domingo, 21 de noviembre de 2021

Cada viernes, a las 22.00h, ‘CLASSICS’ lleva a los espectadores de TRECE por un viaje inigualable por los clásicos, que como el propio Garci explica “son especiales porque están bendecidos por algo maravilloso”. ‘CLASSICS’ desgranará las mejores cintas de la historia del cine, desde el Hollywood clásico hasta el mejor cine español. Cada viernes, la cadena ofrece una nueva entrega del programa en TRECE y trecetv.es, donde los espectadores, además, podrán encontrar las noticias destacadas, los mejores momentos, y todos los programas completos y a la carta.

El formato es el de antaño: buena película y después coloquio entre cuatro primeros espadas que, salvo Garci, van variando: Torres Dulce, Oti Rodríguez Marchante, etc.

No sé si TRECE tiene cobertura nacional, pero más de uno disfrutará de este reencuentro.

¡Saludos cordiales y buen cine!

 

miércoles, 17 de noviembre de 2021

De palacios y de iglesias

Las tardes siguientes las dedicamos a pasear por las calles de Brasov, ya libres de osos.

Brasov, desde su construcción, ha sido una de las ciudades más importantes de Transilvania. Como en los casos de Bran y de Râsnov, fueron los caballeros teutónicos quienes construyeron la primera fortaleza, Sara Bârsei, en el siglo XIII, justo antes de un ataque de los tártaros.

Doscientos años más tarde y ante los ataques continuos de los turcos, se decidió construir una nueva fortaleza más cerca de la ciudad. Tiene que haber sido imponente, con un triple círculo de murallas, cuatro puertas fortificadas y treinta y dos bastiones, de los que solo uno, el de los Tejedores, ha sobrevivido al incendio de 1689, que destruyó toda la ciudad.

Brasov sigue siendo uno de los principales asentamientos de los mal llamados sajones, procedentes en realidad de Brabante (actual Luxemburgo), Franconia (cuenca del Mosela) y Turingia (Alemania central). Fueron los gobernantes húngaros los que les asignaron ese nombre.

Durante los siglos XII y XIII los reyes húngaros trajeron colonos de las zonas indicadas con la misión de que poblaran Transilvania y la defendieran contra las incursiones, cumanas primero y otomanas después. Cuando los caballeros teutónicos, que habían llegado a la vez que los colonos sajones, fueron expulsados de Transilvania, los sajones permanecieron en una zona de treinta mil kilómetros cuadrados, gozando de una cierta autonomía y autogobierno. Y aquí siguen, aunque ya prácticamente no se usan los nombres alemanes de sus asentamientos, como Kronstadt (Brasov), Hermannstadt (Sibiu), Leschkirch (Nocrich) y Groß-Schenk (Cincu) ni de la comarca completa, Siebenburgen (Siete ciudades).

Al finalizar la segunda guerra mundial la inmensa mayoría de los sajones, sospechosos de colaboración con el ejército nazi, fueron deportados a Rusia, de donde no pudieron volver hasta la disolución de la Unión Soviética. Muchos de estos sajones están ahora retornando a Alemania, ya que tienen derecho a dicha nacionalidad.

Como curiosidad, entre 1950 y 1960 Brasov se llamó "Ciudad Stalin", en honor al dictador georgiano. 

En la parte antigua de Brasov sobreviven numerosos edificios anteriores a la segunda guerra mundial, el más importante de los cuales es la Iglesia Negra, que fue el primero que visitamos.

Se construyó en estilo gótico durante los siglos XIV y XV, en plena lucha contra los turcos. Inicialmente era una iglesia católica pero, cuando la Reforma llegó a Transilvania a través de los sajones, paso a ser luterana. Su nombre viene del incendio de finales del XVI, causado por los invasores húngaros, que destruyó el tejado y todo el mobiliario interior. En la actualidad está redecorada en estilo barroco y funciona a la vez como centro de culto luterano en alemán para los sajones de Brasov y pueblos cercanos y como museo-exposición de la cultura sajona.

Me llamaron la atención las numerosas inscripciones en alemán con letra gótica y la espléndida colección de tapices otomanos, colgados de las paredes y de la sillería del coro. En su inmensa mayoría se trata de alfombras de oración musulmanas procedentes de Anatolia.

Pero no solo visitamos el centro de la ciudad. Quise rendir un pequeño homenaje a los trabajadores de Brasov que en 1987 se sublevaron contra el régimen de Ceausescu, descontentos por no recibir sus sueldos y por el empeoramiento general del nivel de vida, acudiendo a los que queda de la fábrica de camiones Estrella Roja, donde se inició la rebelión. Pese al apoyo recibido de los trabajadores de otras empresas y de gran parte de los habitantes de la ciudad, los líderes de la protesta fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados.

Pasear por Brasov te devolvía a la Europa Central de entreguerras, a lo que ayudaba el frío y la poca gente que circulaba por las calles. De hecho, y gracias a la influencia de la Reina Marie, ese fue el período en que el país alcanzó su máxima extensión. Todavía perviven grupos irredentistas que defienden la vuelta a las fronteras de la Gran Rumanía y la “reconquista” de Besarabia.

Días después, en Bucarest, coincidimos con una concentración de extrema derecha (apolíticos, según ellos, lo que confirmó nuestra suposición). El motivo central era la defensa de la libertad de no vacunarse y de no llevar mascarilla, mientras que Rumanía sufría una incidencia superior a mil casos en quince días. Uno de ellos, que hablaba algo de español y un portugués aceptable, nos contó su indignación por la presencia en Rumanía de un político independentista catalán, que al parecer había visitado el país para apoyar la secesión de Transilvania y su anexión a Hungría. Aunque no mencionó su nombre, supuse que sería Puigdemont, casado con una rumana, Marcela Topor. “Se tuvo que largar corriendo”, apostilló el manifestante. Curiosamente, la reivindicación secesionista también es apoyada por el xenófobo y ultraderechista Viktor Orban, primer ministro de Hungría.

