miércoles, 7 de diciembre de 2016

Presentación de "Los cuadernos de Rekalde"


Bueno, se acerca el (para mí) gran día, el jueves de la semana que viene se presenta al público mi novela.

Estoy atacado de los nervios y como dicen en Cádiz tengo gases en la cabeza, pero quiero recordar y agradecer que fue en este Foro donde empecé a escribir, empujado inicialmente por Manrique y luego por Marga.

¡Muchas gracias!

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Farewell, Leonard


Casi al final, con su guitarra
Admirado Leonard:

No me has conocido pero yo a ti sí, a distancia claro, desde que te descubrí en 1971 o 72, relativamente tarde ya que todavía no eras demasiado popular en España, cuando me sorprendió la inusual portada de tu LP “Songs from a Room” en el escaparate de una tienda de discos de música escogida en la calle Tutor de Madrid.

Para ser honesto debo aclarar que cuatro o cinco años antes yo ya había comprado un disco con una portada de parecida estética, “24 canciones breves”, el LP de lanzamiento de Luis Eduardo Aute, cantautor y pintor (y hasta se inició como cineasta en los 60) español de línea artística hasta cierto punto similar a la tuya, que me había impactado y que, 40 y pico años después, cuando te concedieron el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, publicó en El Cultural en octubre de 2011 una magnífica loa sobre ti en un artículo que acertadamente tituló “Deuda impagable”, que comenzó afirmando: “No me importa que haya quien me considere el leonardcoheniano de cabecera. Cohen es un excelente escritor a través del cual se ha reconocido, al fin, la importancia de la canción como género literario.…”.

Mucho más humildemente, Leonard, también en este Foro te homenajeamos en esa fecha y por ese premio, desde dos perspectivas: la femenina de Marga, ella escribió “He`s my man”, y la más masculina y menos imaginativa mía, que titulé “Leonard Cohen premio Príncipe de Asturias de Las Letras 2011”. Obviamente no tuviste noticia de nuestros comentarios ni, si te hubieran llegado, habrías tenido tiempo para leerlos entre los miles de cartas de famosos admiradores que recibías, desconociendo nuestro pequeño y local homenaje. Ahora he decidido enviarte esta carta con la seguridad de que de alguna manera te llegará y con tu infinito tiempo disponible podrás leer aquellos escritos que te dedicamos y este, vamos a llamarle, “mensaje en la botella” que te envío (al que seguro que la inmensa mayoría de mis amigos “Cinéfilos” de este Foro se adherirán) como reconocimiento de todo lo que hemos gozado, sentido y hasta meditado mientras hemos escuchado mil veces tus fantásticas canciones/poemas.

Casi al principio, con Marianne Ihlen
Ya hace quince días desde que pensé enviarte esta carta, pero prudentemente juzgué oportuno dejarla pendiente un par de semanas para que pudieras celebrar adecuadamente tu reencuentro con esas personas, tan cercanas a ti, de la que nos hablaste en tus canciones y así llegaron a sernos familiares, empezando por Marianne, que se te adelantó tres meses en el último viaje y a la que le escribiste poco antes de su partida: "Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino".

Apuesto a que también habrá sido emocionante tu reencuentro con Janis, sí, la que cantando se preguntaba por qué ella no podía tener un Mercedes Benz, que partió nada menos que 46 años antes que tú, y habréis recordado con añoranza vuestra mítica noche en el legendario Chelsea Hotel, que convertiste en una muy sentida canción.

Y no menos lo habrá sido el que hayas tenido con la pobre Nancy. Sí, la chica triste que llevaba medias verdes y que en una desgraciada noche de 1961, en la Casa del Misterio, no encontró más compañía que un maldito 45.

¿Has contactado ya al partisano francés que conociste con quince años en Quebec?. Han llegado ya también Bárbara y Lorraine. Tú las llamaste “Sisters of Mercy” ¿No?.

Pero quizás allí eches de menos a la Suzanne Verdal, la que tenía una habitación enfrente del puerto de Montreal y que, como amiga y esposa de un amigo, al que siempre respetasteis, te inspiró tu preciosa canción "Suzanne".

Y, cómo no, a Suzanne Elrod, madre de tus hijos Adam y Lorca, así bautizada como homenaje a Federico. Por cierto, la hija mayor de Marga también se llama Lorca, y por la misma razón. ¿A que esto no lo sabías?.

Pues sólo me queda desearte que seas muy feliz con esas personas y, cuando nos encontremos dentro de pocos años, espero que me invites a algún “party” para así poder conocerlas. A cambio yo, con mucha fanfarronería y algo de suerte, te podré presentar a mis preferidos directores franceses de Cine, Truffaut, Malle, Rohmer y Chabrol, con los que ya tengo casi apalabrado que me acepten a mi llegada, como socio de segunda aficionado, claro, en su círculo, según se lo pedí desde el Foro hace seis años en una carta similar a ésta.

No te digo adiós, corrijo mi encabezamiento y me despido mucho más adecuadamente con un ¡¡hasta la vista!!, Leonard.

Manrique

PD: Me permito añadir una especie de "indirecta" destinada a algunos/as de mis mejores amigos/as que, siendo grandes seguidores de tu obra, no comparten mi entusiasmo por la de María del Mar Bonet. Apostaría que tú sí.

Javier Mas acompañando a Leonard Cohen en 2008
Creo que ya te imaginas adonde voy: les va a sorprender que el magnífico guitarrista aragonés Javier Mas, que has incorporado destacadamente a tu grupo de acompañamiento desde 2008, actuó exactamente igual acompañando a María del Mar  durante sus últimos 30 años de carrera, vamos que yo lo he disfrutado en vivo  en diez o doce conciertos de ella, desde el del Teatro Español, al fantástico del Palacio de Exposiciones y Congresos en General Perón en el lanzamiento de "Raixa"  el 17 de enero de 2002, y antes hasta un par de veces en el extinto Café Central estando yo a menos de tres metros de María del Mar y de Javier Mas.

Y por si alguno tiene la menor duda, aquí tiene la prueba en la interpretación de la preciosa canción andalusí de la alta Edad Media, "Me desea", con el único acompañamiento de Javier Mas y cajas de percusión.

Acabo de encontrar en internet el vídeo de tu interpretación de "Who by Fire" en tu concierto de cierre del World Tour 2010, pieza en la que le cediste a Javier Mas casi la primera mitad del tiempo de su interpretación para que introdujera la canción con un fantástico "solo" de su guitarra/bandurria de doce cuerdas. Pero también  en todos los otros enlaces que he incluido en esta carta con conciertos tuyos recientes, siempre está allí el gran Javier Mas. Estoy seguro que él te echará mucho de menos y agradecerá en su corazón que le incorporaras a tu banda para los trabajos de los últimos años. 

De alguna manera demuestra esta conexión la coherencia de tus y mis gustos musicales. 

Sé que no lo vas a entender, pero a lo peor los amigos a los que arriba hice referencia me acusarán de que no tengo abuela...

martes, 22 de noviembre de 2016

SULLY

Ficha técnica:

·        Año 2016
·        Productor: Clint Eastwood
·        Director: Clint Eastwood
·        Intérpretes: Tom Hanks, Aaron Eckhart .
·        Guión: Todd Komarnicki
·        Nacionalidad: Americana
·        Duración 96 minutos

Comentario

Chesley Sullenberger, Sully, es el nombre del comandante que “aterrizó” en el río Hudson el 15 de enero de 2009, cuando, poco después de despegar del aeropuerto de  La Guardia en Nueva York, una bandada de pájaros dejó fuera de servicio  los dos motores del A320 que pilotaba. Sully se convirtió en un héroe nacional al conseguir salvar de la muerte a las 155 personas que transportaba. Sin embargo, su acción provocó una investigación de la Comisión de  Investigación de Accidentes Aéreos de los EE.UU.  porque existían dudas razonables de si podía haber habido tiempo suficiente para efectuar un aterrizaje de emergencia en cualquiera de los aeropuerto de Nueva York, situados a escasas millas del avión en ese momento, evitando la destrucción del aparato y reduciendo los riesgos para el pasaje y la tripulación.

La película trata de la investigación sobre la actuación profesional de Sully (Tom Hanks) en el incidente, pero alterna los planos de la vista con los del “aterrizaje” en el río Hudson  y el posterior rescate del pasaje y la tripulación por los Servicios de Salvamento.

Clint Eastwood, a sus 86 años, vuelve a mostrar en SULLY su cine característico, un cine que, en mi opinión, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, no gira alrededor de la acción, sino en torno al factor humano de sus protagonistas. Sully, como Kowalsky en el Gran Torino, Harry Callaghan en la serie de Harry el sucio o los vaqueros de los western de los años 60 y 70 protagonizados por Clint Eastwood  son personajes solitarios, incómodos para el Establishment , que tienen que tomar decisiones de vida o muerte sin ningún soporte. Pero, además, son héroes populares que dudan hasta la extenuación antes de ejecutar su acción.

Pero en SULLY el factor humano tiene una segunda derivada. La Comisión de Investigación, apoyándose en estudios técnicos de diversa índole, la opinión de los ingenieros de la compañía área y de la aseguradora, de los controladores aéreos, el fabricante del avión y los resultados de las simulaciones con ordenador concluye, en contra de la opinión del piloto y el copiloto, que hubiera habido tiempo suficiente para aterrizar en un aeropuerto. La opinión de la Técnica contraria a la de los Operadores, un hecho que con demasiada frecuencia se repite en el mundo de la Ingeniería. Nuevamente el factor humano, incapaz de ser aprehendido por la Técnica correctamente, marca la diferencia y condiciona los resultados.

