viernes, 26 de septiembre de 2014

Perdidos en la estepa

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí.
Al salir de Rustavi camino de los monasterios rupestres de Lavra y Udabno, el navegador nos llevó de nuevo a una carretera en mal estado, por la que no circulaba casi ningún vehículo. Suponíamos, con cierta lógica, que si aquella era la ruta a una de las principales atracciones turísticas de Georgia, la carretera debería estar llena de taxis y microbuses con turistas, pero ya estábamos acostumbrados a las manías de nuestro Garmin.

El paisaje se iba haciendo poco a poco más inhóspito. Muy pocos árboles, ningún cultivo, algunas vacas sueltas, de cuando en cuando un pueblo adormilado. Cuando el navegador nos indicó que girásemos hacia una pista de grava, vimos que en la desviación había dos señales oxidadas y acribilladas a perdigonazos: una con un escudo que parecía militar y un rótulo en incomprensible georgiano, y otro con la silueta de una iglesia y un rótulo, también en georgiano, pero cuyos caracteres coincidían en su mayoría con los del nombre del monasterio que queríamos visitar, que previsoramente llevábamos escritos en nuestro cuaderno de ruta.



Como no había nadie a la vista a quien preguntar, ni tampoco circulaba ningún otro coche por la carretera, nos internamos por la desviación. Poco a poco se fue deteriorando el pavimento, hasta que la grava desapareció por completo, y el camino se transformó en una pista de tierra. Al cabo de unos kilómetros vimos otro letrero con el dibujo de una iglesia, idéntico al anterior, lo que nos infundió una ligera esperanza. Por otra parte, habíamos leído que la carretera se deterioraba mucho un poco antes de llegar al monasterio, por lo que estábamos casi convencidos de que íbamos por el buen camino.

Después de otra hora sin señales de civilización, la cosa se complicó más. La pista de tierra se convirtió en unas simples roderas marcadas muy someramente en la hierba reseca. En un determinado punto del recorrido, el navegador insistía en que girásemos a la izquierda, pero allí no había ni siquiera roderas, salvo las que nosotros seguíamos. Poco dispuestos a lanzarnos campo a través, seguimos fieles a nuestro sendero, sin hacer caso a las insistentes protestas del navegador. Por fin, vimos a lo lejos lo que parecía un aprisco. Nos acercamos, pero no había un alma, solo un grupo de perros muy poco amistosos, un corral para el ganado, y una vivienda deshabitada. Cada vez más preocupados, seguimos por las roderas, sin saber a dónde íbamos. Estábamos algo asustados, no ya por la pérdida en sí, que se podía resolver volviendo sobre nuestros pasos hasta Rustavi, sino porque teníamos miedo de cruzar inadvertidamente la frontera con Azerbaiyán, que sabíamos muy cercana. Y en caso de avería, ¿cómo explicaríamos nuestra situación, si no teníamos ni idea de dónde estábamos?

De pronto, las roderas se acabaron por completo. A nuestro alrededor solo teníamos la estepa agostada por el sol de mediodía. Cuando estábamos a punto de darnos la vuelta, vimos a lo lejos una columna de polvo. ¡Un vehículo! Con los prismáticos comprobamos que era un todo terreno, y que circulaba por lo que parecía una pista, a menos de un kilómetro hacia el este. Un poco aliviados, nos lanzamos campo a través tratando de alcanzarlo.

Cuando llegamos a la nueva pista, el otro coche ya había desaparecido en la lejanía. Nos pusimos a seguirlo, ya que tanto nos daba ir en un sentido como en el contrario. Ya habíamos perdido la esperanza de visitar el monasterio, nuestro único anhelo era salir de allí y llegar a la civilización. Al cabo de unos kilómetros, vimos que se acercaba una furgoneta a punto de caerse a pedazos. Les hicimos señas para que pararan, y les preguntamos si íbamos bien para Udabno. Más que nada por curiosidad.

Entre carcajadas, los ocupantes de la furgoneta nos explicaron por señas que Udabno estaba en sentido opuesto. Entre lo que decían, entendí tres palabras rusas: “priamo” (todo seguido), “asfalt” y “napraba” (a la derecha), de las que deduje que teníamos que dar la vuelta, y seguir todo derecho hasta llegar al asfalto, en donde deberíamos girar a la derecha. Dado que entendíamos algo así como el cinco por ciento de lo que nos decían, lo mismo podía significar eso que todo lo contrario.

Un poco más animados, seguimos sus consejos, hasta llegar, no al monasterio de Udabno, sino a la aldea del mismo nombre. Resulta que Udabno, en georgiano, significa desierto, y era un topónimo relativamente común en aquella zona esteparia. Entre las casas ocres y grises de la aldea, vimos una encalada y refulgente. Nos encontramos con un local, el Oasis Club, que hacía honor a su nombre. Era un café – mesón – hostal, montado por una pareja de georgianos que hablaban un perfecto inglés. Aunque bastante elemental, estaba inmaculadamente limpio, y el estilo hippy-ibicenco de la decoración nos hacía sentirnos como en casa. En cuestión de minutos estábamos disfrutando de una ensalada, un plato de queso y una cesta de pan artesanal.

Mis compañeras de viaje se pidieron sendas jarras de cerveza, pero yo, por problemas de salud, me tuve que conformar con una botella de Borjomi bien fría. Esta agua mineral, en su día la más consumida en toda la URSS, es muy carbonatada, tiene un sabor bastante salobre, y emana un intenso aroma sulfhídrico; vamos, que huele a huevos podridos. A los que les gusta les parece deliciosa; a los que no, asquerosa. Por suerte me gustó, y fue mi bebida de referencia durante todo el viaje, solo superada por el vino.

