viernes, 30 de septiembre de 2016

Fin de fiesta

La lluvia no paralizaba la vida en el río pero la ralentizaba. Pocas piraguas se aventuraban a navegar (no se podía pescar y había que achicar constantemente el agua de lluvia), nadie salía de las cabañas cuando pasábamos frente a los poblados; tampoco se podía ahumar pescado ni cultivar la tierra, por lo que la única alternativa era quedarse en las cabañas a esperar a que escampase. La vida aquí durante la temporada de lluvias debe de ser muy triste.

A mí, en cambio, me gustaba. Me recordaba mi infancia ferrolana (mamá, me aburro…) en aquellos tiempos lejanos, antes del cambio climático, cuando hacía calor en verano, frío en invierno y llovía casi todos los días.

Así como las chozas de los poblados se oscurecían al mojarse, la selva brillaba bajo la lluvia con un verde más intenso si cabe que el habitual. Se la veía lustrosa, como sin estrenar; diríase que nunca había pasado un blanco por allí, que en cualquier momento podían aparecer entre los árboles las cabecitas de los pigmeos, que en esta zona han mantenido hasta hace bien poco el canibalismo. El último caso “documentado” es de 2013; de los no documentados no se sabe nada.

Michel quería asegurar la llegada a Mbandaka con tiempo para coger el avión de Kinshasa, por lo que seguimos navegando varias horas después de anochecer, pese al peligro y a la teórica prohibición; por suerte con la puesta de sol había cesado la lluvia por completo. Nos acostamos después de cenar, apretujados en las zonas más secas de la cubierta inferior. Yo coloqué mi colchoneta encajado entre dos tiendas, prefería eso a encerrarme con alguien en una pequeña tienda de campaña.

La noche no fue demasiado buena, hizo bastante frio y la humedad penetraba por todas partes. Como mi saco de dormir no se había secado por completo en todo el día, tuve que acostarme con chándal y calcetines, que me pude quitar conforme se iba secando el saco.

Además, tocó noche de fauna: mosquitos y gallos se turnaban para despertarme con bastante frecuencia. Esa noche aprendí una nueva lección: no ir a la letrina sin comprobar las pilas de la frontal. A mí se me acabaron en plena operación y tuve que apañármelas como pude para volver a mi colchoneta.

Al amanecer los habitantes de Ykodo, la aldea donde habíamos atracado en algún momento de la noche, nos pidieron ayuda: uno de los ancianos estaba enfermo de malaria. Para ellos, todos los monguele teníamos algo de médicos, o por lo menos vivíamos en países en los que era sencillo el acceso a las medicinas y al tratamiento médico, algo muy poco habitual para ellos. K., nuestra enfermera, les entregó las pastillas justas de Omeprazol y Malarone, con instrucciones muy claritas de cómo debían administrárselas.

En vista de esto, se nos acercaron varias personas más con distintas dolencias, más o menos reales, pero K. se plantó: no más medicamentos sin receta. No estábamos seguros de si los síntomas era ciertos, ninguno de nosotros era médico, y su experiencia con los refugiados era que algunos tendían a exagerar sus males o incluso a inventárselos con tal de conseguir atención.

Emprendimos por fin el último tramo de navegación mientras limpiábamos, secábamos y doblábamos las tiendas y organizábamos nuestros equipajes. Aproveché el ambiente de liquidación que se respiraba a bordo para darle a Patrick, mi colega mecánico, las espirales anti mosquitos, unos auriculares de Turkish Airlines, gel, detergente en polvo y la ropa más deteriorada, la que había prometido a mi mujer no llevar de vuelta a Cádiz.

A media mañana celebramos con una copa de vino el paso por el kilómetro mil de nuestro recorrido por el río. El caso era acabar la última “bag in box”, habría sido una vergüenza llegar a Mbandaka sin terminar el vino.

Quedaba ya solo hora y media para Mbandaka. Igual que al principio del viaje no terminaba de creerme que estaba donde estaba, ahora no podía o no quería creerme que el viaje se acababa. Aunque todavía me faltaban unas sesenta horas para llegar a casa, estaba seguro de que a partir de ahora las cosas irían mucho más deprisa, demasiado. Tendría que abandonar ese movimiento reflejo de saludar con la mano a las piraguas y las aldeas, volvería a estar permanentemente conectado, las cosas y las instituciones funcionarían…

Antes de llegar a nuestro puerto de destino todavía tuvimos tiempo de ver dos tipos de embarcaciones nuevas para nosotros: Por una parte, almadías para transporte de bambú y madera; por otra, balsas formadas por docenas de piraguas que eran transportadas río abajo para su venta.

Llegamos por fin a Mbandaka, que parecía otro mundo. Muchas antenas, varios edificios de hasta tres pisos y todos los símbolos de una verdadera ciudad. Me causaron especial impresión los astilleros abandonados de la empresa pública SONATRA, que había tenido el monopolio del transporte de pasajeros por el río y había quebrado, saqueada por Mobutu y sus secuaces.

Otros símbolos de progreso los encontramos en un par de lanchas de desembarco LCM-8 en aparente estado de funcionamiento, el muelle de hormigón de la fábrica de cerveza Primus…

Desde la orilla llegaban numerosos saludos para nuestros tripulantes, especialmente para el piloto y para Tito, el pigmeo encargado de la hostelería a bordo. Se notaba su popularidad.

En cuanto atracamos montamos una mini fiesta de despedida con la tripulación. Los invitamos a cervezas o refrescos, queso, jamón, foie gras y otros productos europeos, pero lo que más les gustó fue la carne en lata y las salchichas de Frankfurt.

Me tocó entonces leer en español un breve discurso de agradecimiento, mientras mi compañera C. traducía casi en simultáneo a un perfecto francés. Al terminar entregamos a los tripulantes un sobre con la propina, unos seiscientos y pico dólares, con lo salían a setenta dólares por cabeza. Puede parecer poco, pero en un país en el que el sueldo de un funcionario medio andaba por los cien dólares era una buena recompensa por once días de trabajo.

Nos despedimos con pena de la tripulación y nos dirigimos al Hotel Benghazi. Al parecer había habido un cambio de planes, ya que el hotel inicialmente reservado, al ver que en cada habitación iban a dormir dos personas con apellidos no coincidentes reclamaba una tarifa del doble de lo acordado. Su lógica era aplastante: Si se metían en una habitación dos hombres o dos mujeres de distinta familia, cada uno se buscaría una pareja para pasar la noche y en la habitación acabarían durmiendo cuatro personas.

El Benghazi, donde no aplicaban esa teoría, era tan cutre que llegamos a echar de menos las noches a bordo del Go Congo. Las habitaciones eran muy espartanas, con una cama de matrimonio y una papelera por todo mobiliario; ni siquiera una mesa para abrir el equipaje o una silla para dejar la ropa por la noche. El agua corriente no funcionaba, y aunque nos dejaron dos cubos de agua para ducharnos y para el váter, si se acababan no podíamos rellenarlos por la borda como en el barco. Las ventanas no cerraban, en el dormitorio no había ni una bombilla y el colchón era de espuma, demasiado blando después de tantos días de colchoneta. Menos mal que la cama era muy amplia, porque tendría que compartirla con K., la cual además arrastraba un buen constipado. Y esta suite costaba nada menos que ciento veinte dólares por noche.

Por lo menos conseguí poner en marcha el ventilador de techo, después de desmontar el mando y hacerle un puente, pero solo en modo “ON/OFF”: Ruido atronador o calor de muerte.

Por la tarde  nos fuimos a visitar el lugar en el que según Stanley pasaba la línea del ecuador. Un pedrusco y un letrero destrozado marcaban el lugar, situado en realidad a unos doscientos metros del ecuador geográfico, según pudimos comprobar con nuestros GPS.

Nos fuimos a cenar al mejor restaurante de la ciudad, que habitualmente cerraba por la noche pero que abrieron para la ocasión. Era solamente un patio con una puerta cochera, sin rótulo, donde habían colocado una fila de mesas y sillas de plástico, dos lámparas LED y un enorme equipo de sonido, que pedimos que apagaran.

Las cuatro mujeres que llevaban el restaurante, arregladas como para una boda con vestidos estampados, zapatos de tacón, pendientes, collares y unos bolsos que no soltaban ni para servir las mesas, nos atendieron estupendamente: Pollo de carreras en salsa, con arroz y cerveza ¿Hacia falta algo más para disfrutar de nuestra última cena en el Congo? ¡Sí! ¡Vino! Como yo no bebía cerveza ni cocacola, en castigo me trajeron VITAL’O, una bebida dulce y con gas, con sabor a Bisolvón.

Dormimos como pudimos, ahogados de calor, y al amanecer desayunamos en el salón de convenciones del hotel. Estaba claro que no solían servir desayunos, todo el menaje era improvisado y el azúcar estaba en una bolsa de plástico desgarrada, para que fuera más fácil meter la cucharilla.
Nos atendía una señora que, cuando alguien le pidió leche en polvo, respondió en un tono ofendido: j'ai oublié! Me encapriché con la taza del desayuno, con una inscripción en lingala, la foto de un señor muy trajeado, y toda la pinta de ser propaganda electoral. Cuando le propuse a la camarera comprársela, bajó la voz y en tono de complicidad me dijo: “Vale, pero no se la enseñe a  nadie hasta llegar a Kinshasa”. Estaba claro que yo había cometido un delito de receptación, según me explicó luego J., uno de los dos policías locales que formaban parte de nuestro grupo.

Nos subimos a un par de todo terrenos, uno de ellos con el rótulo de la Delegación Provincial de Sanidad. Camino del aeropuerto al nuestro, que transportaba todo el equipaje, se le pinchó una rueda. Tuvo que volver a recogernos el otro, que no tenía baca, y allí nos acomodamos como pudimos el conductor, los siete pasajeros y el equipaje de los quince. Bueno, en realidad dos de los pasajeros terminaron el recorrido colgados en la trasera del coche, con la puerta abierta y un pie dentro y otro fuera.

En el aeropuerto (ventajas de viajar en grupo), Michel y sus empleados se ocuparon de la facturación y del pago de las tasas mientras los demás esperábamos en el bar de enfrente, poco más que un contenedor, un hornillo de carbón y varias mesas y sillas de plástico dispuestas bajo un sombrajo.

Cuando pasamos al aeropuerto me encontré con lo que podía haber sido un grave problema, por lo menos eso deduje de la cara de Michel cuando se lo conté. Resulta que, pese a tratarse de un vuelo interior, nos pedían el certificado internacional de vacunación contra la fiebre amarilla y yo no lo llevaba junto con el pasaporte, sino en la mochila ya facturada.

Menos mal que J., el policía del que he hablado más arriba, se enteró y me cedió el suyo, diciéndome que él ya había pasado el control. Cuando se lo enseñé a la funcionaria se enfadó conmigo, y me dijo que ya me había controlado y que no la molestara. Problema resuelto.

Cuando con una hora de retraso aterrizó el avión de Congo Airways que nos llevaría a Kinshasa invadieron la pista no menos de cien personas, entre policías, sanitarios, porteadores, fotógrafos, vendedores de recargas de móvil y simples curiosos. La salida de los pasajeros, pero sobre todo de las pasajeras, se convirtió en un verdadero desfile de modelos. Trajes tradicionales con perifollos hasta las orejas, niños de cuatro años con traje de chaqueta y zapatos de punta, niñitas cubiertas de encaje rosa y azul con grandes lazos de raso, faldas ceñidas hasta el límite y más allá, mamis recién salidas de la peluquería que exhibían con orgullo sus cardados, modernas con minifalda y corte de pelo a lo Grace Jones, un señor de mi edad con un traje gris brillante estampado en piel de serpiente… No faltaba de nada.

Y todos tenían a alguien que les esperaba, bien familiares sonrientes o bien empleados o socios igualmente sonrientes, nada que ver con esos aeropuertos europeos en los que nadie va a esperar a nadie, como no sea un taxista con un papel impreso con el nombre del viajero.

Por fin nos llamaron a embarcar, y después de comprobar cinco veces que habíamos pagado las tasas de embarque llegamos al control de equipajes de mano. En plena pista, una sombrilla, una mesa, un recipiente metálico parecido a una papelera y dos funcionarios. Delante de mí le retiraron una maza de madera a unos de mis compañeros, lo que me pareció normal. No lo consideré tan normal cuando le confiscaron a un sacerdote una bolsa de gusanitos, pero al pensar que los gusanitos eran del tamaño de un dedo pulgar y que estaban vivos, lo comprendí. ¿Qué pasaría si se rompía la bolsa en el avión y se escapaban los bichos? O sea que colocaron la bolsa de los gusanos y otros objetos en el contenedor metálico, cada uno con una pegatina con el nombre del propietario.

