las rocas y luego fue cubierto por las sucesivas olas que golpeaban el acantilado. Fue la última vez que lo vi.

 Al silencio que provocó aquella visión siguió el llanto desconsolado de la Rubia que con voz entrecortada alcanzó a decir:

    -Maldito seas. ¿Por qué has tenido que aparecer está noche?

 Mudo y conmocionado no tuve fuerzas para preguntarle si se refería al Guapo o a mí. El Maestro era el que parecía estar más entero y con la mente más lúcida. Nos apartó del barranco y nos ordenó:

 -Huyamos de aquí. ¡Ya!

    Fin de la escena.

    Casi nada recuerdo del corto viaje de retorno. El maestro no paró de hablar, de darme indicaciones. La Rubia de llorar.

    -Nadie nos ha visto llegar. El tipo no estaba allí, llego a la vez que nosotros. Estaba fuera de sí. La amenazó, sobre todo a ella, Muchacho. Yo no sé el motivo ni quiero saberlo pero la hubiera matado. Ahora tenemos que quitarnos de en medio. Las olas se llevaran el cuerpo. Nadie nos conoce. Ni siquiera yo sé cómo os llamáis. Tú, Muchacho, mañana te largas y no vuelvas mientras puedas. Nadie nos ha visto. El bar estaba lejos, no había ningún coche y nadie se ha asomado desde el bar siquiera. Señal de que no han escuchado nada, de que no se han percatado de nada. ¿Y tú? Rubia ¿Cómo estás?

    Ella no contestó y tampoco paraba de gimotear en el asiento de atrás. Me dijo que la dejara en el Bulevar. Donde siempre. Se negó a que el Maestro la acompañara. Antes de bajarse, con una voz inaudible y entre dientes, casi con rabia, alcanzó a decirme:

    -Ojala no te hubiera conocido. No me has traído más que problemas y ahora esto. ¡Maldito seas! No quiero verte jamás.

    Y salió corriendo, bella por siempre, a que la noche la acogiera como uno de sus habitantes misteriosos. El Maestro, siempre al quite, intentó consolarme una vez más.

 -Tranquilo, Muchacho. Son los nervios. Pero tienes que olvidar todo esto, incluida a ella. Ahora me vas a dar tú número de teléfono. Te juro que te llamaré al menor indicio que vea de algún peligro y lo crea necesario. Vete y no vuelvas.

    Antes de salir del coche me dio un abrazo.

    -Para mí ha sido un honor conocerte.

    Aquella misma noche, después de refrescarme la cara y recoger mí, ciertamente, ligero equipaje, atravesé las calles vacías con mi coche en dirección a la salida. Al pasar por el Bulevar por última vez distinguí las luces de El Oasis y las persianas a medio bajar. Vislumbré la figura de Toni hablando con la Rubia en torno al maletín negro.

    Abandoné aquella ciudad, que hasta entonces amaba y que, a partir de aquel momento, también temí de madrugada; prófugo de mi mismo. Un hombre había muerto seguramente, yo era el principal culpable de aquella desgracia. Aún faltaba un poco para que saliera el sol y ya la luz era sucia y gris.

    Durante días y semanas, meses y después años esperé la llamada del Maestro, sin saber que ni siquiera estuvo en la ciudad durante todo ese tiempo. Al principio repasaba cada mañana los periódicos digitales de la zona buscando la temida noticia. Era tremenda la angustia de buscar cada día en la pantalla del ordenador lo que nunca encontré; se informaba de todo pero nada decía de la aparición de un cadáver en cualquier playa cercana a la ciudad. Muchas veces pensé en acudir a la policía y explicar mi situación pero otras tantas veces desestimé tal posibilidad. Quizás por cobardía, por miedo a que nadie entendiera mi versión de los hechos. Seguro que fue por el temor de acabar pagando, como si fuera un criminal, por algo que sólo fue un accidente y que jamás entró en mis intenciones. Aquella vigilia que me persiguió durante mucho tiempo estuvo a punto de acabar conmigo. Hasta que poco a poco fui despegándome de aquella practica perjudicial para mi salud mental y acabé por aceptar que hasta que ocurriera lo inevitable lo mejor era no darse por enterado.
   
    Gracias a mi buen hacer en mi trabajo no me costó conseguir otro destino de forma inmediata. Llamé a mi jefe, buen compañero y a pesar de ello amigo al día siguiente de la noche de autos, para pedirle no volver más a la ciudad. Él puso voz de entender lo que podía pasar. “Algo personal y muy grave” le había dicho yo y en su cabeza se dibujó algo más doméstico y no especialmente raro en nuestro gremio. Algún lío de faldas. Algo habitual en aquel grupo de desarraigados solitarios, varados en cualquier ciudad a la que nada nos ataba, sin más relación humana que la exigua amistad que cada uno fuera capaz de fraguar en los pocos meses que duraban nuestras misiones.

    -Mientras no os metáis en problemas con la justicia haced lo que queráis pero os puedo asegurar que un marido despechado es más peligroso de veinte alguaciles. –Nos decía sin perder nunca ni el buen humor ni la compostura.

    Él no podía ni imaginar en qué tipo de problema me había metido aunque, a decir verdad, creo que también lo hubiera entendido. En el fondo, todos nosotros somos espíritus análogos.

    Por otra parte, tampoco podía llamar al Maestro ni a nadie de El Oasis. Ni siquiera sabía sus nombres. La maldita norma no escrita de la tertulia me dejaba sin capacidad de maniobra alguna. Sólo quedaba la alternativa de contactar con el bar pero la descarté. No quería que Toni o los dueños sospecharan nada. Las imágenes, del todo innecesarias y denigrantes, que durante estos años tanto se han repetido una y otra vez en la televisión de personas esposadas subiendo a un furgón de la policía cuando se les acaba de detener no pararon de rondarme la cabeza durante meses, durante años. Cualquier día vendrían a por mí, con el consiguiente escándalo. Aunque en mi caso nadie pasaría vergüenza de mí. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada. Sólo me quedaba esperar y desesperarme, o intentar olvidarlo todo. Lo uno insufrible, lo otro imposible.

    Mi jefe abandonó pronto la idea del desembarco masivo para después de aquellas fatídicas navidades. Por qué fue tomada aquella decisión pertenece a los misterios de mi profesión pero seguro que tiene una explicación de lo más sencilla. El caso es que mi sustituto permaneció años allí. Olvidado y ordenando expedientes en montoncitos virtuales. Yo lo llamaba periódicamente, con la zozobra de quién aguarda alguna noticia pero ni puede ni quiere preguntar por ella. El hombre, por supuesto, no sospechó nunca nada y creyó que era pura solidaridad en su calidad de olvidado oficial en la ciudad.

    -Como se nota que tú has vivido en esta ciudad donde no hay nada que hacer hasta que llega el verano. No sabes cómo te agradezco las llamadas.

    De lo otro nada. Y así pasaron los años hasta que comprendí que el Guapo, o lo que los peces hubieran dejado de él, no iba a aparecer nunca y que podía, debía relajarme para salir de aquel sin vivir. Ya no imaginaba yo como sería vivir sin aquella culpa que me corroía por dentro. Por eso cuando el nuevo jefe, casi seis años después, ajeno a cualquier peripecia anterior mía, me propuso volver a la ciudad de los otoños hermosos yo no alegué ninguna implicación personal y acepté. No sé si anhelante buscando la luz o resignado al castigo definitivo. Tenía que pasar de alguna forma aquella página de mi vida con todo aquello que la había convertido en un infierno. Y reconozco que no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo.