Zurab, el dueño, nos confirmó que era normal que nos hubiéramos perdido al seguir los consejos del navegador. Aunque los mapas estaban teóricamente actualizados en 2012, no eran en absoluto de fiar. Nos recomendó que nos compráramos un mapa de carreteras, y que nos paráramos con frecuencia a preguntar.

A todo esto, suena mi móvil:
* ¿Arturo Martínez?
* Sí, soy yo.
* Soy Carlos, de Radio Cádiz. ¿Puedo llamarte dentro de unos minutos para hacerte una entrevista para un programa sobre viajes?
* Sí, claro, pero estoy en Georgia.
* ¿En Georgia? Perfecto, creo que el programa de hoy va a salir redondo.

Cuando le expliqué a Zurab que me iban a hacer una entrevista para una emisora española, y que aprovecharía para hacer propaganda de su local, se creyó que le estaba tomando el pelo. Solo se lo creyó cuando me oyó hablar un buen rato por el móvil y escuchó el nombre “Oasis Club”.

Cuando nos repusimosun poco del susto y el cansancio, los dueños de local nos indicaron cómo llegar al mítico monasterio, a pocos kilómetros de allí, y hasta le prestaron un sombrero de paja a Miya, con la promesa de que volveríamos al local para devolvérselo.

Pero esa es otra historia

domingo, 21 de septiembre de 2014

EL HOMBRE MAS BUSCADO ( A MOST WANTED MAN)



Ficha técnica:
  • Año 2014
  • Director: Anton Corbijn
  • Intérpretes:  Philip Seymour Hofman, Willem Dafoe, Rachel McAdams
  • Guión: Andrew Bovell  basado en la novela de John le Carré del mismo nombre
  • Nacionalidad: Coproducción Gran Bretaña-Alemania-USA
  • Duración 121 minutos

Comentario
Este verano he leído dos novelas de John le Carré: Una verdad delicada (2013) y Un espía perfecto (1986).  Como me gusta la literatura policiaca,  no me podía perder la última película sobre el tema estrenada hace unos días, “El hombre mas buscado”, basada en la novela de John le Carré del mismo nombre publicada en 2008 y dirigida por el holandés Anton Corbijn.


El hombre más buscado es Isa Karpov, un joven islamista ruso-chechenio, que llega a Hamburgo sin papeles, después  de haber sido torturado por los rusos por sus actividades terroristas en favor del islamismo chechenio. El joven es titular de una importante cantidad de dinero depositada por su difunto padre, un militar ruso corrupto, en un banco alemán y levanta las sospechas de los cuerpos antiterroristas dedicados al control del islamismo que opera en Alemania. Islamismo, terrorismo y sus fuentes de financiación, defensa de los derechos humanos, rivalidad entre los cuerpos de seguridad, pasión, soberbia y debilidades humanas se alternan en las tensas escenas de esta película en las que parece que no ocurre nada, pero que mantiene al espectador casi sin respiro durante las 2 horas que dura la proyección.

Pero además de la interesante intriga me parecen destacables dos aspectos de esta película.
El primero es que John le Carré continua escribiendo, a sus ochenta largos años, magníficos thrillers, eso si, adaptados a la situación política del momento actual. La guerra fría, la KGB, el MI5 y el topo de sus primeras novelas se han convertido ahora en el islamismo, el entramado financiero que soporta al terrorismo fundamentalista, la lucha fratricida de los servicios de contraespionaje y sus dudosos métodos de trabajo.
El segundo, que ésta es una película triste, de perdedores. Su auténtico protagonista es el agente Günter Bachmann, el jefe de un grupo de inteligencia alemán que opera sin reconocimiento oficial, y con la oposición de los servicios oficiales, en las cloacas de la lucha antiterrorista, un antihéroe, un outsider desgarbado, colgado del tabaco y del alcohol y al borde del colapso. El papel lo interpreta magistralmente Philip Seymour Hoffman, un actor americano fallecido este mismo año y relacionado con el consumo de estupefacientes, en cuya vida es difícil distinguir la ficción de la realidad. Pero perdedores son también los musulmanes que viven en los barrios mas destartalados de la magnífica ciudad de Hamburgo, el presunto terrorista ruso-chechenio que reniega de su origen ruso y de su pasado militante para concentrarse  en su religión musulmana, el banquero corrupto y la abogada defensora de los derechos humanos, fácilmente chantajeables  por los servicios antiterroristas alemanes. Perdedores que solo pueden perder y que dejan al final un sabor amargo al espectador.

Para mí, “El hombre más buscado” es una buena película basada en una compleja novela de tema muy actual bien llevada a la pantalla y que entretiene al espectador.

JRL (21-09-2014)

viernes, 19 de septiembre de 2014

La chatarra del Imperio

Si quieres leer el anterior relato de esta serie, pincha aquí.
Cuando a las nueve de la mañana salimos de Tbilisi, el día se presentaba prometedor. Pretendíamos hacer una breve parada en la ciudad industrial de Rustavi, visitar un par de monasterios antes de comer, y llegar a media tarde a Telavi, capital de la región vinícola de Kakhetia, donde habíamos reservado alojamiento en el hotel de Bodegas Schuchmann.

Siguiendo las instrucciones del navegador, nos metimos en una carretera destruida. No con baches, no en mal estado, sino como si hubiera sido bombardeada o arrasada por algún cataclismo natural. Imposible conducir a más de veinte kilómetros por hora. Piedras en mitad de la carretera, boquetes, zanjas, y solo algunos vestigios de asfalto. Los agujeros más grandes estaban tapados con escombros, muchas veces restos de uralita triturada, material altamente cancerígeno. Aquello no podía ser la carretera que unía la capital y la que había sido la principal ciudad industrial del país. Como el navegador insistía, seguimos adelante, esperando en vano que el pavimento mejorara.