E, incluso, una tercera derivada. En la película se ensalza la responsabilidad y el trabajo bien hecho de los pilotos, la tripulación, el pasaje, el servicio de salvamento, la policía y los profesionales sanitarios y se denigra la prepotencia y ligereza de la Comisión de Investigación. El factor humano de nuevo de unos y otros profesionales, que condiciona su actuación.
  
Desde un punto de vista técnico, SULLY es una buena película  y Tom Hanks y Aaron Eckhart  interpretan magníficamente sus papeles de comandante y segundo comandante de la nave siniestrada. La alternancia de la vista con las imágenes del accidente está muy bien resuelta.

Para mí, Clint Eastwood ha sido siempre garantía de buen cine, historias interesantes y personajes que llenan la pantalla con su personalidad. SULLY ha cumplido de sobra mis expectativas.

JRL (22-10-2016)


martes, 25 de octubre de 2016

MEMORIAS DE ADRIANO

MEMORIAS DE ADRIANO

Autora: Marguerite Yourcenar

Traducción: Julio Cortázar



Publio Elio Adriano (Adriano), nacido en el año 76 d.C. en la Bética, fue un emperador de la familia de los Antoninos que gobernó el  Imperio Romano entre los  años 117 y 138 d. C. Protegido y sucesor de otro emperador hispano, Trajano,  durante su mandato el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión territorial. La historia  le recuerda como un emperador  con gran capacidad de gestión y aficionado a la filosofía estoica y epicúrea.

Margarite Yourcenar es una escritora francesa, belga de nacimiento, y de nacionalidad también americana,  gran  aficionada a la novela histórica.  Margarite Yourcenar se sintió atraída por la personalidad atípica de este gran emperador romano y escribió, entre los años 1948 y 1951, primero por fascículos y después en una edición completa, una novela  sobre su vida “Memorias de Adriano”, de la que hay publicadas  más de 30 ediciones , y  que está traducida al español por Julio Cortázar.

Manrique me sugirió hace unas semanas que leyera “Memorias de Adriano”; lo he hecho y, como lo prometido es deuda, os cuento mis impresiones.

La novela, que empieza con el encabezamiento “Querido Marco:”,  es una larga epístola de 270 páginas, dividida en seis capítulos,  dirigida a su sucesor Marco Aurelio, a quien Adriano había adoptado como nieto, al haber sido adoptado, a su vez, por su hijo adoptivo Antonino Pio.  En ella, el emperador  reflexiona sobre la guerra, la paz,  el imperio, las relaciones humanas, la esclavitud, el amor, la religión, el arte, la amistad, la poesía, la política, la música,  la sexualidad…. En sus  reflexiones la influencia de Grecia y el mundo oriental prevalece sobre su educación romana. Sorprende la “modernidad” de algunos sus planteamientos  sobre cuestiones que todavía hoy, veinte siglos después, son objeto de debate político y social. Sorprende, también,  que profundos planteamientos éticos y morales  condicionen las decisiones de un emperador romano, el  más importante personaje político mundial, de hace 20 siglos.  Sorprende, finalmente, el  gran arraigo popular del emperador  Adriano, al que el pueblo cree, incluso, capaz de hacer lo que en el cristianismo llamamos milagros. En definitiva, Adriano es un verso suelto, un personaje aislado, extraño a los círculos políticos del Senado, en los que se desenvuelve la vida política romana, y que está torturado por una conciencia escrupulosa modelada por  las enseñanzas delos grandes filósofos griegos.  Cuestión distinta es  la fiabilidad de las fuentes utilizadas por la autora para escribir esta novela y la veracidad de los hechos narrados. ¿Dónde termina la historia y donde comienza la fábula del personaje?

La novela está redactada en primera persona y carece de diálogos, lo que la hace formalmente compleja y en ocasiones tediosa, incluso  difícil de leer  por los amantes de la literatura de acción. Supongo, pero eso es solo una suposición, que la mano de Julio Cortázar  en la traducción española y su exquisito  dominio de nuestra lengua,  tampoco habrán contribuido a simplificar su redacción y entendimiento.

En definitiva,” Memorias de Adriano” no es una novela histórica. Es ética, poesía, filosofía, arte, pasiones humanas….alrededor de un hecho histórico: los 21 años en que gobernó el imperio romano el emperador Adriano. A unos les entusiasmará su lectura y calificarán la novela como una obra maestra de la literatura del Siglo XX, pero otros no podrán acabarla. A mí me ha parecido magnífica.


JRL (25-10-2016)

"El maestro de esgrima", novela de Arturo Pérez-Reverte y película de Pedro Olea


Queridos Cinéfilos:

Pensaba escribir de un Arturo, pero no de nuestro compañero de Foro que nos ha deslumbrado con su entrada de hoy desvelándonos  el prólogo de su primera novela, de próxima aparición, "Los cuadernos de Rekalde. Diario de un superviviente", que tanto por la entidad implícita de la tarea como por la calidad del comienzo que hemos leído, es enormemente más importante que los simples comentarios que tengo la osadía de enviaros, quizás demasiado a menudo.

De entrada me sumo a los comentarios de Rogelio y José Ramón, apostando a que "Los cuadernos de Rekalde" nos gustará y, sobre todo, nos "aprovechará" más que "La chica del tren",  sobre la que opiné ayer.

Volviendo ahora al otro Arturo, me refiero a Pérez-Reverte, y en particular a la segunda de sus novelas, "El maestro de esgrima" (1988), de la que TVE2 emitió su homónima versión cinematográfica el pasado viernes 21 dentro de su completísima revisión integral del Cine Español de las diez de la noche de lunes a viernes en su programa "Historia de nuestro Cine".   

El caso es que la novela me pareció muy buena (para algún otro Cinéfilo, de probado buen gusto, es la mejor de este autor) pero sus ventas fueron discretas, y mucho mejor que la siguiente que escribió, "La tabla de Flandes" que, en cambio, fue un auténtico best seller y lanzó a Pérez-Reverte a la fama. Eso sí, la adaptación al cine de esta última fue horrorosa, a pesar de que se hizo con reparto extranjero para su posterior explotación. Pero en cambio la película "El maestro de esgrima" (1982), acertadamente dirigida por Pedro Olea y muy bien interpretada por Assumpta Serna, Omero Antonutti (sí, el padre de "El Sur" y el Aguirre de "El Dorado") y Joaquim de Almeida (admirable como se jugaron el físico los dos primeros en las escenas de esgrima, sin dobles), sí resultó una honesta y muy acertada adaptación ... de cuya emisión el viernes pasado no pude avisar, por si os interesaba verla, ya que me enteré con muy poca antelación. 


Los tres personajes principales
Como es habitual con las películas de este ciclo, en rtve.es mantienen completa "El maestro de esgrima" disponible gratis "a la carta" hasta el jueves 28.

No me enrollo más. Si alguno de vosotros la ve, sería de agradecer que hiciera su propio comentario. Yo la calificaría como 8/10. Los enlaces adecuados son:

Presentación de la película (6 min): 
http://www.rtve.es/alacarta/videos/historia-de-nuestro-cine/historia-nuestro-cine-maestro-esgrima-presentacion/3766719/

Película completa:
http://www.rtve.es/alacarta/videos/historia-de-nuestro-cine/historia-nuestro-cine-maestro-esgrima/3766726/

Buena Literatura y Cine, en mi opinión, claro.

Manrique


lunes, 24 de octubre de 2016

Los cuadernos de Rekalde - Diario de un superviviente

El texto que viene a continuación es una primicia. Se trata del prólogo de mi primera novela, que saldrá a la venta a primeros de diciembre, y que quiero ofrecer a este Foro. Espero que os guste, y si luego compráis la novela (Editorial El Boletín, www.el-boletin.com), pues todavía mejor.

Prólogo

Una tarde de primeros de julio de 2006, cuando la Gran Regata llegó al puerto de Cádiz, estaba yo en el balcón de mi casa mirando los grandes veleros que arribaban a puerto y atracaban en los muelles Ciudad, Alfonso XIII y Marqués de Comillas. El levante soplaba con bastante fuerza, y la mayoría de los buques entraban a motor, con todo el velamen aferrado. Solo alguna pequeña embarcación se arriesgaba a luchar contra el viento, dando bordadas hasta conseguir entrar en la dársena.

Los muelles eran un hervidero de gente, que aplaudía las maniobras de atraque, las órdenes al silbato y los movimientos perfectamente sincronizados de los tripulantes, en especial los de los guardiamarinas de los buques escuela, impecablemente formados cubriendo las vergas. Un espectáculo precioso y muy poco habitual.

Junto con los navíos y bricbarcas gigantes como el Juan Sebastián de Elcano o el Américo Vespucio, a punto ya de anochecer, vi entrar a vela un pequeño bergantín goleta de dos palos cuyas extrañas maniobras a la altura del bajo de Las Puercas me llamaron la atención. Cuando se acercó al muelle pesquero, con los prismáticos logré distinguir el nombre, Matahari, y una bandera indonesia en el asta de popa. Me propuse ir a visitarlo a la mañana siguiente, sin poder imaginarme en qué lío me iba a meter.

Esa noche había quedado con unos amigos para tomar unas tapas en un bar de la calle Sopranis, muy animada por el gentío que había venido de toda la provincia, al que se sumaban numerosos tripulantes de los veleros recién atracados.