Capítulo 11


    He quedado este viernes con el Maestro unas horas antes de ir a la reinauguración de El Oasis para dar un paseo, nuestra ya habitual caminata peripatética. Llevo, en realidad llevamos todos los que formamos el equipo, toda la semana trabajando como burros, sin horario y sin descanso. Al fin, esta mañana, parece que hemos conseguido poner cada cosa en su sitio. No es que sea la cuadratura del círculo pero, a veces, cuesta.
   
    -Quedamos por el Bulevar, donde siempre más o menos. A la hora de siempre aproximadamente. -Me dijo el Maestro al despedirse la tarde en que por poco nos atropella el descapotable azul.
   
    El hecho de que aquel paseo marítimo tenga siete u ocho kilómetros no parece tener importancia para el viejo. Que nunca haya quedado con él a ninguna hora exacta, tampoco. A mí, que siempre odié lo inconcreto, comienza a darme igual.
   
    -Ya nos veremos por allí. –Le contesté.
   
     Así que, como otros días, me pongo otra vez a jugar a toparme con el viejo. Recorriendo, arriba y abajo, la principal avenida de la ciudad. La tarde era lo que en otras latitudes llaman verano, apetece estar al aire libre y la gente parece relajada, dispuesta a disfrutar del fin de semana. Decido relajarme yo también y disfrutar de aquella tarde. La vida es fugaz y, a veces, da puñaladas traperas cuando menos te lo esperas, por lo que no estoy dispuesto a privarme del regalo pensando en que alguien se está tardando. El viejo llega tarde como sospechaba y curiosamente, con él, ya me da lo mismo. Ahora soy una persona tolerante y lleno de paciencia. Falta escasamente un cuarto de hora para la hora fijada para el evento.
   
    -Creí que ya no iba a venir.

    -Por nada me perdería volver a ver a nuestra Reina en este acontecimiento soberano. Aunque no sé qué somos ahora. ¿Qué somos, exiliados? ¿Súbditos abandonados por su monarca? ¿Apátridas? O republicanos resentidos… En fin. Perdona que haya tardado pero es que esto de las asambleas me ocupa mucho ahora. Estos chicos tienen ganas de escucharme y, claro, yo me dejo querer.

    -Ande, vamos. Creo que usted va acabar siendo un líder de lo más singular.

    -Hombre, por lo menos me distraigo y me veo útil instruyéndolos en cosas que estos chicos no han escuchado en su vida, que seguro que no entienden y que dudo les interesen.

    Nos sorprende ver que han desviado el tráfico a causa de la pequeña muchedumbre en la puerta de nuestro querido bar. Unos guardias de seguridad intentan poner algo de orden para entrar. La gente va arreglada, como para una cita especial, y parece educada. Unos camareros, entre los que distingo a mi conocido parlanchín, reparten bebidas y canapés. No acierto a comprender cómo va a entrar tanta gente en el local que el Maestro y yo conocíamos. Mi camarero “preferido” se acerca al verme y nos provee de sendas copas de vino y canapés de lo más variados.

 -Esto está hecho a lo grande, con poderío. Si mi pobre tío viera en lo que se ha convertido su negociete… Mejor, que mejor. Esta noche tengo la cena solucionada. Las monjas no me van a echar de menos.

   Y entonces llega ella. La autoridad cede el paso al descapotable que, por supuesto, deja en medio de la calzada. Se hace un relativo silencio y baja del coche como lo hacen las estrellas de cine. Un tipo con aspecto de no ser un cualquiera en el gimnasio del barrio le abre la puerta y le hace camino entre la multitud. No hay ninguna tacha en su vestuario ni en su aspecto descuido alguno. Es sencillamente perfecta. Viste de un blanco impresionante, su frente despejada, su preciosa nariz, sus pómulos sonrosados como de porcelana y su larga melena rubia hacen el resto… Y su mirada de miel que escruta a todos los que la miran en primera fila. Da su beneplácito a derecha e izquierda con un movimiento de su cabellera. La gente se abre en una brecha para que entre. En la puerta la espera Toni que, también elegante, se esfuerza en darle dos besos en las mejillas. Ella ni se inmuta, como si fuera a estropearle el maquillaje e inmediatamente se dirige a saludar a la gente que la está esperando atentamente.

    -Aquí está toda la “creme de la creme”, toda la gente guapa de la ciudad. Veo a más autoridades que cuando viene la Reina. La de verdad me refiero, claro.

    Estamos fuera todo el rato. La gente sale y fuma ante la imposibilidad de hacerlo dentro. El Profesor y yo nos dejamos llevar y gorroneamos tabaco. Se supone que yo también me había quitado. No nos falta el avituallamiento, todo realmente exquisito, el parlanchín lo repone continuamente. Escuchamos unos aplausos dentro del local y suponemos que alguien ha largado un discurso. A partir de ahí el atasco se relaja y empiezan a circular personas. Al momento también coches ruedan por la calzada. El acto está acabando.
   
    -Habrá que entrar a saludar. Semejante comilona merece una mínima cortesía.

    El Maestro, como siempre, está en lo cierto pero a mí empiezan a temblarme las piernas. Entramos y podemos ver la reforma al completo. Los camareros se esfuerzan en retirar todos los restos del convite que, sin duda, ha sido abundante. La Rubia nos ve y, como la tarde que casi nos atropella, nos reconoce. Mueve otra vez su hermoso pelo como intentando alejar a los moscones que la rodeaban y se viene a por nosotros. Su amplia sonrisa y sus ojos del color del campo antes de empezar el otoño, imposibles e impresionantes, se acercan a nosotros. Pobres mortales.

    -No podía imaginar que estuvierais por aquí. De saberlo os hubiera mandado una invitación y os habría atendido como merecéis. Seguro que me habríais invitado a un cigarrillo que es lo que más deseo ahora mismo. Profesor, qué bien le veo y a ti, Muchacho, ya no pareces tan muchacho con esas barbas. Me alegro tanto de veros otra vez aquí.

    No pongo atención en el beso que le da al Maestro. Bastante tengo yo con esperar los dos que me estampa a mí, a labios abiertos con el consiguiente abrazo y el susurrante “cuanto te he echado de menos” al oído que me transportan a otro sitio y a otro tiempo. Se muestra cordial, exquisita, seductora como siempre he querido recordarla y no he podido. El Maestro le sigue la conversación mientras yo permanezco más bien callado, casi aturdido, tardando en asimilar todo lo que va diciendo, todo aquello que me cuesta entender.

    El local se ha ido quedando vacío y vemos a Toni que también se acerca a nosotros.

    -Vaya, esto sí que no me lo esperaba yo, cariño. Cuando hablamos de renovar el negocio también pensaba en dedicarnos a otra clientela. Y no precisamente a borrachos, sablistas y enteradillos.

    -Oiga, mesonero, tenga usted un respeto que…-el Maestro interviene indignado.