El paisaje estaba formado por naves industriales abandonadas, un aeropuerto con la torre de control sin cristales, las pistas cubiertas de matojos y varios aviones oxidados, y kilómetros de vías de tren ocupadas por cientos de vagones en distintos grados de destrozo. Creo que el origen de tanta desolación estaba en 2008, durante la guerra “civil” que terminó con la separación de la provincia de Osetia del Sur. Aviones rusos habían bombardeado Tbilisi en varias ocasiones y sus principales objetivos habían sido las instalaciones militares, los nudos de comunicaciones y la industria pesada.

Poco a poco, este desolador paisaje post industrial fue dando paso a viviendas unifamiliares rodeadas de huertos, y a algunos pueblos polvorientos, donde los hombres jugaban al backgammon en sombrajos al borde de la carretera, casi siempre con una o dos botellas de plástico llenas de vino encima de la mesa. Dado que era un día laborable, estoy convencido de que se trataba de parados procedentes de las industrias destruidas que acabábamos de ver.

Por fin, en un cruce sin señalizar, nos paramos a preguntar a dos hombres que esperaban al borde de la carretera. Por señas entendimos que ellos también iban a Rustavi, y que si los llevábamos nos indicarían el camino. Se subieron, nos llevaron directamente a la autopista Tbilisi – Rustavi - Bakú, que discurría en paralelo a nuestra carretera, y se bajaron en el centro de Rustavi.

En los años cuarenta, Stalin, georgiano, decidió construir de la nada una inmensa acería para procesar el mineral de hierro del vecino Azerbaiyán. Dicho y hecho, cualquiera le ponía pegas… Se planificaron fundiciones, acerías, centrales térmicas, y una estación de ferrocarril enlazada con la línea Bakú – Batumi, por la que salía al mediterráneo el petróleo azerí. Se trajeron trabajadores de las zonas más pobres de Georgia, y se completó la mano de obra con prisioneros de guerra alemanes. En torno al primitivo núcleo siderúrgico crecieron fábricas de cemento y uralita, de productos químicos, de fibras sintéticas y de manufacturas metálicas. Así nació la nueva Rustavi.

Las condiciones de vida iniciales de los trabajadores que construyeron la ciudad eran penosas, ya que allí no había nada. Ni luz eléctrica, ni agua corriente, ni viviendas. Se alojaban en chabolas y cuevas, y se iban mudando a los nuevos bloques de viviendas a medida que se construían, en unas condiciones muy parecidas a las que cuenta Aleksandr Solzhenitsyn en “Un día en la vida de Ivan Denisovich”.

En los años noventa, la caída de la URSS provocó un desastre en Rustavi. Roto el suministro de mineral de hierro y petróleo de Azerbaiyán, y sin acceso al mercado de productos siderúrgicos del resto de la URSS, cerraron todas las fábricas, y el sesenta por ciento de la población se quedó en paro. Un tercio de los habitantes de Rustavi emigró, bien a Tbilisi, bien a las aldeas de las que procedían.

Los barrios residenciales que íbamos cruzando eran fiel reflejo de lo sucedido. Perfectamente ordenados en largas filas a los lados de unas avenidas amplias y rectilíneas, los bloques de viviendas se extendían durante kilómetros. Separados por zonas verdes, podría parecer un lugar ideal para vivir, un paraíso de la clase trabajadora. Pero cuando te acercabas y te detenías, te dabas cuenta del horror. Ni un bar, ni mucho menos un restaurante. Ni un comercio que mereciera ese nombre, como mucho algún kiosco construido con material de derribo o con un contenedor oxidado, en el que se vendían productos de primera necesidad, unas versiones cutres de lo que en Cádiz llaman “un desavío”.

En las zonas verdes entre los bloques, los vecinos más emprendedores habían instalado huertos y gallineros, e incluso pastaban vacas y burros. Los bloques de viviendas, sin volver a pintar desde su construcción, tenían un color ocre del cemento que los enlucía, y que se iba desprendiendo poco a poco, dejando al aire la ferralla oxidada. Muchas ventanas, en lugar de con cristales, se cubrían con plásticos, cartones o tableros.

Los portales, llenos de trastos, dejaban ver el arranque de unas escaleras oscuras, sucias, sin bombillas, de las que habían arrancado hasta los peldaños. Solo en los bloques en mejor estado, bicados en el centro de la ciudad, se veían algunos aparatos de aire acondicionado y antenas parabólicas. Los pocos coches aparcados eran unos utilitarios LADA, similares al SEAT 124, listos para el desguace.

Cuando terminamos de cruzar las zonas residenciales, nos acercamos al cinturón industrial. A lo largo de la carretera, de nuevo llena de baches y zanjas, se sucedían las enormes fábricas abandonadas. Solo vimos dos en funcionamiento: una central térmica, y una fundición, ante la que se erguían verdaderas montañas de chatarra, acarreadas hasta allí por una fila incesante de camiones. Materia prima, desde luego, no faltaba. Muchas de las fábricas de los alrededores estaban en distintas fases de canibalización. No solo se llevaban todos los cables, tuberías y estructuras de acero, sino que incluso vimos como cortaban cuidadosamente los muros de hormigón en losas de dos por tres metros, que luego se reciclaban como paredes o pavimentos de las viviendas.

En algunas parcelas se amontonaban los coches (distintos modelos del popular LADA, y algunos ejemplares de ZYL, reservados en su día para la nomenklatura); en otras, tanques y camiones militares, y hasta algún caza MIG. La chatarra del Imperio…

Desde allí pretendíamos llegar a los monasterios trogloditas de Davit Gareji,  pero esa es otra
historia.

domingo, 14 de septiembre de 2014

BOYHOOD

Hoy en día hay mucha gente que prefiere hacer fotos o video que ver las cosas.

- Qué tal lo has pasado en la fiesta?

- No te lo puedo decir hasta que no descargue los videos y las fotos y los vea.