Cuando me tocó el turno me quitaron la taza de desayuno del hotel. Aunque insistí en que era un recuerdo de mi amigo, el dueño del Hotel Benghazi, me dijeron que no me preocupara. La taza viajaría en bodega y me la devolverían al llegar a Kinshasa, porque los objetos contundentes no podían viajar en cabina.

Más gusanos fueron a parar al contenedor, esta vez metidos en una botella de plástico, pero también vivos y coleando. Resulta que estos gusanos, muy abundantes en Mbandaka, son riquísimos y varios pasajeros se los llevaban a Kinshasa como regalo.

Al aterrizar en Kinshasa al mismo pie del avión nos devolvieron todos los objetos confiscados; el problema llegó con los gusanitos del párroco. Como la bodega no iba presurizada, la bolsa de plástico había explotado, y los gusanos reptaban por el fondo del contenedor. El empleado de Congo Airways lo resolvió de una manera muy profesional: Se sacó del bolsillo otra bolsa de plástico y recogiólos gusanos con los dedos uno por uno hasta que le entregó la bolsa a su propietario. Se notaba que no era la primera vez.

Ya en la cinta de recogida de equipajes empezaron a salir bolsas, maletas, mochilas, cajas… todo normal hasta que aparecieron dos siluros vivos, dando coletazos sobre la cinta. Cuando se caían al suelo no faltaba un pasajero que los recogiera y los volviera a depositar en la cinta, como si tal cosa. Todavía dieron un par de vueltas al ruedo hasta que apareció su propietario.

No voy a contar el último día en Kinshasa, con una visita al mercado de artesanía y un tráfico endiablado, que nos tuvo dos horas y media bloqueados en la carretera de acceso al aeropuerto. Menos mal que los tripulantes de nuestro avión estaban encerrados en el mismo atasco, y salimos para Libreville y Estambul con más de una hora de retraso.

Al llegar al aeropuerto, lucía la luna llena. Bai-ó, Congo.

El funeral

Los hombres habían salido a pescar y podían llegar esa misma noche o a la mañana siguiente. La que llevaba la voz cantante era una madre joven, esbelta, guapísima, que posó una y otra vez para nosotros, cargada siempre con su bebé de pocos meses. Le calculamos algo más un metro ochenta y cinco y tenía una elegancia en sus movimientos y sus gestos que verdaderamente llamaba la atención. Podía haber sido la verdadera reina de África.

La noche era preciosa. Una especie de bruma ocultaba completamente las estrellas pero solamente velaba la luna, atenuándola y rodeándola de un gran círculo de refracción. Al acostarme, en medio de una oscuridad y un silencio absolutos, pasé un buen rato tumbado boca arriba en la tienda, simplemente mirando al cielo a través de las mosquiteras y esperando a que me hiciera efecto el metamizol y se me quitase el dolor de cabeza. Consecuencias de la insolación de la playa.

Dormí prácticamente de un tirón desde las ocho y media hasta las cuatro de la mañana, cuando uno de los gallos de la aldea se puso a cantar de forma tan insistente que acabó despertando a todos los demás gallos, a los perros y a la mayoría de los indígenas.

En cuanto amaneció y vi que la aldea ya estaba en pie, bajé a tierra. Los hombres ya habían vuelto de pescar y charlaban en torno a una hoguera, así que tras los saludos de rigor me senté con ellos. Me enseñaron una nueva fórmula de cortesía: “¿Ousá molambo? – La’la molambo” (¿Cómo estás? – Estoy bien) y sin más trámite me hicieron un hueco entre ellos.

Hablamos de todo y de nada: el idioma nos separaba pero la curiosidad mutua nos atraía. Me preguntaron por qué los españoles nos casábamos tan tarde y teníamos tan pocos hijos, y en mi francés elemental les expliqué lo del paro y el coste de la vida. Compadeciéndonos, me dijeron que en el Congo no tenían ese problema, había trabajo de sobra: pescador, agricultor, vendedor… así que ellos sí que podían casarse jóvenes y tener muchos hijos.

Su principal problema era la lejanía de los mercados, por lo que el pescado o se lo comían ellos o se lo intentaban vender a los escasos barcos que pasaban por el río. Por eso se pusieron muy contentos cuando Michel les compró quince mil francos de pescado fresquísimo, y los pasajeros varios kilos de grandes caracoles de río por otros dos mil francos; el mecánico había presumido de que los preparaba muy bien y nos prometió guisarlos para la comida. Nunca más supimos de aquellos caracoles.

La despedida fue muy emotiva, con toda la aldea agitando las manos y gritando “Bai-ó”, ¡Adios!.

El agua de pozo estaba a punto de agotarse y teníamos que parar en algún poblado grande para repostar. Me temo que nos esperaban otra vez los trámites de policía, migración…

Antes pasamos por varias aldeas de la tribu libinza, con unas cabañas diferentes a las habituales hasta ahora. No usaban palafitos, sino que las chozas, de techos bastante altos, las levantaban directamente sobre el suelo.

En la confluencia con el Mongala, un afluente navegable durante cientos de kilómetros, se apreciaba perfectamente la mezcla de las aguas. Las del Congo, café con leche y arrastrando muchos sedimentos, tardaron varios kilómetros en mezclarse con las del Mongala, menos turbias pero casi negras por el tanino.

Mombeka, el poblado a donde nos dirigíamos, era un puerto fluvial de cierta importancia por servir de punto de transbordo entre los barcos que recorren ambos ríos. Vimos no menos de media docena de barcazas y trenes fluviales atracados en las orillas.

Pero en el poblado nos encontramos mal rollo y miradas hoscas. Por una parte, había llegado hasta allí la epidemia de cólera, y por otra acababan de sacar del río el cadáver de un marinero de un remolcador, ahogado hacía un par de días al caer por la borda. Los soldados armados nos indicaron desde tierra que no hiciéramos fotos.

Menos mal que uno de nuestros marineros era amigo de un cabo, a quien saludó con tres golpes cabeza contra cabeza, y con quien charló de la mano mientras intercambiaban las últimas novedades. Conseguimos permiso para desembarcar, pero después de un rápido recorrido por el mercado volvimos pronto a bordo. Esta vez hicimos pocas compras, yo le regalé un lápiz con goma de borrar a K. para que pudiera corregir las acuarelas que pintaba muchas tardes, pero resultó ser tan malo que le rompía el papel. También compramos agua y pan y nos quedamos un rato en espera de la llegada de aceite para los motores.

Entre los muchos curiosos que nos miraban desde la orilla estaba un hombre con un aspecto miserable, la ropa hecha girones y claramente alcoholizado. Le regalé una camiseta de Ganar Cádiz en Común, que creo que le hacía bastante más falta que la cerveza que me pedía. No quedó muy satisfecho, pero se puso la camiseta encima de los harapos.

A partir de Mombaka navegamos varias horas por un brazo de agua muy estrecho, con las orillas cubiertas de papiros. De pronto se levantó el viento y una racha arrancó una de las tiendas puestas a secar sobre la cubierta y la lanzó al río. Paramos motores y con la ayuda de una piragua conseguimos recuperarla; desmontamos las demás sin esperar a que se secaran, y las extendimos sobre cubierta con unos maderos encima, para que no se volasen.

Ya muy tarde llegamos a Makanza, capital del distrito de Nuevo Amberes. Atracamos en el punto que nos señalaron desde tierra con linternas, abarloados a un trimarán artesanal,  nuevecito, que mostraba un gran letrero: “CENTRE SANITAIRE SACRE COEUR DE JESUS – DONATION DU HONORABLE MATU NKUMO”, y nos encontramos justo en medio del funeral por el marinero ahogado en Mombeka.

Un grupo electrógeno sin silenciador ubicado a unos cincuenta metros de nuestro barco no conseguía ocultar el sonido del potente equipo de música. Sobre el talud de río un túmulo soportaba el féretro, forrado con tela estampada, muy colorida. Unas doscientas personas, unas sentadas en círculo y otras bailando en el centro, acompañaban al difunto.

El alquiler del generador y del equipo de sonido, así como el combustible, lo aportaban las autoridades ya que la familia del ahogado vivía en Kinshasa y no se podía hacer cargo del cadáver. Pero lo más importante, el calor humano, lo ponían los habitantes de Makanza. Ninguno de los asistentes conocía al marinero, pero no podían consentir que se fuera al otro mundo como un animal, sin nadie que lo acompañara en su última noche.

Avanzaba la noche y corría el vino de palma pero la música y el generador no paraban. A las doce de la noche me levanté, desesperado. Allí no valían de nada los tapones para los oídos, y mi dolor de cabeza de la víspera se había vuelto a disparar, de manera que por un momento dudé entre cortarme la cabeza o tomarme una sobredosis de metamizol.

Al final decidí volver a acostarme e intentar relajarme. Burla burlando pasaba la noche, y supongo que dormí largo rato, porque de pronto me desperté sobresaltado. La música había cesado y por unos minutos supuse que había terminado la fiesta. Pero no. Simplemente se había acabado la gasolina, lo cual no era un obstáculo para continuar con el funeral. Unos voluntarios agarraron tres bidones de plástico y montaron un concierto de percusión a cuyo ritmo siguieron los bailes.

Amanecía, y desde tierra, al verme despierto y en pie sobre la cubierta superior, me hicieron señales para que bajara y me uniera a la fiesta, cosa que hice acompañado por Kim, S., y un marinero. Los miembros del comité de recepción estaban medio borrachos, por no decir del todo, y se empeñaban en que bebiéramos con ellos vino de palma. Conseguí convencerlos de que estaba mal del estómago y no podía beber, pero de lo que no me libré fue de bailar un rato con ellos en honor del difunto. Digo con ellos y no como ellos; por mucho que hubieran bebido conservaban un estilazo y un sentido del ritmo que ya quisiera yo.

Cuando vi que la confianza se tornaba excesiva, prudentemente me volví al barco y recogí de la tienda la colchoneta y el saco de dormir. Justo a tiempo, en cuanto estuve a cubierto se abrió el cielo, se desbordaron las nubes, y durante casi una hora cayó agua a mala leche.

En cuanto escampó se nos abarloó una piragua con veinte latas de gasolina de treinta litros cada una. Durante el trasbordo los fumadores siguieron a lo suyo, como si tal cosa.

La mayoría de mis compañeros bajó a tierra a visitar el mercado. A mí no me apetecía, había pasado bastante mala noche pero milagrosamente me había desaparecido el dolor de cabeza. Además el poblado contaba con telefonía móvil y quería aprovechar para dar señales de vida, llevaba ya cuatro días sin comunicarme con mi mujer. Mientras, los tripulantes dormitaban, escuchaban música o jugaban a las damas con chapas de cerveza y refrescos. La mañana fue pasando lenta pero sin pausa, como los jacintos flotantes arrastrados por el río.

Por fin zarpamos, acompañados por un empleado de la gasolinera. Michel se había quedado sin efectivo y le habían fiado los seiscientos litros de gasolina que necesitábamos para llegar a Mbandaka, pero para garantizar el pago el empleado nos acompañaría hasta allí, y luego se volvería en un viaje de entre cuatro días y una semana.

Poco después estalló la verdadera tormenta; lo que habíamos visto hasta aquel momento no era más que un ensayo. Caía el agua a mares, y el viento hacía difícil mantener el rumbo, por lo que el piloto decidió acercar el barco a la orilla para guarecerse.

El aguacero me pilló en la ducha, sin un tejado encima. Enjuagarme fue más sencillo que nunca gracias a la lluvia, bastante más fría que el agua del río, pero lo difícil era secarse. Al final no me quedó más remedio que salir en pelotas de la ducha y secarme como pude en el pasillo de popa, cubierto por un tejadillo de plástico ondulado.

La borrasca era cada vez más fuerte y a los marineros no les resultaba nada fácil amarrar la barcaza a un árbol que crecía dentro del agua, así que Graça se lanzó al río sin dudarlo, nadó alrededor del árbol con la estacha en la mano, y volvió a bordo, donde afirmó el otro extremo del cabo.

Pasamos un par de horas amarrados allí mientras la tormenta se acercaba, pasaba por encima de nosotros y por fin se alejaba. En el peor momento les propuse a mis compañeros hacerle una ofrenda a Iansá, orixá de las tormentas y señora de rayos y truenos, qué menos que un pintalabios… Pero eran unos incrédulos y no me hicieron ni caso.

Aprovechamos la pausa de la tormenta para discutir el espinoso asunto de la propina a la tripulación al final de viaje, tema por visto recurrente en los viajes de grupo. Había diversidad de opiniones, pero al final acordamos circular un sobre para que cada cual echara lo que le pareciera, a poder ser entre treinta y cincuenta dólares.