    -Déjelo Profesor. En todos los sitios tiene que haber un aguafiestas. ¿Verdad, Muchacho? O como en las películas: Poli bueno y poli malo. Toni aquí es el aguafiestas y el poli malo a la vez. Por cierto, que lo de invitarme un cigarrillo no va a poder ser; tanta emoción me provoca un poco de jaqueca.
 Lo dice como si su voz saliera del estómago mismo. No llega a ser rabia. La pareja parece estar acostumbrada a aquellos reproches y lo último que yo quiero, en este momento, es una escena.

    -No te preocupes, Toni. Ya nos íbamos. El acto ha estado perfecto. Enhorabuena, es un local precioso. Me alegro de verte a ti también. Queda un cigarro pendiente.
   
    Me acercó a ella y ahora soy yo quien le doy los dos besos sonoros y le deslizó entre los dedos una tarjeta sin que nadie lo note.


Capítulo 12


    Dudé mucho darle o no la tarjeta. Mentiría si digo que fue algo repentino o improvisado. La había preparado y había escrito en ella una nota. Pero es cierto que vacilé hasta el último momento si dársela o no. Quizás, si Toni no se hubiera mostrado tan repulsivo o si ella no hubiera estado tan encantadora…
   
    En este momento, miro en el acantilado del inmenso aparcamiento del Paraíso como las olas acarician la pequeña cala. Aquel lugar que acarreó tanto pesar en mí. Mientras medito sobre el hecho de que es la primera vez que vulnero mi propio código ético. Mi obligación no es avisar ni preguntarle nada a aquella mujer de la que no espero nada. Mi obligación es tramitar lo que previamente había ordenado, analizado y descubierto poniéndolo en conocimiento de la autoridad sin ningún remilgo. Sin embargo, aunque había llegado a odiarla y a temerla en todos estos años, aquel breve momento de la noche anterior, aquella mirada de nuevo puesta en mis ojos me desarmaron. En el trabajo utilizamos un truco para atenernos al cumplimiento de nuestra obligación: Nos convencemos de que el sentido del deber suple al deseo, a las ideas, a los amigos. En este caso, aparentemente no ha tenido eficacia. Bueno… No estoy seguro.
   
 Nada dije al Maestro cuando regresábamos de El Oasis anoche. Él me miró, descubrió un leve destello en mis ojos que solo los que conocen al dedillo el alma humana pueden distinguir y me advirtió taciturno.

    -Pierde toda esperanza, Muchacho. Solo te traerá problemas.

  Tampoco respondí a esta advertencia y continuamos paseando por la humedad de la noche. Por primera vez me dejó acompañarlo al lugar donde dormía ahora: un albergue para personas en su situación. Me aseguró que estaba bien, que el lugar era perfecto para lo que él necesitaba. También me instó a que si yo quería, podría invitarlo a comer cuantas veces quisiera. Que no me cortara.

    -Claro que quiero, hombre. Vendré a recogerlo o le dejare una nota aquí. Será pronto, muy pronto. Estaré aquí muy poco tiempo, me voy en breve.

    -Tú siempre marchando, Muchacho. Siempre yéndote.

    Las tardes en otoño se tienden a ver más cortas de lo que son sabiendo, como sabemos, que la del día siguiente será más corta aún. Ésta ya está bien avanzada por lo que temo (o quizás me alegro) que la mujer a la que espero no acuda a la cita. Estoy, solo, con el rumor del mar de fondo, a punto de irme, cuando escucho el ruido de un potente todoterreno. Exactamente es un Mercedes de alta gama cuyo precio calculo al instante. Tengo que volver a decir que toda la información que tengo sobre coches se la debo a los conocimientos de un compañero aficionado si no a los coches por lo menos a los catálogos automovilísticos. Él compara el precio de los coches que le gustan con las anualidades de su sueldo que precisaría para comprarlo. No tengo duda: el carro que acaba de llegar supera con mucho dos anualidades de las mías. Se adentra en el amplio y solitario aparcamiento. Es ella.

    -Veo que te has aficionado a los coches caros.

    Se lo digo cuando se baja. Ella me mira. No es la misma de anoche. Su gesto es más serio y descompuesto. Quizás la resaca, pienso justificándola.

    -No puedo comprender cómo me has citado en este lugar. Me horroriza solo pensarlo. -Era un reproche directo-. Tú y tus películas. ¿Esto qué es? Volver al lugar del crimen ¿y qué significa esta tarjeta? A esto es a lo que te dedicas.

    -Es lo más honrado que encontré para ganarme la vida.

    Se queda en silencio e intenta recomponerse. Saca de sus labios la sonrisa de niña avergonzada. Un conejo de la chistera.

    -Perdona, Muchacho. No quería ser violenta contigo. Son cosas mías, del trabajo…He estado muy liada –Su gesto se ha suavizado hasta el límite-. Me gustó tanto volver a verte. Me trajo tantos recuerdos. Te he echado de menos tanto en todos estos años… Ha sido muy cruel no saber nada de ti. Yo te…

    -La última vez que te vi no estabas tan segura de lo que dices ahora. Además ya veo que has encontrado acomodo en los brazos de Toni.

    Ahora el que reprocho soy yo. Allí, de pie, con los brazos cruzados.

    -No nos peleemos, no vale la pena. He venido porque sigo teniéndote en cuenta en mi cabeza. Porque no quiero tirar por la borda todos los recuerdos que tengo de ti. Son demasiado importantes para mí.

   Se acerca y pone su mano en mi antebrazo que permanece tenso.

    -Cuando vi tu nota me extrañó. ¿Por qué me dices que me interesa venir aquí sin falta? Este lugar me produce mucha desazón, deberías saberlo.

    Entonces lo capto, algo imperceptible en su rostro; me doy cuenta que me engaña; cómo miente, cómo intenta dármela otra vez con queso. Cómo es solo el miedo lo que la ha impulsado a estar ahora aquí.

    -Y ¿por qué te produce tanta consternación? A fin de cuentas, tú has salido ganando con todo esto; por lo menos por ahora y, además, no sé a qué viene tanta zozobra, tu hermano no murió aquí aquella noche. Esta vivito y coleando. ¿Verdad? Así que no me vengas con lamentos.

    -¿Mi hermano? ¿Qué estás diciendo? –Le cambia el gesto, su tez se ha vuelto pálida.

    -Sí, tu hermano o tu medio hermano. Lo sé todo. El Guapo era…es tu hermano. No sé cómo ocurrió pero es así. Me lo estoy imaginando... Aquella noche, a pesar de que yo lo lancé por ese barranco y que los tres lo vimos tirado en la playa. Ahí abajo. No murió. ¿Verdad? ¿Qué? Vinisteis, tú y Toni y lo recogisteis más tarde ¿A qué fue así? Y yo he estado siete años creyéndome un asesino y pensando en ti.

    -No digas esas cosas. No me hables así. No tienes derecho… --Suplica y se calla por unos instantes eternos-. Las cosas no fueron así. Él era mi hermanastro, sí, es verdad. Casi no tenía trato con él. Se marchó de casa con quince años porque odiaba a mi madre. Y también a mí. Siempre llevó mala vida a pesar de sus buenos modales. No lo volví a ver hasta hace ocho o nueve años. Por casualidad, vino al trabajo para invertir dinero a través del despacho en el que yo trabajaba.