Como de costumbre, me presenté en el bar a la hora acordada, y también como de costumbre tuve que esperar por lo menos media hora a que llegara el resto de la pandilla. Treinta años en Cádiz y sigo sin asumir el curioso concepto que los gaditanos tienen de la puntualidad. O mejor dicho, que no tienen.

Mientras me tomaba una caña esperando a que llegaran mis amigos, me entretenía escuchando un diálogo de besugos entre el camarero y mi compañero de barra, un extranjero bastante mayor, con aspecto de filipino, con coleta y cuatro largos pelos en la barba. En un inglés bastante aceptable quería asegurarse de que la comida fuera halal. El camarero era tan simpático como escasos sus conocimientos de inglés, por lo que les ofrecí mi ayuda.

La verdad es que, aunque la carta estaba subtitulada en inglés, la tarea no era sencilla. Por una parte por mi desconocimiento de lo que es y no es halal, fuera del cerdo y el alcohol, y por otra porque las traducciones de la carta dejaban mucho que desear. Pase que “chicken to the little garlic” equivalga a pollo al ajillo, pero decir que “often of cuttlefishes” sea menudo de chocos, o que ortiguillas se traduce como “little nettles” desafía a toda imaginación. Renuncié a traducir yo mismo esas especialidades, diciéndole al forastero que eran haram, y me centré en platos más sencillos, como chuletitas de cordero o fritura de pescado. Después de todos mis esfuerzos, el guiri acabó pidiendo una ración de tortillitas de camarones acompañada con una Coca Cola.

En ese momento, cuando ya me disponía a pedirme otra caña, llegaron por fin mis amigos y me despedí del extranjero, que muy educado me reiteró su agradecimiento.

Las tapitas y cañas con la pandilla se multiplicaron y de allí nos fuimos a tomar unas copas al Seblón, mi bar favorito del Pópulo, en el que soy incapaz de tomarme una sola caipirinha. Mínimo dos.

A media mañana del día siguiente, un tanto perjudicado por la juerga de la víspera, salí de casa dispuesto a aprovechar una de las pocas oportunidades que se me presentaban en Cádiz para practicar mis limitadísimos conocimientos del idioma indonesio. Vestido con mi mejor camisa de batik me acerqué paseando al muelle pesquero, donde estaba atracada la Matahari, en la zona reservada por la organización para los participantes no gubernamentales.

La Gran Regata había atraído a decenas de miles de gaditanos y visitantes, por lo que en los grandes veleros que admitían visitas se iban formando colas kilométricas. Pero por suerte no era ese mi objetivo.

Pese al letrero de “NO VISITS” claramente visible en la planchada de la Matahari, me dirigí al marinero de guardia y le pregunté por el capitán.

Me señaló a un señor que en esos momentos se acercaba a nosotros caminado por el cantil del muelle, impecablemente vestido de patrón de yate.

Para mi alegría y mutua sorpresa, resultó ser el mismo extranjero de la noche anterior, el de las tortillitas de camarones y la Coca Cola. Tras estrecharnos las manos e intercambiar las habituales frases de cortesía en indonesio, le expresé mi pasión por su país y su idioma, que en aquella época estudiaba yo con un simple casete. El capitán, que se presentó como Komandan Bambang, me invitó a subir a bordo, y nos acomodamos en la cámara, donde me ofreció una taza de excelente café de Sumatra, bien cargado, como a mí me gusta.

Charlamos largo tiempo, saltando continuamente del inglés al indonesio, de su travesía desde Java, en la que habían invertido algo más de cuatro meses y sufrido un tifón en el Índico, y me contó que en realidad traía el barco para entregárselo a un comprador en Alicante.

Pasamos después otro buen rato hablando de los lugares que yo había visitado en su país, y sobre todo del norte de Sumatra, de donde él procedía. Se alegró mucho al enterarse de que la fama de su tribu, los batak, había llegado a Cádiz, aunque por desgracia yo no recordaba ninguna de la media docena de palabras en su idioma que había aprendido en los alrededores del lago Toba.

Cuando terminamos el café se ofreció a enseñarme el barco, a lo que accedí encantado. Era una embarcación preciosa, construida artesanalmente en madera, restaurada con mucho cariño, pero modificada muy a fondo para adaptarla a su nuevo uso turístico. Así, en la antigua bodega principal habían instalado una cocina amplia y con todos los adelantos, una gambuza seca y otra frigorífica, una planta de aguas fecales y una buena central de aire acondicionado, junto con el pañol de buceo y una biblioteca – discoteca – sala de reuniones.

En la bodega de proa habían construido los camarotes de los tripulantes, pero esa zona no me la enseñó, me dijo que a la tripulación no le gustaban las visitas. Y en el castillo de popa estaban los camarotes de invitados, cerrados con llave pero que me fue abriendo uno por uno. No me importaría nada hacer un crucero por el Mediterráneo en uno de aquellos camarotes, amplios y recubiertos de madera oscura, aunque con la decoración un tanto recargada para mi gusto. En el puente contaban con todos los adelantos de la tecnología: un buen surtido de aparatos de navegación y comunicaciones de último modelo montados en una consola que permitía a una sola persona controlar fácilmente el buque.

Ya al pie de la planchada, cuando me disponía a despedirme y abandonar el buque, se quedó unos momentos pensando, y al final me dijo:

-El caso es que tengo a bordo unos documentos que pertenecieron a un extripulante español, y no sé qué hacer con ellos. Espere un momento, por favor; se los voy a enseñar.

Volvió a los pocos minutos con un grueso sobre acolchado, de papel manila, bastante manoseado, del que sacó tres documentos que me enseñó muy ceremoniosamente: Un pasaporte español, un título de maquinista expedido en Estados Unidos y un carnet sindical también norteamericano, los tres a nombre de Eliseo Rekalde García. En el mismo sobre, junto con unos cuadernos tamaño media cuartilla, había un libro en inglés, una foto, varios dibujos y un librillo de sudokus bastante manoseado. Los cuadernos, uno de ellos muy ajado, estaban cubiertos de una escritura menuda y desigual. Por lo que pude leer en una rápida ojeada, parecían contener un diario.

Cuando el capitán me explicó que el tal Rekalde había abandonado el buque y se había dejado el sobre, le prometí que haría todo lo que estuviera en mi mano para que los papeles llegaran a manos de su propietario, y me despedí de él, sin darle mayor importancia al encuentro.

Al llegar a casa dejé el sobre encima de la mesa del salón y prácticamente me olvidé de él.
Unos días después, al verlo por enésima vez en mitad de la mesa, me decidí a abrirlo, revisar con calma su contenido y buscar a Eliseo Rekalde para entregárselo, ya que me imaginaba que estaría preocupado por la pérdida, especialmente del pasaporte.

El sobre estaba dirigido a Eliseo Rekalde, a una dirección en Ecuador, y tenía como remitente a un Dr. Bill, desde Panamá. Más cosmopolita no podía ser. Los sellos habían sido recortados cuidadosamente.

Como ya escribí más arriba, además de los documentos el sobre contenía cuatro cuadernos de formato más o menos parecido a un A5, pero de aspecto muy diferente. Mientras que uno de ellos, un auténtico Moleskine negro, estaba en muy buen estado, otro, de mucha menor calidad, se caía a pedazos, con las tapas a punto de desprenderse. Los dos últimos eran un poco mejores, pero sin llegar a la calidad del primero. Tres de los cuadernos estaban escritos en su totalidad y en otro había al final bastantes páginas en blanco, como si estuviera sin terminar.

Aunque cada uno de los capítulos indicaba la fecha a la que se refería, había grandes diferencias de estilo entre ellos. Mientras que tres de ellos tenían el típico formato de un diario, con entradas cortas casi todos los días, a una media de dos páginas por día, otro ventilaba en menos de cien páginas año y medio de la vida de Rekalde, descrita en forma de unas memorias bastante resumidas, con solo cinco capítulos relativamente largos.

En cuanto a los dibujos, se trataba de unas vistas de mezquitas, buques y paisajes, realizadas a lápiz con muy poca maestría. No estaban firmadas ni contenían ninguna indicación acerca de la fecha o el lugar en que se habían realizado. Eso sí, en los dibujos de las mezquitas todavía quedaban restos de las líneas de horizonte y de fuga, lo que indicaba que habían sido trazadas por alguien con ciertos conocimientos de dibujo técnico.

La única foto que había en el sobre era de una chica joven, muy morena y bastante guapa, vestida con uniforme de camuflaje y tocada con una boina negra, que portaba una enorme ametralladora y dos cananas de munición mientras desfilaba con otros compañeros igualmente armados y ataviados. La foto estaba sucia, arrugada y con los bordes muy gastados. Por detrás, escrito a mano, ponía: 5 de octubre de 2001 - Firma del Acuerdo de San Francisco de la Sombra.

Mis primeras gestiones para localizar al propietario del sobre resultaron baldías; su nombre no aparecía en las redes sociales más habituales, y los buscadores de internet tampoco me proporcionaron ninguna pista.

Envié una carta a la dirección que figuraba en el pasaporte, el 125 de la Calle de la Cruz, en Bilbao, contándole que tenía el sobre y pidiéndole que se pusiera en contacto conmigo, pero al cabo de un par de semanas me llegó devuelta con la indicación “DIRECCIÓN INEXISTENTE”. A través de mis cuñadas, que viven en Bilbao, descubrí que esa calle no llegaba más que hasta el número 13.