Cuando amainó un poco soltamos amarras y reanudamos la marcha. Estábamos todavía a unos doscientos kilómetros de Mbandaka, avanzábamos a no más de trece kilómetros por hora, y al día siguiente teníamos que llegar, para dormir unas horas y coger el avión tempranito.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

El cólera y el Barça

Al llegar a Umangui, un poblado en el que al parecer se fabricaba alfarería, nos encontramos con que estaba afectada por una epidemia de cólera; a juzgar por las medidas higiénicas no la erradicarían fácilmente. Disponían de un mini centro de salud financiado por Médicos Sin Fronteras, y en su recinto habían levantado un pabellón temporal de aislamiento, única medida eficaz para combatir estas epidemias, según  nos contó K., nuestra enfermera titular. Pero el responsable del centro de salud se paseaba por el mercado con las mismas botas, guantes y bata que usaba para atender a los enfermos, y las bateas para mojarse los zapatos en desinfectante situadas en los accesos al pabellón de aislamiento estaban secas, pese a haber ya dos enfermos internados. El responsable del centro de salud nos enseñó los bidones de lejía suministrados por MSF, y le prometió a K. que “hoy mismo” rellenaría las bateas. Mientras, familiares y amigos de los enfermos y simples curiosos entraban y salían sin control del teórico recinto de aislamiento.

El mercado estaba bastante animado, pero solo compramos un bolsón de cacahuetes listos para tostar en la plancha de nuestra cocina, teníamos miedo de llevarnos la epidemia con nosotros, y de hecho antes de subir a bordo nos limpiamos como pudimos las suelas de las botas en el agua del río, y ya en el barco nos lavamos concienzudamente las manos.

Fotografié a un grupo de niños que se empujaban unos a otros para salir en la foto, cual dirigentes políticos de nuestro país. Cuando les enseñé las fotos, el visor se llenó de deditos: “¡Ngai, ngai!” (yo, yo) gritaban entusiasmados al reconocerse; aquellas podían ser las primeras y quizás únicas fotos suyas que verían en su vida. Me dio pena no poder dejarles unas copias.

Los más pequeños, casi desnudos, llevaban un cordón negro amarrado a la cintura, supongo que para protegerlos de todo mal. Algo así como el cordón del Nazareno que todavía visten algunas beatas del barrio de Santa María.

Algunas de las chozas de adobe del poblado estaban encaladas y decoradas con motivos naif, como un tren fluvial o un escudo del Barça.

Lo que no encontramos fue la alfarería. Al parecer la única persona que se dedicaba a este oficio, una mujer ya bastante anciana, había fallecido recientemente sin trasmitirle a nadie sus conocimientos.

Casi a la hora de comer avistamos otro banco de arena, bastante extenso. Era una isla efímera surgida en las últimas semanas y desaparecería cuando llegaran las lluvias; podíamos decir con casi total seguridad que éramos los primeros blancos en visitarla. Varamos la barcaza y esta vez sí que me di un buen baño. Me daba vergüenza llegar a Cádiz y confesar que no me había bañado en el río, y además ya me había hecho al color marrón de las aguas a fuerza de ducharme y lavarme la ropa con ellas.

El baño resultó de lo más agradable. En la orilla aguas abajo de la isla la profundidad del agua aumentaba rápidamente, por lo que pudimos bañarnos a nuestro antojo en aquellas aguas no demasiado tibias. Lo malo fue la quemadura que me agarré en los pocos minutos que permanecí en el islote. El sol vertical del trópico no perdona a los que tenemos la piel tan blanca como la mía, a los monguele más puros.

Huí hasta el refugio del barco mientras los cocineros asaban en una barbacoa tres grandes pescados, que mis compañeros devoraron encantados bajo la atenta mirada de una familia de pescadores. Dentro del barco se estaba de maravilla, a la sombra de la cubierta superior, refrescado por la brisa; solo echaba en falta un gin tonic. ¡Dura vida la del turista!

Seguimos río abajo, siempre rodeados por la selva. Cada vez escaseaban más las aldeas; sólo esporádicamente avistábamos un claro con un par de cabañas. Y de telefonía móvil ni rastro desde que salimos de Lisala, ni la volveríamos a encontrar en varios días. Estábamos en el tramo más aislado de nuestro recorrido, donde cualquier percance tendríamos que resolverlo con nuestros propios recursos.

Solo muy de cuando en cuando nos cruzábamos con un tren fluvial o se nos acercaba una piragua. A veces con pescado para vender, pero muchas otras solo la curiosidad movía a los remeros. Saludaban, se abarloaban a nuestro barco, se agarraban a la borda, asomaban la cabeza, miraban todo con ojos como platos y recorrían una y otra vez el interior del barco como si lo estuvieran filmando. Luego se despedían y se soltaban, supongo que para volver a sus aldeas y contar que habían visto a los hombres blancos con sus extrañas costumbres.

Teníamos pensado llegar a Bonguela alrededor de las cuatro y media de la tarde, pero esta previsión, como casi todas las de Michel, resultó incumplible. Caía la noche estrellada y no había rastro de ninguna población; seguimos navegando a la luz de la luna casi llena.

Al cabo de bastante tiempo vimos una hoguera y varias linternas. Habíamos llegado a Bonguela. Con el proyector del barco el piloto eligió el punto que le pareció más apropiado para pasar la noche: una playita llena de piraguas, a pocos metros de un árbol muy robusto que crecía en la orilla misma del río. La noche era espectacular, con un cielo límpido, sin una nube, lo que hizo crecer el número de tiendas plantadas en la cubierta superior.

Esa misma noche Michel contrató con los notables del poblado una excursión para el día siguiente.

Poco después de amanecer se congregó nuestra expedición: tres grandes piraguas, una docena de remeros, el jefe tradicional del poblado, el jefe de policía del distrito y el maestro nos iban a acompañar en un recorrido por un pequeño afluente. Inmediatamente me acordé de "Tintín en el Congo", el libro cuya versión en Lingala, aunque se citaba en internet, nadie parecía conocer en el Congo. Embarcamos en las piraguas entre el cachondeo de los mirones, que se morían de risa al ver la poca maña de los monguele; una de las piraguas estuvo a punto de volcar. Por si acaso, yo rechacé la silla de plástico que me ofrecían y me senté directamente en el fondo de la piragua. No tenía tan buenas vistas como mis compañeros, pero me encontraba mucho más seguro y de paso bajaba un poco el centro de gravedad de nuestra embarcación.

Retrocedimos unos doscientos metros por el cauce principal, y en seguida encontramos el afluente, de dos o tres metros de ancho, por donde íbamos a navegar durante unas horas. El agua no estaba turbia como la del río Congo, pero presentaba el mismo color cocacola, gracias al tanino de las frutas y hojas que caían continuamente de la selva que nos rodeaba. La vegetación llegaba hasta el mismo borde del arroyo, y eran frecuentes los troncos caídos que dificultaban el paso de las piraguas.

Navegábamos por una zona bastante deforestada, con hierbas cortantes, cañaverales, plantaciones de mandioca, muchas palmeras de las que producían el vino de palma y algunas ceibas y árboles de teca dispersos aquí y allá. Cada pocos cientos de metros aparecía una aldea, de donde salían a saludarnos todos sus habitantes.

Algunas estaban especializadas: Recolección de cañas de bambú, lavado, secado y molido de la mandioca, hasta fabricación de unas nasas preciosas a base de tiras de bambú y lianas. Lástima que fueran demasiado grandes para llevarlas en el avión, con  gusto me habría traído un par de ellas, aunque no sé muy bien qué uso podría darles en España.

En una de las aldeas, aparentemente abandonada, hicimos un intento fallido de penetrar en la selva, pero no había senderos y estaba todo lleno de tarántulas, hormigas rojas, arbustos espinosos o urticantes y otras maravillas de la naturaleza. Comprobé una vez más que la selva no era para mí.

Emmanuel, el maestro que nos acompañaba en la excursión, nos contó que la escolarización no llega al cuarenta por ciento. La escuela teóricamente es gratuita y los sueldos de los maestros son cosa del estado, pero la realidad es muy diferente; de entrada, es obligatorio el uso del uniforme escolar (camisa blanca y falda o pantalón azul marino), lo que excluye a muchas familias al no poder costeárselo. Además, como el estado hace décadas dejó de pagar a los maestros, ahora son los padres los que tienen que ayudar a mantenerlos. El propio Emmanuel reunía no más de veinte dólares al mes por su trabajo como maestro, o sea que por las tardes salía a pescar; de otra manera se moriría de hambre.

En esta zona, como en el resto del río, se pescaba con nasas cebadas con piel de mandioca, y se cazaba con arcos, flechas y cerbatanas; las balas eran demasiado caras. Pero quedaba poca caza, ya hacía años se habían comido a todos los monos, cocodrilos e hipopótamos, y ahora lo más grande que se encontraba eran las palomas y las ratas de agua.

Esa tarde aprendí dos nuevas frases en lingala: “Pesa ngai mbongo” (dame dinero), cuyo significado ya había intuido en bastantes ocasiones, y la más útil de todas: “Mbongo eza té” (no tengo dinero), mentira piadosa que a partir de ese momento usé con bastante frecuencia.

Como amenazaba tormenta, antes de atardecer amarramos en una aldeíta de pescadores con treinta y seis habitantes, la cual por no tener no tenía ni nombre.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

El palacio del dictador

Una mañana desde una canoa con la que nos cruzamos nos avisaron de que el canal principal estaba cegado, y nos recomendaron seguir por otro ramal más estrecho. Allí adelantamos a una  embarcación de transporte de un tipo que no habíamos visto hasta ahora, una especie de catamarán formado por dos piraguas enormes, construidas cada una con un solo tronco gigantesco, y unidas por una plataforma de madera sobre la que se apiñaba carga y pasajeros, los cuales brindaron por nosotros y nos fotografiaron con el mismo afán que nosotros a ellos.

Hicimos una comida más ligera de lo habitual porque estábamos a punto de llegar a Lisala, ciudad natal del dictador Mobutu, o sea que aprovechando que el río Congo pasa por Lisala y el Pisuerga por Valladolid, voy a recordar algunos detalles de tan siniestro personaje.

Cuando en 1960 el parlamento belga concedió la independencia a este país, llamado entonces Congo Belga, el Movimiento Nacional Congolés, fundado y dirigido por Patricio Lumumba (bantú), ganó las elecciones muy igualado a votos con la Alianza del Bajo Congo, dirigida por Joseph Kasa-Vubu (kikongo). Como ninguno de los dos partidos tenía mayoría suficiente para formar gobierno, y pese a la tradicional rivalidad entre bantús y kikongos, llegaron rápidamente a un acuerdo mediante el cual Lumumba se convirtió en el Primer Ministro y Joseph Kasa-Vubu en el presidente. Sin comentarios.

Pero ni las antiguas potencias coloniales ni Estados Unidos iban a consentir la presencia de un dirigente anticolonialista y panafricanista tan radical como Lumumba, por lo que las maniobras para eliminarlo de la escena política comenzaron inmediatamente.

A los pocos días de la independencia un político katangueño, Moisés Tschombe, apoyado por belgas y norteamericanos, declaró la independencia de la región de Katanga, donde se ubicaban casi todas las riquezas mineras conocidas en aquel momento. Al no conseguir un respaldo internacional efectivo, Lumumba pidió apoyo a la Unión Soviética, y  con su apoyo pudo frenar de momento a los independentistas katangueños y mantenerse en el poder.

Mientas tanto, Mobutu, que en el ejército de ocupación belga había alcanzado el grado de sargento, se afilió al Movimiento Nacional Congolés fundado por Lumumba, quien confió en él y acabó por nombrarle comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Congolesas. Craso error.

A los pocos meses un golpe de estado liderado por Mobutu y apoyado por el presidente Kasa-Vubu, Bélgica y Estados Unidos, depuso a Lumumba. Tras varias peripecias, Lumumba fue asesinado y su cadáver disuelto en ácido, en presencia de agentes de la CIA. Había terminado la cortísima experiencia democrática del Congo, que no se ha vuelto a repetir.

Tras el golpe de estado de 1960 y un segundo autogolpe en 1965 Mobutu se proclamó Presidente, cargo que retuvo durante más de treinta años. En el curso de una campaña de africanización del país, que pasó a llamarse Zaire, también se cambió el nombre a sí mismo y adoptó el más impresionante de Mobutu Sese Seko Nkuku Wa Za Banga ("El guerrero todopoderoso que, con su resistencia y voluntad inflexible, va de conquista en conquista, dejando fuego a su paso").