    -En él os encargabais de blanquear el dinero procedente de los negocios sucios de tipos como él.

    -Yo no sé nada de eso. Yo era solo una secretaria, una ayudante. Ya que tanto sabes. Sabrás que mi jefe desapareció hace seis años con todo ese dinero. A mí me dejó hundida y sola delante de toda aquella gente. Pero yo era inocente e ignorante de todo aquello.

    -Te recuerdo. De verte aquellas noches en El Oasis con cara de pocos amigos y un humor de perros. Todos tuvimos lastima de ti, todos estuvimos preocupados por ti. Pero ahora sé que no era así; tú sabes que no eras tan inocente como dices. No eras sólo la pobre secretaria. Entre tú y tu jefe estuvisteis distrayendo parte de ese dinero. Vaciando poco a poco las arcas sin ningún recato. No había problema, en plena euforia económica del país todo se multiplicaba, incluido el dinero. Sobre todo el dinero ¿Quién iba a echar de menos unos cuantos cientos de miles de euros? Después os animasteis y pasasteis a varios millones ¿Verdad? Está documentado, princesa, tú eras cómplice en todo. Luego vino el crack y los fondos de riesgos se volatizaron. Y entonces, los malos vinieron a exigir el dinero. Su dinero. ¡Sorpresa! El dinero se había esfumado. Tu jefe desapareció y se llevó las culpas; luego apareció muerto en un país lejano. Sin duda, unos clientes demasiado exigentes. Sin embargo, del dinero nunca nadie volvió a saber y nadie reparó en aquella muchacha bonita que trabajaba en el despacho a quién todos tomaban por un adorno. Un bello florero, quizás la amante del jefe –En cierto modo, necesito odiarla para decirle todo aquello y, sinceramente, no la odio.
 Su cara se ha desencajado de nuevo. Se siente desnuda pero intenta sobreponerse y volverse poner su mejor sonrisa, casi una mueca, por toda vestimenta. Aún en esa tesitura es hermosa y, ahora, desvalida.

    -¿Por qué me hablas así? Sí, es verdad. Yo hice algunas transacciones por encargo de mi jefe. Me decía: “Anda, guapa, ve a hacer estas gestiones”. No tienes derecho a acusarme…Yo no sabía, Muchacho…Yo te quería. No puedes hacerme esto… Si supieras… Si no hubiera ocurrido nada aquella noche habría acabado yéndome contigo.

    -Claro. Y hubieras compartido conmigo todo ese dinero. Sí, no me pongas esa cara. Parte de esos movimientos fueron a parar a una cuenta cifrada que tú controlabas. Lentamente pero sin pausa. Todos los meses una cantidad no demasiado grande para no llamar la atención. Una lástima. Me lo perdí. Hubiéramos tenido una vida sin problemas en cualquier paraíso de esos que están de moda. Lástima que eligieras a Toni. Los hay con suerte.

    -Eres muy cruel conmigo. Él me chantajea. No lo sabe todo pero sabe bastante. Aquella noche recurrí a él. No sabía qué hacer. Tenía que ver qué había ocurrido con… ¡Era mi hermano, joder! Compréndelo. Toni me ayudó. Fuimos hasta los acantilados. Estaba allí y, aunque es difícil creerlo, solo tenía unos huesos rotos. Lo llevamos a casa y lo cuide hasta que se recuperó con la ayuda de un médico que conocía y que le estuvo atendiendo. Luego desapareció. No sé dónde está. Te lo juro.

    -¿Y el maletín? Era el dinero que te exigía el Guapo todo los días, ¿Verdad? Según nuestras cuentas, entre cinco y seis millones de euros. En billetes de quinientos. Entre tú y yo, el método no es demasiado eficaz, un poco burdo.

    -Maldito seas. Lo sabes todo…-Su capacidad para rehacerse me estaba resultando sorprendente-. Pensaba compartirlo contigo. Y lo jodistes todo. Aquella noche de mierda, pensaba proponerte irme contigo a aquel viaje que ibas a hacer. Huir contigo hubiera sido la solución… Que me llevaras contigo lejos de todo esto.

    Era y es un misterio para mí cómo hace y consigue que me sienta como un adolescente dispuesto a creer que la niña de sus ojos lo querrá para siempre. Aun así, me hago el fuerte y consigo decirle:

    -Una pena. Me muero por esperarte cuando salgas de la cárcel. Incluso estoy pensando en ir a verte. Sé los horarios, ya he hecho visitas a algún conocido. Los sábados de doce a seis de la tarde. Allí estaré con un ramito de violetas. Tal vez consigamos entonces conocernos y ser felices.

    -Por qué te burlas de mí. ¿Qué piensas hacer conmigo? Vas a delatarme ¿Verdad?

    Ahora sus ojos son llorosos. Avanza hacia mí y me abraza. Su brazo rodea mi cuello e intenta besarme.

    -Muchacho…

    -Basta. -La aparto como puedo, con todo el dolor de mi corazón-. ¿Qué quieres que haga¿ Tienes que admitir que siendo lo que soy no puedo hacer otra cosa. Me educaron así. Es lo que se espera de mí. No sé hacer otra cosa. Voy a sentirme mal por esto, por supuesto que sí. Ahogaré mis penas en alcohol, como siempre. Ya me he acostumbrado. Pero me sentiría peor si hiciera lo contrario. Llevo acumulados seis años de angustia, seis años sin dormir bien, seis años bebiendo como un descosido para olvidarlo todo. Ya estoy acostumbrado pero merezco un descanso. Lo único que puedes hacer es colaborar con las autoridades. Es más, te lo recomiendo. Quizás así te traten bien. Estoy seguro. En el fondo, este es un país que sabe perdonar. Tendrás que decirles donde está tu hermanito. Sí, el Guapo. También otros nombres que les interesaran. Y, con suerte, pasarás poco tiempo a la sombra. Quizás ni llegues a entrar. Eso sí, perderás el dinero y tus hermosos coches. ¡Ah! No sé si Toni, si es que se libra de todo esto y sale indemne, te querrá pobre y confesa.

    -Pero eso no puede ser. Son gente muy peligrosa. Pueden acabar conmigo en cualquier momento. Recuerda lo que pasó con mi jefe.
   
    -Deberías haberlo pensado antes, preciosa. Mucho antes de servir de lavadora de dinero de esos mafiosos.
   
    Se echa a llorar desconsolada. Ahora sí me parece que las lágrimas son verdaderas. El nudo en mi estómago va creciendo y se hace inaguantable.
   
    -Qué va a ser de mí…
   
    Se hizo el silencio entre los dos. El clamor de las olas parecía haber cesado y solo una especie de gemido, más cercano al aullido de un animal pequeño que al llanto de una mujer adulta, rompía la quietud de la tarde.
   
    -Sé valiente. Hasta ahora te la has jugado sin miedo alguno. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué creías, qué no te iban a coger? Era cuestión de tiempo.
   
    El llanto paró en seco y se le atragantó en su garganta. Me miró con odio y despreci0. Todo el amor, simulado o no, había desaparecido.
   