Dedicamos el día siguiente a visitar tres asentamientos sajones de Transilvania o Siebenbürgen. Para defenderse de las invasiones tártaras y otomanas, muchas ciudades estaban defendidas por las Kirchenburgen, iglesias fortificadas con enormes muros.

La ruta de las iglesias fortificadas de Transilvania no es que sea uno de los secretos mejor guardados del país, como he llegado a leer en algún blog de viajes, pero si es verdad que recibe relativamente pocos visitantes, al menos en comparación con la Ruta de Drácula. Siete de las doscientas iglesias fortificadas que se conservan forman parte del Patrimonio de la Humanidad.

Nosotros comenzamos nuestro recorrido precisamente por una de las iglesias no incluidas en la lista, la de Hârman. No teníamos la menor intención de recorrer las doscientas, ni siquiera las siete canonizadas por la Unesco, así que nos trazamos una ruta más corta. Pensamos que sería mejor comenzar por la de Hârman, a unos treinta kilómetros de Brasov, para luego pasar por la más imponente de Prejmer y terminar en la ciudad de Sighisoara.

Construida en el siglo XIII por los caballeros teutónicos (no tectónicos, que he llegado a leer) bajo el patrocinio de los monjes de Císter como una simple iglesia-fortaleza, los continuos ataques de las hordas mongoles y de los otomanos aconsejaron a los habitantes de Hârman (Honigsberg, el monte de la miel) reforzarla con un potente muro circular, un foso y siete torreones defensivos.

Hoy en día ha perdido su papel militar. El foso está casi completamente cegado y las vacas pastan en él; el puente levadizo ha sido reemplazado por uno fijo, de hormigón, y el rastrillo está elevado (y firmemente sujeto al piso superior, según advierte un rótulo en rumano, alemán, húngaro e inglés).

Frente a la puerta principal, un pasillo cubierto (en amarillo en la foto) atraviesa el foso y los dos círculos de murallas para desembocar directamente en la explanada central, en cuyo centro se eleva la iglesia. Con un campanario de cincuenta y seis metros de altura, este edificio religioso constituía el último reducto defensivo, en el que podían refugiarse los habitantes del pueblo en caso de que los invasores lograran atravesar los otros dos muros. Cuatro torretas situadas junto al pináculo advertían a los viajeros de que la ciudad estaba autorizada a condenar a muerte y a ejecutar a los reos.

Dentro de la iglesia, además de la habitual colección de alfombras otomanas, se alineaba una docena de bancos muy toscos, sin respaldo, que eran utilizados por las mujeres para poder acomodar las amplias colas de sus vestidos.

Tanto el interior de los muros como la parte alta de las naves laterales de la iglesia albergan más de doscientas de habitaciones que, habitualmente, se usaban como graneros, pero que en caso de ataque podían albergar a varios cientos de personas y sus ganados. El muro está recorrido por tres caminos de ronda que dan acceso a los numerosos puestos de defensa.

Una de las torres exteriores se construyó en el siglo XIV aprovechando una capilla católica y todavía conserva en bastante buen estado frescos que representan el juicio final, la crucifixión y la glorificación de la Virgen María. Desde la Reforma, todo este complejo pertenece a la Iglesia Evangélica de Transilvania.

En el patio, un monumento recuerda a los treinta y seis habitantes de la aldea muertos en la Segunda Guerra Mundial: In Zweiten Weltkrieg gefallene Honigsberger 1941-1945.

Es curiosa la participación rumana en esta guerra, muestra de los complicados equilibrios de poder en la zona. Al comenzar la guerra, en Rumanía gobernaba el rey y dictador Carol II, que por una parte decretó el partido único y por otra ilegalizó a la fascista Guardia de Hierro e hizo encarcelar y asesinar a sus dirigentes. La neutralidad que Carol II pretendía mantener entre los dos bandos se vino abajo tras las primeras victorias alemanas. El rey se vio obligado a unirse al Eje, pero no solo no obtuvo el apoyo militar que esperaba frente a las amenazas soviéticas, que le arrebataron Besarabia y el norte de Bucovina, sino que tuvo que ceder Transilvania a los húngaros, mucho más claramente germanófilos. El descontento popular obligó a Carol II a dimitir, cediéndole el poder al fascista Ion Antonescu. El ejército rumano se unió al alemán en la invasión de la Unión Soviética, recuperando así los territorios perdidos y ocupando Transdnistria.

Los indicios de la muy probable derrota alemana tras la batalla de Stalingrado provocaron un nuevo golpe de estado y un cambio de bando del país, que luchó en el lado aliado hasta el final de la guerra.

No he conseguido averiguar en qué bando lucharon los sajones cuya muerte se conmemora en Hârman.

A 18 km al este de Brasov se encuentra la iglesia fortificada de Prejmer (Tartlau en alemán), mucho más grande y robusta que la de Hârman. Su historia, muy similar, comienza con los caballeros teutónicos, que iniciaron su construcción en el siglo XIII, y los monjes cistercienses, que terminaron la primera fase. Entre los siglos XV y XVI se ejecutó una importante reforma, en la que las murallas alcanzaron los catorce metros de altura y hasta cinco metros de espesor en la base. Una vez terminada, la fortaleza, con un perímetro de casi un kilómetro, podía dar cobijo hasta a mil ochocientas personas en sus más de doscientas setenta habitaciones.

Las galerías que comunican todos estos espacios entre sí, con el patio y con los puestos defensivos en lo alto del muro, forman un auténtico laberinto del que no es fácil salir por la ausencia de señalizaciones.

Su utilidad nos la demuestra el que, durante los trecientos años que duró su construcción, la aldea exterior fue devastada más de 50 veces mientras que la fortaleza se mantuvo inexpugnable.