Esto no dejaría de ser una anécdota divertida, si no hubiera sido por la política de saqueo sistemático del país desarrollada por él, su familia y sus amigos, y mantenida por los siguientes presidentes. Baste el dato siguiente: En 1972 el gasto público en servicios sociales representaba el 17% del presupuesto nacional, mientras la presidencia se llevaba el 28%. Por si esto fuera poco, veinte años después el gasto en servicios sociales se había reducido a cero, pero el de la presidencia alcanzaba el 95%. Y esto de lo que se contabilizaba. No hablamos de las empresas públicas vendidas a sus amigos a precio de saldo, de los ingresos directos en cuentas del dictador, de los pagos en negro por las licencias mineras, etc.

Por supuesto, esta política no era muy popular en su país, pese a lo cual con el apoyo de la CIA y el silencio de la ONU ejerció una dictadura férrea, decretó el partido único e impidió por la fuerza cualquier forma de oposición. Fue en aquellos años cuando se hizo construir en Lisala el palacio que íbamos a visitar.

Caminamos hasta la residencia, ubicada en lo alto de una colina a un par de kilómetros del puerto y desde donde teníamos una buena vista de los ramales del río. Aprovechando que me había detenido para hacer unas fotos se me acercó un paisano con una moto. Con un tono entre educado e insolente me preguntó lo habitual: De dónde veníamos, a dónde íbamos, qué hacíamos en el Congo… Pero cuando el interrogatorio llegó a temas más sensibles, como mi profesión o si habíamos pagado las tasas de migración, me mosqueé un poco. Le pregunté si era miembro de la administración y me confesó, en voz baja: “Sí, soy policía…secreto”. Muy secreto no debía de ser cuando me lo contaba a las primeras de cambio y empecé a sospechar si tampoco sería policía. Así que muy amablemente olvidé casi todos mis conocimientos de francés y le pedí disculpas, pero debía reincorporarme a mi grupo. Allí se quedó, sonriente y sin decir ni una palabra. No me había sacado ni un dólar, pero por lo menos lo había intentado.

La residencia de Mobutu estaba destrozada, aunque se podía apreciar perfectamente cómo debió de ser en su momento de esplendor. Columnatas y pisos de mármol blanco, grandes salones, frescos, relieves de escayola… Al segundo piso estaba prohibido subir, pero en la planta baja habían saqueado todo lo posible, desde cables y enchufes hasta marcos de ventanas y puertas. El salón principal, que en su día contó con amplios ventanales, ahora estaba reconvertido en salón de actos (simplemente unas filas de bancos de madera muy toscos), y en un par de habitaciones encontramos lo que parecían restos de una escuela abandonada: media docena de pupitres en muy mal estado y unas pizarras clavadas en la pared. Pero al fijarnos en las pizarras vimos que la escuela estaba en uso. En una de ellas había una lección de ortografía lingala fechada el viernes anterior, y en la otra un tema de iniciación a la tecnología mecánica.

Por el palacio pululaban niños, lavanderas y muchas otras personas, aparentemente sin más ocupación que tomar el fresco a la sombra y mirarnos.

Cuando nos marchamos los niños nos siguieron, formando una comitiva que a lo largo de nuestro paseo por el mercado creció hasta alcanzar unos doscientos. Nos sentíamos como flautistas de Hamelín,  arrastrando tras nosotros a todos los niños de la ciudad.

Antes de llegar al mercado hicimos una visita a la misión católica, donde se preparaba un acto litúrgico importante y muchos hombres y mujeres vestían con telas de motivos religiosos. Unos con la Sagrada Familia, y otros con imágenes de San Carlos Lwanga y los demás mártires de Uganda.

Los trámites portuarios habituales se complicaron, como de costumbre, y zarpamos de Lisala con las últimas luces del día. Para intentar recuperar parte del retraso que llevábamos, seguimos navegando de noche cerrada; al cabo de un par de horas vimos una pequeña fogata en la orilla y atracamos allí. Resultó ser una cantera y fábrica de ladrillos, pero dejamos la visita para la mañana siguiente.

A poco de atracar surgió de la absoluta oscuridad del río, supongo que atraída por las luces multicolores de nuestro barco, una pequeña piragua con un solo tripulante. Transportaba unos veinte cántaros de barro, cada uno con diez o quince litros de vino de palma; llevaba a bordo material suficiente para emborrachar a varias aldeas. Fiel a su política de buenas relaciones, Michel le compró cinco litros para el barco y otros cinco para los ladrilleros. Me había gustado mucho el de la víspera, pero uno de los tripulantes nos advirtió que este era más fuerte, por lo que estaba rebajado con agua. Ante las dudas más que razonables sobre la potabilidad del agua, decidí no arriesgarme y limitarme a mi ración de vinacho sudafricano.

Después de cenar, y como era el 11 de septiembre, saqué una botellita de whisky comprada en Estambul y propuse brindar por mi aniversario de boda. Aunque alguien insinuó que también era la Diada y el aniversario del ataque a las Torres Gemelas, no tuvo demasiada acogida. Nos limitamos a brindar por mi matrimonio, del que se cumplían treinta y siete años, y por Salvador Allende, asesinado cuarenta y tres años antes por los militares golpistas en la Casa de la Moneda.

Al amanecer de la mañana siguiente bajamos a tierra para visitar la “Ladrillera de Langa-Langa”. Un pequeño claro en el bosque albergaba varias zanjas y agujeros de un par de metros de profundidad, de donde con picos y azadas se extraía una arcilla grisácea, de aparente buena calidad. En la misma zanja se metía la arcilla en unos moldes artesanales, donde se comprimía a mano para formar los bloques macizos. Estos bloques se colocaban al sol durante un mínimo de tres días para un primer secado, protegiéndolos con plásticos si había riesgo de lluvia.

A continuación se formaban con los ladrillos sin cocer unos hornos, con un túnel en la parte baja donde se cargaba la leña, y rendijas entre los ladrillos para dejar circular el aire caliente y los gases de combustión. Después de sellar el exterior del  horno con más arcilla para controlar la temperatura y velocidad de cocción, se prendía fuego a la leña y se la dejaba arder durante unas cuarenta y ocho horas.

Los ladrilleros, unos cien trabajadores organizados cooperativamente en cuadrillas, fabricaban varios miles de ladrillos al mes, que vendían a 250 francos la unidad a los compradores procedentes de toda la cuenca del río, desde Kinshasa hasta Kisangani. Incluso los grandes trenes fluviales paraban allí ocasionalmente, para recoger un pedido especialmente importante.

Philippe, licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Kisangani y coordinador de una de las cooperativas, nos contó que la demanda crecía de año tras año de manera lenta pero constante, señal clara de que algo se movía en la maltrecha economía del país.

Tengo que destacar que aquello no era un poblado; allí no había mujeres, niños, cultivos ni animales domésticos. Únicamente trabajadores, que habían dejado a sus familias en sus localidades de origen y solo se encontraban con ellas cada varios meses. La alimentación la conseguían por trueque con los pescadores y agricultores de las aldeas más cercanas, donde también compraban la leña para los hornos.

Seguimos nuestra navegación hacia Umangui, un poblado en el que al parecer se fabricaba alfarería, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

El circo de los monguele

Nuestro barco navegaba directo hacia el banco de arena, pero me tranquilicé al ver cómo la embarcación reducía la velocidad y la sonda indicaba fondo suficiente. Bordeamos el banco hasta uno de sus extremos, donde pudimos acercarnos lo suficiente como para varar y poner la plancha. Se trataba de pasar una tarde de playa, una más de las sorpresas que nos estaba proporcionando este viaje.

Bajamos a tierra, mejor dicho a una arena limpia y dorada, aunque el agua del río, turbia y oscura, me quitó las ganas de bañarme. Mis compañeros me pidieron que les hiciera fotos en el agua, y yo obedecí, aun sabiendo que cuando recibieran las fotos se iban a arrepentir. A nuestra edad, con nuestras tripas, cicatrices, varices, calvas, y algunos órganos un tanto caídos no estábamos para mucha foto reveladora.

Aunque desde la playa no se divisaba ningún poblado, de alguna manera se había corrido la voz por el río y poco a poco iban llegando piraguas cargadas de curiosos. Probablemente fuera la primera vez en su vida que veían a quince monguele y contemplaban los estragos que la civilización había causado en unos cuerpos que en algún momento habían sido duros y esbeltos como los suyos.

Hicimos noche en Yambole con el rito habitual, ampliado esta noche con un espectáculo de sombras chinescas que montó Kim con un pañuelo y un par de frontales. Los chiquillos estaban encantados, cada vez nos parecíamos más a un circo ambulante.

La luna se puso bastante pronto y el generador del barco se apagó a las nueve en punto, lo que me permitió disfrutar antes de dormirme de un cielo absolutamente repleto de estrellas, solo comparable al de un épico viaje hace ya nueve años, en un coche sin techo -no descapotable-, desde Alto Paraíso de Goiás hasta la Chapada dos Veadeiros, a unos cientos de kilómetros al noroeste de Brasilia.

Aquella noche resultó ser la de las mbóro, las ranas.  A pocos metros del atraque de la Go Congo había una charca donde vivía una colonia muy numerosa, que nos amenizó toda la noche y gran parte del amanecer.

Llegamos bastante temprano a Bumba, una ciudad mediana donde teníamos que cubrir algunos papeleos y repostar agua, pan y combustible. Mientras Michel se ocupaba de esos asuntos, acompañados por Mikael y uno de los marineros organizamos una excursión en ciclo taxi, otro auténtico circo. Contratamos a diecisiete conductores con sus tolekas (bici taxis) decoradas con flores de plástico y paños multicolores, y nos dirigimos hacia la misión católica, cruzando todo el centro de la ciudad.

Una comitiva como la nuestra era demasiado para los habitantes de la tranquilísima Bumba. Algunos niños lloraban, aterrados; otros nos saludaban a gritos y nos perseguían histéricos por la emoción. Desde casas y tiendas nos filmaban y fotografiaban con los móviles, y yo me sentía como una personalidad, sonriendo y saludando a diestro y siniestro mientras me agarraba como podía al porta bultos de la bicicleta de Etienne, mi conductor.

El suelo, sin asfaltar, era bastante irregular; menos mal que los espectadores les gritaban a los conductores: ¡Malembe, malembe! (despacio), no sé si para que no nos cayéramos o para disfrutar más tiempo de aquel espectáculo inesperado.

Después de un recorrido de un par de kilómetros y de pagarle a cada conductor sus quinientos francos (medio dólar), entramos en la misión católica de Notre Dame de Bumba, llevada por sacerdotes corazonistas y sin mayor interés para mí. Vimos a unos carpinteros fabricando pupitres in situ, visitamos la escuela graduada y un hospital a un precio justo comparado con los hospitales privados de Kinshasa (diez dólares por noche en habitación individual, con todas las comodidades que te trajeras desde casa), y nos marchamos pronto para que siguieran trabajando en paz.

Como curiosidad, en el patio del hospital vimos un pozo con un azulejo que ostentaba la letra “B” y una corona. El pozo había sido construido gracias a un donativo del rey Balduino, quien luego se casaría con nuestra Fabiola de Mora y Aragón allá por 1960, meses después de que la independencia del Congo. La verdad es que Balduino podía haberse estirado un poco más después de  todo lo saqueado por su abuelo Leopoldo.

Volvimos al barco paseando a través del mercado, medio vacío, y de la zona comercial, con casi todas las tiendas cerradas. Incluso estaba cerrada la Boutique de la Modernité, donde esperábamos poder comprar algunas de las telas multicolores con las que se vestían las congoleñas.

Ya a la orilla del río, en una terracita encima de los almacenes de “Nogueira SRC” nos bebimos unas cervezas o refrescos, en espera de que abriera Mahi, la mejor tienda de telas de la ciudad. Cuando por fin abrieron vimos que efectivamente tenían un buen surtido de telas, todas de algodón, aunque no las vendían por metros, sino solo por piezas completas de casi seis metros de largo. Elegí rápidamente una, de fondo rojo y muy colorida, mientras alguna de mis compañeras –no voy a señalar- tardó más de media hora en decidirse. Luego me arrepentí de no haber comprado más, pero en aquel entorno no estaba seguro de si las telas eran bonitas o yo estaba abducido por el exotismo del entorno.

Llegamos al barco, en donde no habían terminado las complejas negociaciones para pagar las tasas (sobornar) a los representantes de cuatro organismos diferentes. Todos querían lo suyo, pero en francos congoleños; en Bumba no aceptaban los dólares, muy apreciados en todo el resto del país. Mientras esperábamos a que Mikael volviera con cambio, en la gabarra amarrada al lado de nuestra lancha un negro impresionante se duchaba desnudo en cubierta, para gran revuelo de mis compañeras y cachondeo de los demás tripulantes de la gabarra, que se habían dado cuenta del interés de las monguele. La verdad es que no era para menos, aunque en mi opinión perdió mucho cuando, una vez duchado, se enfundó una camiseta de tirantes color chicle. Y los siento, pero de esto no tengo fotos.