El filmar la vida en directo parece que se ha convertido en un objetivo para algunos, un precedente lo tenemos en la excelente "El Show de Truman" otro en "Gran Hermano", sin embargo una cosa es la vida y otra el cine, a partir de cierto nivel de detalle es como querer hacer un mapa, pongamos de la provincia de Cuenca, a escala 1:1

Trato de explicarme. La película viene precedida del insólito anuncio de que la filmación recoge escenas tomadas durante 12 años! Los primeros planos se filmaron cuando el protagonista era un niño, otras filmaciones se han hecho a medida que el niño se hacía un adolescente y acaba con su ingreso en la universidad. Si el éxito de taquilla cumple los pronósticos, dentro de 30 años nuestros hijos verán una segunda parte en la que nuesto héroe aparecerá calvo, con barriga y con un par de hijos y un par de divorcios.

La película tiene sin embargo algún aspecto positivo, resulta interesante comprobar el envejecimiento natural del protagonista y su entorno sin que se noten cambios técnológicos en el color, sonido etc. Pero la verdadera esencia es un repaso nostálgico de la vida de una familia américana durante estos años. En fin, a mi me suena a "cuentame cómo pasó" y supongo que esta es la clave de su éxito para el público américano, especialmente joven y adolescente.

Personalmente yo me quedaré siempre, y esta es una confesión, con mi Ana Diosdado.

viernes, 12 de septiembre de 2014

La montaña de las lenguas

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí

En muchos sitios he leído que la palabra Cáucaso deriva de un término farsi que significa “la montaña de las lenguas”. Me imagino que cuando los persas invadieron el Cáucaso  allá por el siglo XVI, se quedarían asombrados de la cantidad de lenguas diferentes que se hablaban en un área tan pequeña. Se citan hasta ciento treinta idiomas y dialectos, de los que hoy en día sobreviven más de treinta. En la propia Georgia, en un territorio siete veces más pequeño y con diez veces menos habitantes que España, se habla georgiano, lógicamente, pero también ruso, turco, armenio, azerí, checheno, osetio, esvano, mingrelio, laz, y abjaso.

Y no solo lenguas, sino alfabetos. En aquella zona se pueden encontrar cinco de los veintitrés alfabetos que se usan en el mundo: árabe (Irán), latino (Turquía y Azerbaiyán), armenio (Armenia), georgiano (Georgia) y cirílico (Rusia). Como comparación, tengamos en cuenta que en toda Europa solo se usan tres: el latino, el cirílico y el griego, y en toda América solo uno: el latino.

Antes de ir hice un breve intento de aprender algo de georgiano, pero lo abandoné rápidamente, acordándome de aquel erudito turco al que su sultán envió a esta zona a aprender ubijé, un idioma que entonces se hablaba en Sochi. Incapaz de aprenderlo, tuvo que explicarle al sultán el motivo de su fracaso, para lo que vació sobre el piso de mármol, frente al sultán, una bolsa llena de piedrecitas. “Escuche estos sonidos” —dijo—. “Igual de incomprensible es el ubijé a los oídos de un extranjero”.

La mayoría de las fuentes que consulté antes de viajar indicaban que, aunque el segundo idioma más hablado en Georgia era el ruso, con el inglés era más que suficiente para un viajero independiente. Craso error, como pude comprobar en cuanto llegué. Aunque en hoteles, restaurantes elegantes y tiendas caras te podías manejar muy bien en inglés, en casas de comidas, taxis, tiendas y lugares públicos convenía tener unas nociones básicas de ruso. ¡Cuántas veces se repitió este diálogo!:

* Po-russki? (¿habla ruso?)
* Niet, izvinite (no, lo siento)
Las primeras pruebas de esta dificultad de comunicación las tuvimos cuando decidimos viajar hasta Kazbegi, muy cerca de la frontera rusa, en el extremo norte de la Carretera Militar Georgiana.
Simplemente coger un taxi hasta la “estación” de marshrutkas de Didube, se complicaba. Los taxis no llevan taxímetro, por lo que antes de subirse hay que decirle al conductor el destino y negociar el precio ¡en ruso! Nada de inglés.

Lo de estación lo pongo entre comillas, porque más que una auténtica estación de autobuses, Didube era una extensa zona en la que se ubicaban una estación de tren  y varias explanadas en las que se mezclaban taxis, vehículos particulares que buscaban pasajeros para compartir gastos, vendedores ambulantes de chucherías y juguetes, ferreterías, farmacias, puestos de comida y de bebida, kioscos de khachapuri, y las marshrutkas, los omnipresentes microbuses. Cargados con las mochilas y acosados por los taxistas, fuimos adentrándonos en aquel laberinto de dos o tres kilómetros cuadrados, pasando delante de docenas de marshrutkas con los rótulos de sus destinos escritos en georgiano, y a veces, pero no siempre, transcritos al alfabeto latino o al cirílico. Por fin alcanzamos una marshrutka cuyo rótulo empezaba por algo parecido a una “Y” (nuestra letra K), y terminaba en una especie de horquilla invertida (la I). Le preguntamos al conductor:

* ¿Kazbegi?
* Ya, ya, disiat lari. (si, si, diez lari)

Ante esta marshrutka esperaba para subirse una larga fila de montañeros rusos, una pareja georgiana de recién casados, y un pope jovencito cargado con un triciclo rosa. En el maletero iban colocando mochilas enormes, tiendas de campaña, piolets, crampones, y todo tipo de material de montaña. Cuando pensamos que no cabríamos, el conductor nos apremió:

* Dabai, dabai! (vamos, vamos)

En efecto, quedaban cuatro asientos libres en la tercera fila. Nos embutimos allí, y la cuarta plaza la ocupó un señor de unos ochenta y cinco años, cargado con dos sacos de pan duro y una bolsa de plástico con algo muy maloliente, que no logré identificar en las tres horas de viaje.