Pero ¿quiénes eran estos asaltantes, capaces de provocar el miedo suficiente como para que una comunidad campesina dedicara una parte importante de sus recursos a construir estos fuertes religiosos? Eran los bárbaros, en el más amplio sentido de la palabra: La Horda de Oro, los tártaros, los mongoles, Gengis Khan, el Gran Tamerlán o los otomanos, cuyos ejércitos de desplazaban a caballo por las inmensas llanuras que se extendían desde Mongolia o el desierto de Karakorum sin prácticamente ningún obstáculo natural hasta los Cárpatos. Los mismos que asolaban Rusia, Ucrania o Polonia. Los que hicieron comprender a los zares que la única defensa posible era el ataque y que sólo eliminarían el peligro cuando dominaran todos los pueblos y tierras que se extendían al este de Rusia, desde los Urales hasta Kamchatka.

Desde Prejmer emprendimos camino hasta Sighisoara. La primera parte, siguiendo el cauce de un rio, era bastante cómoda, cruzando una zona agrícola muy poblada y con muchas iglesias fortificadas y otros vestigios sajones. Luego cruzamos las montañas Persani, cubiertas por el Pâdurea Bogâtii, el bosque de la riqueza, del que no he podido averiguar el origen de su nombre. El bosque estaba formado predominantemente por hayas, pero también había robles y carpes blancos. Al parecer, en él son frecuentes los ciervos, los osos, los linces y los lobos.

A la bajada de las montañas pasamos junto a la ciudadela de Rupea, cuyo perfil duro y altivo es claramente visible desde la carretera, pero no teníamos tiempo de detenernos si queríamos visitar Sighisoara y regresar a Brasov con luz.

Esto mismo le debe pasar a mucha gente, ya que se considera que la ciudadela de Rupea no es la más visitada de Transilvania, pero sí la más fotografiada, por su ubicación cercana a la carretera.

No voy a extenderme en la historia de la fortaleza, muy similar a la de las iglesias fortificadas. Únicamente señalar que está edificada sobre un antiguo fuerte dacio y que en el siglo XVIII se utilizó como refugio contra una epidemia de peste.

Ese fue el momento que eligió para encenderse la alarma de bajo nivel de combustible. Entonces nos dimos cuenta de que a partir de Brasov habían desaparecido las hasta entonces omnipresentes estaciones de servicio. Ya no se veían cada pocos kilómetros los logotipos de Lukoi, Rompetrol o Danosa. Seguimos avanzando otros sesenta kilómetros, temerosos de quedarnos tirados en aquella carretera poco transitada. A ambos lados de la ruta se sucedían las indicaciones para nuevas ciudadelas, monasterios o iglesias fortificadas, pero preferimos no malgastar ni una gota de gasoil para intentar llegar a Sighisoara, donde esperábamos poder repostar. Por fin, a solo seis kilómetros de la ciudad, encontramos una gasolinera; a partir de ahí se sucedían cada pocos cientos de metros.

Sighisoara, conocida por los húngaros como Segesvár y por los sajones como Schäßburg, se eleva en un punto en el que el valle del Târnava se estrecha entre dos colinas abruptas. La ciudad conserva su trazado y sus edificios medievales, casi todas sus fortificaciones, torres y puertas, por lo que su centro histórico ha sido declarado patrimonio de la humanidad. Por eso, y por haber sido la ciudad natal de Vlad Tepes, recibe muchos turistas, ansiosos de seguir las huellas del conde Drácula.

Como la mayoría de las fortalezas de Transilvania, su construcción la iniciaron los sajones en el siglo XIII. Pese a que, objetivamente, se puede considerar una ciudad muy bonita, a mí no me gustó demasiado; me recordaba demasiado a esas ciudades temáticas que abundan por toda Europa Central: preciosas, impolutas y llenas de servicios para los turistas, pero muertas en cuanto cae la noche. Aquí, también, casi todos los locales comerciales son cafés, restaurantes o tiendas de recuerdos, pero no busques una carnicería, una frutería o una ferretería. Me imagino que gran parte de los antiguos habitantes de la ciudadela se han visto obligados a desplazarse a los barrios junto al rio, lejos del ruido y las molestias de los turistas.

Solo me reconcilió un poco una deliciosa sopa de tripas, ciorbâ de burtâ, aliñada con nata agria y guindillas, que me sirvieron en un restaurante fuera de las murallas.

El regreso a Brasov, mientras anochecía entre las montañas, tuvo una nota melancólica. Al día siguiente abandonaríamos Transilvania, sin habernos encontrado con ningún vampiro.

El día ⁸amaneció brillante y soleado, como empeñado en que nos quedáramos en Transilvania. La carretera a Bucarest, que pocos días antes habíamos recorrido en sentido inverso, parecía muy diferente a la luz del sol.

Las mismas curvas cerradas, antes sumergidas en la oscuridad más profunda, ahora discurrían entre bosques de abetos y hayas: al fondo brillaban las cumbre de los Cárpatos, unos picos rocosos de paredes verticales que evocaban la dentadura del diablo.

Tres horas después llegábamos a nuestro alojamiento en Bucarest, ubicado a escasos metros del Parlamento, mal llamado Palacio de Ceausescu. No es fácil interpretar una dirección rumana, aunque me resultó útil la experiencia en Rusia. Nuestro apartamento estaba en Natiunile Unite nr 8, bloc 104, sc 4, 1st Floor, Ap. no 66. Aparcamos frente al número ocho del bulevar de las Naciones Unidas, un enorme complejo que ocupa toda una manzana de la calle, formado por cinco o seis bloques en dos filas paralelas al bulevar. El bloque 104 tenía varias entradas, por lo que tuvimos que localizar la correspondiente a la sección 4, en cuyo primer piso se encontraba nuestro apartamento. Como en muchos países excomunistas, las zonas comunes estaban casi abandonadas; la amplitud y ubicación de la vivienda, reservada en su día para altos cargos de la administración o del Partido, contrastaba con el deterioro del portal, el ascensor y las escaleras.

Una vez instalados y devuelto el coche de alquiler esquivando de un tráfico caótico, dedicamos el resto del día a recorrer lo poco que queda del casco histórico; tengamos en cuenta que la construcción de la antigua Casa del Pueblo, hoy sede del Parlamento, dio lugar a la destrucción de la décima parte de la ciudad. Pero ya hablaremos de este edificio más adelante.