    -Qué sabrás tú, Muchacho Listillo. Es fácil dar lecciones de honradez y moralidad. Estoy segura de que con tus modales de niño bien no has sufrido ni la mitad que yo. Seguro que para ti la vida ha sido como un paseo en el que ni siquiera te has despeinado ¿Qué te crees? ¿Que todo ha sido un jardín de rosas para mí? Por mi cara bonita. Tuve que luchar mucho y duro. Sobreponerme a mi destino. Soy mujer ¿No te has enterado todavía? La mediana de mi familia. Toda la atención para el mayor y para el más pequeño. Para mí nada, ni siquiera cariño. “Con ese cuerpo y esa cara que tienes conseguirás un buen marido” me decían. Sí, así de claros, de duros y de mediocres eran en mi familia. Una familia de clase media baja, en esta ciudad pequeña, mediocre y anodina. Esta maldita ciudad que es mucho para los pobres y poca cosa para los ricos de verdad. Con mis estudios medios de pobre. Con mis notas grises muy lejos de destacar en algo. Cuando conseguí trabajo fue algo corriente y vulgar, no lograba salir de mi barrio, no vivía en el Bulevar como ahora. Era un barrio de la parte vieja, cutre y viejo, que se caía a pedazos. Toda la semana trabajando para llegar al viernes sin otra perspectiva que una pequeña juerga en cualquier bar. Uno de esos como El Oasis. Y entonces llegó él, mi jefe. Un hombre de mundo, que había vivido otras cosas; Atractivo y guapo hasta decir basta; Seguro de sí mismo y arriesgado... Yo no tenía ojos para otra cosa que no fuera él. Era de otra pasta. Sabía estar y vivir a lo grande. Me llevaba a sitios distintos, a restaurantes en los que no hubiera imaginado estar nunca. Y, de pronto, aquel trabajo insignificante comienza a animarse; todo parece ser un juego sencillo del que siempre sales airoso si sabes bien las reglas y te las saltas; y empiezas a ver pasar dinero por delante de tus ojos. Más del que has podido imaginar. Y ves el tipo de gente que lo trae. Gente normal, que no son más que tú ni que yo. Solo que han apostado fuerte. Y te preguntas ¿Por qué no yo? Y él, el objeto de mis deseos, lo que más admiré en el mundo te responde: Claro que sí, guapa. Hay para todos. Sí ¿Por qué no salir de esta mierda, de este círculo vicioso de una vez por todas? ¿Qué hubieras hecho tú, Muchachito Listo? ¿Hubieras dejado pasar todo ese dinero sin coger algo para ti?
   
    Nada quiero yo argumentar ante esta declaración de motivos. Podría decirle que ya ha visto que no todo era tan sencillo. Que para que uno gane, otro, en alguna parte, ha tenido que perder. Pero yo no quiero hurgar en la herida y, además, nada puedo hacer yo por cortar el llanto que otra vez acude a sus ojos. Está empezando a dolerme a mí también, más de lo que había previsto. Mi cuerpo responde a todo aquello con algo que no tiene nada de material pero que duele en alguna parte de mi organismo, que está fuera de cualquiera de los cálculos que yo pude hacer, algo que tiene que ver con las sensaciones, con el perdón, con la atracción sin límites que aquella mujer ejerce sobre mí. Como puedo, trato de reponerme, de acabar el trabajo (mal planteado por mi parte, sin duda) que me ha traído hasta aquí.
   
    -Todo está en manos de un fiscal bastante comprensivo. He hablado con él. Te esperará hasta el lunes a última hora. Solo tienes que decir que vas a colaborar. Procurará que sea fácil para ti y tú deberías ser inteligente y aceptar sus sugerencias. He empeñado mi prestigio. Por los viejos tiempos. Francamente, querida, te pediría que no hicieras ninguna tontería. No merece la pena, aparte de que no llegarías lejos y, además francamente, me dejarías en mal lugar.
   
    Vuelve a acercarse a mí con intención de besarme. Se agarra a un clavo ardiendo. La paro en seco y le doy la tarjeta del fiscal. Ella la tira, se da media vuelta y corre hacia el coche.
   
    Aquella será la última vez que la veo.
   
    Recuerdo los ojos llorosos de Mary Astor suplicando a Bogart para no ir a la cárcel. Pero aunque ni yo soy Sam Spade ni hay ningún pájaro cubierto de diamantes ni estas fechorías se han hecho para conseguir algo hecho con el material con que se hacen los sueños, la suerte está echada. Si él, Boggie, no atendió al lloriqueo y a los besos de Ingrid no iba a ser yo menos. Lo que ocurre aquí es un simple delito contra el fisco salpicado de bastantes delitos penales y yo un mero servidor público que intenta ser lo más honrado posible. Posiblemente, enamorado hasta las trancas. Lo que dificulta mantener cierta dignidad en el cumplimiento del deber y una decencia mínima a prueba de cualquier contratiempo personal con la que sobrellevarlo. Me cuesta esta absurda integridad, la verdad, pero es lo único que tengo. Mi único usufructo para ir tirando.
   
     Y sin embargo, creo que nunca la he querido tanto como este atardecer de otoño. Estoy seguro que hubiera conseguido corromperme a mí también si no arranca aquel fantástico coche. Si intenta, otra vez, seducirme. Mis defensas están bajo mínimos. Peor aún, quizás no existan ya… Pero, en una maniobra rápida que deja una estela de polvo, el coche fantástico desaparece por la carretera del pinar. Y de mi vida. Espero que para siempre.


Capítulo 13


    -¡No jodas! ¿Que eres qué? A ver ¿Un jodido inspector de hacienda o un puto policía?
   
    -Bueno. Mitad y mitad. Una especie de policía en hacienda o un inspector de hacienda en la policía. Tampoco es para abrirse las venas, hombre.

    -No. No. Si es que esto sí que no me lo esperaba. Yo te imaginaba como un viajante o algo así. Con ese ir y venir de un lado para otro.

    Su rostro parece recuperarse poco a poco del asombro. Lo he invitado a comer en la parte vieja de la ciudad, no demasiado lejos del Bulevar. Estaba dando cuenta de un plato de marisco cuando casi se atora. No es que yo vaya escondiendo mi profesión pero tampoco voy enseñando mi vida laboral a la gente con la que hablo. El caso es que entre el Maestro y yo llevábamos muchas horas de conversación y me lo preguntó así, a bocajarro (“¿Tú a qué te dedicas exactamente?”). Como quien no quiere la cosa. Yo le respondí con la voz más indiferente que pude, ya que sé de las reacciones que suele tener semejante anuncio. Previamente, le había contado la historia de la Rubia con todo lujo de detalles, sin ponerme yo como protagonista, y contra toda la prudencia que aconseja mi oficio.

    -Pero cómo pudiste llegar a esto, criatura. Uno escucha recaudador de impuestos y piensa en el Sheriff de Nottingham y si oigo la palabra policía inmediatamente me pongo en guardia para correr.
 Parece realmente escandalizado.