Resueltos los trámites, zarpamos por fin mientras comíamos y pasamos a lo largo de un enorme tren fluvial, formado por seis gabarras y dos empujadoras. En estas últimas, a las que estaba prohibido el acceso del pasaje, convivían los tripulantes, sus familias, una docena de gallinas y un par de cabras.

Claro que el concepto de familia era un tanto elástico; podía referirse tanto a la mujer e hijos legítimos, como a las llamadas “esposas del río”, que convivían durante la travesía con alguno de los tripulantes o pasajeros a cambio de transporte, alojamiento y comida. Al llegar a destino se deshacía el “contrato”.

En Bumba el río alcanzaba su anchura máxima, de entre veinte y treinta kilómetros según las lluvias, pero insisto en que era imposible apreciar esta dimensión, ya que se dividía en innumerables ramales separados por islas muy frondosas.

La palabra “placidez” se quedaba corta para describir este tramo de navegación. Ni una ola, ni siquiera un rizo turbaban la superficie del agua, donde solo algún pequeño remolino y los jacintos flotantes permitían mantener la sensación de movimiento. El momento de máximo chill out se produjo como siempre después de comer, cuando todas las mujeres sin excepción dormitaban sobre los arcones de popa, mientras los hombres leíamos, escribíamos o repasábamos las fotos, sentados en las sillas más a proa en estricta separación de géneros. Solo Kim, fiel a su papel de guía e integrador, circulaba entre ambos grupos.

Habíamos llegado al punto más al norte de nuestro recorrido, y seguíamos sin graves problemas de salud. Aunque algunos compañeros habían caído ante la diarrea del viajero, era muy leve y remitía en menos de cuarenta y ocho horas, a base de agua de arroz y suero oral. La verdad es que la higiene alimentaria a bordo se llevaba bastante a rajatabla. El agua era embotellada, no había hielo, no se servían verduras crudas ni fruta que no fuera fácilmente pelable, y se cocinaba con agua de pozo, sin potabilizar pero razonablemente limpia. El principal riesgo estaba en platos, vasos y cubiertos, que se lavaban con agua del río.

Al atardecer atracamos en un sitio que no llegaba a la categoría de aldea. Cinco cabañas palafíticas alojaban a dos familias amplias, no más de treinta personas en total. Al parecer, se dedicaban a la pesca y no cultivaban absolutamente nada; de hecho cuando estábamos allí atracados llegó una piragua con cinco mujeres de otra aldea, que les cambiaron la mandioca y algún otro producto vegetal que llevaban por varios fardos de pescado ahumado.

Aunque cuando escribo que no cultivaban nada no soy totalmente veraz. En un extremo de la aldea crecía una palmera datilera de las llamadas lontan en Indonesia, y de la cual extraían la savia, muy rica en azúcar, para elaborar vino de palma. Por una escala muy rudimentaria fabricada con palitos amarrados al propio tronco de la palmera se trepaba hasta la copa, donde habían practicado una incisión por donde manaba la savia, que se recogía en una calabaza. Periódicamente vaciaban el contenido de la calabaza en una garrafa de plástico, donde fermentabay el azúcar se transformaba en alcohol. A primeras horas de la mañana el líquido era dulce y suave, como una cerveza de trigo, pero según avanzaba la fermentación se iba haciendo más ácido y potente. La que probamos en aquella aldea tenía un olor nauseabundo pero un sabor muy agradable, con toques cítricos y un regusto a foie gras.

Como Michel procuraba ir haciendo gastos en todas las aldeas para crear buen ambiente, les compró diez litros de aquel brebaje. Bajamos a tierra pasajeros y tripulantes, cada uno con su silla de plástico, formamos un amplio círculo en torno a una pequeña hoguera, y allí nos trasegamos el vino de palma entre los tripulantes, Michel, Kim, yo y un par de pasajeros más; los demás se decantaron por la cerveza convencional. Aprovechando aquel ambiente de fuego de campamento, Kim contó una historia sufí que había oído en el Sahel.

Trataba de un padre moribundo que reúne a sus tres hijos, y les dice que dejará sus tierras y su ganado al que más llene su cabaña, sea de lo que sea. El primero, agricultor, se levanta al amanecer, se va al campo y recoge toda su cosecha, que apila en el interior de la cabaña hasta más de media altura. Al día siguiente el segundo hijo, cazador, sale de casa antes de amanecer y vuelve al final de la tarde cargado con antílopes, facóqueros, puerco espines y otros animales, pero solo consigue llenar una cuarta parte de la cabaña.

El último día, el tercer hijo, sin oficio conocido, se queda en la cama hasta bien entrada la mañana. Pasa el resto del día holgazaneando por la aldea, visitando a sus amigos o simplemente echando la siesta. A punto ya de ponerse el sol, cuando iba a terminar el plazo concedido, coloca en el centro de la cabaña una lámpara de aceite, la enciende, y toda la cabaña se llena de luz.

Por mi parte les conté la leyenda wounaan sobre la creación del mundo. No debió resultar muy interesante, porque en cuanto terminé decidimos volver al barco a dormir.

De nuevo la noche amenazaba lluvia, por lo que volvimos a apiñarnos en la cubierta baja. El habitual concierto polifónico de ronquidos estuvo esta vez punteado por frecuentes toques de trompeta. La cena había sido a base de arroz con judías pintas, y ahora sufríamos las consecuencias.

Al día siguiente llegaríamos a Lisala, ciudad natal de Mobutu Sese Seko, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

De piraguas y de aldeas

Bokando era una aldeíta más pequeña que Lokatali, con unas dos docenas de niños, más tranquilos y al principio más asustados que los que habíamos ido conociendo hasta ahora. Se notaba que pocos monguele pasaban por allí, suponiendo que alguna vez hubiera llegado alguno.

En tierra tuve una larga discusión en mi cutrísimo francés con un joven: protestaba porque yo pudiera visitar el Congo cuando quisiera y quedarme a dormir en su aldea por la cara, mientras en cambio a él no lo dejarían entrar en España ni podría irse a dormir a mi casa. Aunque creo que tenía toda la razón del mundo, cuando me insistió en que para compensar tamaña injusticia le regalara mi cámara de fotos, tuve que cortar por lo sano y decirle que lo lamentaba mucho, que la conversación había sido muy interesante, pero que debía volver a bordo. Losanyé, que así se llamaba, me despidió con su mejor sonrisa y un el habitual triple apretón de manos (arriba, abajo y otra vez arriba). Espero que le vaya bien.

Ya de noche cerrada, mientras cenábamos, nos pidieron que dejáramos despejado un pasillo a lo largo del costado de babor. Entre dos marineros sacaron a la cerdita que nos había acompañado desde Kisangani, que chillaba desesperadamente como si fuera consciente de lo que le esperaba al llegar a tierra.

S., un chicharrero de nuestro grupo, se ofreció como matarife y parece ser que la liquidó con bastante maestría de una cuchillada en la yugular. Hay gente con habilidades sorprendentes, aunque en este caso por suerte se demostraron bastante lejos de la barcaza. Volvimos a encontrarnos a la cerdita, convenientemente troceada, en las comidas y cenas de los días siguientes. Sencillamente deliciosa.

Poco después apareció un señor vestido de paisano el cual afirmaba ser el representante de la Oficina de Migraciones en aquella aldea diminuta. No parecía demasiado creíble, no llevaba ningún tipo de credencial, y tras una larga conversación con Michel redujo sus pretensiones a vendernos por 1.500 francos, poco más de un euro, una botella de un aguardiente elaborado con maíz y mandioca. Entre todos no conseguimos bebernos más de media botella, y eso que gran parte se quedó en los vasos o acabó por la borda. De un color blancuzco, olía como un mal orujo gallego y sabía a rayos, con ciertos toques a pinga o cachaza de la peor calidad.

Al día siguiente, de nuevo la rutina habitual. Me desperté como siempre con las primeras luces, una hora antes de la salida del sol, y después de mi uso ritual de la letrina me dediqué simplemente a mirar cómo iba clareando. La aldea era madrugadora y a las cinco y media ya estaba todo el mundo en pie, había que aprovechar la luz solar. Mis compañeros se iban levantando y la cocinera ya había sacado los termos de café recién hecho y de agua hirviendo. Como me encontraba un poco adormilado me aticé un tazón de “café congolaise au lait” (hay que leerlo en voz alta).

Al cabo de unas horas de navegación llegamos a Lokutu, una población lo suficientemente grande como para poder comunicarme de nuevo con mi mujer por SMS. Era capital de distrito y tenía veinte mil habitantes, de los que dos mil trabajaban para Feronia, una plantación de sesenta y tres mil hectáreas con fábrica de aceite de palma y un puerto industrial en el que se oxidaban varias balleneras de construcción remachada, tecnología que dejó de usarse en Europa durante la Segunda Guerra Mundial.

Como el ingeniero jefe había salido en visita de inspección no conseguimos permiso para visitar la plantación ni la factoría, por lo que nos limitamos a recorrer el pueblo, rodear la factoría y llegar hasta el mercado.

En el puerto industrial me encontré con Patrick, un infante de marina que me mostró orgulloso su AK-47, “fabriqué au Congo”, en Lumumbashi para ser más exactos, y cuidadosamente remendado con cuerdas y alambres. Junto con la elaboración de cerveza, la fabricación de ametralladoras debe de ser de las pocas industrias que perviven en este país. Por suerte o por desgracia, la conversación no daba para más, yo no quería preguntarle por su participación en las sucesivas guerras que habían asolado el país, o cómo había entrado en el ejército, si voluntario, reclutado, o se había integrado con alguno de los grupos de guerrilleros que en su día absorbió el ejército regular.

Volvimos al barco, zarpamos, comimos, y de nuevo tiempo de relax. Como si alguien pudiera estresarse, en mi vida había hecho un viaje más tranquilo. Yo creía que en el Congo me esperaba “el horror, el horror”, las últimas palabras pronunciadas por Kurtz en “El corazón de las tinieblas”, o sea policías agresivos y corruptos, calor asfixiante, nubes de mosquitos, comida insulsa, cocodrilos, … y me encontré sonrisas inmensas, continuos saludos “Mboté, mboté”, menos calor que en Sevilla, menos mosquitos que en Cádiz, unos cocineros, Feliciano y Leticia, excelentes, y un menú muy variado, suplementado innecesariamente con los embutidos y latas acarreados desde España por algunos de mis compañeros.

Viendo la alegría y el cálido recibimiento de los congoleños resultaba difícil creer que llevan en guerra más o menos permanente desde la independencia en 1960. Y eso por no recordar los terribles años del Estado Libre del Congo, cuando los sicarios del rey Leopoldo mataban, violaban y cortaban manos a quienes se rebelaban o simplemente no cumplían con su cuota de marfil o caucho.

Los combates comenzaron el mismo año de la independencia con los intentos de secesión de Katanga y Kasai, y siguieron con el golpe de estado de Mobutu contra Lumumba en 1961, la rebelión lumumbista en 1963, la sangrienta dictadura de Mobutu durante treinta años, los motines militares en 1991, la rebelión tutsi en 1994, la invasión ruandesa en 1995, la primera Gran Guerra del Congo de 1996 a 1998, la segunda de 1998 a 2001, las milicias de Kivu de 2006 a 2009, la invasión del Lord Resistance Army de 2006 a 2008, el motín militar de 2012, etcétera, etcétera.

Pero dejemos a un lado la triste historia del país y volvamos al viaje.

Anochecía con una fuerte tormenta tropical en el horizonte y un fresquito de lo más agradable cuando llegamos a Ewolo, otra pequeña aldea en la que no tuvimos mucha interacción con la población local. Michel celebraba el décimo aniversario de la fundación de su empresa turística, que podéis encontrar en www.gocongo.com, y apareció nada menos que con nueve botellas bien frías de Laurent Perrier, un champán francés brut que nos supo a gloria, después de tantos días del infame vinacho sudafricano comprado en Kisangani. Para cenar disfrutamos de un guiso hecho con unas buenas porciones de Bess, la cerdita sacrificada un par de días antes, y que nadie se negó a comer.

Como seguía amenazando lluvia, aunque luego no llegara a descargar en toda la noche, los del piso de arriba nos instalamos directamente en la cubierta principal. Apilando las mesas y las sillas hicimos sitio para un par de tiendas, varias mosquiteras, y los dos o tres que dormíamos "al fresco". La verdad es que entre la piretrina con la que había impregnado en Cádiz la ropa y el saco de dormir, y el Relec que pulverizado en pies, brazos y cabeza cada noche era suficiente para mantener a raya a los mosquitos.