En el centro de la ciudad, por la orilla norte del Dâmbovita, se extienden tres zonas interesantes: el casco histórico, el barrio judío y el barrio armenio. Casi todas las calles son peatonales, y los coches han sido sustituidos por terrazas de bares y restaurantes, aunque el día, gris y húmedo, no animaba a pasear. Quizás lo más interesante de la ciudad fuera su arquitectura: a lo largo de los antiguos bulevares se alineaban grandes edificios decó, racionalistas, constructivistas, neoclásicos, brutalistas y eclécticos. Digamos que un tercio de los edificios interesantes habían sido restaurados y transformados en hoteles, sedes de bancos o grandes almacenes, otro tercio estaba en pleno proceso de renovación, cubiertos de plásticos y andamios, y el tercio restante sobrevivían a duras penas, abandonados y a punto de caerse. Las calles, da igual el día de la semana, están siempre a rebosar; de coches las grandes avenidas, de gente, terrazas, restaurantes, comercios y música callejera las zonas peatonales.

Como ejemplo de edificio restaurado, tenemos la Librería Carturesti, un antiguo banco transformado en una de las librerías más bellas del mundo, en clara competencia con las de Buenos Aires.

De vez en cuando, algún vestigio nos recordaba la importancia de Bucarest a mediados del siglo XIX, cuando Rumanía no era todavía un país independiente. Como referencia, en las calles de Madrid el gas ciudad se comenzó a usar solo 3 años antes que en Bucarest.

Pero no podíamos marcharnos de Bucarest sin visitar su principal atracción turística, el segundo edificio más grande del mundo: la Casa del Pueblo, el palacio de Ceausescu o el Parlamento, que de las tres maneras se le llama.

En 1971, Nicolae Ceausescu visitó al dictador norcoreano Kim Il Sung, fundador de la primera dinastía comunista del mundo, como parte de sus esfuerzos para romper con el control de la Unión Soviética sobre la política y la economía rumanas.

Entre las muchas cosas que atrajeron el interés de Ceausescu, hay dos que decidió aplicar en Rumanía: las aldeas Potemkin y la arquitectura monumental. Su carácter efímero ha motivado que no queden restos de las aldeas decorativas (simples fachadas) que tanto Ceausescu como Kim Il Sung hicieron levantar a orillas de las principales rutas que seguían los escasos visitantes extranjeros, como tampoco quedan de las que mandó montar su inventor, el ministro ruso Grigory Potemkin, para impresionar a su amante, la emperatriz Catalina la Grande.

De lo que sí que han quedado pruebas evidentes es de su gusto por la arquitectura monumental; una de ellos era el edifico en que se encontraba nuestro apartamento, ubicado en el llamado Centrul Civic, un

desarrollo urbanístico que sustituyó una parte importante del centro histórico de la ciudad de Bucarest por gigantescos edificios de viviendas y oficinas, en general con fachadas de mármol o travertino. Se calcula que más de cuarenta mil personas fueron trasladadas a nuevos barrios en las afueras, a menudo con un solo día de preaviso, para poder levantar estos palacios destinados a los altos funcionarios.

Ceausescu también mandó construir otros edificios emblemáticos, como la Casa de la Prensa (hoy renombrada Casa de la Prensa Libre), una copia a menor escala de los rascacielos que Stalin levantó en Moscú y que albergaba las oficinas, salas de redacción y talleres de todos los periódicos de la capital, o el Centro Cívico, hoy transformado en un hotel de lujo de la cadena Marriot.

Pero el culmen del afán constructor de Ceausescu fue la Casa del Pueblo, que hoy en día alberga las dos cámaras del Parlamento, el Tribunal Constitucional y varios otros organismos oficiales. Pese a ser conocida como el Palacio de Ceausescu, se construyó para albergar el núcleo del poder político. En ella se pretendía ubicar al Comité Central y al Comité Permanente del Partido Comunista de Rumanía, los órganos fundamentales de todos los ministerios (despachos de ministros, secretarios y asesores) y, por supuesto, el despacho del Presidente de la República y Secretario General del PCR, Nicolae Ceausescu. Para cerrar el círculo del poder, el edificio está ubicado entre el Ministerio de Defensa y la sede del Patriarcado Ortodoxo.

Es cierto que en su interior se construyeron unos apartamentos presidenciales, pero no se sabe si Ceausescu tenía intención de ocuparlos, ya que antes de la finalización de las obras el Conducator fue “separado de sus cargos”, como Adrián, nuestro guía, definió eufemísticamente su detención, rápido juicio y fusilamiento.

Entramos con algo de miedo y mucho respeto en el segundo edificio más grande del mundo (después del Pentágono norteamericano). El segundo más extenso, pero el más pesado, como rápidamente aclaró Adrián. A la vista de los datos que nos proporcionó, no lo pongo en duda. Construido en 1984, el edificio tiene más de doce plantas sobre rasante y se supone que otras cuatro o cinco bajo tierra; el número total es secreto de estado.  La parte visible contiene más de tres mil habitaciones y cubre unos trescientos mil metros cuadrados.

Más de veinte mil obreros y dos mil quinientos técnicos trabajaron en su construcción durante cuatro años, en turnos continuos; aun así, no lograron terminarlo a tiempo para que lo inaugurase su promotor.

Se dice que en su construcción se emplearon únicamente materiales rumanos. Puede ser cierto, ya que durante el acopio de las ochenta mil toneladas de mármol consumidas, en toda Rumanía no se encontraba mármol ni para tallar una simple lápida sepulcral, que durante un tiempo se hicieron de hormigón.

Para fabricar los tapices de seda que cubren muchas de las paredes, se introdujo en Rumanía la crianza del gusano de seda y las técnicas de hilado y tejido, probablemente con instructores norcoreanos.

Según Adrián, a este nacionalismo exacerbado solo escapó una cosa: las puertas del salón principal, construidas en ébano del Congo regalado por otro dictador, Mobutu Sese Seko.

Las historias sobre el palacio, reales o inventadas, son innumerables; me limitaré a unas pocas.