    -No es para tanto, hombre. ¿Sabe? Cuando yo era pequeño soñaba con ser uno de esos héroes de las películas o de los tebeos. A mí las cosas a las que yo veía dedicarse la gente que me rodeaba no me atraían en absoluto. Era medianamente bueno en los estudios y quise llegar a algún sitio que me alejara de mi barrio al que odiaba íntimamente. Y no encontré otra cosa más que entrar en la administración pública. (“A la olla gorda, hijo. A la olla gorda” me recomendaban mis padres con esa capacidad que tenemos los pobres de ser utilitarios en todo lo que nos ocurre en nuestras vidas). Un sólido refugio para todo tipo de personas, se lo puedo afirmar. Al final, acabé haciendo lo que mejor sabía. El trabajo era sencillo. Es decir, recopilar papeles y datos, ordenándolos en montoncitos y relacionándolos unos con otros. Debe, haber. No hay mucho más, se lo aseguro. Normalmente salen las cuentas. Pero cuando no cuadran, ahí estamos nosotros para interesarnos por el porqué, el cuándo y el dónde. Pertenezco a una unidad que vigila la ocultación, transformación e integración del dinero procedente de actividades ilícita en la economía legal. Hablando en plata; Blanqueo de dinero sucio.

   -Hombre. Viéndolo así… Te pido disculpas por escandalizarme. Me debo, me tengo que disculpar. Ahora me pareces algo más a Robin Hood que al puto Sheriff. Hasta te puedo perdonar que medio seas de la pasma.

    Me lo dice riéndose, recuperado ya del susto, mientras la emprende con otra gamba.

    -Si acabé aquí fue por algo de romanticismo. Sería un pesado y repetitivo si le recordara que a la mayoría de estos delincuentes no hay otra forma de cogerlos que siguiéndole el rastro al dinero. Recuerde a Al Capone.

    -En fin. Me alegra comprobar que no voy a tener que avergonzarme ante nadie por saber a lo que te dedicas.

    -No crea usted. Que en este país se abochornan más los honrados de serlo que los pillos de ser granujas. Estos más bien se enorgullecen de ello. Al principio de trabajar en esto yo iba por ahí contándoselo a todo el mundo. Dejé de hacerlo. O me tachaban de ser “un recaudador de impuestos, representante del Estado Opresor que nos esquilma” o me hacían propuestas de lo más peregrinas y obscenas. O simplemente la conversación se convertía en una ristra de peticiones de favores de nunca acabar. Mire si estamos tan mal mirados, que ni siquiera trabajamos junto al resto de nuestros compañeros de Ministerio. Normalmente cazamos a algunos de ellos en cualquiera de las operaciones que llevamos a cabo Por eso trabajamos muy a menudo en pisos francos. Clandestinos, como si fuéramos nosotros los delincuentes. Unos apestados, ya le digo. Somos conscientes de que una llamada o una visita nuestra no es lo más esperado. En este país se nos odia y nosotros estamos preparados para recibir ese rechazo. No digo que nos guste pero es así. De nosotros se exige total entrega y convencimiento por lo que hacemos, también bastante discreción. Por eso, el ambiente de El Oasis era perfecto para mí. Porque allí nadie preguntaba por nada. Por eso me sentí tan cómodo en aquel bar, por eso amé tanto aquel lugar y lo tengo en el mejor sitio de mi memoria. A pesar de lo que ocurrió al final. Nadie conocía a nadie, ni quién era ni de dónde venía. Solo importaba hablar, beber, estar allí, ver películas... Sin nombres, sin importar el lugar de origen ni de destino, ni de dónde veníamos ni a dónde íbamos. Nada de preguntas. Perfecto.

    Seguimos comiendo. A lo lejos unas nubes negras amenazan a la ciudad de los bellos otoños. La ciudad las esperaba convertida en el decorado de una película. Al rato dice, entre trago y sopetón.

    -¿Y el Guapo? ¿Cómo supiste que vivía?

    - Debo decirle que todavía tengo mis dudas, a pesar de lo que cuenta nuestra Rubia. Incluso podría ser una estratagema de toda esta gente para echarle las culpas de todo. De todas maneras, no creo que aparezca. Estoy seguro que no se le volverá a ver el pelo. En este país es relativamente fácil escabullirse. En cualquier caso, prefiero pensar que vive. He sufrido estos años mucho. Esperando todo este tiempo que me acusaran de algo que tal vez no ocurrió. Me imagino que usted también. No creo que sea tan insensible. Hemos estado llevando una carga que es muy posible que no existiera. Por eso, siempre es bueno conocer el alcance de nuestros actos para poder medir la culpa que tenemos que soportar. A mi creo que me ha faltado templanza, algo de temperancia que decía mi madre, si le soy sincero.

    -Ella ha sido muy cruel con ambos. Sabiendo que no éramos unos criminales debería haberle dicho algo a usted. Y usted me lo hubiera comunicado a mí y me habría evitado decenas de noches sin dormir, cientos de tardes ahogadas en la bebida, días enteros (sobre todo al principio) con el estómago encogido. Prefirió no decir nada para mantenernos alejados, asustados y cogidos de los huevos, si me permite la expresión. Es algo que va más a allá de la crueldad, que tiene que ver con el control absoluto de todo lo que ocurre a tu alrededor. Sí, no solo fue muy cruel. Fue algo más y yo no voy a perdonárselo por muy Reina de mis sueños que sea.

    -Empecé a sospechar cuando leí en un periódico atrasado las noticias del cierre de El Paraíso. No pasé por alto la coincidencia del primer apellido entre la Rubia y el Guapo. Un apellido no demasiado vulgar: Areta. Germán se llamaba él. Indagué y descubrí que eran hermanos de padre. Entonces entendí su reacción de aquella noche. Todo esto me llamó la atención porque hace unos días visité el Paraíso, en una especie de exorcismo particular, y vi a las momias que ejercían de camareros ¿Se acuerda? –Asintió con la cabeza intrigado-. Seguían haciendo su trabajo como si nada. Supuse que alguien pagaría sus sueldos y todo lo demás para que todo estuviera en perfecto estado de revista. El lugar estaba siendo vigilado y se sospecha que la pequeña cala sirve de varadero para el desembarco de más de un alijo. Que, a fin de cuentas, es para lo que siempre ha servido. También recordé que aquella noche ella fue a buscar a Toni. Usted no la vio con él pero yo sí. Justo después de todo el lío. Entonces creía que buscaba el maletín. Ese que seguramente contenía el dinero que tenía que entregarle al Guapo esa noche. Pero no. Fue a buscarlo para que lo ayudara a encontrar a su hermano. Toni comía en sus manos.

    -Sin embargo, Toni también se aprovechó.

    -Ella dice que la chantajeó. Que todavía lo hace. Posiblemente. Él vio el maletín del dinero y la ayudó con el Guapo. Luego quiso su parte del botín. El premio era ella y Toni se pegó a ella como una lapa. Estaba “colaito” por ella y un día debió proponerle matrimonio. Quería el premio completo. Demasiado barco para tan poco marinero. ¿No cree? Ella accedió, no podía negarse. Qué iba a hacer. Ya hemos visto que es una mujer práctica. Seguramente lo vio como una pequeña fusión de intereses. Más tarde la relación se enturbió y pasaron a soportarse mal que bien. Solo por el interés. Intereses compartidos, muy civilizado todo. Calculamos que en el maletín podía haber entre cinco o seis millones de euros. En billetes de quinientos. Dan para mucho, incluido aguantarse. Estaban montando un pequeño imperio.