Pasé una buena noche, con una temperatura muy agradable y amenizada por un concierto polifónico de ronquidos. A mi edad, quien sea capaz de dormir en el suelo sin roncar que tire la primera piedra.
Al día siguiente a media mañana paramos en Monbongo Mombesa, mercado importante en el que estaba atracado uno de los trenes fluviales que en dos o tres meses hacen el recorrido Kisangani – Kinshasa (y en casi seis el camino de regreso, contra la corriente). Este empujador parecía nuevo y solo empujaba dos gabarras, o sea que con un poco de suerte tardaría algo menos en llegar. De momento estaba cargando maíz y combustible.

Un largo paseo por el pueblo me permitió saludar a decenas de adultos y cientos de niños, a la vez que le compraba el machete que estaba usando a un hombre para construir un tejadillo de cañas. De fabricación artesanal, con cuarenta y cinco centímetros de hoja, un poco mellado pero en perfecto estado de funcionamiento, si conseguía llevarlo hasta Cádiz sería una buena pieza para mi colección de machetes, que ya alcanzaba los veintidós ejemplares. Y de precio me pareció muy razonable. Un tripulante de la barcaza me había dicho que nuevos de ferretería costaban unos siete mil francos, y por este usado me pidieron cinco mil, que pagué sin rechistar. Al cabo de media hora, cuando volvimos a pasar por delante del tenderete de vuelta hacia el barco, sobre el mostrador había media docena de machetes usados. Un verdadero emprendedor, que se había dado cuenta de cómo podía ganar una pasta vendiéndoles machetes a los monguele. La pena es que ninguno de mis compañeros se animó a comprarle otro.


A mediodía nos comimos uno de los peces tigre de la víspera, pero el cocinero se ve que no andaba muy fino: el pescado estaba soso, el arroz pasado y el piri piri le había quedado extra fuerte, media cucharadita era suficiente para convertir en incomible una buena ración de arroz.
Nuestro grupo seguía funcionando muy bien, no se puede decir que fuéramos amigos, pero si muy bien avenidos. No había fricciones ni discusiones, estábamos todos tan relajados que aceptábamos siempre sin rechistar las propuestas que nos hacía Kim, nuestro guía.

Por cierto, hasta ahora no había contado casi nada de mis catorce compañeros de viaje. Más o menos de mi edad, como escribí en el primer episodio, gran parte de su conversación se dedicaba a contar batallitas de viajes anteriores, la verdad que bastante interesantes para mí, que nunca había estado en la mayoría de los destinos de los que hablaban. Dada su gran experiencia en viajes “de aventura”, acarreaban un gran surtido de material de acampada de última generación. Para mí, que me había quedado en las tiendas canadienses de algodón, todo era nuevo: las tiendas iglú de nylon, las colchonetas inflables que cabían en un bolsillo, los sacos de dormir ligerísimos, la ropa técnica de secado rápido, las bolsas impermeables para documentos y cámaras, y mil cosas más. Lo único que les sorprendió de mi equipaje fue una cuerda para tender la ropa, elástica y con ganchos en las puntas, que permitía prescindir de pinzas. Bueno, y la ligereza de mi equipaje, que me había permitido llegar hasta Kinshasa sin facturarlo.

A la hora de la siesta pasamos por un poblado algo más grande de lo habitual, Mombongo Elunga, cuyas chozas eran de tejado a cuatro aguas, frente a las de dos aguas habituales hasta ahora. Se trataba de una aldea mombesa, la etnia mayoritaria en este tramo del río.

Las orillas estaban cada vez más distantes la una de la otra, el caudal del río aumentaba con los incontables afluentes, pero al estar en temporada seca también abundaban los bancos de arena, por lo que Sofa, el robustísimo marinero encargado de la seguridad, se pasaba horas sondando de pie en la proa, con una pértiga de caña.

A media tarde, observé algo preocupado que la barcaza se dirigía en línea recta hacia un enorme banco de arena que emergía del agua en mitad del río. Cuando se lo comenté al piloto, me respondió muy tranquilo: “Probleme eza té”, no hay problema.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.





Una noche inolvidable

Como contaba en el episodio anterior, zarpamos a las cinco y media de la tarde, con casi un día entero de retraso. Al cabo de media hora, justo a la puesta del sol, viramos a estribor y nos acercamos a la orilla. Había que buscar una buena zona para acampar, a ser posible en los terrenos de la misión de San Gabriel que se alzaba a pocos metros de la orilla, y para encontrar un lugar apropiado bajaron a tierra Mikael, el hijo de Michel, y dos marineros.

Pasaba el tiempo y Mikael no volvía. Se estaba haciendo de noche y decidimos pasar la noche a bordo; los cinco que habíamos decidido dormir sobre la cubierta superior instalamos allí nuestras tiendas y colchonetas a la tenue luz de la luna nueva y de miles de estrellas. El grupo electrógeno seguía sin funcionar.

Después de cenar, en pleno bochorno de calma chicha, subimos para intentar dormir mientras el resto del grupo se instalaba con tiendas y mosquiteras en la cubierta baja. Pasaba de las nueve de la noche, el calor era asfixiante y la humedad superior al cien por cien, si es que eso es posible. El exterior de la tienda estaba húmedo, pero no menos que el interior, la colchoneta o mi ropa. Cerré la cremallera y aprovechando que no tenía que compartir la tienda con K. me desnudé y me dejé caer sobre la colchoneta de tres centímetros de grosor.

Ni así se podía dormir; el sudor me corría a chorros por todo el cuerpo, mojando más si cabe la sábana. La charla incesante de la tripulación, el ruido de algún fueraborda que pasaba, una música que sonaba en la lejanía… Acabé poniéndome tapones en los oídos, y maldije a la agencia de viajes por haberme hecho cargar con un saco de dormir y un forro polar, claramente inútiles en aquellas circunstancias.

Al cabo de un tiempo me desperté. Se había levantado una brisa fresquita que en poco tiempo secó todo. Me sentía en la gloria y volví a dormirme, para despertarme de nuevo en pleno vendaval. La tienda de campaña oscilaba con fuerza, y me dio miedo que una racha acabara con la tienda y conmigo en el río.

Me vestí a toda prisa, recogí mis pertenencias y salí de la tienda. Kim, el guía, estaba también en pie; entre los dos recogimos como pudimos nuestras tiendas, despertamos a nuestros compañeros y les ayudamos a doblar las suyas. Bajamos todos a la cubierta principal y buscamos un hueco para acomodarnos; yo encontré uno bastante aceptable sobre los arcones de estribor. Antes de tumbarme de nuevo a dormir todavía dediqué unos minutos a disfrutar del viento y del aire de pie en la proa de la embarcación.

Al principio me impedían dormir el ruido del vendaval y la descarga de adrenalina que me había provocado el rápido desalojo de la cubierta superior, pero creo que pronto me quedé frito de nuevo, envuelto en el saco sábana, ya que el verdadero saco de dormir lo tenía dentro de mi arcón, sobre el que dormía a pierna suelta otro de mis compañeros.

Pero la noche todavía no había terminado. En algún momento me desperté de nuevo, esta vez con la lluvia empezando a caerme sobre la cara; en buena lógica meteorológica, después de la calma chicha había llegado el vendaval, y ahora tocaba el remate de la tormenta, que pronto se convirtió en un fuerte temporal de agua. Otra vez en pie buscando refugio.

Aunque los marineros se apresuraron a soltar las lonas que protegían los costados, para cuando terminaron se había mojado toda la zona de barlovento de la cubierta inferior, incluyendo el arcón sobre el que me había instalado. El costado de sotavento estaba atestado, y acabé tendiendo la colchoneta debajo de la mesa del desayuno. ¡Y allí volví a dormirme! Entre sueños oía el crepitar de la lluvia, el flamear de las lonas y el roncar de mis compañeros. Amaneció pero nadie se movía, apurábamos hasta el último momento de descanso según aminaba el viento y la lluvia se convertía en un orballo suave. Una noche inolvidable.

Salió el sol por completo y desayunamos pero seguíamos parados; comprobé en mi GPS que estábamos a unos cinco kilómetros del centro de Kisangani, a la altura del aeropuerto. Al parecer había que cambiar una pieza del grupo electrógeno y el mecánico, Patrick, se había ido a la ciudad a intentar comprarla en cuanto abrieran las tiendas.

Menos mal que volvió a las once de la mañana y pudimos zarpar, pero con veinticuatro horas de retraso. Empezábamos mal.

Aunque el día seguía nublado y hacía fresquito no llovía, por lo que pudimos colgar sacos y colchonetas a secar. Patrick consiguió reparar el grupo electrógeno, y pusimos nuestras baterías a recargar. Bueno, más que las nuestras las de cámaras, teléfonos móviles y frontales; las mías corporales estaban al cien por cien, me notaba rebosante de energía y a la vez poseído por una calma totalmente zen.
Después de comer, mientras gran parte del grupo dormía la siesta, aproveché para tener una larga charla con Kim, de escritor a escritor. El estaba terminando su primera novela, con muy buena pinta por lo que me contó, y yo  acababa de terminar la mía y estaba buscando editor. Prometimos vernos en la entrega del premio Planeta, que no dudábamos sería para alguno de los dos.

Como el cielo seguía nublado y la temperatura andaba sobre los veintiocho grados, después de la charla todavía pudimos echarnos una siesta sobre la toldilla.

Cuando nos despertamos, nos dedicamos a la que sería nuestra principal ocupación a lo largo de la travesía: Mirar el paisaje La verdad es que era muy cómodo, no tenías más que sentarte y por delante de ti desfilaban aldeas, piraguas, y la omnipresente selva. Un crucero perfecto, salvando todas las circunstancias. Eso sí, conforme nos alejábamos de Kisangani se iba espaciando la presencia humana. Poco a poco nos adentrábamos en el corazón de África.

A poco nos cruzamos con el primer tren fluvial, un conjunto formado por varias gabarras amarradas entre sí y empujadas por un remolcador. Las gabarras iban atestadas de carga, y por en medio o encima se instalaban cientos de personas. Aquella era la única forma de desplazarse por el rio para la mayoría de los congoleños, en un viaje que podía durar un par de meses o no terminar nunca, dados los frecuentes naufragios por sobrecarga. Por lo que había leído, la vida a bordo era francamente precaria. Las escasas instalaciones sanitarias estaban reservadas para los tripulantes; el resto de pasajeros tenía que hacer sus necesidades por la borda. No había servicio de comedor, por lo que cada familia transportaba o compraba su comida por el camino y la cocinaba en un hornillo de carbón; los pasajeros que viajaban solos podían contratar un servicio de catering con cualquiera de las mujeres que se dedicaban a ese negocio, junto con la lavandería y otros servicios digamos más personales.

A media tarde pasamos frente a Yanonge, una aldea bastante grande con misión católica, varias factorías abandonadas y mucha vida en la orilla: pescadores, lavanderas, niños jugando, curiosos… Cuando vi una gran antena, probé a enviar un SMS. ¡Funcionaba! Por lo menos tendría una forma de comunicación con el exterior, aunque fuera esporádica.

No paramos, teníamos que recuperar el tiempo perdido en Kisangani si queríamos llegar a Mbandaka a tiempo de coger el avión a Kinshasa. Unos kilómetros más abajo apareció de la nada una piragua en la que una pareja remaba furiosamente. Cuando nos alcanzaron y se nos abarloaron, vimos que eran fabricantes y vendedores de tableros de un juego, muy popular en toda África y entre los negros del Caribe, que se conoce con distintos nombres en cada país, siendo el más extendido el de awele. Se juega con cuarenta y ocho fichas (piedras, semillas…) y catorce casillas (agujeros, recipientes…) y funciona de una manera similar a las damas, comiendo fichas al contrario.

De todas maneras los tableros eran muy bastos y demasiado grandes, y esperábamos encontrar más y mejor artesanía a lo largo del recorrido, por lo que no les compramos ni uno. Se soltaron y se dejaron arrastrar por la corriente. Me dieron pena, tanto esfuerzo para nada, y a saber cuándo pasaba otro barco al que le pudieran ofrecer su mercancía. En castigo, no volvimos a encontrar ni una pieza de artesanía hasta llegar a Kinshasa.

La tripulación, que seguía con curiosidad y bastante guasa mis intentos de aprender algunas palabras de lingala, estaba empeñada en enseñarme algo cada día. Aquel día tocaba Babé agani bondéle, (¿qué idioma hablas?), frase perfectamente inútil pero que anoté con total dedicación, y que tuve que repetirles varias veces entre sus risas. Creo que mi acento no era muy bueno.

