viernes, 28 de julio de 2017

De puentes, batallas y pitonisas

El viernes parecía que iba a ser un día perdido. Teníamos que desplazarnos desde Olimpia hasta Delfos, unos doscientos cincuenta kilómetros en los que aparentemente no había gran cosa que ver.

Hasta Patras nuestros temores se iban cumpliendo. Íbamos por una carretera en muy buen estado pero con muchísimo tráfico y sobre todo con unos conductores que en su mayoría no respetaban las normas de tráfico. No hablo ya de los límites de velocidad sino de los adelantamientos en doble raya continua en una curva sin visibilidad, de los autobuses que nos acosaban porque íbamos sólo a setenta en un tramo limitado a cuarenta, de los tractores que maniobraban en plena carretera para girar en redondo, de los dobles adelantamientos simultáneos en un tramo con un solo carril por sentido... Dicen que Grecia es el país de la Unión Europea con mayor tasa de siniestralidad; visto lo visto me lo creo plenamente.

Poco después de Patras cruzamos el golfo de Corinto por el puente de Rio – Antirio. Construido por el mismo sistema de torres y cables que el de La Pepa en la bahía de Cádiz, es con mucho el puente colgante más largo del mundo; mientras que el de Cádiz cuenta con dos grandes torres de las que cuelgan los cables de suspensión, el de Patras tiene cuatro torres. Y cuatro han sido también los años que se tardó en construirlo. Los griegos lo terminaron a tiempo para que pasara por él la antorcha olímpica cuando las Olimpiadas de Atenas del 2004, no como el de Cádiz, previsto para los fastos del 2012, inaugurado sin terminar en 2015, y todavía sin rematar en 2017.  Y por cierto, en el de Patras hay carril peatonal y se permite la circulación de bicicletas.


Con 2.250 metros de largo colgante, 57 de gálibo y 560 de vano, supera ampliamente al de La Pepa en todos los aspectos salvo en el gálibo (doce metros menos) y el tiempo de construcción (tres años más corto).

Después de cruzar el puente y ya en la región de Fócida, seguimos camino hacia Delfos hasta que una señal de carretera nos llamó la atención: indicaba “Nafpaktos – Lepanto”. Recordamos entonces que la famosa batalla de Lepanto había tenido lugar en el golfo de Corinto, y decidimos seguir las señales pensando que llegaríamos al escenario de la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros, como escribió Cervantes en el prólogo a la segunda parte de El Quijote.

Cuando llegamos al pueblo de Nafpaktos nos encontramos con un puertecillo no más grande que el de Cabo Roche, pero perfectamente defendido y conectado por una gruesa muralla a una fortaleza que se levantaba en un monte cercano.

Subimos a la fortaleza y el guarda nos explicó que la batalla había tenido lugar a unas treinta millas náuticas al oeste, frente al delta de Missolonghi. También sabía perfectamente que el almirante de la escuadra cristiana se llamaba Juan de Austria y que en la batalla había perdido una mano Cervantes.
En realidad, Nafpaktos (Lepanto para los venecianos) no había sido más que la base frente  la que se había concentrado la flota otomana.

En un bando se alineaban trescientos buques españoles, venecianos, genoveses, malteses, toscanos y saboyanos, con cien mil hombres a bordo; y en el otro, mandados por Alí Bajá, otros trescientos buques con ciento veinte mil hombres. Los comandantes españoles eran Álvaro de Bazán (andaluz, Conde de Santa Cruz), Luis de Requesens (catalán, gobernador de los Países Bajos), Juan Andrea Doria (genovés, príncipe de Melfi) y Alejandro Farnesio (romano, duque de Parma).  Es muy representativo del espíritu de la época que tanto Juan de Austria como Alejandro Farnesio fueran hijos ilegítimos de Carlos I de España y V de Alemania. Adulterio y nepotismo a partes iguales.
La derrota absoluta de la escuadra otomana significó un freno a su expansión en el Mediterráneo oriental y un obstáculo importante a la actividad de los corsarios berberiscos.