    -Y entonces aparecen los Intocables de Elliot Ness. Para que veas que yo tan bien sé de películas, Muchacho. O sea, tú y tú escuadrón contra el vicio y la corrupción.

    -No exagere, hombre de Dios. El que estaba en el punto de mira era el Guapo. Gracias a lo que se sabía de él, más lo que yo pude aportar, mi gente y yo hilamos hasta llegar al grupo Oasis. Estaban sacando a la luz el dinero escondido de una forma digamos no muy sofisticada. El bar servía de tapadera, igual que una empresa de catering. Todo bastante ruinoso. Facturando mucho más de gastos que de ingresos. Esas donaciones tan generosas a entidades benéficas para desgravarlas después. La compra de coches caros es un clarísimo error. Da mucho el cante, saltan las alarmas. Todo estaba encaminado a lavar el dinero del maletín. Pero como decía uno que yo me sé: el dinero cuando no se tiene se nota y cuando se tiene se nota mucho más. En fin, todo un poco basto, la verdad. Se les veía de lejos.

    -Me alegro que truhanes como estos, bribones y tramposos, estén vigilados. Me llena de esperanza. Estas cosas hay que contarlas para que la gente no pierda la fe.

    Lo dice casi emocionado. Como un niño que descubre el sencillo mecanismo de un juguete y se sorprende de ello.

    -No debería ilusionarse tanto. El funcionamiento de todo esto deja mucho que desear, demasiado imperfecto. No digo que lo sea, pero a veces, nosotros mismos tenemos la sensación más de ser la excusa del sistema para que se pueda decir que estas cosas se persiguen que una verdadera fuerza destinada a luchar contra el delito económico. Solo tenemos escopeta para piezas pequeñas y algunas medianas. Las grandes, las piezas de altos vuelos, vuelan lejos de nuestro alcance.

    Los platos se suceden sin que ninguno de los dos, sobre todo el Maestro, demos muestra de desmayo o falta de apetito.

     -Parece que este año va a haber invierno. –Dijo mirando a las amenazantes nubes del horizonte que se acercan.

    -Debería hacerme una visita a mi próximo destino. Yo estaría encantado. El clima es aún más cálido que este, allí el invierno no existe.

    -¡Qué horror! Tiene que haber de todo. Frío, calor, lluvia, viento de todos los lados. Es un equilibrio perfecto. De todas maneras pensaré en tu propuesta. Es lo más deshonesto y excitante que me han propuesto en los últimos años. ¡Perder mi independencia! Habrase visto semejante desfachatez.
   
    La consiguiente carcajada llama la atención de los pocos comensales que nos acompañan. Brindamos por ello. Al rato, ya a los postres, las nubes han copado sus objetivos últimos y la ciudad queda a su merced. Por primera vez en toda la comida reparo en el silencio que guarda y en que se muestra remiso. Al fin se atreve.
   
    -No quería contártelo. Sobre todo por el fracaso estrepitoso que coseché. Pero aquellos días también fueron aciagos para mí. Yo también estaba fuera de mis casillas. Habré llevado una vida rara pero tampoco yo estaba acostumbrado a vivir un homicidio así como así. Sí, los días y las semanas posteriores a la noche nefasta fueron para mí un martirio. Un suplicio lleno de inquietud, y de miedo, mucho miedo. A mi manera intenté llegar a algún sitio. La Rubia había desaparecido de la faz de la tierra y nada podía preguntarle, ni sincerarme ni consolarme con ella. Ahora que sé que tenía al Guapo en su casa me enfurezco…solo de pensarlo. Fui varios días al acantilado pero no pude ver nada. Pregunté a los pescadores que se ponen en la cala con sus cañas que si había pasado algo raro aquellos días. Nada. Ni que a nadie le hubiera llamado la atención nada. Recluté al Hombre del Chándal y sin decirle el motivo estuvimos varios días dando vueltas alrededor de los acantilados con su barca de pesca. El pobre hombre se escandalizó y acabó dándome por loco cuando le dije que buscábamos un alijo. También estuve con el Juez en los juzgados. Entonces supe lo que era en realidad. Pregunté a un policía que él conocía sobre un familiar mío que había desaparecido, que si no habría aparecido en alguna playa o algo parecido. Tampoco nada. Todos me daban por un trastornado. Estaba desesperado y se me notaba. El mismo Viajero se interesó por mi estado de agitación y estuvo haciendo, mapa en mano, planes para que me fuera una temporada lejos a algún sitio que “viniera bien a mi salud y a mi ánimo”. Yo creo que ese fue el remate de la tertulia. Todos creyeron que yo estaba más para allá que de costumbre y dejaron de venir.
   
    Me lo imagino fuera de sí. Me enternece y me duele no haber pasado todo aquello con él. Ayudarnos mutuamente. El pobre hombre también debió sufrir lo suyo. Todo por nada. Se ha callado de nuevo, diría que se siente algo más satisfecho después de darme esa pequeña justificación de lo hecho en el pasado. Ahora vuelve a estar ensimismado en su mundo que parece reducirse al círculo del plato. Sin embargo, algo hay que le ronda la cabeza, algo le inquieta y hace que se mueva en la silla no del todo cómodo.
   
    -Perdona que te lo pregunte ¿Y a ella que le pasará? Siento preguntártelo porque me imagino que su recuerdo no es grato para ti.
   
    -Tranquilo. No pasa nada. Ella tiene su destino en sus manos y nosotros la conciencia tranquila. Incluso por haberle dado una última oportunidad. Solo tiene que cantar como lo haría la Parrala y evitará la cárcel. Pero entiendo que no es fácil. La gente que sigue estando detrás de todo esto no es moco de pavo. La alternativa es ir a la cárcel unos años. Cuando salga no tendrá ya el dinero pero ellos volverán a ayudarla si se ha portado bien. Como pago a los servicios prestados. Y así una y otra vez.
   
    -Duele ¿Verdad, amigo?
   
    -Mucho. Pero se pasará, amigo mío. Cumplir con tu deber ayuda aunque uno no sepa en qué consisten esas obligaciones morales tan inexcusables. Haces lo que tienes que hacer y punto. Mientras lo haces no piensas en otra cosa. Luego, luego se siente ese vacío que… En fin.
   
    No paso por alto que nos hemos llamado amigo y él parece asentir sin decir nada, satisfecho. Es esa amistad sobrevenida a estas alturas, que a mí mismo es al primero al que sorprende, la que debo decir que me hace sentir como si me hubiera tocado algo en un sorteo y es raro, e insólito para mí, porque yo ni creo ni participo en juegos de azar.
   
     Bebemos de una ancha copa algún licor básico y demasiado azucarado que, por gentileza del restaurante, nos han servido después de la comilona. Mientras, fuera comienza a caer una lluvia fina. Al escampar, una ligera bruma proveniente del mar irrumpe en las aceras apagando definitivamente la tarde. Cuando al fin salimos del restaurante la noche adelantada cubre las calles relucientes por la leve llovizna y la luz de las farolas.
   
    -Como se decía en una película de esas tuyas. Creo que éste es el comienzo de una gran amistad.
   