Hablé entonces con Kiko, un policía nacional jubilado compañero de gimnasio, y después de contarle cómo había llegado el sobre a mi poder le pedí que usara sus contactos para localizar al titular del pasaporte. Como me dijo que le llevara el pasaporte para facilitar la búsqueda, se lo acerqué al gimnasio al día siguiente. En cuanto lo vio, me dijo:

-Quillo, este pasaporte es más falso que un duro sevillano, te aconsejo que lo entregues cuanto antes en comisaría.

Le prometí hacerlo, pero le pedí que de todas maneras me ayudara a encontrar al tal Rekalde, para entregarle el resto de sus cosas. Me prometió hacer algunas averiguaciones, pero a los pocos días me llamó para confirmarme que en las bases de datos policiales no aparecía nadie con ese nombre.

-Lo más probable es que no fuera ni español y que pretendiera colarse aquí con ese pasaporte, pero la falsificación es tan mala que hasta el policía más novato la habría descubierto nada más abrirlo. ¿Lo has entregado ya en comisaría?

Como yo lo había ido dejando de un día para otro, se ofreció a hacer la gestión por mí, todavía tenía muchos amigos en Documentación. Ni que decir tiene que acepté encantado. Pero no terminó aquí la historia. El asunto del pasaporte falso me había sorprendido, y comenzaba a crecer mi interés por el personaje.

A la vista de lo inútil de mis pesquisas empecé a leer los cuadernos, en busca de alguna pista que me permitiera localizar al misterioso Eliseo, de cuya misma existencia empezaba a dudar. Lo primero que leí me pareció tan descabellado que llegué a pensar si no estaría frente a un borrador de una novela de aventuras de una calidad más que dudosa, pero cuando terminé de leer el primer cuaderno, me quedé casi convencido de que la historia que contaba era real, por descabellada que pudiera parecer. Para asegurarme, verifiqué alguno de los datos concretos citados en los cuadernos, y lo que encontré confirmó mis sospechas: Todos los datos que comprobé concordaban, las fechas encajaban, los tiempos y las distancias eran coherentes, los lugares que citaba existían. ¿Estaría en presencia de un diario auténtico? Por otra parte, la existencia cierta de un pasaporte falso me indicaban que el autor de los cuadernos tenía que ser todo un personaje.

Ya lanzado a la investigación, me pasé muchos meses descifrando aquella escritura enrevesada, llena de tachaduras y correcciones, con fragmentos intercalados en hojas sueltas, e incluso con huellas de haber arrancado alguna hoja. He ido pasando los textos a limpio en el ordenador, corrigiendo alguna errata menor y reconstruyendo como he podido las páginas más deterioradas por los insectos, las manchas y la humedad.

A la vez que tecleaba el texto original he ido añadiendo algunas notas a pie de página para recoger mis impresiones sobre el autor, verdaderamente escurridizo en cuanto a sus datos personales.

Lo único que me mosqueó un poco fue encontrarme con algún dato claramente erróneo, aunque más correcto sería decir falso, ya que por el contexto parecía que no se podía tratar de una errata. Sigo sin estar seguro de si eran errores, meras licencias literarias, o si todo el texto era una fabulación. Pero en lugar de desanimarme, estas falsedades me impulsaron a seguir investigando, como se puede leer en el epílogo.

Según avanzaba en la tarea se iba apoderando de mí un ansia de seguir, de llegar al final, que me obligaba a dedicar horas y horas a la transcripción, los días laborales hasta altas horas de la madrugada, y también en los amaneceres de los fines de semana en el campo, bajo los pinos, escuchando los pájaros o la lluvia, como ahora mismo. Horas robadas al sueño, a otras lecturas, a otros entretenimientos, pero que doy por muy bien empleadas. No os podéis ni imaginar lo que me he entretenido con este trabajo, lo mucho que he aprendido, los personajes que he conocido.
Parafraseando a Roy Batty en Blade Runner, he leído cosas que vosotros no creeríais.

Conforme he ido pasando a limpio los textos fue cobrando fuerza la idea de publicar los cuadernos, y no solo porque me han parecido interesantes, sino porque, una vez publicados, quizás caigan en manos de alguien que me ayude a dar con Rekalde. Sin embargo, todavía ahora, cuando la decisión es ya irreversible, dudo de si he obrado bien dando a la luz unos escritos que quizás su autor no deseaba divulgar.

En las páginas siguientes podéis leer el resultado de esta larga tarea de recopilación e investigación.

domingo, 23 de octubre de 2016

“La chica del tren”, novela de Paula Hawkins


Queridos Cinéfilos: 

 Si definiéramos como best sellers aquellas novelas diseñadas específicamente con el objetivo prioritario de intentar que consigan un gran éxito de ventas, sin darle mayor importancia a mejorar su calidad literaria y sí a dotarlas de los “atractivos” que puedan ser demandados por el más amplio público potencial, como ser de lectura fácil y amena, que no exija conocimientos históricos o culturales para comprender la trama, con un texto sin complicaciones sintácticas ni, mucho menos, referencias con grandes obras literarias, pero sí con acción trepidante, algo de sexo y violencia, pasiones desbordadas, personajes “planos”…, puedo asegurar que no soy muy aficionado a su lectura, prefiriendo las novelas que me hagan pensar, conocer temas nuevos, descubrir tramas ingeniosas, pero realistas, o los más recónditos rincones del alma humana.

Quede claro que novelas excelentes sí pueden conseguir ventas muy importantes, por poner sólo un ejemplo recuerdo “La conjura de los necios” (¡cómo me sorprendió su originalísimo protagonista, el rompedor Ignatius Reilly!, Homer Simpson es una mala copia de él) de John Kennedy Toole, publicada póstumamente en 1980, varios años después de su suicidio y ganadora del Pulitzer (me parece que es el único caso en que un autor consiguió este premio tras su muerte), aunque los mayores éxitos de ventas, desgraciadamente, los consiguen únicamente novelas que son puros best sellers, masivamente publicitadas y adquiridas hasta por personas que muy raramente leen y, consecuentemente, no han querido o podido cultivar su gusto literario.

Por una determinada combinación de circunstancias, esta primavera dispuse en casa durante unos días de un ejemplar de “La chica del tren”, novela de Paula Hawkins de la que sólo sabía que llevaba casi un año en la lista de las diez más vendidas y, al mismo tiempo, había obtenido críticas positivas, por lo que decidí hojearla, me puse a leerla y… la acabé en tres o cuatro días. Mi opinión es que tiene algunas buenas cualidades: 
  • Tiene una trama muy viva y que engancha rápidamente. En esto es un típico best seller, lo que no extraña habida cuenta que su autora había publicado previamente, bajo seudónimo y con muy escaso o nulo éxito cuatro novelas románticas y, tras dichos fracasos, optó por reorientar totalmente su producción y vaya si lo consiguió con este thriller policíaco: creo que ha vendido doce millones de ejemplares, seis de ellos en Gran Bretaña y uno en España.
  • Estructuralmente está muy original y hábilmente narrada, ya que hasta tres mujeres cuentan, de forma secuencial y entreveradamente alternada, sus respectivas versiones de lo que ocurre o ha ocurrido, porque, para complicar más la resolución del puzle, sus testimonios no están cronológicamente ordenados entre todas ellas, sólo los correspondientes a cada una por separado. Muy hábil Paula Hawkins ya que esta característica enriquece, desde mi punto de vista la obra y, por otra parte, demanda del lector un esfuerzo cuya recompensa “asegura el amarre”.
  • La protagonista, Rachel, treintañera inglesa viviendo en los alrededores de Londres, al que todos los días se traslada en tren, en España diríamos que mileurista, pero en paro, infelizmente divorciada, amargada, deprimida y consecuentemente alcoholizada, se nos va, en mi opinión, revelando muy bien a medida que vamos descubriendo sus circunstancias, que se nos desvelan progresivamente y de forma literariamente hábil y eficaz. Es uno de los aspectos que más me han gustado de la novela. Creo, desde mi afortunada falta de experiencia en ese tema, que sus reacciones como alcohólica y deprimida están muy bien descritas. Los otros personajes, en cambio, están, con alguna excepción menor, como en el caso de Megan, definidos de forma mucho más simple y resultan bastante “planos”, algunos estrictamente bidimensionales, como la pareja de detectives encargados del caso, por ejemplo.
  • Ciertos sentimientos, supuestamente más usuales en las mujeres, los he encontrado muy bien tratados, al menos desde mi masculino punto de vista, como el homenaje de Rachel a una desgraciada recién nacida, espero no descubrir nada con esta mínima referencia.

Hay otros aspectos que, en cambio, no me han gustado:
  • Me parece percibir el “efecto Poirot” tan típico en las novelas de Agatha Christie: ¡anda que no hay pocas cosas que ve, oye, encuentra o descubre Rachel por pura casualidad!.
  • En la trama se incluyen trampas al lector y ciertas actuaciones de los personajes difícilmente asumibles.
  • La resolución del caso, al menos para mí, supone aspectos y condicionamientos que me parecen muy poco realistas.
  • No sé si la “muestra” de personajes del medio en el que se mueve Rachel responde realistamente a la sociedad actual inglesa que representan. Si es así, es deprimente su absoluta falta de inquietudes culturales, cívicas o humanísticas.
  • Si no recuerdo mal (la leí a finales del invierno pasado, la comento ahora con ocasión del estreno de su versión cinematográfica) en toda la novela sólo aparece un único “guiño” cultural/literario, puramente ocasional y en absoluto detallado, cuando se habla del suicidio de Sylvia Plath. Me pregunto cuántos lectores sabían/saben algo de ella.
  • He leído en algunas críticas que es una novela más bien dirigida a un público femenino. Estoy mayoritariamente de acuerdo. ¿Es eso un defecto?.