En el minúsculo puerto de Nafpaktos (no creo que hubieran cabido más de dos o tres trirremes) nos tomamos unos cafés mirando al mar, y luego reemprendimos el camino hacia Delfos. Pero se echaba encima la hora de comer, por lo que al cabo de no mucho tiempo nos desviamos de nuevo hacia la orilla del golfo de Corinto.

Esta vez llegamos a Galaxidi, un pueblecillo sin fortificar pero con un bonito puerto natural, una ensenada muy estrecha bordeada al sur por una colina cubierta de pinos y al norte por las casas del pueblo, con una fila ininterrumpida de restaurantes marineros. Descartamos uno que alardeaba de pescado fresco (dime de qué presumes y te diré de lo que careces) y elegimos otro cualquiera. Calamares, boquerones y una ensalada de lechuga nos levantaron el ánimo, y gracias a eso pudimos cruzar el inmenso olivar de Itea y trepar hasta Delfos por una carretera en zigzag.

A la mañana siguiente nos volvió a tocar levantarnos temprano para llegar al recinto arqueológico en cuanto abriera; gracias a esa táctica evitábamos a la mayoría de los grandes grupos que llegaban en autobús desde Atenas o directamente desde los cruceros atracados en el puerto de El Pireo.

Según la leyenda, en el siglo VII ANE el propio Apolo ordenó a unos marineros cretenses que construyeran el primer santuario, bajo la promesa de que “conocerían los pensamientos secretos de los dioses inmortales”. Ya en su día Zeus había determinado que en este lugar estaba el centro del mundo, por el poco científico método de lanzar dos águilas a volar en direcciones opuestas. Desde el punto del cielo en el que confluyeron de nuevo, Zeus dejó caer el Ónfalos, la piedra que se había tragado Cronos. El pedrusco, considerado el ombligo del mundo, fue a caer precisamente en Delfos, donde se conservó durante siglos.

En los primeros tiempos del santuario la ceremonia del oráculo solo tenía lugar una o dos veces al año, o a petición de alguna persona muy importante. Pero la fama del santuario creció, las peticiones aumentaron, y la ceremonia acabó celebrándose casi todos los días.

La Pitonisa, la encargada de las adivinaciones, era la sacerdotisa de la mítica serpiente Pitón, que había habitado allí cerca hasta que la mató Apolo. Se metía en un sótano bajo el templo de Apolo, junto al Ónfalos, y respiraba unos gases que salían por una grieta del suelo (o según otra versión, una mezcla intoxicante de humo de laurel y de harina de cebada). Poseída por Apolo respondía mediante movimientos convulsivos y sonidos inarticulados a las preguntas que se le hacían. Los sacerdotes del templo se encargaban de interpretar esos movimientos y sonidos a la luz de las preguntas recibidas.
Parece ser que las respuestas eran lo suficientemente ambiguas como para acabar acertando. Por ejemplo, Creso, rey de Lidia, fue a consultar antes de atacar a los persas, y la respuesta que recibió fue: “Si cruzas el rio Halys destruirás un gran imperio”. Creso cruzó el río e invadió Persia, pero lo que no le había dicho la Pitonisa es que el imperio que  destruiría sería el suyo propio, al fracasar la invasión.

Con este y otros aciertos fue creciendo la fama del templo, y las principales ciudades griegas levantaron allí templetes, a cual más ostentoso, para exhibir sus ofrendas; en el fondo creo que se trataba de pura guerra de propaganda, de demostrar a posibles enemigos su excelente relación con Apolo y lo difícil que sería vencerlos. El Tesoro ateniense, cuyo edificio se conserva en muy buen estado, se financió con la décima parte del botín de la batalla de Maratón.