Viajar por Georgia en marshrutka viene a ser el equivalente moderno de los viajes en bemo que describo en alguno de los Relatos indonesios. Eran unas furgonetas grandes, similares a las de los vendedores ambulantes del Piojito en Cádiz, habitualmente fabricadas en Europa, y vendidas de segunda mano en Georgia cerca del final de su vida útil. La inmensa mayoría eran Ford Transit o Mercedes Sprinter, dato este que no interesará a casi nadie más que a mi amigo Juan Antonio.

En Georgia las forraban de moqueta y les instalaban unos quince asientos estrechos, además del asiento corrido de la primera fila en el que se sentaban el conductor y un par de pasajeros. No me encontré en todo el viaje ninguna a la que le funcionara el aire acondicionado, pero en compensación, a la mayoría tampoco les funcionaba el equipo de sonido, lo que siempre agradezco.

Muchas no tenían maletero propiamente dicho, por lo que una parte del equipaje se apelotonaba en un estrecho espacio entre la última fila de asientos y la puerta trasera, y el resto se iba encajando debajo de los asientos y en el pasillo.

En teoría, el conductor-cobrador –también aquí habían llegado los recortes, lejanos ya los tiempos gloriosos de cobrador, conductor y ayudante- asignaba los asientos por orden de venta, empezando por la última fila. Los dos asientos de la primera fila creo que los consideraban VIP, y en aquellas tres semanas no conseguí averiguar cómo se asignaban. A nosotros nunca nos tocaron.

Las salidas solían ser bastante más puntuales que las de los aviones de Iberia, con no más de cinco minutos de retraso sobre el horario previsto, pero las llegadas eran algo menos puntuales que las de los aviones de Ryan Air. Eso sí, ni sonaban trompetas cuando llegábamos en hora, ni nadie protestaba si nos retrasábamos alguna horita.

A lo largo del recorrido eran habituales las paradas bajo demanda, para dejar o coger pasajeros o algún encargo, echar un cigarro o simplemente estirar las piernas.

En cuanto a los conductores, creo que se podían clasificar en dos grandes grupos: Los suicidas, que iban adelantando a todo el mundo, con o sin visibilidad, con o sin raya continua, en puentes, túneles o zonas de obras, mientras hablaban sin parar por el móvil; y los cautos, mucho menos frecuentes, que circulaban a no más de cincuenta kilómetros por hora, adelantaban raras veces, y respetaban gran parte de las señales de tráfico. Aunque a veces engañaban. En el trayecto desde Kahshuri hasta Kutaisi, en el que el conductor era especialmente prudente, mi tranquilidad se esfumó cuando María me dijo.

* Creo que va tan despacio porque le fallan los frenos.

Esa afirmación, bajando por un puerto de montaña con pendientes del diez por ciento y frecuentes rampas de deceleración para los camiones que se quedaban sin frenos, era algo preocupante.
Volviendo a nuestro recorrido, en el que nos había tocado un conductor del tipo suicida, a mitad de camino hicimos una breve parada al borde de la carretera, junto a unos tenderetes donde vendían fruta y chucherías. Entre los alpinistas rusos triunfaron las churchelas, ristras de nueces y otros frutos secos ensartados en un hilo y bañados en una reducción muy densa de zumo de uva. Hasta el pope compró un par de ristras. Eso sí, para comprobar la consistencia de las churchelas, todos los posibles compradores las iban palpando sistemáticamente.

Al cabo de otra hora de viaje, en Vapisubani, se bajó mi vecino con sus dos sacos de pan duro y su bolsa apestosa. Le estaba esperando en la parada otro anciano de su quinta, que cargó con uno de los sacos,  y los dos desaparecieron monte arriba. Luego me enteré de que con el pan duro se fabricaba una de las innumerables variedades de chacha, el aguardiente local.

Después de atravesar varios túneles anti alud, pasamos el puerto de Jvari, a 2.200 metros de altura, que marca la divisoria de aguas entre las laderas norte y sur del Cáucaso, y empezamos a descender siguiendo el valle del Terek, río que nace en Georgia pero desemboca en el Mar Caspio, en la república rusa de Daguestán.

Kazbegi era el típico pueblo de montaña, tradicional punto de comercio entre Rusia y Georgia, pero hoy transformado en la base de excursiones y escaladas por los valles y picos del Alto Cáucaso Central.

Para el día siguiente contratamos un conductor que, con su 4*4, nos acercaría al pueblo de Kvemo Okrokana, en el valle de Truso, donde pensábamos iniciar una ruta de senderismo. Como la pista a partir de ese pueblo no estaba en muy mal estado, el conductor nos acercó un poco más, introduciéndose un par de kilómetros en la garganta del Tergi, hasta que le fue literalmente imposible seguir. Nosotros nos habríamos bajado del coche mucho antes, prefiriendo recorrer a pie aquella pista estrecha, en muy mal estado, excavada en la ladera de la montaña. En nuestro ruso de emergencia acordamos que nos esperaría allí unas tres horas, y echamos a andar.

El río, muy crecido por el deshielo, excavaba su lecho en una profunda garganta con paredes de basalto. Después de pasar junto a un curioso oratorio, formado exclusivamente por un bloque verde de serpentina tallado en forma de cubo, y cientos de papelitos con oraciones amarrados a las ramas de un enebro, llegamos a un puente en construcción. Cruzamos como pudimos, viendo debajo de nosotros las aguas rugientes del Tergi, y en lo alto varias rapaces planeando.

Un par de kilómetros más por la otra orilla, y la garganta se abrió formando el amplio valle de Truso. El valle, que moría en el desfiladero que acabábamos de cruzar, se abría hasta alcanzar un kilómetro de ancho, con el fondo plano y las paredes casi verticales que delataban su origen glaciar. Por el fondo del valle corría el Tergi, y había muchos manantiales de agua mineral que formaban depósitos de colores que iban desde el blanco refulgente del carbonato cálcico hasta el rojo granate del óxido de hierro.