En la sala donde se reunía el Comité Central del PCR, hoy Sala de los Derechos Humanos, sesenta butacas rodean una enorme mesa ovalada. Queda un hueco en el extremo izquierdo, donde estaba previsto instalar un trono de oro para el Conducator. Cuando Ceausescu fue “separado de sus cargos” en 1989, se canceló la construcción del trono y se detuvieron las obras del edificio, entre dudas de si sería más barato terminarlo o derribarlo.

En el mayor salón del edificio se han llegado a jugar simultáneamente dos partidos de baloncesto. En este mismo salón hay dos hornacinas de unos cuatro metros de alto, en las que estaba planeado instalar sendos retratos del dictador y de su esposa, Elena Petrescu; en el último momento Ceausescu cambió de opinión y ordenó cambiar el retrato de su mujer por un espejo del mismo tamaño.

En otro de los enormes salones se pensó instalar un lumbrera retráctil de bronce y vidrio, para que el helicóptero presidencial pudiera aterrizar dentro.

Para terminar la visita, nos asomamos al balcón de honor, que se abre sobre el Bulevar de la Unidad, de más de tres kilómetros de largo. Ceausescu nunca llegó a asomarse a él, al menos en un acto oficial. Quien sí lo hizo fue Michel Jackson, quien, ante una muchedumbre enfervorizada, pronunció sus célebres palabras: ¡Viva Budapest!

Al día siguiente volvimos a España, pero esa no es otra historia, sino la misma de siempre hasta que os pueda contar otro viaje, sea real o imaginario.

miércoles, 10 de noviembre de 2021

La Crónica Francesa

Vaya por delante que no aceptaré ninguna responsabilidad por inducir a alguien a ver esta película.

No obstante quiero hacer algunos comentarios sobre los motivos que me indujeron a conducir 200 Km para acercarme al cine y de las consecuencia que de ello se derivaron, y de paso sobre la película que yo vi.

La anterior película de Wes Anderson “El Gran hotel Budapest” me sedujo. En ella Wes Anderson, con la excusa de un argumento estúpido y tras sumergir al espectador en una atmósfera estética irreal e hipnotizandora, se regodea en la crítica a una generación de europeos de clase alta que provocaron la primera guerra mundial y no supieron o no quisieron evitar la segunda. Vamos que para decirlo llanamente se pitorrea descaradamente de los europeos.

En La Crónica Francesa una revista de Kansas “The French Dispatch” prepara un último número con crónicas con motivo de su cierre. Una revisión de estas crónicas es la excusa para empujar al espectador por el tobogan de la estética de Anderson y para contarnos cual es la visión de la cultura francesa que pueden tener en Kansas. ¿Qué puede ir mal?

La película cubre aspectos sobre el comportamiento de la policía, el arte y la gastronomía en Francia.

Me da la impresión de que en Kansas tienen una idea de los franceses muy influenciada por la novela negra, mucho comisario Maigret, Baudelaire, Quasimodo y si me apuran el lobo hombre en París y poco Moulin Rouge, poco Maurice Chevalier y poca Tour Eiffel.

Respecto a la estética, color, imágen, encuadres, etc. es una prolongación del mundo del tebeo, que ahora lo llaman comic, y que parece que va a ser tendencia, ojo. A mi me gusta mucho para un ratito.

Es la primera vez que veo una película en un cine vacio, mi mujer y yo eramos los únicos espectadores y el resultado es que he tenido que prometer acompañarla a ver la última de Almodovar para compensar. En fin que no creo que pueda buscar una ocasión para verla de nuevo a ver si me entero de algo, pero estoy deseando que Wes Anderson haga su próxima película para ir a verla.

sábado, 6 de noviembre de 2021

De osos y vampiros


Suenan, estridentes, las alarmas de los cinco móviles, rompiendo el silencio de aquel barrio de pequeños chalés. 

Nadie se asoma a las ventanas aquella noche gélida. Todos leemos el mismo mensaje del organismo rumano de protección civil, que dice algo así como “Atentie, atentie. Un urs periculos a fost localizat pe strada Podul lui Grid. Nu plecati de casâ.”, que interpretamos correctamente como que un oso peligroso andaba por la calle Podul lui Grid. Lo malo fue cuando comprobamos que esa calle estaba a unos escasos cien metros en línea recta de nuestra casa. Ni que decir tiene que nadie planteó esa noche bajar a cenar al centro de Brasov. Estábamos en la capital de Transilvania, una ciudad de trescientos mil habitantes y no sé cuántos osos.

El viaje, formalmente, había empezado en Cádiz y Bochum esa misma mañana, aunque en la práctica llevábamos preparándolo desde enero de 2019. La pandemia nos había obligado a suspenderlo durante veinte meses.

Durante los peores tiempos de la pandemia, muchos estábamos convencidos de que había cosas que cambiarían para siempre, suponiendo, ingenuos, que sería para mejor. No hemos tardado en descubrir que todos los cambios que parecen permanentes han sido hacia una situación peor que la de antes.

Uno de ellos es la dificultad para viajar, ejemplificada en el aumento de las trabas burocráticas. En este viaje hemos entrado en tres países, miembros los tres de la Unión Europea, y aunque los requisitos de entrada en cada uno de ellos son prácticamente los mismos, los documentos necesarios y el proceso para conseguirlos son diferentes e igualmente inútiles.

En Italia, por ejemplo, te exigen que antes de embarcar en el avión lleves contigo una “Autodichiarazione giustificativa dello spostamento in caso di entrata in Italia dall’estero”, o sea una declaración de dónde te alojarás, incluso si eres un viajero en tránsito. Lógicamente, la página web del ministerio italiano de asuntos exteriores no funciona bien. Cuando, al tercer intento, consigues acceder al formulario, te encuentras con que uno de los datos obligatorios es tu dirección de aislamiento en Italia. Como no tienes tal cosa, ya que no pretendes dormir en Italia, buscas en Google Maps una calle céntrica de Bolonia, te inventas un número y un piso, y listo. Procesos similares se siguen en Rumanía y España.