El recinto se sigue visitando como hace tres mil años. No me refiero a que haya que ir con chitón,  himatión y sandalias, sino a que todavía en la actualidad el recorrido de los turistas es el mismo que en su momento seguían los peregrinos.  Comenzaba en el Ágora, entonces ocupada por tiendas de recuerdos y de exvotos, y se ascendía por la ladera del monte siguiendo la Vía Sacra, una calle en zigzag que pasaba por los principales Tesoros. De la mayoría de los edificios solo quedan las bases, por lo que hace falta bastante imaginación para reconstruir sus muros, decorarlos con pinturas multicolores, añadirles numerosas estatuas de bronce y de mármol y soñar las ricas ofrendas de oro, plata y marfil que se exponían dentro y fuera de los Tesoros. Aquel ascenso estaba diseñado para dejar sin aliento y boquiabierto a los visitantes.

Pasamos luego junto al templo más primitivo, un simple círculo de rocas desprendidas del monte, en una de las cuales se sentaba la Sibila o Pitonisa para hacer sus profecías hasta que se construyó el templo de Apolo, y llegamos por fin al núcleo del Témenos, el recinto sagrado. El templo de Apolo, elevado sobre un muro ciclópeo de contención, tenía una planta de sesenta por veintiocho metros; me refiero lógicamente al tercero y último de los que se elevaron en el mismo lugar, y que siguió funcionando hasta que el emperador cristiano Teodosio ordenó destruirlo y prohibió el culto a Apolo y las actividades de la Pitonisa. En el pronaos tenía grabadas frases de los siete sabios de Grecia, algunas tan conocidas como “Conócete a ti mismo” o “De nada en exceso”. Pausanias, que nos guió todo el viaje, escribe que frente al templo se alzaba una estatua dorada de Apolo de dieciséis metros de altura.

Muy cerca del templo se elevaba el teatro, pequeño en comparación con los de Argos o Epidauro pero con unas espléndidas vistas sobre el valle del rio Pleistos. Seguimos subiendo varios cientos de metros hasta llegar al estadio, el mejor conservado de todos los que habíamos visto en el viaje, con sus graderíos de piedra y hasta el palco de los jueces.


En medio del silencio respetuoso en el que nos movíamos la mayoría de los visitantes, apareció un grupo vocinglero de estudiantes de bachillerato españoles. Tan harto debía de estar el profesor que los acompañaba, que le escuché decirle a una de las alumnas:

-No te preocupes, si algún día vuelves por aquí es que te habrás hecho mayor.

En los dos días que pasamos en Delfos coincidimos en varias ocasiones con otro grupo de españoles, cuatro parejas algo mayores que nosotros que viajaban en una furgoneta con conductor. Por el acento podían ser de Valladolid, y por la conversación funcionarios jubilados.

Nos cruzamos con ellos en el momento en que salían de un restaurante, y oí a uno de ellos que se despedía del camarero con un sonoro “Welcome!” Ante la cara de sorpresa del empleado, nuestro paisano añadió: “Parakaló” (por favor). El camarero huyó hacia el interior del local para no soltar la carcajada, y el español les comentó muy serio a sus compañeros de viaje: “Es que no hablan ni papa de inglés, hay que hablarles en griego para que te entiendan”. Me imagino que sería el políglota del grupo.

El domingo por la tarde teníamos que entregar el coche en Atenas. En el camino desde Delfos, para aprovechar el alquiler hasta el último momento, nos desviamos hasta el monasterio de Osios Loukas. Por lo visto, en el siglo X vivió allí un ermitaño llamado Lucas, que antes de morir construyó una iglesia dedicada a Santa Bárbara y fundó una comunidad religiosa que ha mantenido el monasterio vivo durante  más de mil años. Ahora los monjes son propietarios de casi todas las tierras del valle y se dedican a la elaboración de aceite de oliva ecológico. Este San Lucas el Menor –llamado así para distinguirlo del evangelista- era un estilita, o sea que se pasaba la vida subido a una columna, y fue de los primeros santos del cristianismo capaces de levitar mientras oraba. Y para que no me acuséis de inventarme las cosas, lo podéis comprobar aquí: http://es.catholic.net/op/articulos/34846/lucas-el-joven-santo.html

Al llegar, en medio de un chaparrón, nos sorprendió encontrar el aparcamiento ocupado por media docena de autobuses. Por un momento pensamos que se nos habían adelantado los cruceristas, y que nos tocaría visitar el monasterio entre hordas de jubilados y de chinos. Pero cuando llegamos a la iglesia de María Teotokos nos quedamos tranquilos. Se estaba celebrando un funeral, y los autobuses habían traído a los asistentes desde los pueblos de los alrededores. Nos puede resultar extraño, pero en Galicia es una  práctica tan frecuente que en La Voz de Galicia no es raro encontrar esquelas que terminen indicando los horarios y puntos de salida de los autobuses al funeral “con paradas en los puntos habituales”.