Enseguida nos encontramos con un grupo de pastores georgianos a caballo, que con la ayuda de varios perros dirigían un enorme rebaño de ovejas. Breve parada de cortesía, intercambio de saludos, y confirmación de que íbamos en dirección correcta para llegar a Ketrisi, nuestro objetivo. Los pastores, muy altos, tremendamente delgados, con pelo rubio, tez curtida y ojos claros, eran un perfecto ejemplo de la raza caucásica.


Los perros, de la raza Pastor del Cáucaso, eran enormes, con unas melenas parecidas a las de los leones, y muy territoriales. Menos mal que los controlaban sus amos, no me habría gustado nada encontrármelos solos. Las ovejas tenían en los glúteos unos apéndices de hasta un litro de volumen, que constituían su reserva de grasa para el invierno, y que son muy apreciados en la cocina georgiana.
Después de vadear descalzos un arroyo de aguas heladas, y avanzando entre pastizales, cruceros de piedra, y rebaños sueltos de vacas, caballos y burros, avistamos la aldea de Ketrisi. Al otro lado del río se divisaban los restos de otro poblado, poco más que un par de torres defensivas. Al fondo, a unos veinte kilómetros, en dirección a la zona separatista de Osetia del Sur, se elevaba una cadena de montañas, con el impresionante castillo de Abano en primer plano.

En Ketrisi no quedaba nadie. Estábamos muy cerca de la línea de alto el fuego, y el pueblo había sufrido mucho durante los combates de 2008. Los habitantes, que huyeron durante la guerra, se habían establecido en otras aldeas, y habían abandonado Ketrisi por su combinación de pobreza, aislamiento y peligro. Estuvimos dudando si seguir hasta el castillo, pero el riesgo de encontrarnos con un campo de minas o con una patrulla de fronteras era demasiado grande. Además, en un valle lateral se veía, a bastante distancia, una especie de campamento militar, no sabíamos de qué bando. Mejor volverse a Kazbegi.

La mañana siguiente amaneció despejada, y por fin pudimos ver la silueta impresionante del monte Mkinvartsveri o Kazbegi. No son solo sus cinco mil metros de altura lo que llama la atención, sino el hecho de elevarse aislado, con unas laderas muy empinadas y coronadas de nieve. Su forma cónica, por su origen volcánico, lo hace tremendamente fotogénico.

De todas maneras, no teníamos la menor intención de escalarlo, tarea reservada a alpinistas expertos y bien equipados, como los que nos acompañaron en la marshrutka desde Tbilisi. Con llegar a la iglesia de la Trinidad, que se elevaba más de cuatrocientos metros sobre el valle, nos era más que suficiente y además hicimos trampa. En lugar de unirnos a la larga fila de caminantes que enfilaban el sendero, contratamos un jeep que, dando un largo rodeo y muchos tumbos por un carril sin asfaltar, nos dejó en una explanada a pocos metros de la iglesia. Los auténticos montañeros subían andando, hacían noche junto a la iglesia, y luego seguían varias horas más para llegar hasta los pies del glaciar Gergeti, a tres mil metros. Y los alpinistas tardaban tres o cuatro días en coronar la cima del Kazbegi.

Las vistas desde la iglesia eran impresionantes. Al sur, las montañas sin vegetación que forman el paso Jvari, donde nace el río Terek. Al este, el valle del río, que hacia el norte se internaba en la tenebrosa garganta de Dariali hacia la frontera rusa. Y por detrás, hacia el oeste, el propio monte Kazbegi. La iglesia en sí es un importante punto de peregrinación, no sólo para los georgianos, sino para todos los cristianos ortodoxos, entre otros motivos por los méritos o indulgencias que se ganan con la dura subida a pie.

La bajada sí que la hicimos andando, por un sendero que descendía en línea recta hacia el pueblo, con una pendiente que muchas veces superaba los 45 grados. Por el camino fuimos cruzándonos con grupos de turistas y de peregrinos, todos igualmente sudorosos y jadeantes. Había pandillas de hombres de mi edad, todos con la nariz colorada y una buena tripa cervecera, que parecían al borde del infarto.

De vuelta al hotel, todavía tuvimos tiempo de asistir al rodaje para una productora catalana de televisión de una entrevista entre un catalán y un georgiano, en la que discutían en inglés sobre los motivos y consecuencias de la separación violenta de la provincia de Abjasia. El catalán, que no sabía inglés, se aprendía de memoria sus preguntas, que la correctora de idioma le hacía repetir docenas de veces, para desesperación de todo el equipo de rodaje. Espero que emitan la entrevista en España (incluyendo a Cataluña) y que sirva para poner un poco de cordura.

Al día siguiente saldríamos hacia la ciudad industrial de Rustavi, pero esa es otra historia.

sábado, 6 de septiembre de 2014

La patria perdida de los vascos

Finalizada ya la serie de relatos indonesios, con este texto comienzo una nueva serie dedicada a un reciente viaje a Georgia, en compañía de María, mi mujer, y de Miya, mi cuñada.

Quiero dejar claro que lo que voy a escribir no pretende ser una guía de viajes, con sus consejos, horarios, datos prácticos y direcciones de hoteles y restaurantes; ni tampoco un cuaderno de viajes que refleje fielmente todos los itinerarios ni todos los monumentos, pueblos, o museos visitados. Trato simplemente de exponer mis impresiones después de un viaje de solo tres semanas. Por eso mismo, por lo breve del viaje, es muy probable que mis impresiones sean inexactas o totalmente erróneas.

Tampoco esperéis unas aventuras apasionantes, con piratas, guerrilleros, anacondas, cocodrilos y toda la parafernalia. Ni a mí me gusta buscar peligros innecesarios, ni Georgia es un país especialmente peligroso, siempre y cuando te mantengas alejado de las zonas más conflictivas. Y después de este preámbulo, entremos en harina.