Aterrizamos en Bucarest ya de noche y, después de que el policía de control de fronteras nos informara de que el documento que tanto nos había costado conseguir hacía ya semanas que no era obligatorio,  nos subimos al coche que habíamos alquilado, un Dacia Sandero. Tengo que confesar que habíamos acordado que yo conduciría esa noche, pero a los doscientos metros de arrancar, mi amigo Paco me pide que pare en la primera gasolinera. Se me ha olvidado conducir un coche manual y mis compañeros están al borde de un infarto, o sea que tengo que cederle el volante a él, que no lo soltaría en todo el resto del viaje.

Los primeros ochenta kilómetros, hasta Câmpina, circulamos por una curiosa autovía entrecortada por pasos de peatones, giros a la izquierda y rotondas. Al borde de la carretera se sucedían gasolineras (una cada tres kilómetros, calculamos), mesones y viviendas con coches aparcados en el arcén; parecía más una avenida que una autopista. Tantas gasolinera, grandes, modernas, bien iluminadas y prácticamente sin clientes, no pueden ser un buen negocio. Llegamos a pensar que más de una sería una simple fachada para el lavado de dinero.

Lo que es evidente es el maná que ha caído en Rumanía como consecuencia de la entrada en la Unión Europea. La autopista por la que circulábamos no tenía nada que ver con las carreteras de los alrededores de Moscú, atestadas de coches y con el firme destrozado. Numerosos carteles con la bandera azul nos informaban de las aportaciones de los Fondos Europeos de Desarrollo Regional, los FEDER.

Seguimos avanzando entre polígonos industriales y refinerías y cruzándonos con coches con los faros mal reglados o, directamente, apagados, hasta el final de la autovía.

La segunda mitad del recorrido fue completamente diferente. La ruta, con mucho menos tráfico y sin alumbrado, abandonó la llanura para cruzar los Cárpatos Meridionales o Alpes Transilvanos, subiendo hasta más de mil metros de altura sobre el nivel del mar en pocos kilómetros. Las curvas se sucedían sin dar descanso a nuestro conductor, que optó por seguir a un camión vacío que avanzaba a buen ritmo. Cruzamos así varios pueblos dedicados al turismo de montaña, como Sinaia con su preciosa estación de ferrocarril arabizante, el inmenso Hotel Palace y una fila de grandes chalés, muy deteriorados, que en su día de esplendor albergaban a los altos funcionarios de Bucarest cuando iban a esquiar o a pasar el verano en la cordillera.

Seguimos subiendo hasta llegar al puerto de Busteni, coronado por el Castillo Cantacuzino, en la actualidad convertido en un hotel de lujo. En lo alto del monte Caraiman se eleva la espantosa Cruz de los Héroes, que conmemora a los obreros ferroviarios muertos durante la primera Guerra Mundial.

La carretera de montaña se convirtió, al llegar a Brasov, en una síntesis de autovía y avenida moderna de varios carriles que circulaba entre centros comerciales, las inevitables gasolineras y bloques de apartamentos recién construidos. El casco antiguo estaba todavía a seis kilómetros.

Siguiendo las instrucciones de nuestro anfitrión, aparcamos en la plaza número 17 del barrio, a dos calles de distancia de la casa que habíamos alquilado. En Rumanía es muy habitual esta privatización de las plazas de aparcamiento, de forma que a cambio de una tasa anual te asignan no una tarjeta de residente, como en España y muchos otros países, sino una plaza concreta, numerada y marcada en el suelo. Para evitar “despistes”, cada propietario coloca una señal portátil de Prohibido aparcar sujeta a la acera con una cadena.

Después del episodio del oso, mientras el resto del grupo pone la mesa y prepara las provisiones que habíamos comprado por el camino, yo intento abrir una botella de vino. Como a los dos sacacorchos que encuentro les falta, precisamente, el accesorio en forma de tirabuzón, lo intento con un cuchillo, un cortaúñas, una cucharilla y otros utensilios, hasta que parto una de las llaves de la casa. Cena sin alcohol.

Repasando el mensaje de Protección Civil y mis notas previas al viaje, veo que el rumano, como buena lengua romance, tiene muchas palabras comunes o muy similares con el italiano (cu placere), el español (casa, mesa) y hasta el francés (merci, bere). Tampoco faltan las raíces turcas (pasar) o sajonas (brutaria = panadería, de brot = pan). A un gallego no le será difícil reconocer la expresión eu sunt (yo soy).

Tengo que confesar que todo lo fácil de entender que parece el rumano escrito desaparece al escucharlo. Los mensajes del avión o del aeropuerto me resultaron totalmente ininteligibles.

El día siguiente a nuestra llegada comenzamos el recorrido por Râsnov, una ciudad de quince mil habitantes ubicada a veinte kilómetros de Brasov, la base que habíamos elegido para visitar Transilvania. Por su importancia estratégica, entre los Cárpatos y las tierras fértiles de la meseta transilvana, en el farallón rocoso que se yergue sobre la ciudad hay vestigios de fortificaciones desde el siglo I antes de nuestra era, cuando los dacios levantaron sobre él el poblado de Cumidava, fortificado con trincheras, terraplenes de tierra y empalizadas de madera. Los romanos lo arrasaron y construyeron en la llanura un nuevo castrum con el mismo nombre.

La ciudadela que hoy en día se ve desde muchos kilómetros de distancia la empezaron a construir en el siglo XIV los sajones de Râsnov, que se mudaron a vivir dentro de la ciudadela en el siglo XVI, ante el aumento de la inseguridad en la zona debido a las disputas religiosas entre musulmanes, luteranos, católicos y ortodoxos. Dentro del recinto amurallado se llegaron a construir más de 80 casas, una escuela y una iglesia.

Aunque fue atacada en numerosas ocasiones por los tártaros, los turcos y los valacos, la ciudadela solo fue conquistada una vez, en 1612, por el húngaro Gabriel Báthory, príncipe de Transilvania y vasallo del imperio otomano.