El oficio en sí no llegamos a verlo, ya que era materialmente imposible entrar en la iglesia, en la que no cabía una persona más, pero desde el atrio escuchamos perfectamente los cantos de los monjes, que se conservan desde la época bizantina. Y también vimos la salida de los parientes del difunto portando un enorme bizcocho, que luego distribuyeron entre los asistentes.

En el intervalo entre este funeral y un bautizo que se iba a celebrar algo más tarde pudimos contemplar prácticamente solos los magníficos mosaicos dorados de las dos iglesias principales, del siglo XI, que parecían rivalizar en riqueza e ingenuidad. Las escenas de las dudas de Santo Tomás parecían sacadas de un comic, con Jesucristo obligando a Tomás a tocar sus heridas, sin que el santo perdiera su cara de incredulidad.


También pasamos un buen rato en la capilla primitiva, que en la actualidad es la cripta del Catholikón, la iglesia principal del complejo monástico, y cuyos mosaicos, destruidos en el siglo XVI por un incendio, han sido reemplazados por frescos.

En el pequeño museo que ocupaba el antiguo refectorio aprendimos que ni los bizantinos ni los ortodoxos actuales esculpían imágenes religiosas, sino que utilizaban exclusivamente representaciones en dos dimensiones, sean iconos, mosaicos o frescos. Supongo que será consecuencia de una reacción de rechazo a las religiones clásicas, en las que se usaban profusamente las estatuas.

Desde Osios Loukas condujimos directamente hasta el aeropuerto de Atenas, donde devolvimos el Polo que tan buenos servicios nos había prestado durante dos semanas y con el que María se había ganado el título de mejor conductora del Peloponeso, con los 2.000 kilómetros que nos había llevado por aquellas carreteras infernales.

Un taxi nos llevó hasta la capital, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.

Todos los capítulos de esta serie:
Por tierras de los aqueos (Nauplia, Tirinto, Argos, Micenas, Nemea, Agionori, Corinto y Epidauro)
Un gallego en Laconia (Mistrás, Monemvasía, Elafonysos, Githión, Paganea, Areopoli, Methoni y península de Mani)
El anciano Néstor y otras historias (Mesenia, palacio de Néstor y Pilos)
Las 1.808 coronas de Nerón (Olimpia)
De puentes, batallas y pitonisas (Patrás, Nafpaktos y Delfos)
Entre dioses, héroes y tumbas (Atenas)

viernes, 21 de julio de 2017

El anciano Néstor y otras historias

Con este epíteto se solía referir Homero a este rey de los mesenios, cuyos antiguos dominios queríamos visitar. También le llamaba, entre otras lindezas, “elocuente orador de los pilos”, “aquel cuya opinión es considerada siempre como la mejor” y “Protector de los aqueos”. Debía de ser una buena persona.

El martes salimos de Areopoli hacia Pilos, en un recorrido que podíamos haber hecho en menos de tres horas, pero que nos llevó todo el día. No teníamos prisa, huíamos de las autopistas y carreteras de mucho tráfico, y queríamos ver un par de cosas por el camino.