El comienzo del viaje ya resultó un poco profético. El encargado del aparcamiento de larga duración del aeropuerto de Málaga resultó ser georgiano. Sin conocerme de nada, cuando le dije que me iba a Georgia me recomendó encarecidamente que no dejara de probar el vino de su país. Dos minutos hablando con el primer georgiano que conocía, y ya había salido el tema del vino, que luego se convertiría en recurrente durante todo el viaje: Georgia, patria mundial del vino.

Se han encontrado restos de viñas cultivadas ya en el tercer milenio A.C., por lo que se cree que el origen del consumo del vino puede estar en Georgia. Jenofonte, en el siglo IV A.C. escribió en su Anábasis que los georgianos “beben vino en grandes cantidades, y no lo mezclan con agua”. Y las leyendas sobre la conversión de los georgianos al cristianismo en el siglo IV de nuestra era dicen que Santa Nino fabricó la primera cruz amarrando dos sarmientos con su propio cabello. Esta “cruz de vid”, que aparece grabada en muchos edificios religiosos, se ha convertido en un símbolo nacional. Si a esto añadimos que en el país existen más de seiscientas variedades de uva, y que el vino se sigue consumiendo con alegría y abundancia, puede que sea cierto que el vino se descubrió allí.

En el aeropuerto, después de un aterrizaje espeluznante y de pasar el control de inmigración y la aduana sin mayores dificultades, llegamos a la parada de taxis, en la que un letrero indicaba, en georgiano, ruso e inglés: “TAXIS A TBILISI. CENTRO 25 LARI, BARRIOS 30 LARI”. Inocente, me dirigí al primer taxista de la cola:

  • Al Hotel Penthouse, en Metekhi Kucha
  • Ok, son cuarenta lari
  • Pero el letrero dice veinticinco
  • El letrero, el letrero… Son cuarenta lari.

Aún no habíamos acabado de salir del aeropuerto, cuando vimos que delante de nosotros se paraba un coche sin ningún indicativo de taxi, del que se bajaba un grupo de personas con maletas. Nuestro taxista se detuvo a su lado e increpó, muy enfadado, al conductor. Yo no entendía lo que se decían, pero fueron subiendo de tono hasta que nuestro taxista se bajó del taxi y se acercó al otro coche. Aunque parezca increíble, llegaron a agarrarse. Menos mal que entre el nutrido grupo de mirones que se había reunido en pocos minutos, consiguieron separarlos. Supongo que el otro coche era un taxi ilegal, o al menos esa es la única explicación más o menos lógica que se me ocurrió.

Arrancamos de nuevo, y tras una carrera suicida, zigzagueando entre el intenso tráfico de la autopista, y usando mucho más el claxon que el freno, llegamos por fin al barrio de Metekhi, en la orilla izquierda del río Kvari, justo enfrente de la ciudad vieja. Dejamos el equipaje y nos lanzamos a recorrer Tbilisi.

A los pocos metros del hotel, primera iglesia, primera parada. Lo curioso de las iglesias georgianas no es solo que tengan un código de conducta bastante estricto (hombres con pantalón largo, mujeres con falda y pañuelo a la cabeza), sino que son todas muy parecidas. Hoy en día se siguen construyendo iglesias aparentemente idénticas a las del siglo XI: Planta de cruz griega o basílica, nártex, cúpula central sostenida por un tambor, iconostasio que oculta el altar mayor, penumbra, velas, iconos, pinturas murales muy similares a las de nuestro románico, beatas y algún pope barbudo. Desde el atrio de la iglesia, construida sobre al borde de un acantilado a orillas del Kvari, se disfrutaba de una vista privilegiada de la ciudad vieja: La judería con su sinagoga, la mezquita, las iglesias ortodoxas, los baños termales de Abanotubani, la fortaleza de Narikala en lo alto,… En fin, lo que queríamos ver de cerca.

Seguimos bajando hacia el río bajo un cielo encapotado de tormenta y soportando unos asfixiantes treinta y siete grados.

Después de cruzar el puente Metekhi nos metimos en la sinagoga, cuya planta baja no presentaba mayor interés. Por suerte, uno de los judíos que esperaban en el vestíbulo se puso a charlar con nosotros, y después de hablar de Sefarad y de las juderías españolas, nos recomendó subir a la planta superior, mucho más rica que la planta baja. Tras unas cortinas de terciopelo bordadas en oro, se entreveían unos cilindros de plata, de casi un metro de alto y veinticinco centímetros de diámetro, en los que se guardaba la Torah. Pero pese a tener todos los elementos habituales en otras sinagogas, le faltaba el poso trágico de la historia que impregna a las sinagogas de Europa Central.

Hasta la ocupación rusa a comienzos del siglo XIX, las relaciones entre georgianos judíos y de otras religiones siempre habían sido buenas, y no se habían registrado casos de persecuciones religiosas como las habituales en Rusia. Pero los zares trasladaron rápidamente a sus colonias trascaucásicas su política de pogromos y odio racial. Y tras el desmembramiento de la URSS, muchos judíos georgianos optaron por emigrar a Israel o Estados Unidos por motivos económicos, con lo que hoy su presencia es meramente testimonial.

Cada vez que me encuentro con judíos, no puedo evitarlo, pero me surge una profunda animadversión. Más que del holocausto que sufrieron a manos de los nazis, me acuerdo del genocidio que hoy en día practican encarnizadamente contra los palestinos. Los bombardeos sobre la franja de Gaza a que se dedican periódicamente, disparando con casi total impunidad contra la población civil, matando a miles de personas indefensas, atacando escuelas, hospitales y mezquitas, destruyendo sistemáticamente fábricas, talleres y depósitos de agua, e impidiendo la salida de los habitantes aterrorizados, se parecen cada vez más a la destrucción del gueto de Varsovia a manos de las tropas alemanas.