Para entender un poco la historia de Transilvania y de Rumanía debemos tener en cuenta que, mientras las fronteras de España han sido razonablemente estables desde 1492, las de Rumanía no se establecieron en sus límites actuales hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

Hoy en día se puede acceder a la ciudadela desde el centro del pueblo, mediante un funicular que sube hasta el pie mismo de las murallas, o desde un aparcamiento en la carretera que lleva al parque nacional Bucegi, en un trenecito turístico que zigzaguea entre bosques de hayas y castaños. Por desgracia para nosotros y por suerte para la ciudad, la ciudadela está siendo reconstruida con fondos FEDER, por lo que solo se puede acceder al primer recinto defensivo. Y digo reconstruida y no restaurada porque se aprecia perfectamente como los antiguos muros sajones, que en ningún momento superan los tres metros de altura, están siendo recrecidos hasta alcanzar los diez metros.

Nos sorprendió allí lo que iba a ser una constante en toda Transilvania, salvo en Sighisoara y Bran: la ausencia casi total de turistas. En la ciudadela, de una hectárea de extensión, no había más que algunos alemanes y tres o cuatro rumanos.

En Transilvania, los turistas parecen concentrarse en torno a los vestigios de Vlad III Drâculea (traducción al húngaro de Vlad el Empalador), que fue un personaje histórico de muy dudosa moralidad. Hijo del príncipe Vlad II de Valaquia, no dudó en aliarse con los invasores otomanos (y luego con los también invasores húngaros) para hacerse con el poder en Valaquia.

Cuando los sajones se rebelaron contra él, no dudó ni un momento en empalar a todos los que capturó, como también hizo con los enviados otomanos que fueron a exigirle vasallaje al sultán Mehmed II. Su apodo lo tenía bien ganado, aunque continuó haciendo méritos entre continuos cambios de bando.

Su crueldad, bien documentada en narraciones eslavas, húngaras y sajonas de la época, no impidió que Ceausescu lo declarase héroe nacional en el quinto centenario de su muerte, ni que el Partido Comunista Rumano justificase su crueldad por motivos políticos.

Con ese historial no es extraño que el irlandés Bram Stoker se inspirara en él para crear a su vampiro, el conde Drácula, que lo lanzó a la fama desde la publicación de la novela en 1897. A su popularidad contribuyeron también varias versiones de la novela (Theóphile Gautier, Paul Feval, Julio Verne) y las películas de Tod Browning (1931, con Bela Lugosi), nuestro paisano Jess Franco (1970) o Francis F. Coppola (1992, con Winona Ryder y Gary Oldman).

Con estos antecedentes, no nos sorprendió el circo en que se había convertido el pueblo de Bran. Grandes aparcamientos de pago, docenas de puestos de venta de recuerdos francamente kitsch, carros de perritos calientes y cafeterías monotemáticas casi nos decidieron a subirnos de nuevo al coche y salir huyendo, pero menos mal que no lo hicimos.

En realidad, la relación de Vlad III con este castillo fue muy escasa. Parece ser que nunca fue su residencia y que se limitó a pasar un par de noches en sus calabozos una de las veces que fue apresado por los otomanos. Pero eso nunca ha sido obstáculo para la explotación turística de la leyenda. 

El fotogénico castillo de Bran, muy reformado en el siglo XX, tiene poco que ver con el original, construido en 1212 por la orden de los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María en Jerusalén, una orden medieval de carácter religioso-militar fundada en Palestina en 1190 durante la Tercera Cruzada.

Los Caballeros se vieron obligados a retirarse del Cercano Oriente tras la toma de San Juan de Acre por los sarracenos y se refugiaron en Transilvania invitados por el rey húngaro Andrés II, que les regaló toda la comarca a cambio de que la fortificaran contra los otomanos. Aquí construyeron diversos castillos, como este de Bran y el de Brasov, y apoyaron a los inmigrantes sajones hasta que poco después perdieron el favor real y fueron enviados de vuelta a Sajonia. Nada queda del fuerte de madera construido por ellos.

El castillo, reconstruido en el siglo XIV como defensa contra los valacos, fue pasando de mano en mano entre los sucesivos invasores de la zona. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, cuando Transilvania fue cedida al reino de Rumanía, el ayuntamiento de Brasov decidió regalarle el castillo a la reina Marie, que le cogió cariño y lo reformó muy a fondo para transformarlo en su residencia familiar. Siguiendo sus órdenes, se añadieron dos pisos al castillo, se reemplazaron las aspilleras por ventanas, se instaló un ascensor desde el nivel del parque y se montó una turbina hidráulica para proporcionar electricidad al castillo y a los pueblos cercanos.

En la actualidad el castillo sigue estando en manos de la familia. El propietario es el archiduque de Austria – Toscana, un ingeniero que reside en las cercanías de Nueva York y que estuvo a punto de vendérselo por cincuenta millones de euros a Román Abramovich, antiguo magnate ruso del petróleo y actual propietario del Chelsea FC. El propietario se ocupa del mantenimiento y explotación del edificio.

Hay que reconocer que los propietarios no intentan hacer negocio con la leyenda, sino que el castillo está convertido en un museo dedicado a la memoria de la reina Marie de Sajonia-Coburgo-Gotha, descendiente por un lado de la reina Victoria de Inglaterra y por otra del zar Alejandro II de Rusia. Del que se habla poco en el castillo es de su marido, el rey Fernando de Hohenzollern-Sigmaringen, muy controvertido en Rumanía por su origen alemán y sus simpatías con el imperio austrohúngaro.

La reina Marie, ferviente nacionalista rumana, fue la que forzó a su marido a romper sus lazos familiares y firmar un tratado militar con la Triple Entente. Durante la guerra fue nombrada comandante del Cuarto Regimiento de Caballería, aunque su verdadero papel fue el de organizar la atención médica a los heridos. Todo ello, pese al irrelevante papel de Rumanía en la guerra, le permitió firmar el Tratado de Versalles junto con las potencias ganadoras y lograr la creación de la Gran Rumanía, que incluía Transilvania y Besarabia (la actual Moldavia). Su marido, en cambio, fue expulsado de su familia y privado de sus grados militares.