Abandonamos con pena la península de Mani para acercarnos a Kalamata, la cuna de las mejores aceitunas griegas, capital de la provincia y una de las mayores ciudades del Peloponeso. No es que tuviéramos un interés especial en esta ciudad, pero era paso obligado para llegar a la primera escala que teníamos prevista: Messini, la que fue capital del reino de Mesenia desde el siglo IV hasta el II ANE. Pero mucho antes, en uno de los pueblos maniotas que cruzamos a primera hora de la mañana y que creo que se llamaba Lagkada, vimos una iglesia bizantina con buen aspecto ¡y con la puerta abierta! No es que los popes ortodoxos hubieran cambiado su política de puertas cerradas, sino que una inglesa, residente en la localidad desde hacía años, se había empeñado en sacar a la luz y restaurar los frescos que cubrían su interior. Financiada casi exclusivamente con donaciones particulares, creo que a la obra le quedan muchos años por delante.

Más de una hora estuvimos cruzando olivares, el monocultivo de la zona, y recorriendo carreteritas secundarias hasta que en las faldas del monte Ithomi encontramos Mavromati, la aldea junto a la cual se alzan las ruinas de la antigua Messini. Llegamos casi de casualidad, gracias al mapa de carreteras, porque el navegador se empeñaba en llevarnos a otra Messini, a veinte kilómetros de distancia, que también tenía al lado un pueblo llamado Mavromati.

Aunque todavía eran las once cuando iniciamos la visita, el sol ya caía inclemente. Además, todo el recorrido había que hacerlo al sol; aquí no habían plantado los olivos, plátanos y robles que tanto se agradecían en otras excavaciones. Un solo árbol, un olivo no muy grande, protegía un banco en el extremo norte del estadio, y había cola para ocuparlo.

La región fue invadida en el siglo VII ANE por los espartanos, que convirtieron a sus habitantes en ilotas, en siervos. Muchos huyeron a Sicilia, donde fundaron la actual Mesina, pero los demás tuvieron que esperar trescientos años hasta que un general tebano, Epaminondas, los liberara y fundara la ciudad que íbamos a visitar. Y solo doscientos años más tarde cayeron en manos de Roma.

En lo que quedaba de la ciudad destacaban el teatro, uno de los estadios más grandes de la Grecia clásica, y un largo paseo porticado, paralelo al Ágora y decorado en su día con fuentes y estatuas. Este último espacio, que en la mayoría de las ciudades griegas estaba ocupado por tiendas, talleres y tabernas, lo usaban los mesenios para pasear, charlar y cotillear. Allí vimos el caso de estandarización más antiguo que he conocido jamás. Para asegurarse de que en la reparación de un tejado las tejas de cualquier alfarero encajaran bien en los huecos dejadas por las que se hubieran roto, los mesenios habían fabricado un patrón de mármol al que tenían que tenían que ajustarse todas las tejas que se fabricaran en sus dominios.


Al cabo de dos horas y media ya no soportábamos más el calor y las piedras, y dejamos Messini para dirigirnos a la bahía de Navarino; buscando, como siempre, las carreteras secundarias. Después de cruzar varios pueblos sin un mal cafetín a la vista y en los que aparentemente todos los vecinos estaban durmiendo la siesta, llegamos a uno un poco más grande, en cuya plaza mayor había varios cafés con terrazas. En uno de ellos nos indicaron el único sitio en el que servían comidas, justo enfrente del ayuntamiento.

Con el hambre que teníamos se nos hizo la boca agua al ver los nombres de los platos rotulados en la cristalera: cordero asado, bisté, bacalao, pinchos… Pero como en muchos restaurantes griegos, aquel menú era un mero recuerdo de tiempos mejores, y la realidad era un poco más triste. No tenían carta, ni en griego ni por supuesto en inglés, pero con la ayuda de un funcionario municipal que mataba el tiempo en el bar de al lado y un niño, hijo de la dueña, a la vez orgulloso y avergonzado de demostrar sus conocimientos de inglés, nos fuimos entendiendo.

Claro que podíamos comer allí, por supuesto. ¿Qué nos apetecía? Escaldado por experiencias anteriores les pregunté:

-¿Qué nos pueden ofrecer?
-Spaghetti con carne picada
-¿Y algo más?
-Sí, claro, ensalada y pan.

