viernes, 10 de abril de 2020

EL VIAJERO

Hijos de puta. El pensamiento aún sonaría más rotundo en voz alta, pero no quiere gastar saliva en pronunciarlo.


Ayer era solo un pequeño punto negro, aislado, avanzando por un sendero casi invisible a través de un océano de esparto y de palmitos. El sol abrasaba desde lo alto, ningún ser vivo se atrevía a desafiarlo. A media tarde, como antes de ayer o como hace una semana, solo el viajero seguía avanzando, los pasos cada vez más lentos, más cortos. Arrastraba las viejas sandalias por el polvo, sin fuerzas para levantar los pies.

Una rapaz, probablemente un buitre, hace horas que vuela en círculos sobre él, pero el viajero no levanta los ojos de la tierra.

Hace tanto tiempo que emprendió el regreso que no es capaz de calcular cuándo inició la marcha. Ni dónde. Bien pensado, toda su vida, desde que él recuerda, ha sido un continuo retorno, empujado por la nostalgia de no sabe qué lugar. Un pueblo que quizás solo existiese en su mente apátrida, un valle donde todo el año florecieran los almendros y la gente lo llamase por su nombre.
Desde hace unos días presiente que el final de su viaje está muy cerca. Mengua la distancia que le falta hasta ese destino imaginado, al mismo ritmo con que disminuye su fuerza. No se detiene, el anhelo de llegar lo sigue empujando. Un paso, otro, otro más. Mil pasos y no encuentra una sombra donde descansar unos minutos.

Al coronar un otero ve una mancha oscura en el horizonte. Un bosque, o al menos un árbol. Con suerte, una fuente para rellenar la cantimplora, lo único útil que conserva de la guerra. Ya no importa si la ganó o la perdió, no lo recuerda, puede que ni siquiera combatiera. Sus pensamientos vagan por otras rutas. Agua. Sombra. Pan. Un paso más, luego otro.

Conforme se acerca a la posible sombra, la mancha oscura se desvanece lentamente, hasta desaparecer disuelta en la calima. Sigue avanzando, en algún momento espera llegar a un pueblo, el sendero tiene que conducir a alguna parte.

Un matorral un poco más alto que los otros le permite refugiarse durante unas horas, dormitar con un ojo abierto, comprobar una vez más que la cantimplora está vacía, más seca si cabe que su boca. Si no encuentra pronto agua no podrá seguir caminando, no llegará nunca a su paraíso escondido, al sitio en donde le gustaría acabar en compañía de los suyos. Sueña con oasis, con cascadas, con una familia que se baña entre las risas de los niños.

El sol ha bajado un poco y el viajero se pone de nuevo en marcha. Las sandalias están a punto de romperse y la ropa la componen prendas mil veces remendadas. Tendría que conseguir comida. Y agua, sobre todo agua.

El sol se pone y parece que refresca un poco, la brisa tibia hace crujir los pajonales. El viajero se tumba en la arena, en medio del camino, y sueña.

Un pozo marcado por tres palos, un cubo y una cuerda desgastada. Algo brilla en el fondo, quizás el reflejo de la luna. Sube un cubo lleno hasta los bordes, el agua rebosa y cae, una cascada de perlas incoloras. Bebe, traga, se empapa el pelo y la ropa. Llena la cantimplora y vuelve a beber, insaciable. Reanuda el camino y, poco después, le parece recordar el paisaje. Olivos, almendros, algarrobos y un plantío de alcachofas. De la casa encalada, humilde, sale una mujer madura, casi anciana, con unos ojos que le abren otro mundo. Se cogen de la mano y lloran, felices de haberse reencontrado.

Se despierta con el amanecer, cuando el sol tiñe de rosa las montañas. A lo lejos ve tres palos, como los del sueño, camina hacia ellos: es un pozo. Está salvado, todavía es posible que llegue a su destino.
Al acercarse al brocal, se encuentra una tapa de acero sujeta con un candado. Trata de forzarlo, de doblar la plancha, hasta desgarrarse los dedos. Llora de rabia. Con sus últimas fuerzas intenta arrancar un poste, pero cae el suelo, inerte.

Hijos de puta, es lo último que piensa.