Al anochecer repetimos la jugada de la noche anterior, ya habíamos aprendido que era mucho más cómodo y más seguro dormir a bordo que acampar en la orilla. No había serpientes ni tarántulas, teníamos váter, las tiendas no se manchaban de barro, y no había riesgo de visitas indeseadas, ya que un marinero dormía en una silla, justo al pie de la plancha de desembarco, y se despertaba al menor ruido.

Atracamos en la aldea de Lotukali, atrayendo a un centenar de niños y a un par de docenas de adultos; de hecho no creo que faltase nadie que no estuviera gravemente enfermo. Saludos (¡Mboté!), gritos de excitación, y cientos de fotos y de sonrisas. Hasta bien entrada la noche se escucharon las voces de los niños desde la oscuridad de la orilla: ¡Monguele! Así nos llamaban a los blancos en lingala. No era una palabra peyorativa, sino meramente descriptiva. La usan para designar el color blanco en general, y a los hombres blancos en particular, aunque nos sorprendía la naturalidad con que la usaban: Merci, monguele. Nada que ver con la carga negativa que entre nosotros tiene la palabra negro.

La noche fue fresquita y antes de amanecer tuve que vestirme y meterme en el saco de dormir. Banoa tenía razón, al Congo había que venir abrigado.

A las cinco amanecimos envueltos en una bruma densa como el puré de mandioca de la cena. Cuando salí de la tienda los niños estaban en la orilla, sentados en cuclillas, esperando pacientemente a que les repartiéramos las botellas de plástico vacías, todo un tesoro para ellos. Me di cuenta entonces que en los pocos días que llevaba en el Congo no había visto ningún juguete, más allá de una pelota de trapo en el patio de una escuela. Ni siquiera esos juguetes que en otros países de África se fabrican los propios niños con pedazos de madera, alambres y chapas de cerveza. Nada. Una prueba más de la absoluta miseria de la vida en las aldeas, donde no se solía pasar hambre, pero donde tampoco había nada que no fueran herramientas o artes de pesca.

Zarpamos en seguida para intentar recuperar el retraso, y mientras nosotros recogíamos el campamento se fue levantando la bruma.

Después de un tiempo (hacía días que no miraba la hora) llegamos a Yangambi, un antiguo centro de investigación agro forestal en desuso desde la época de Lumumba, con una gran factoría también abandonada pero que podría haber sido un magnífico museo de la revolución industrial. Reconocí una enorme máquina de vapor de eje horizontal y con un solo pistón de unos treinta centímetros de diámetro. No encontré vestigios de la caldera, pero se conservaba un gran volante de inercia de más de dos metros de diámetro, la biela y la rueda que movía la polea principal. Esta polea, ya desaparecida, es la que en su día hacía girar un eje de unos cincuenta metros de largo que recorría toda la nave y a su vez accionaba toda la maquinaria: centrifugadoras, molinos, tamices, cintas transportadoras, cilindros de secado, prensas…

La maquinaria había sido canibalizada poco a poco, al menos en sus piezas menores, que se usaban para fines tan variados como pesas para las redes, yunques o material para fabricar hoces y machetes.
En su día, calculo que allá por los años veinte o treinta del siglo pasado, esta factoría había elaborado aceite de palma y procesado caucho, café y nuez de cola, apropiándose en nombre del Rey Leopoldo de Bélgica de las riquezas naturales de la zona y pagando unos sueldos de miseria a sus habitantes.
En un rincón, detrás de un coche antiguo al que no le quedaba ni la marca, vivía una familia numerosa, con su hoguera para cocinar en el suelo, sus gallinas, su ropa tendida…

Dimos también un paseíto por el mercado, mucho más organizado y amigable que el de Kisangani, y pudimos ver cómo era la alimentación habitual de los lugareños: Mandioca, papaya, plátanos de tres o cuatro variedades, alubias, arroz, pescado fresco o requemado, grandes caracoles de río, y gusanos. Gusanos grandes, vivos, del tamaño más o menos de mi dedo pulgar. Negros, rojos, blancos, con pelos o sin ellos… Por lo visto muy apreciados por su bajo precio y la buena calidad de las proteínas que contienen. Tengo que confesar que no me decidí a probarlos, aunque viviendo en una ciudad que come caracolas, anémonas de mar, navajas, chipirones, ranas y galeras, no debería haberles hecho ascos.

Cuando zarpamos me decidí por fin a asearme; no me había atrevido a ducharme con aquella agua turbia y marrón desde que salimos de Kinsangani. Una vez vencida la primera impresión de asco, el agua estaba fresca y apetecía remojarse, aunque fuera a cacitos. Aproveché también para lavar un par de mudas que tendí en la amura, donde el aire y el sol las secaron rápidamente.

La tarde la pasamos como siempre, charlando, leyendo, escribiendo, escuchando música y mirando el paisaje. La sensación era la de viajar en un chiringuito, con las sillas y mesas de plástico, el techo de madera, las vistas al río y las bebidas casi siempre frescas. Y con la ventaja de que el paisaje no era estático, sino que se renovaba continuamente.

Esa noche llegamos a Bokando, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

Kisangani

A las cuatro y media de la madrugada ya estábamos en pie para coger un avión a Kisangani, que en teoría despegaría a las ocho. Por las calles el trasiego de personal había descendido algo, pero no cesaba ni a esas horas en que todavía era noche cerrada.

La terminal de vuelos nacionales no tenía nada que ver con la internacional; era un caos muy bien organizado para crear el mayor número posible de puestos de trabajo perfectamente inútiles. Antes de embarcar había que pasar quince controles, conseguir tres sellos, pagar las tasas de embarque e ir repartiendo las cuatro copias del recibo en diferentes colas. Pero en medio de ese caos vi a un verdadero artista: un señor que llevaba puesto un chaleco reflectante del personal de mantenimiento del aeropuerto y que se saltó, lógicamente, la cola más larga, la del control de pasaportes. Lo que no me pareció tan lógico fue que al llegar al control se quitara el chaleco, lo doblara y lo guardara en un maletín antes de entregarle su pasaporte al agente de inmigración. Nunca sabré si el chaleco era suyo o si lo había alquilado para la ocasión, pero estoy seguro de que se había ahorrado más de media hora de espera. ¡Torero!.

En la cola más o menos caótica tenía delante a una negra altísima, con unos zapatos rojos con tacón de aguja adornados con cadenas doradas y que llevaba tal cantidad de broches, pendientes, collares, pulseras y otros complementos que parecía un árbol de navidad. El pantalón blanco le quedaba tan ceñido que se le había reventado la costura, justo lo suficiente para dejar ver unas bragas de encaje con cadenitas doradas a juego con los zapatos. Cuando su acompañante la avisó, se quitó el chal que llevaba sobre los hombros y se lo amarró en torno a las caderas. Problema resuelto.

Al entrar en el avión me asaltó un olor que tardé en reconocer, hasta que conseguí identificarlo con las tiendas de productos africanos de la calle San Francisco de Bilbao. La mezcla de especies, sudor y colonia me resultaba poco usual, pero no me desagradaba.

A mi lado se sentó una señora con un precioso traje de gitana, o al menos eso parecía. Estampado con grandes lunares multicolores sobre un fondo marfil, muy entallado, se abría por abajo en unos volantes, y se cerraba en el pecho con un drapeado  en forma de piquitos, a juego con los lunares. Completaba su atuendo con unas chanclas de charol rojo, perfectas para ir a la feria de Kisangani.

Poco a poco se iba imponiendo sobre los demás el olor a sudor, omnipresente; hasta las impolutas azafatas emitían un fuerte aroma acre, me imagino que fruto de las especies que le añadían a la comida. Nuestro grupo había decidido colaborar al ambiente declarando que no era obligatorio ducharse ni cambiarse de ropa todos los días. Las camisas técnicas que usaban la mayoría de mis compañeros y compañeras hedían; yo, al menos, vestí todo el viaje exclusivamente de algodón, decorado habitualmente con los cercos salinos del sudor evaporado.

Cuando levantamos el vuelo, después de sobrevolar Kinshasa y de ver Brazzaville al otro lado de Lago Stanley pronto estuvimos sobre una selva cerrada, en la que no se veía ni una carretera. Recordé entonces las palabras de Javier Reverte en Vagabundo en África: ”Volábamos ya sobre las selvas oscuras del Congo, una suerte de mancha casi negra, un abismo de tierra que nos observaba desde allá abajo con ojos invisibles. No resultaba bella aquella visión primera de la selva desde lo alto, en todo caso era inquietante.

Al aterrizar nos trasladamos al decadente Palm Beach Hotel, en el que a K. y a mí nos adjudicaron toda una suite con una cama de matrimonio de casi dos metros de ancho, un colchón adicional en el suelo, televisión de plasma, tresillo de terciopelo y otros lujos. Eso sí, el agua de la ducha caía con cuentagotas y aclararse el champú era todo un ejercicio de paciencia, pero con un barreño y mucha calma conseguí hasta hacer una pequeña colada. Luego nos fuimos todos a conocer nuestro barco, el “Go Congo”. Amarrada a una pieza de chatarra en una playa cochambrosa estaba una embarcación de madera de las que en el río llaman balleneras. Treinta y ocho metros de eslora, cinco o seis de manga y poco más de un metro de calado limitaban lo que sería nuestro hogar durante semana y media. La barcaza no tenía una cubierta estanca propiamente dicha; en los dos tercios de proa se ubicaba la zona del pasaje, con un piso de tablas sueltas directamente sobre la sentina, techo de madera, grandes ventanales y una fila de arcones a cada costado, que nos servirían tanto de taquillas individuales como de camas. Cuatro mesas de plástico y una buena cantidad de sillas amueblaban la zona destinada a comedor, y en el extremo de popa del local estaban las regletas para cargar nuestros múltiples equipos electrónicos.

Más a popa, una escalera subía hacia la zona de servicio: La cocina, en la que se ubicaban varios fogones de carbón de leña, tipo barbacoa; las dos letrinas con sus cubos de agua y  sus sanitarios de loza que descargaban directamente al río; la zona de lavado, con más barreños y un cubo amarrado a una estacha para rellenarlos también con agua del río y una cabina de ducha con una placa oxidada, media docena de clavos para colgar la ropa y otro barreño de agua del río con dos cacitos, con los que te mojabas y te enjuagabas.

Un carpintero estaba rematando la segunda letrina y varios  detalles más, y el mecánico tenía desmontado un carburador sobre un banco de trabajo precario, casi en equilibrio sobre el agua; todo ello bajo la dirección de Michel, un belga de mi edad que casi se había arruinado con un negocio de exportación de peces tropicales y que, desde hacía diez años, intentaba mantener a flote su empresa de servicios turísticos. Era la primera vez que llevaba a bordo a un grupo tan numeroso de viajeros y, quizás por las expectativas, se había esmerado en que el barco estuviera en el mejor estado de revista posible, dentro de las limitaciones del país.

Después de lo negras que me habían puesto las cosas en la agencia de viajes, me sorprendió agradablemente el equipamiento del barco: dos motores fueraborda de cincuenta y cinco caballos cada uno, un grupo electrógeno de seis kilovatios, alumbrado de fantasía en la zona de proa…
Eso sí, en el puente no había más que la silla del piloto, un volante de coche y un acelerador. Ni equipos de navegación, ni GPS, ni siquiera una brújula o una sonda electrónica. Tampoco llevábamos luces de navegación, ya que teóricamente estaba prohibido navegar de noche, ni chalecos salvavidas. Cuando le pregunté a Michel por estos últimos, se hizo el belga, que viene a ser como hacerse el sueco pero en francés.

Para irnos familiarizando con el barco y sus nueve tripulantes hicimos nuestra primera comida a bordo. Cabra guisada, arroz blanco, plátano macho frito y una salsa terriblemente picante, el piri-piri, que nos acompañaría durante toda la travesía.

En la orilla un hombre barría cuidadosamente las escaleras que descendían desde un bar hasta la ribera. Cuando hubo reunido toda la basura la metió cuidadosamente en una bolsa y la lanzó al río, el mismo río en el que una madre estaba aseándose, lavando la ropa y bañando a una niñita en un barreño. A pocos metros una señora mayor con el pelo al cero se arremangó el vestido, se quitó las bragas, se adentró en el agua, y se puso a mear tranquilamente. A continuación lavó las bragas, se las puso y se marchó, empapada pero limpia. Aguas abajo un pescador lanzaba la atarraya desde una piragua. Cuando consiguió un pez se acercó a nuestro barco para vendérnoslo.