Desde Bran regresamos a Braov por una carreterita de montaña que se interna en el Parque Natural Bucegi.

Las laderas cubiertas de hayas, que empezaban a tomar un intenso color amarillo y rojizo, ocultaban rutas de senderismo muy bien señalizadas, pero después del anuncio de la primera noche no nos atrevimos a introducirnos en el bosque. Si por las calles de Brasov podía pasear tranquilamente un oso ¿qué no habría en aquellos senderos tapizados de hojas que se perdían en un bosque aparentemente interminable?


Al día siguiente visitaríamos varias iglesias fortificadas, pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.

lunes, 1 de noviembre de 2021

La Carta Final

En ocasiones frustro una necesidad, la de escribir una carta. Creo que me lo impide el pudor. No se estila ya eso de recibir un sobre con nombre y dirección escritos a mano y conteniendo un papel cuidado en el que alguien ha querido decir algo.

Escribir una carta supone tener algo importante que contar a otra persona y aceptar que ésta conocerá el texto pasados varios días. Eso da una ventaja tremenda para reflexionar sobre lo escrito, y sin hablar de la paciencia necesaria para aguardar a la posible respuesta.

Cuando escribía cartas me encantaba buscar un papel adecuado a la persona que iba a recibirla y también intentaba escoger el sobre más oportuno. A veces compraba sobres entelados; solía elegir los sobres apaisados y doblar el papel de carta en tres partes y meterlo dentro del sobre de tal forma que al abrir la solapa apareciera la cabecera de la hoja dispuesta a extraerla y comenzar a leer las primeras líneas de saludo.

Hubo un tiempo en el que usé los sobres aéreos. Su papel era suave, fino, ligero como la seda y llamativo por sus colores rojo y azul en los bordes. Pero en ocasiones se me hacían insuficientes para mis propósitos y llegué, incluso, a confeccionar mis propios sobres. Usaba papeles de regalo, o reciclados de otros envíos que recibía mi familia, y los usaba para la parte exterior porque por dentro los forraba con papel seda. Disfrutaba enormemente al hacerlos y creo que mucho más cuando los depositaba en el buzón y quedaban a su suerte. Claro está que el buzón no era uno cualquiera. Siempre elegía el que más significado tuviera para la ocasión. La última vez que envié una carta fue desde la oficina de correos del mercado birmano de Bogyoke en Yangón, era una habitación llena de suciedad e insectos, y que parecía cualquier cosa menos un lugar destinado a la correspondencia; y la anterior fue desde uno de los mostradores de la bellísima Oficina Central de Correos de Saigón.

La elección del sello era otra delicia. Me gustaba ir al estanco cuando había poca clientela y así poder entretenerme en buscar el sello que me pareciera más bonito, elegante y adecuado para el contenido de mi escrito. Los colocaba perfectamente equidistantes a la esquina superior derecha y siempre humedecidos con agua, jamás con saliva. Hui siempre de los sellos estándar o conmemorativos. Se me antojaban demasiado vulgares para mis propósitos.

Por último, la elección para la escritura era también motivo de detalle. No era igual usar un bolígrafo bic negro despuntado que un rotulador de punta fina azul. Nunca supe escribir con pluma; quizás ahora lo intente, aunque dudo que lo logre porque mi trazo no es compatible con la disposición de las plumillas y me hace sentir ridícula pretendiendo usar una herramienta que no va con mi heterodoxa caligrafía.

Echo el recuerdo atrás y me acuerdo con qué emoción intentaba escribir frases que invitasen a la persona destinataria de mi carta a responderme. Disfrutaba de la conexión que sentía con esas personas. Ponía todo mi interés en contar novedades, las cosas más interesantes que hubiese vivido y también aquéllos pensamientos que me rondaban. Otras veces sólo pretendía mantener el contacto, que no se perdiera el afecto, usar el escrito como un medio más de decir a alguien que me importaba. A veces el destino de esas cartas estaba en mi misma ciudad; otras, en mi misma casa. Escribí muchas cartas plenas de amistad, sueños, deseos, temores y caricias. Escribí muchas cartas de amor o llenas de amor.






Aparentemente, la película “La carta final” “84 Charing Cross Road” trata de libros, del amor a ellos, de la dedicación y delicado aprecio que los protagonistas sienten hacia éstos en un contexto social a lo largo de 20 años desde las postrimerías de la II Guerra Mundial y algunos otros bellísimos detalles más, pero no; no ha sido eso lo que yo he visto.






Marga. Cádiz, noviembre, 2021

P.D.: Disculpa, olvidé comenzar escribiendo “Hola, cielo.” y terminar con “Besos.”


Un fama y un cronopio son muy amigos y van juntos a correos a despachar unas cartas a sus esposas que viajan por Noruega gracias a la diligencia de Thos, Cook & Son. El fama pega sus estampillas con prolijidad, dándoles golpecitos para que se fijen bien, pero el cronopio lanza un grito terrible sobresaltando a los empleados, y con inmensa cólera declara que las imágenes de los sellos son repugnantes, de mal gusto y que jamás podrán obligarlo a prostituir sus cartas de amor conyugal con semejantes tristezas. El fama se siente muy incómodo porque ya ha pegado sus estampillas, pero como es muy amigo del cronopio, quisiera solidarizarse y aventura que en efecto la vista de la estampilla de veinte centavos es más bien vulgar y repetida, pero que la de un peso tiene un color borra de vino sentador. Nada de esto calma al cronopio, que agita su carta y apostrofa a los empleados que lo contemplan estupefactos. Acude el jefe de correos, y apenas veinte segundos más tarde el cronopio está en la calle, con la carta en la mano y una gran pesadumbre. El fama, que furtivamente ha puesto la suya en el buzón, acude a consolarlo y le dice:
– Por suerte nuestras esposas viajan juntas, y en mi carta anuncié que estabas bien, de modo que tu señora se enterará por la mía.

Julio Cortázar – Historias de Cronopios y Famas