Resumiendo: Creo que es un ejemplo típico de best seller con algunas importantes virtudes y defectos, cuya lectura nos distraerá pero en absoluto nos enriquecerá ni dejará memoria permanente. Estoy muy de acuerdo con varios comentarios que he leído que opinan que recuerda a “Perdida”, aclarando que en aquél caso vi la película (que aquí comenté) y no leí la novela, cuando con “La chica del tren” me ocurre justo al revés, no pienso ver la película y más aún cuando me he enterado que en su guión han cambiado la localización de Londres a una ciudad americana.

Como es habitual, incluyo un par de referencias para que podáis contrastarlas con mi muy personal y nada experta opinión:

Entrevista a la autora por Juan Gómez-Jurado en ABC, “La tramposa infidelidad de la escritora británica Paula Hawkins”:

“'La chica del tren': el germen corrosivo de la desconfianza y el voyerismo”. Crítica de Juan Carlos Galindo en El País:
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/06/10/elemental/1433917147_143391.html

Por favor, si algún miembro del Foro ve la película, que comparta su opinión con todos nosotros.

Manrique

sábado, 8 de octubre de 2016

El hombre de las mil caras

Conocemos a su director Alberto Rodríguez Librero sobre todo por su thriller "La isla mínima". Rodríguez se reafirma en esta nueva película como un experto en el género.

La película nos cuenta la historia de Francisco Paesa y el rocambolesco caso de Luis Roldán, que son conocidos para muchos de los lectores del "Foro". La película nos atrapa desde el primer momento y mantiene un ritmo en el que el interés no decae, especialmente si el espectador ha vivido aquellos años del último gobierno de Felipe González.

Para clavarnos aún más a la butaca y cogernos del cogote cuándo nuestro lado bueno nos está diciendo "no puede ser", el cineasta utiliza magistralmente recortes  de telediario y portadas de periódicos de la época que nos caen encima en forma de flash-back como mazazos. Esto unido a la excelente actuación y caracterización de los actores, que hace recordar a primera vista a los personajes reales que los inspiran,  hace de El hombre de las mil caras un filme muy recomendable.

Alberto Rodríguez consigue que al final Paesa casi nos parezca un gran tipo, lo cual no es dificil en un país como el nuestro que siempre ha elevado a los pícaros a la categoría de héroes. En este caso estamos sin duda ante un gran maestro.

La película está basada en el libro de Manuel Cedrán  Paesa, el espía de las mil caras y si lo que se cuenta es o no la verdad y nada más que la verdad...  ese es un asunto que dejo a la discrección del amable lector, lo que está claro es que no es toda la verdad, porque esa no la sabe nadie.

Seguid bien

viernes, 30 de septiembre de 2016

Fin de fiesta

La lluvia no paralizaba la vida en el río pero la ralentizaba. Pocas piraguas se aventuraban a navegar (no se podía pescar y había que achicar constantemente el agua de lluvia), nadie salía de las cabañas cuando pasábamos frente a los poblados; tampoco se podía ahumar pescado ni cultivar la tierra, por lo que la única alternativa era quedarse en las cabañas a esperar a que escampase. La vida aquí durante la temporada de lluvias debe de ser muy triste.

A mí, en cambio, me gustaba. Me recordaba mi infancia ferrolana (mamá, me aburro…) en aquellos tiempos lejanos, antes del cambio climático, cuando hacía calor en verano, frío en invierno y llovía casi todos los días.

Así como las chozas de los poblados se oscurecían al mojarse, la selva brillaba bajo la lluvia con un verde más intenso si cabe que el habitual. Se la veía lustrosa, como sin estrenar; diríase que nunca había pasado un blanco por allí, que en cualquier momento podían aparecer entre los árboles las cabecitas de los pigmeos, que en esta zona han mantenido hasta hace bien poco el canibalismo. El último caso “documentado” es de 2013; de los no documentados no se sabe nada.

Michel quería asegurar la llegada a Mbandaka con tiempo para coger el avión de Kinshasa, por lo que seguimos navegando varias horas después de anochecer, pese al peligro y a la teórica prohibición; por suerte con la puesta de sol había cesado la lluvia por completo. Nos acostamos después de cenar, apretujados en las zonas más secas de la cubierta inferior. Yo coloqué mi colchoneta encajado entre dos tiendas, prefería eso a encerrarme con alguien en una pequeña tienda de campaña.

La noche no fue demasiado buena, hizo bastante frio y la humedad penetraba por todas partes. Como mi saco de dormir no se había secado por completo en todo el día, tuve que acostarme con chándal y calcetines, que me pude quitar conforme se iba secando el saco.

Además, tocó noche de fauna: mosquitos y gallos se turnaban para despertarme con bastante frecuencia. Esa noche aprendí una nueva lección: no ir a la letrina sin comprobar las pilas de la frontal. A mí se me acabaron en plena operación y tuve que apañármelas como pude para volver a mi colchoneta.

Al amanecer los habitantes de Ykodo, la aldea donde habíamos atracado en algún momento de la noche, nos pidieron ayuda: uno de los ancianos estaba enfermo de malaria. Para ellos, todos los monguele teníamos algo de médicos, o por lo menos vivíamos en países en los que era sencillo el acceso a las medicinas y al tratamiento médico, algo muy poco habitual para ellos. K., nuestra enfermera, les entregó las pastillas justas de Omeprazol y Malarone, con instrucciones muy claritas de cómo debían administrárselas.

En vista de esto, se nos acercaron varias personas más con distintas dolencias, más o menos reales, pero K. se plantó: no más medicamentos sin receta. No estábamos seguros de si los síntomas era ciertos, ninguno de nosotros era médico, y su experiencia con los refugiados era que algunos tendían a exagerar sus males o incluso a inventárselos con tal de conseguir atención.

Emprendimos por fin el último tramo de navegación mientras limpiábamos, secábamos y doblábamos las tiendas y organizábamos nuestros equipajes. Aproveché el ambiente de liquidación que se respiraba a bordo para darle a Patrick, mi colega mecánico, las espirales anti mosquitos, unos auriculares de Turkish Airlines, gel, detergente en polvo y la ropa más deteriorada, la que había prometido a mi mujer no llevar de vuelta a Cádiz.

A media mañana celebramos con una copa de vino el paso por el kilómetro mil de nuestro recorrido por el río. El caso era acabar la última “bag in box”, habría sido una vergüenza llegar a Mbandaka sin terminar el vino.

Quedaba ya solo hora y media para Mbandaka. Igual que al principio del viaje no terminaba de creerme que estaba donde estaba, ahora no podía o no quería creerme que el viaje se acababa. Aunque todavía me faltaban unas sesenta horas para llegar a casa, estaba seguro de que a partir de ahora las cosas irían mucho más deprisa, demasiado. Tendría que abandonar ese movimiento reflejo de saludar con la mano a las piraguas y las aldeas, volvería a estar permanentemente conectado, las cosas y las instituciones funcionarían…

Antes de llegar a nuestro puerto de destino todavía tuvimos tiempo de ver dos tipos de embarcaciones nuevas para nosotros: Por una parte, almadías para transporte de bambú y madera; por otra, balsas formadas por docenas de piraguas que eran transportadas río abajo para su venta.

Llegamos por fin a Mbandaka, que parecía otro mundo. Muchas antenas, varios edificios de hasta tres pisos y todos los símbolos de una verdadera ciudad. Me causaron especial impresión los astilleros abandonados de la empresa pública SONATRA, que había tenido el monopolio del transporte de pasajeros por el río y había quebrado, saqueada por Mobutu y sus secuaces.

Otros símbolos de progreso los encontramos en un par de lanchas de desembarco LCM-8 en aparente estado de funcionamiento, el muelle de hormigón de la fábrica de cerveza Primus…

Desde la orilla llegaban numerosos saludos para nuestros tripulantes, especialmente para el piloto y para Tito, el pigmeo encargado de la hostelería a bordo. Se notaba su popularidad.

En cuanto atracamos montamos una mini fiesta de despedida con la tripulación. Los invitamos a cervezas o refrescos, queso, jamón, foie gras y otros productos europeos, pero lo que más les gustó fue la carne en lata y las salchichas de Frankfurt.

Me tocó entonces leer en español un breve discurso de agradecimiento, mientras mi compañera C. traducía casi en simultáneo a un perfecto francés. Al terminar entregamos a los tripulantes un sobre con la propina, unos seiscientos y pico dólares, con lo salían a setenta dólares por cabeza. Puede parecer poco, pero en un país en el que el sueldo de un funcionario medio andaba por los cien dólares era una buena recompensa por once días de trabajo.

Nos despedimos con pena de la tripulación y nos dirigimos al Hotel Benghazi. Al parecer había habido un cambio de planes, ya que el hotel inicialmente reservado, al ver que en cada habitación iban a dormir dos personas con apellidos no coincidentes reclamaba una tarifa del doble de lo acordado. Su lógica era aplastante: Si se metían en una habitación dos hombres o dos mujeres de distinta familia, cada uno se buscaría una pareja para pasar la noche y en la habitación acabarían durmiendo cuatro personas.