Todo esto sucedía en la misma agua que usaríamos a partir de ese momento para ducharnos y lavar la ropa. Menos mal que para cocinar llevábamos un montón de garrafas de agua de pozo y, para beber, una amplia provisión de botellas de agua depurada.

Volvimos hasta el hotel caminando por el paseo fluvial y pasamos por entre varios edificios de la época colonial, todos en un lastimoso estado de conservación y a los que estaba prohibido fotografiar, pues contenían cosas tan estratégicas como una comisaría o una escuela. Creo que en el fondo no dejaban hacer fotos para que no se difundiera su mal estado.

En un microbús nos desplazamos unos quince kilómetros río arriba, hasta las cataratas o rápidos de Boyoma, Wagenia o Stanley, que de las tres maneras se conocen. Estos rápidos, que se extienden río arriba a lo largo de más de cien kilómetros hasta la ciudad de Ubundu, cierran el mayor tramo navegable del río Congo, de unos 1.500 kilómetros de longitud, que desciende desde aquí hasta Kinshasa.

Por eso Stanley llegó hasta este lugar, no en su búsqueda del Doctor Livingstone sino en un viaje posterior en pos de las fuentes del Nilo, y estableció aquí cerca una base de comercio en 1883. Pero poco duró aquella primera fundación de la ciudad, ya que al año siguiente aparecieron los cazadores de esclavos tanzanos, que obligaron a los europeos a abandonar la ciudad en 1887. Como el rey Leopoldo no estaba dispuesto a rendirse definitivamente, al año siguiente firmó la paz con los esclavistas, nombró a uno de ellos gobernador provincial y bautizó la ciudad como Stanleyville. Este nombre se mantuvo hasta la campaña de africanización de Mobutu, en la que se recuperó el nombre swahili de Kisangani. La ciudad acabaría convirtiéndose en la tercera del Congo en población y en su segundo puerto fluvial.

Kisangani vivió una época relativamente tranquila desde la paz con Tanzania hasta que en 1958 Patricio Lumumba, nacido allí, fundó el Movimiento Nacional Congoleño y obtuvo la independencia dos años después.
Los años más duros vinieron algo más tarde, con la revolución Simba y las dos guerras africanas de las que hablaré más adelante. Pero volvamos a las cataratas.

Como escribía más arriba, estos rápidos impiden la navegación aguas arriba, dividiendo el río en dos tramos tan desconectados entre sí que hasta tienen distinto nombre. Los portugueses, que llegaron a su desembocadura en 1482, acabaron llamándole Congo, por el reino Kongo que ocupaba la parte baja del río en aquella época. Desde Kisangani hasta la desembocadura sigue nombrándose como río Congo, pero el tramo desde su nacimiento cerca del lago Tanganica hasta las cataratas Wagenia se conoce como Lwalaba. También cambia el idioma: Swahili aguas arriba y Lingala aguas abajo. Por cierto, fue Stanley el primer europeo que descubrió que el Lwalaba y el Congo eran, en realidad, el mismo río, y también el primero que navegó el rio desde Kisangani hasta Kinshasa.

El nombre más usado de las cataratas, Wagenia, se debe a la tribu enya, formada por bantúes pescadores, que hace siglos se estableció en esta zona precisamente para explotar la pesca en los rápidos, negocio que siguen monopolizando hoy en día. Los enya usan varios sistemas de pesca: desde la atarraya circular que lanzan metidos en el agua hasta la cintura, hasta las gigantescas nasas que constituyen el principal atractivo turístico.

Para manejar las nasas, unos embudos de caña de hasta seis metros de largo, han construido dentro de los rápidos unas estructuras de madera a modo de andamios, sobre las que se juegan la vida al amanecer y atardecer, cuando acuden a recoger la cosecha del día tras el toque de tambor del jefe de la tribu, todos juntos para evitar la tentación de levantar la nasa del vecino y quedarse con su captura.


No éramos los únicos turistas que visitábamos las pesquerías, principal y casi único atractivo de Kisangani; varias familias congoleñas habían decidido pasar allí la tarde del domingo. El segundo atractivo creo que éramos nosotros, los wazungu o mzungu, palabras con que se nos designa en swahili a los blancos. Lo digo por la cantidad de fotos que nos hicieron los congoleños, casi más que nosotros a ellos. Fotos a nosotros, fotos con nosotros… Ahora con el niño…ahora con las dos niñas…ahora con toda la familia…otra más con el río al fondo… Ojo por ojo y diente por diente.

Esa noche cenamos en  Chez Mama Eliza, un restaurante muy popular entre la clase media local. Nuestra entrada, aunque éramos los únicos blancos, pasó casi inadvertida por la expectación que levantaba el partido de fútbol (creo que era Congo contra Gabón) que retransmitían a todo volumen por varias pantallas de televisión repartidas por el recinto.

La carta incluía platos tan exóticos como boa en salsa de dendé y antílope, facóquero  o puerco espín con tomate. Me limité a un discreto “pichón verde” en salsa de cacahuetes, aunque no estaba muy seguro de qué pájaro me estaba comiendo. Espero que no estuviera protegido por el convenio CITES. Creo que acerté, me trajeron dos pajaritos tamaño perdiz y una buena ración de patatas fritas, que sin llegar a la perfección de las gallegas podían pasar perfectamente por sanluqueñas.

Me sorprendió lo del vino. Mis compañeros pidieron cerveza, pero cuando le pregunté a Mama Eliza si tenían vino tinto me trajeron cuatro botellas diferentes, todas francesas. Me decanté por un burdeos del 2008, bastante potable pero a casi treinta dólares la botella. No demasiado dadas las circunstancias.

A las doce de la noche llegamos al hotel, después de un paseo por las calles casi desiertas; lo justo para encontrar una tiendecita en la que comprar una botella de agua para lavarme los dientes. Suponiendo que en el hotel hubiera agua, sería sin depurar, sacada del río o, en el mejor de los casos, de algún pozo.

A la mañana siguiente, aunque estaba previsto zarpar a primera hora, recibí la primera lección sobre los horarios africanos. Al barco le faltaban algunos detalles, sin concretar, y Michel nos aconsejaba aprovechar la mañana para conocer la ciudad. Nos lanzamos así a un agotador recorrido de varias horas bajo el sol inclemente. Después de una rápida visita a la catedral, sin ningún interés, nos acercamos al mítico Hôtel del Chutes, el Hotel de las Cataratas.

Fue en este edificio racionalista, hoy en día semi abandonado, donde los guerreros Simba encerraron en 1964 a más de mil seiscientas personas, incluyendo a todos los blancos a los que pudieron pillar y a varios cientos de “évolué”, los indígenas que habían adoptado los modos de vida europeos. A unos y a otros les echaban la culpa de todos los males del país y pretendían eliminarlos para volver a la vida primitiva, la de antes de la llegada de los sicarios del Leopoldo de Bélgica. El mito del buen salvaje.

Por respeto a quien lea esto no voy a escribir aquí los detalles espeluznantes que me contaron sobre el terreno. Baste decir que poco me faltó para vomitar allí mismo y que durante varias noches sufrí pesadillas.

Más de mil personas murieron asesinadas en aquel edificio maldito, hasta que los supervivientes fueron liberados en una operación conjunta de los ejércitos belga y congoleño y de un buen puñado de mercenarios. Los mismos mercenarios que se rebelaron un par de años después y saquearon la ciudad.

Pero no con eso llegó la paz a Kisangani. A principio de los años noventa soportó varias batallas de la llamada Primera Guerra de Congo; en 1999 se enfrentaron allí dos facciones rivales del RCD, un movimiento contrario al entonces presidente Laurent Kabila, y en el año 2000 fue escenario de la Guerra de los Seis Días entre los ejércitos de Uganda y de Ruanda, país este último que ocupó la ciudad hasta 2003, manteniéndola aislada del resto de Congo mientras saqueaba sistemáticamente las grandes riquezas minerales de la zona. Hasta 2006 no se restableció una cierta normalidad y se reanudó el tráfico fluvial.

Reproduzco a continuación una frase traducida de “Congo”, obra de Thomas Turner que me había recomendado mi amiga librera Teresa, y que, en mi opinión, es el mejor ensayo sobre la historia reciente del Congo: Desde el siglo XIX se ha descrito al Congo como “el corazón de las tinieblas”. Este es el cliché favorito de los periodistas, según el cual se puede atribuir todo tipo de atrocidades al salvajismo innato de los congoleños. La mayoría de ellos no se da cuenta de que Joseph Conrad llegaba a la conclusión de que la verdadera oscuridad estaba en los corazones de los hombres blancos, que enviaban a sus agentes a violar y matar por toda África Central.

Pero no todo han sido desgracias en la historia reciente de Kisangani. También ha vivido sus momentos de glamur; no puedo omitir que esta ciudad sirvió de localización a las aventuras de Bogart y Katherine Hepburn en la inolvidable “La Reina de África”, o a la no menos encantadora Audrey Hepburn en “Historia de una monja”. Muchos años después del rodaje, Katherine Hepburn escribió un libro titulado “La Reina de África, o cómo viajé a  África  con Bogart, Bacall y Huston y casi perdí la razón”.

Desde el centro de la ciudad caminamos hasta la Maschid al Kebir, la Gran Mezquita. La República Democrática del Congo es un país predominantemente católico, pero existe una amplia y respetada minoría musulmana, descendiente de los esclavistas y pastores watutsi que llegaron desde Sudán y Zanzíbar. Aunque a los infieles no nos estaba permitida la entrada en el edificio, nos dejaron descansar a la sombra de los soportales que protegen la entrada principal, rato que aproveché para comentar primero con un sacristán y luego con el imam un episodio de la historia sagrada que siempre ha dividido a los seguidores del islam y a los judíos. Resulta que Abraham (Ibrahim para los otros) tuvo un primer hijo, Ismael o Ismail, con su esclava Agar y años después tuvo otro, Isaac, con su legítima esposa Sara. De entonces viene la disputa: los musulmanes, a los que también se conoce como ismaelitas o agarenos, dicen proceder de Agar e Ismail y defienden su derecho de primogenitura frente a Isaac, del que se declaran descendientes los judíos. Resolvimos la cuestión amistosamente, afirmando que todos, musulmanes, judíos y católicos somos pueblos del Libro. De mi ateísmo militante mejor no hablar en aquel ambiente.

Me preguntó el imam que cuántas veces había leído el Corán, y con todo el descaro del mundo le contesté que solamente una, pero que me sabía de memoria la primera azora, la Fatiha. Se la tuve que recitar íntegra, mientras él la repetía en árabe: En el nombre de Dios, el Clemente y Misericordioso…
Nos despedimos tan amigos.

Visitamos también el inmenso, caótico y atestado mercado central, pero creo que quince wazungu juntos éramos demasiados y que suponíamos una auténtica molestia para compradores y vendedores al movernos y sobre todo al pararnos a hacer fotos por aquellos pasillos estrechos y laberínticos, repletos de mercancías.

Volvimos al hotel a descansar un poco y a seguir esperando, lo que iba a ser nuestra principal ocupación de aquel día. El Go Congo no estaba listo, pero teníamos la promesa de Michel de que zarparíamos. Primero que a las doce, luego que a las cuatro, luego que antes del atardecer. Por el camino aprovechamos para comprar vino, porque en el barco solo habría agua, cerveza y Coca Cola. En el primer supermercado tuvimos poca suerte, el mejor vino disponible era un Mateus Rosé, y el siguiente en calidad un San Simón en tetra brik. Menos mal que en el segundo encontramos unas “bag in box” de un tinto sudafricano, a unos diez dólares el litro. Por ese precio no podíamos esperar gran cosa, pero entre los ocho aficionados al vino arramblamos con los diecinueve litros que les quedaban. No demasiado si teníamos en cuenta que era nuestro único suministro para los próximos once días: habría que racionarlo a una copa por comida para que nos llegara hasta Mbandaka.

Nos instalamos con nuestros equipajes en el barco, pero a las cinco de la tarde seguíamos amarrados. Dentro de una hora se haría de noche y nos prohibirían salir a navegar hasta el día siguiente.
De pronto, de una manera tan inexplicable como todo lo anterior, la tripulación subió la plancha, soltaron amarras y Graça, uno de los marineros, se tiró al agua para empujar la proa de la barcaza, a modo de remolcador. Por fin zarpamos, entre las despedidas de los muchos curiosos que se agolpaban en la orilla.

A unos cinco o seis nudos como máximo empezamos a navegar rio abajo, hacia el oeste. La visión era idílica, con las piraguas cruzado de orilla a orilla, el sol bajando entre reflejos rojo-anaranjados, las aldeas con sus fogatas humeantes… Comenzaba la aventura.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.