Un breve paseo por lo que quedaba de la judería, entre callejones sin salida, solares llenos de basura y casas que parecía que se iban a caer en cualquier momento, nos llevó ante un portal abierto a un pasillo tortuoso. Caminando sobre unos tablones crujientes, y envueltos en un fuerte olor a orina de gato, llegamos a un patio interior. Miseria en grado sumo. Letrinas colectivas (bajo ningún concepto se podía llamar inodoros a aquella especie de armarios apestosos), balcones torcidos, paredes de ladrillo sin enlucir o de madera podrida, alguna prenda de ropa a secar, ventanucos por los que a duras penas podía entrar algo de claridad…. Puro Chejov.

Seguimos callejeando por la ciudad vieja, bajo un calor cada vez más húmedo y opresivo, hasta llegar a Tavisuplebis Moedani, la Plaza de la Libertad, lugar de unión entre la ciudad nueva y la vieja, y punto neurálgico de la Revolución de las Rosas. En 2003, más de cien mil personas, hartas de la corrupción y del crecimiento de las mafias político-económicas, se reunieron allí, delante del ayuntamiento, y juraron no moverse hasta expulsar al gobierno. A los pocos días, Eduard Shevardnadze, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de la URSS bajo la presidencia de Mijaíl Gorbachov y en esos momentos Presidente de la República de Georgia, presentó su dimisión.

Tengo que añadir que hoy en día Georgia disfruta de un régimen político democrático, en forma de república parlamentaria semi presidencialista. Aunque la corrupción está muy generalizada, ¿quiénes somos los españoles para criticarlos?

Buscando un sitio para cenar, nos internamos en el barrio de Abanotubani, en el que se encuentran los baños termales que le dieron su nombre a Tbilisi. Uno de estos baños había sido transformado en un restaurante, el Gorgasali, que un camarero nos enseñó amablemente. En un inglés tan voluntarioso como rudimentario, nos explicó que el local había sido un baño público “hasta hace dos mil años”, y nos llevó a una habitación subterránea, abovedada y muy fresca, en las que nos explicó que “a veces, tres hombres hacían música”.

Cuando nos estábamos tomando un plato de queso Sulguni y una botella de vino blanco Tsinandali, llegaron tres hombres de alrededor de treinta años, uno de ellos armado con una guitarra. Sin decir palabra, se sentaron en una mesa situada en un pequeño estrado, bajo una de las semicúpulas que remataban la sala, afinaron la guitarra y se pusieron a cantar.

Y ahora me toca pedir disculpas a mi amigo Xabi. En algunas ocasiones he ironizado sobre la facilidad que tiene para asimilar costumbres y monumentos exóticos, buscando un paralelismo con algo equivalente en su entorno más cercano. Pues nosotros, al oír cantar a Levan, Besho y Nika, no pudimos evitar compararlos con nuestro Benito Lertxundi. El sentimiento, la melodía, la cadencia y hasta el sonido de las palabras me traían un intenso recuerdo de sus canciones, que en los años setenta y ochenta escuchábamos arrobados, y que aún hoy me siguen gustando. Si al sonido de las canciones le sumamos lo incomprensible del lenguaje, el sabor ahumado del queso Sulguni, y la baja graduación del vino, me sentía transportado a una sidrería vasca, con sus ochotes, su queso de Idiazábal y su txakolí.

Antes de iniciar el viaje había leído algunas teorías sobre el posible origen georgiano de los vascos, que me había tomado con mucho escepticismo, cuando no con claro cachondeo. Relacionar a los iberos que llegaron a la actual España hacia el tercer milenio a.C., con el reino de Iberia, que existió en el oeste de Georgia entre el siglo IV a. C. y el V d. C., me parecía cogido por los pelos. Ni siquiera me lo creí cuando Miya me dijo que Bilbao estaba hermanado con Tbilisi, que en la Universidad de Tbilisi había una cátedra de euskera, que el lehendakari Ibarretxe había sido nombrado doctor honoris causa por la misma universidad en 2006, y que Euskaltzaindia y otras instituciones vascas habían financiado las iniciativas de hermanamiento y cooperación cultural entre Euskadi y Georgia. Sin olvidar la traducción directa del georgiano del poema épico medieval “El caballero de la piel de leopardo”, en euskera “Zaldun tigrelarruduna”, realizada por el profesor Xabier Kintana.

Pese a mis prejuicios iniciales, al escuchar a aquellos cantantes llegué a pensar si no sería Georgia la verdadera patria perdida de los vascos.

Toda la emoción y poesía de aquella velada se esfumó en una noche maldita. La orilla derecha del río, donde se encontraba nuestro hotel, sufría uno de los apagones tan frecuentes en Tbilisi. A duras penas llegamos al hotel por las calles a oscuras, subimos andando los cuatro pisos hasta nuestra habitación, y conseguimos acostarnos a la luz de una linterna, pero el aire acondicionado no funcionaba. La temperatura de nuestra habitación, situada justo debajo de la azotea, era insoportable. Por las ventanas, abiertas de par, no entraba ni una gota de aire. Lo que sí entraba, a raudales, era el ruido de la animada vida vecinal que se desarrollaba en la calle. No era culpa de los vecinos, que sin luz, aire acondicionado ni televisión, no tenían más diversión que salir a charlar a la acera, como se habría hecho en el barrio del Pópulo de mi ciudad en condiciones similares.

Desesperado, estuve a punto de bajar a la calle y participar en el campeonato de pulsos que se estaba celebrando justo debajo de mi ventana, sobre el capó de un Lada Laika. ¡Y al día siguiente teníamos que madrugar para llegar hasta la frontera rusa por la carretera militar georgiana! Pero esa es otra historia.