El Benghazi, donde no aplicaban esa teoría, era tan cutre que llegamos a echar de menos las noches a bordo del Go Congo. Las habitaciones eran muy espartanas, con una cama de matrimonio y una papelera por todo mobiliario; ni siquiera una mesa para abrir el equipaje o una silla para dejar la ropa por la noche. El agua corriente no funcionaba, y aunque nos dejaron dos cubos de agua para ducharnos y para el váter, si se acababan no podíamos rellenarlos por la borda como en el barco. Las ventanas no cerraban, en el dormitorio no había ni una bombilla y el colchón era de espuma, demasiado blando después de tantos días de colchoneta. Menos mal que la cama era muy amplia, porque tendría que compartirla con K., la cual además arrastraba un buen constipado. Y esta suite costaba nada menos que ciento veinte dólares por noche.

Por lo menos conseguí poner en marcha el ventilador de techo, después de desmontar el mando y hacerle un puente, pero solo en modo “ON/OFF”: Ruido atronador o calor de muerte.

Por la tarde  nos fuimos a visitar el lugar en el que según Stanley pasaba la línea del ecuador. Un pedrusco y un letrero destrozado marcaban el lugar, situado en realidad a unos doscientos metros del ecuador geográfico, según pudimos comprobar con nuestros GPS.

Nos fuimos a cenar al mejor restaurante de la ciudad, que habitualmente cerraba por la noche pero que abrieron para la ocasión. Era solamente un patio con una puerta cochera, sin rótulo, donde habían colocado una fila de mesas y sillas de plástico, dos lámparas LED y un enorme equipo de sonido, que pedimos que apagaran.

Las cuatro mujeres que llevaban el restaurante, arregladas como para una boda con vestidos estampados, zapatos de tacón, pendientes, collares y unos bolsos que no soltaban ni para servir las mesas, nos atendieron estupendamente: Pollo de carreras en salsa, con arroz y cerveza ¿Hacia falta algo más para disfrutar de nuestra última cena en el Congo? ¡Sí! ¡Vino! Como yo no bebía cerveza ni cocacola, en castigo me trajeron VITAL’O, una bebida dulce y con gas, con sabor a Bisolvón.

Dormimos como pudimos, ahogados de calor, y al amanecer desayunamos en el salón de convenciones del hotel. Estaba claro que no solían servir desayunos, todo el menaje era improvisado y el azúcar estaba en una bolsa de plástico desgarrada, para que fuera más fácil meter la cucharilla.
Nos atendía una señora que, cuando alguien le pidió leche en polvo, respondió en un tono ofendido: j'ai oublié! Me encapriché con la taza del desayuno, con una inscripción en lingala, la foto de un señor muy trajeado, y toda la pinta de ser propaganda electoral. Cuando le propuse a la camarera comprársela, bajó la voz y en tono de complicidad me dijo: “Vale, pero no se la enseñe a  nadie hasta llegar a Kinshasa”. Estaba claro que yo había cometido un delito de receptación, según me explicó luego J., uno de los dos policías locales que formaban parte de nuestro grupo.

Nos subimos a un par de todo terrenos, uno de ellos con el rótulo de la Delegación Provincial de Sanidad. Camino del aeropuerto al nuestro, que transportaba todo el equipaje, se le pinchó una rueda. Tuvo que volver a recogernos el otro, que no tenía baca, y allí nos acomodamos como pudimos el conductor, los siete pasajeros y el equipaje de los quince. Bueno, en realidad dos de los pasajeros terminaron el recorrido colgados en la trasera del coche, con la puerta abierta y un pie dentro y otro fuera.

En el aeropuerto (ventajas de viajar en grupo), Michel y sus empleados se ocuparon de la facturación y del pago de las tasas mientras los demás esperábamos en el bar de enfrente, poco más que un contenedor, un hornillo de carbón y varias mesas y sillas de plástico dispuestas bajo un sombrajo.

Cuando pasamos al aeropuerto me encontré con lo que podía haber sido un grave problema, por lo menos eso deduje de la cara de Michel cuando se lo conté. Resulta que, pese a tratarse de un vuelo interior, nos pedían el certificado internacional de vacunación contra la fiebre amarilla y yo no lo llevaba junto con el pasaporte, sino en la mochila ya facturada.

Menos mal que J., el policía del que he hablado más arriba, se enteró y me cedió el suyo, diciéndome que él ya había pasado el control. Cuando se lo enseñé a la funcionaria se enfadó conmigo, y me dijo que ya me había controlado y que no la molestara. Problema resuelto.

Cuando con una hora de retraso aterrizó el avión de Congo Airways que nos llevaría a Kinshasa invadieron la pista no menos de cien personas, entre policías, sanitarios, porteadores, fotógrafos, vendedores de recargas de móvil y simples curiosos. La salida de los pasajeros, pero sobre todo de las pasajeras, se convirtió en un verdadero desfile de modelos. Trajes tradicionales con perifollos hasta las orejas, niños de cuatro años con traje de chaqueta y zapatos de punta, niñitas cubiertas de encaje rosa y azul con grandes lazos de raso, faldas ceñidas hasta el límite y más allá, mamis recién salidas de la peluquería que exhibían con orgullo sus cardados, modernas con minifalda y corte de pelo a lo Grace Jones, un señor de mi edad con un traje gris brillante estampado en piel de serpiente… No faltaba de nada.

Y todos tenían a alguien que les esperaba, bien familiares sonrientes o bien empleados o socios igualmente sonrientes, nada que ver con esos aeropuertos europeos en los que nadie va a esperar a nadie, como no sea un taxista con un papel impreso con el nombre del viajero.

Por fin nos llamaron a embarcar, y después de comprobar cinco veces que habíamos pagado las tasas de embarque llegamos al control de equipajes de mano. En plena pista, una sombrilla, una mesa, un recipiente metálico parecido a una papelera y dos funcionarios. Delante de mí le retiraron una maza de madera a unos de mis compañeros, lo que me pareció normal. No lo consideré tan normal cuando le confiscaron a un sacerdote una bolsa de gusanitos, pero al pensar que los gusanitos eran del tamaño de un dedo pulgar y que estaban vivos, lo comprendí. ¿Qué pasaría si se rompía la bolsa en el avión y se escapaban los bichos? O sea que colocaron la bolsa de los gusanos y otros objetos en el contenedor metálico, cada uno con una pegatina con el nombre del propietario.

Cuando me tocó el turno me quitaron la taza de desayuno del hotel. Aunque insistí en que era un recuerdo de mi amigo, el dueño del Hotel Benghazi, me dijeron que no me preocupara. La taza viajaría en bodega y me la devolverían al llegar a Kinshasa, porque los objetos contundentes no podían viajar en cabina.

Más gusanos fueron a parar al contenedor, esta vez metidos en una botella de plástico, pero también vivos y coleando. Resulta que estos gusanos, muy abundantes en Mbandaka, son riquísimos y varios pasajeros se los llevaban a Kinshasa como regalo.

Al aterrizar en Kinshasa al mismo pie del avión nos devolvieron todos los objetos confiscados; el problema llegó con los gusanitos del párroco. Como la bodega no iba presurizada, la bolsa de plástico había explotado, y los gusanos reptaban por el fondo del contenedor. El empleado de Congo Airways lo resolvió de una manera muy profesional: Se sacó del bolsillo otra bolsa de plástico y recogiólos gusanos con los dedos uno por uno hasta que le entregó la bolsa a su propietario. Se notaba que no era la primera vez.

Ya en la cinta de recogida de equipajes empezaron a salir bolsas, maletas, mochilas, cajas… todo normal hasta que aparecieron dos siluros vivos, dando coletazos sobre la cinta. Cuando se caían al suelo no faltaba un pasajero que los recogiera y los volviera a depositar en la cinta, como si tal cosa. Todavía dieron un par de vueltas al ruedo hasta que apareció su propietario.

No voy a contar el último día en Kinshasa, con una visita al mercado de artesanía y un tráfico endiablado, que nos tuvo dos horas y media bloqueados en la carretera de acceso al aeropuerto. Menos mal que los tripulantes de nuestro avión estaban encerrados en el mismo atasco, y salimos para Libreville y Estambul con más de una hora de retraso.

Al llegar al aeropuerto, lucía la luna llena. Bai-ó, Congo.

El funeral

Los hombres habían salido a pescar y podían llegar esa misma noche o a la mañana siguiente. La que llevaba la voz cantante era una madre joven, esbelta, guapísima, que posó una y otra vez para nosotros, cargada siempre con su bebé de pocos meses. Le calculamos algo más un metro ochenta y cinco y tenía una elegancia en sus movimientos y sus gestos que verdaderamente llamaba la atención. Podía haber sido la verdadera reina de África.

La noche era preciosa. Una especie de bruma ocultaba completamente las estrellas pero solamente velaba la luna, atenuándola y rodeándola de un gran círculo de refracción. Al acostarme, en medio de una oscuridad y un silencio absolutos, pasé un buen rato tumbado boca arriba en la tienda, simplemente mirando al cielo a través de las mosquiteras y esperando a que me hiciera efecto el metamizol y se me quitase el dolor de cabeza. Consecuencias de la insolación de la playa.

Dormí prácticamente de un tirón desde las ocho y media hasta las cuatro de la mañana, cuando uno de los gallos de la aldea se puso a cantar de forma tan insistente que acabó despertando a todos los demás gallos, a los perros y a la mayoría de los indígenas.