Epílogo 



    Como habrán comprobado, este relato es solo una declaración de amor hacia los bares, esos sitios donde nos criamos la gente de mi generación, y hacia las películas que alimentaron las vidas de muchos de mis amigos y amigas y, por supuesto, la mía. Alguien me dijo que el cine actuó como referencia cuando, quizás, éstas faltaban donde hubieran debido estar. Las películas y los bares. Estos nos proporcionaron cobijo, camaradería y algún que otro disgusto. En las películas no solo imaginamos los mundos que nunca tuvimos a mano, y seguimos sin tener, sino que las soluciones a los problemas que planteaban eran quizás más éticas que las que nos encontrábamos en nuestras miserables y rutinarias vidas. El Muchachito de la película, el protagonista, siempre salía airoso y sus argumentos nos convencían aunque nunca fuéramos a vernos en semejantes tesituras. Recuerdo aquel taxista de una película de Almodóvar al que Carmen Maura le insta a seguir al coche del otro protagonista, a la sazón Fernando Guillén. El conductor, McNamara, le suelta un “toda la vida he deseado que me digan algo así”. Más o menos. Pues igual, de esa misma manera, todos hemos deseado tener una escena de película. Por eso me he permitido poner a mis sufridos personajes en estas situaciones, parafraseando o citando directamente diálogos y situaciones de Casablanca, de Rebeca, de Luz de gas, de El portero siempre llama dos veces, de Johnny Guitar, de Harper, de Thelma y Louise y de algunas más. Por último, de El halcón maltés. Quizás la que muestra más desgarradoramente al antihéroe y una ética fuera de lo que lo acostumbrado en nuestras miserables vidas. En su última escena, El halcón maltés nos presenta al tipo escéptico y pesimista que solo cree, y no es poco, en una suerte de moral imprecisa, confusa y fuera de lugar. Solo esa extraña honestidad, y ese humor negro difícil de digerir (solo con un buen güisqui doble es llevadero), le ayudan a soportar la vida y a soportarse a sí mismo. Puro existencialismo.
  
   Pero imaginemos, por un momento, que ese tipo lleno de razones ideológicas y morales, en ese preciso instante, se lo piensa mejor y decide que pelillos a la mar, que por qué no. Que ya está bien de tanta coherencia, tanta mística flagelante y tantos ideales que ni se llevan ni llevan a ninguna parte. Que por qué no algo de incongruencia, algo de cinismo y mucho de felicidad al alcance de la mano. Que será mejor dejar la mala conciencia y los remordimientos para la resaca de después de la fiesta. Y que esa mujer merece algo más que una cara de póker, una sonrisa atravesada y un carácter labrado en los marines. Y no digamos ese maletín negro lleno de promesas y dinero. Volvamos, pues, al momento en que la Rubia, nuestra protagonista absoluta, huye en su maravilloso Mercedes todoterreno dejando una estela de polvo en el aparcamiento de El Paraíso y veamos qué puede ocurrir. Decida usted, amable lector, con cuál de los dos héroes se queda. La decisión es suya y no le aseguro que sea fácil.

   Final alternativo

  
  
   La Rubia giró el volante ciento ochenta grados en una maniobra imposible, a la que el coche respondió como si estuviera hecho para eso. Abrió la puerta y corrió en mi dirección. Yo la miré atónito, sin saber qué hacer y preso de un terror que me recorrió la medula entera. Cuando llegó a mí se paró en seco. Extendió sus brazos y aprisionó mi cara con sus manos suaves. Violentamente. A continuación me besó como nunca yo habría imaginado que puede hacerse. Me empujó y acabamos en el suelo en un abrazo interminable.
  
   -Te quiero. Te quiero.
  
   Lo repetía una y otra vez y yo, la verdad, me lo creí y me quede sin argumentos. Ni éticos, ni profesionales ni de ningún tipo. Solo importaba que yo también la quería a ella y solo a ella. Que ella me quería a mí y que yo me lo creía. Me daba igual todo lo que había pensado, todo en lo que había creído. Su cuerpo era mi religión y mi pecado, mi hambre y mi sustento, mi perdición y mi esperanza.
  
   Cuando nuestros cuerpos dijeron basta, nuestras cabezas empezaron a trabajar a la velocidad de la luz. Quedamos citados al día siguiente. Para huir de todo.
  
    -Donde tú quieras. Tú eliges
  
    -De acuerdo. Te espero al amanecer en el Bulevar. Donde siempre.
  
   Ella apareció al alba con el Ford azul descapotable. “No es muy apropiado para una huida pero al menos está aquí y no ha fallado” pensé despejando las dudas que el largo insomnio de la madrugada habían creado en mi. Dos horas después recorríamos la carretera que iba en dirección Sur bordeando la costa. Me explicó que no le había dicho nada a Toni pero que le había dejado dinero suficiente para que no hablara.
  
   -El resto es para nosotros. Para nuestra nueva vida. Tendremos de sobra. Nos lo merecemos.
  
   Yo no decía nada. Sin saber ni qué hacer ni si creer que todo aquello era verdad. Iba a tirar mi vida por la borda pero me daba igual. Un día más y estaríamos fuera del alcance de quien quisiera buscarnos. El fiscal tendría suficiente trabajo aquel lunes como para esperar un día o dos más. En ese tiempo nos daba tiempo a cruzar la frontera (habíamos pensado hacerlo por separado) y perdernos para siempre. No. No tendrían demasiada prisa. A fin de cuenta éramos piezas menores y nadie repararía en nosotros durante algún tiempo. Por lo menos, eso pensaba yo, esperanzado.
  
   Al rato, entrada la mañana, empecé a relajarme. Su pelo rubio al viento, a pesar del precioso pañuelo que intentaba sujetarlo, disipaba todas mis dudas. Estaba ya completamente seguro y creía cada vez más en ella y en lo que el futuro nos depararía. En cambio, en sus ojos se podía ver la sombra de la duda.
  
   -Antes de seguir debería decirte alguna cosa sobre mí. Hay cosas de mí que tal vez no soportes. Es mejor decirlo ahora por si te arrepientes de lo que estás haciendo.
  
   -Nada podrá hacerme cambiar. Ya no.
  
   -Primero tengo que decirte que ya estuve casada.
  
   -No me importa.
  
   -Tres veces y con tíos con los que todavía me veo, que aún me buscan y hasta ahora yo los he esperado.
  
   -Te lo perdono. Ahora serás solo mía. Aunque si no quieres lo entenderé. No quiero ser egoísta. Soy comprensivo y puedo compartir.
  
   -Nunca podré ser madre porque odio a los niños.
  
   -A mi también me parecen espantosos. Les tengo miedo desde que vi Los chicos del maíz.
  
   -Me he operado las tetas, la boca y también el culo.
  
   -Me es igual. Te conocí así y me encanta. Yo tengo dos empastes.
  
   -¡Por Dios, Muchacho! ¿No lo comprendes? Me llamo Desideria Servanda. ¿Cómo vas a poder soportarlo?
  
   -Me es igual. Ya lo sabía. Buscaremos un diminutivo cariñoso. Por ejemplo Desi. Yo me llamo Diamantino. Puedes llamarme Tino.
  
   -Qué horror. ¿No lo entiendes? No puede ser, no saldrá bien, ¡Soy rubia de bote!
  
   -Nadie es perfecto.


   Cádiz, en otoño del 2014.