En cuanto amaneció y vi que la aldea ya estaba en pie, bajé a tierra. Los hombres ya habían vuelto de pescar y charlaban en torno a una hoguera, así que tras los saludos de rigor me senté con ellos. Me enseñaron una nueva fórmula de cortesía: “¿Ousá molambo? – La’la molambo” (¿Cómo estás? – Estoy bien) y sin más trámite me hicieron un hueco entre ellos.

Hablamos de todo y de nada: el idioma nos separaba pero la curiosidad mutua nos atraía. Me preguntaron por qué los españoles nos casábamos tan tarde y teníamos tan pocos hijos, y en mi francés elemental les expliqué lo del paro y el coste de la vida. Compadeciéndonos, me dijeron que en el Congo no tenían ese problema, había trabajo de sobra: pescador, agricultor, vendedor… así que ellos sí que podían casarse jóvenes y tener muchos hijos.

Su principal problema era la lejanía de los mercados, por lo que el pescado o se lo comían ellos o se lo intentaban vender a los escasos barcos que pasaban por el río. Por eso se pusieron muy contentos cuando Michel les compró quince mil francos de pescado fresquísimo, y los pasajeros varios kilos de grandes caracoles de río por otros dos mil francos; el mecánico había presumido de que los preparaba muy bien y nos prometió guisarlos para la comida. Nunca más supimos de aquellos caracoles.

La despedida fue muy emotiva, con toda la aldea agitando las manos y gritando “Bai-ó”, ¡Adios!.

El agua de pozo estaba a punto de agotarse y teníamos que parar en algún poblado grande para repostar. Me temo que nos esperaban otra vez los trámites de policía, migración…

Antes pasamos por varias aldeas de la tribu libinza, con unas cabañas diferentes a las habituales hasta ahora. No usaban palafitos, sino que las chozas, de techos bastante altos, las levantaban directamente sobre el suelo.

En la confluencia con el Mongala, un afluente navegable durante cientos de kilómetros, se apreciaba perfectamente la mezcla de las aguas. Las del Congo, café con leche y arrastrando muchos sedimentos, tardaron varios kilómetros en mezclarse con las del Mongala, menos turbias pero casi negras por el tanino.

Mombeka, el poblado a donde nos dirigíamos, era un puerto fluvial de cierta importancia por servir de punto de transbordo entre los barcos que recorren ambos ríos. Vimos no menos de media docena de barcazas y trenes fluviales atracados en las orillas.

Pero en el poblado nos encontramos mal rollo y miradas hoscas. Por una parte, había llegado hasta allí la epidemia de cólera, y por otra acababan de sacar del río el cadáver de un marinero de un remolcador, ahogado hacía un par de días al caer por la borda. Los soldados armados nos indicaron desde tierra que no hiciéramos fotos.

Menos mal que uno de nuestros marineros era amigo de un cabo, a quien saludó con tres golpes cabeza contra cabeza, y con quien charló de la mano mientras intercambiaban las últimas novedades. Conseguimos permiso para desembarcar, pero después de un rápido recorrido por el mercado volvimos pronto a bordo. Esta vez hicimos pocas compras, yo le regalé un lápiz con goma de borrar a K. para que pudiera corregir las acuarelas que pintaba muchas tardes, pero resultó ser tan malo que le rompía el papel. También compramos agua y pan y nos quedamos un rato en espera de la llegada de aceite para los motores.

Entre los muchos curiosos que nos miraban desde la orilla estaba un hombre con un aspecto miserable, la ropa hecha girones y claramente alcoholizado. Le regalé una camiseta de Ganar Cádiz en Común, que creo que le hacía bastante más falta que la cerveza que me pedía. No quedó muy satisfecho, pero se puso la camiseta encima de los harapos.

A partir de Mombaka navegamos varias horas por un brazo de agua muy estrecho, con las orillas cubiertas de papiros. De pronto se levantó el viento y una racha arrancó una de las tiendas puestas a secar sobre la cubierta y la lanzó al río. Paramos motores y con la ayuda de una piragua conseguimos recuperarla; desmontamos las demás sin esperar a que se secaran, y las extendimos sobre cubierta con unos maderos encima, para que no se volasen.

Ya muy tarde llegamos a Makanza, capital del distrito de Nuevo Amberes. Atracamos en el punto que nos señalaron desde tierra con linternas, abarloados a un trimarán artesanal,  nuevecito, que mostraba un gran letrero: “CENTRE SANITAIRE SACRE COEUR DE JESUS – DONATION DU HONORABLE MATU NKUMO”, y nos encontramos justo en medio del funeral por el marinero ahogado en Mombeka.

Un grupo electrógeno sin silenciador ubicado a unos cincuenta metros de nuestro barco no conseguía ocultar el sonido del potente equipo de música. Sobre el talud de río un túmulo soportaba el féretro, forrado con tela estampada, muy colorida. Unas doscientas personas, unas sentadas en círculo y otras bailando en el centro, acompañaban al difunto.

El alquiler del generador y del equipo de sonido, así como el combustible, lo aportaban las autoridades ya que la familia del ahogado vivía en Kinshasa y no se podía hacer cargo del cadáver. Pero lo más importante, el calor humano, lo ponían los habitantes de Makanza. Ninguno de los asistentes conocía al marinero, pero no podían consentir que se fuera al otro mundo como un animal, sin nadie que lo acompañara en su última noche.

Avanzaba la noche y corría el vino de palma pero la música y el generador no paraban. A las doce de la noche me levanté, desesperado. Allí no valían de nada los tapones para los oídos, y mi dolor de cabeza de la víspera se había vuelto a disparar, de manera que por un momento dudé entre cortarme la cabeza o tomarme una sobredosis de metamizol.

Al final decidí volver a acostarme e intentar relajarme. Burla burlando pasaba la noche, y supongo que dormí largo rato, porque de pronto me desperté sobresaltado. La música había cesado y por unos minutos supuse que había terminado la fiesta. Pero no. Simplemente se había acabado la gasolina, lo cual no era un obstáculo para continuar con el funeral. Unos voluntarios agarraron tres bidones de plástico y montaron un concierto de percusión a cuyo ritmo siguieron los bailes.

Amanecía, y desde tierra, al verme despierto y en pie sobre la cubierta superior, me hicieron señales para que bajara y me uniera a la fiesta, cosa que hice acompañado por Kim, S., y un marinero. Los miembros del comité de recepción estaban medio borrachos, por no decir del todo, y se empeñaban en que bebiéramos con ellos vino de palma. Conseguí convencerlos de que estaba mal del estómago y no podía beber, pero de lo que no me libré fue de bailar un rato con ellos en honor del difunto. Digo con ellos y no como ellos; por mucho que hubieran bebido conservaban un estilazo y un sentido del ritmo que ya quisiera yo.

Cuando vi que la confianza se tornaba excesiva, prudentemente me volví al barco y recogí de la tienda la colchoneta y el saco de dormir. Justo a tiempo, en cuanto estuve a cubierto se abrió el cielo, se desbordaron las nubes, y durante casi una hora cayó agua a mala leche.

En cuanto escampó se nos abarloó una piragua con veinte latas de gasolina de treinta litros cada una. Durante el trasbordo los fumadores siguieron a lo suyo, como si tal cosa.

La mayoría de mis compañeros bajó a tierra a visitar el mercado. A mí no me apetecía, había pasado bastante mala noche pero milagrosamente me había desaparecido el dolor de cabeza. Además el poblado contaba con telefonía móvil y quería aprovechar para dar señales de vida, llevaba ya cuatro días sin comunicarme con mi mujer. Mientras, los tripulantes dormitaban, escuchaban música o jugaban a las damas con chapas de cerveza y refrescos. La mañana fue pasando lenta pero sin pausa, como los jacintos flotantes arrastrados por el río.

Por fin zarpamos, acompañados por un empleado de la gasolinera. Michel se había quedado sin efectivo y le habían fiado los seiscientos litros de gasolina que necesitábamos para llegar a Mbandaka, pero para garantizar el pago el empleado nos acompañaría hasta allí, y luego se volvería en un viaje de entre cuatro días y una semana.

Poco después estalló la verdadera tormenta; lo que habíamos visto hasta aquel momento no era más que un ensayo. Caía el agua a mares, y el viento hacía difícil mantener el rumbo, por lo que el piloto decidió acercar el barco a la orilla para guarecerse.

El aguacero me pilló en la ducha, sin un tejado encima. Enjuagarme fue más sencillo que nunca gracias a la lluvia, bastante más fría que el agua del río, pero lo difícil era secarse. Al final no me quedó más remedio que salir en pelotas de la ducha y secarme como pude en el pasillo de popa, cubierto por un tejadillo de plástico ondulado.

La borrasca era cada vez más fuerte y a los marineros no les resultaba nada fácil amarrar la barcaza a un árbol que crecía dentro del agua, así que Graça se lanzó al río sin dudarlo, nadó alrededor del árbol con la estacha en la mano, y volvió a bordo, donde afirmó el otro extremo del cabo.

Pasamos un par de horas amarrados allí mientras la tormenta se acercaba, pasaba por encima de nosotros y por fin se alejaba. En el peor momento les propuse a mis compañeros hacerle una ofrenda a Iansá, orixá de las tormentas y señora de rayos y truenos, qué menos que un pintalabios… Pero eran unos incrédulos y no me hicieron ni caso.

Aprovechamos la pausa de la tormenta para discutir el espinoso asunto de la propina a la tripulación al final de viaje, tema por visto recurrente en los viajes de grupo. Había diversidad de opiniones, pero al final acordamos circular un sobre para que cada cual echara lo que le pareciera, a poder ser entre treinta y cincuenta dólares.

Cuando amainó un poco soltamos amarras y reanudamos la marcha. Estábamos todavía a unos doscientos kilómetros de Mbandaka, avanzábamos a no más de trece kilómetros por hora, y al día siguiente teníamos que llegar, para dormir unas horas y coger el avión tempranito.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

El cólera y el Barça

Al llegar a Umangui, un poblado en el que al parecer se fabricaba alfarería, nos encontramos con que estaba afectada por una epidemia de cólera; a juzgar por las medidas higiénicas no la erradicarían fácilmente. Disponían de un mini centro de salud financiado por Médicos Sin Fronteras, y en su recinto habían levantado un pabellón temporal de aislamiento, única medida eficaz para combatir estas epidemias, según  nos contó K., nuestra enfermera titular. Pero el responsable del centro de salud se paseaba por el mercado con las mismas botas, guantes y bata que usaba para atender a los enfermos, y las bateas para mojarse los zapatos en desinfectante situadas en los accesos al pabellón de aislamiento estaban secas, pese a haber ya dos enfermos internados. El responsable del centro de salud nos enseñó los bidones de lejía suministrados por MSF, y le prometió a K. que “hoy mismo” rellenaría las bateas. Mientras, familiares y amigos de los enfermos y simples curiosos entraban y salían sin control del teórico recinto de aislamiento.

El mercado estaba bastante animado, pero solo compramos un bolsón de cacahuetes listos para tostar en la plancha de nuestra cocina, teníamos miedo de llevarnos la epidemia con nosotros, y de hecho antes de subir a bordo nos limpiamos como pudimos las suelas de las botas en el agua del río, y ya en el barco nos lavamos concienzudamente las manos.

Fotografié a un grupo de niños que se empujaban unos a otros para salir en la foto, cual dirigentes políticos de nuestro país. Cuando les enseñé las fotos, el visor se llenó de deditos: “¡Ngai, ngai!” (yo, yo) gritaban entusiasmados al reconocerse; aquellas podían ser las primeras y quizás únicas fotos suyas que verían en su vida. Me dio pena no poder dejarles unas copias.

Los más pequeños, casi desnudos, llevaban un cordón negro amarrado a la cintura, supongo que para protegerlos de todo mal. Algo así como el cordón del Nazareno que todavía visten algunas beatas del barrio de Santa María.

Algunas de las chozas de adobe del poblado estaban encaladas y decoradas con motivos naif, como un tren fluvial o un escudo del Barça.

Lo que no encontramos fue la alfarería. Al parecer la única persona que se dedicaba a este oficio, una mujer ya bastante anciana, había fallecido recientemente sin trasmitirle a nadie sus conocimientos.

Casi a la hora de comer avistamos otro banco de arena, bastante extenso. Era una isla efímera surgida en las últimas semanas y desaparecería cuando llegaran las lluvias; podíamos decir con casi total seguridad que éramos los primeros blancos en visitarla. Varamos la barcaza y esta vez sí que me di un buen baño. Me daba vergüenza llegar a Cádiz y confesar que no me había bañado en el río, y además ya me había hecho al color marrón de las aguas a fuerza de ducharme y lavarme la ropa con ellas.

El baño resultó de lo más agradable. En la orilla aguas abajo de la isla la profundidad del agua aumentaba rápidamente, por lo que pudimos bañarnos a nuestro antojo en aquellas aguas no demasiado tibias. Lo malo fue la quemadura que me agarré en los pocos minutos que permanecí en el islote. El sol vertical del trópico no perdona a los que tenemos la piel tan blanca como la mía, a los monguele más puros.

Huí hasta el refugio del barco mientras los cocineros asaban en una barbacoa tres grandes pescados, que mis compañeros devoraron encantados bajo la atenta mirada de una familia de pescadores. Dentro del barco se estaba de maravilla, a la sombra de la cubierta superior, refrescado por la brisa; solo echaba en falta un gin tonic. ¡Dura vida la del turista!

Seguimos río abajo, siempre rodeados por la selva. Cada vez escaseaban más las aldeas; sólo esporádicamente avistábamos un claro con un par de cabañas. Y de telefonía móvil ni rastro desde que salimos de Lisala, ni la volveríamos a encontrar en varios días. Estábamos en el tramo más aislado de nuestro recorrido, donde cualquier percance tendríamos que resolverlo con nuestros propios recursos.

Solo muy de cuando en cuando nos cruzábamos con un tren fluvial o se nos acercaba una piragua. A veces con pescado para vender, pero muchas otras solo la curiosidad movía a los remeros. Saludaban, se abarloaban a nuestro barco, se agarraban a la borda, asomaban la cabeza, miraban todo con ojos como platos y recorrían una y otra vez el interior del barco como si lo estuvieran filmando. Luego se despedían y se soltaban, supongo que para volver a sus aldeas y contar que habían visto a los hombres blancos con sus extrañas costumbres.

Teníamos pensado llegar a Bonguela alrededor de las cuatro y media de la tarde, pero esta previsión, como casi todas las de Michel, resultó incumplible. Caía la noche estrellada y no había rastro de ninguna población; seguimos navegando a la luz de la luna casi llena.

Al cabo de bastante tiempo vimos una hoguera y varias linternas. Habíamos llegado a Bonguela. Con el proyector del barco el piloto eligió el punto que le pareció más apropiado para pasar la noche: una playita llena de piraguas, a pocos metros de un árbol muy robusto que crecía en la orilla misma del río. La noche era espectacular, con un cielo límpido, sin una nube, lo que hizo crecer el número de tiendas plantadas en la cubierta superior.

Esa misma noche Michel contrató con los notables del poblado una excursión para el día siguiente.

Poco después de amanecer se congregó nuestra expedición: tres grandes piraguas, una docena de remeros, el jefe tradicional del poblado, el jefe de policía del distrito y el maestro nos iban a acompañar en un recorrido por un pequeño afluente. Inmediatamente me acordé de "Tintín en el Congo", el libro cuya versión en Lingala, aunque se citaba en internet, nadie parecía conocer en el Congo. Embarcamos en las piraguas entre el cachondeo de los mirones, que se morían de risa al ver la poca maña de los monguele; una de las piraguas estuvo a punto de volcar. Por si acaso, yo rechacé la silla de plástico que me ofrecían y me senté directamente en el fondo de la piragua. No tenía tan buenas vistas como mis compañeros, pero me encontraba mucho más seguro y de paso bajaba un poco el centro de gravedad de nuestra embarcación.

Retrocedimos unos doscientos metros por el cauce principal, y en seguida encontramos el afluente, de dos o tres metros de ancho, por donde íbamos a navegar durante unas horas. El agua no estaba turbia como la del río Congo, pero presentaba el mismo color cocacola, gracias al tanino de las frutas y hojas que caían continuamente de la selva que nos rodeaba. La vegetación llegaba hasta el mismo borde del arroyo, y eran frecuentes los troncos caídos que dificultaban el paso de las piraguas.

Navegábamos por una zona bastante deforestada, con hierbas cortantes, cañaverales, plantaciones de mandioca, muchas palmeras de las que producían el vino de palma y algunas ceibas y árboles de teca dispersos aquí y allá. Cada pocos cientos de metros aparecía una aldea, de donde salían a saludarnos todos sus habitantes.

Algunas estaban especializadas: Recolección de cañas de bambú, lavado, secado y molido de la mandioca, hasta fabricación de unas nasas preciosas a base de tiras de bambú y lianas. Lástima que fueran demasiado grandes para llevarlas en el avión, con  gusto me habría traído un par de ellas, aunque no sé muy bien qué uso podría darles en España.

En una de las aldeas, aparentemente abandonada, hicimos un intento fallido de penetrar en la selva, pero no había senderos y estaba todo lleno de tarántulas, hormigas rojas, arbustos espinosos o urticantes y otras maravillas de la naturaleza. Comprobé una vez más que la selva no era para mí.

Emmanuel, el maestro que nos acompañaba en la excursión, nos contó que la escolarización no llega al cuarenta por ciento. La escuela teóricamente es gratuita y los sueldos de los maestros son cosa del estado, pero la realidad es muy diferente; de entrada, es obligatorio el uso del uniforme escolar (camisa blanca y falda o pantalón azul marino), lo que excluye a muchas familias al no poder costeárselo. Además, como el estado hace décadas dejó de pagar a los maestros, ahora son los padres los que tienen que ayudar a mantenerlos. El propio Emmanuel reunía no más de veinte dólares al mes por su trabajo como maestro, o sea que por las tardes salía a pescar; de otra manera se moriría de hambre.

En esta zona, como en el resto del río, se pescaba con nasas cebadas con piel de mandioca, y se cazaba con arcos, flechas y cerbatanas; las balas eran demasiado caras. Pero quedaba poca caza, ya hacía años se habían comido a todos los monos, cocodrilos e hipopótamos, y ahora lo más grande que se encontraba eran las palomas y las ratas de agua.

Esa tarde aprendí dos nuevas frases en lingala: “Pesa ngai mbongo” (dame dinero), cuyo significado ya había intuido en bastantes ocasiones, y la más útil de todas: “Mbongo eza té” (no tengo dinero), mentira piadosa que a partir de ese momento usé con bastante frecuencia.

Como amenazaba tormenta, antes de atardecer amarramos en una aldeíta de pescadores con treinta y seis habitantes, la cual por no tener no tenía ni nombre.

Pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.