Resumiendo, acabamos devorando una ensalada de tomates y pepinos recién cogidos de alguna huerta, y unos generosos platos de spaguetti fríos con carne de cordero picada. Eso sí, el aceite de oliva era delicioso, rodeados como estábamos por olivares en decenas de kilómetros a la redonda. Y el vino era eso, vino, y mejor no ponerle muchos adjetivos, porque seguro que serían poco elogiosos; claro que a seis euros el kilo tampoco podíamos exigir mucho. Porque en Grecia el vino a granel lo venden al peso, aunque en ningún restaurante he visto una báscula. Te ponían una jarra, de vidrio en los locales más elegantes y de aluminio anodizado en los más populares, y te aseguraban que te habían servido medio kilo de tinto. Y si pedías sólo una copa, te la llenaban hasta el borde y te cobraban un cuarto de kilo.

Después de comer y de pagar una cuenta ridícula hicimos otro largo recorrido entre olivares hasta llegar a Hora, en cuyas cercanías se conservan los restos del palacio de Néstor. El mismo Néstor que viajó con los argonautas a la Cólquida en busca del vellocino de oro, que luchó contra los centauros, que participó en la batalla de Troya al lado de los aqueos y que alojó en su casa a Telémaco, el hijo de Ulises. En ningún sitio como en Grecia se mezclan tan fluidamente la historia, el mito y la literatura.
Porque por muy mitológica que nos parezca su figura, por mucho que la leyenda cuente que llegó a rey gracias a que Hércules mató a su padre y a sus hermanos, resulta que existió y que su palacio se encuentra no muy lejos de Pilos, la capital de su reino.

Tampoco es que se conserven grandes muros ni mosaicos fastuosos; a fin de cuentas Néstor era micénico, pertenecía a la cultura minoica y su palacio estaba construido como todos los de su época: piedra para los cimientos, madera para vigas y columnas, y barro para el pavimento y las paredes, decoradas luego con frescos muy coloristas.

Protegido por una gran cubierta autoportante por la fragilidad de sus materiales, pudimos contemplar el trazado de los muros, las huellas de las bases de las columnas, la bañera real, el gran hogar que presidía el salón del trono, los almacenes de aceite (de oliva, por supuesto), la sala en la que se guardaba la enorme vajilla real, y los archivos.


Los micenios tenían una excelente costumbre: registraban deudas, impuestos y gastos en tablilla de barro que archivaban con mucho cuidado en estanterías de madera y que destruían sistemáticamente al cabo de un año. Algo así como el borrado de los discos duros de Bárcenas.

Leímos en los paneles indicativos que los frescos que se encontraron en el palacio se conservaban en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. No quedamos con la ilusión de tener suerte y poder verlos cuando llegáramos a la capital.

Hicimos noche en Pilos, en la bahía de Navarino, un magnífico puerto natural. Es una ensenada de unas tres millas de ancho por dos de profundidad, con dos entradas separadas por la isla de Esfacteris, que protege a los buques de los temporales. La entrada sur, la más amplia y cercana a la ciudad la controlaba el castillo de Neokastro, una preciosa fortaleza renacentista construida por los turcos en el siglo XVI, justo tras la derrota que sufrieron en la batalla de Lepanto. En la Segunda Guerra Mundial fue cuartel general de las tropas de ocupación alemanas.

La otra entrada, mucho más estrecha, estaba dominada por Paleokastro, un castillo que levantaron los francos en el siglo XIII sobre las ruinas de la acrópolis de la antigua Pilos, y que fue abandonado tras la construcción de Neokastro. Justo debajo de Paleokastro se encuentra la llamada Cueva de Néstor, donde según Pausanias el dios Hermes escondió el ganado que le había robado a su hermano Apolo. Como podéis comprobar, los dioses griegos se parecían mucho a los griegos de su época: libertinos, ladrones, asesinos, incestuosos y hasta cuatreros.


Cenamos en uno cualquiera de los muchos restaurantes que bordeaban el puerto. Los boquerones estaban muy frescos y de buen tamaño, pero los mosquitos los superaban en número y en agresividad.

Mientras cenábamos recordamos la batalla de Navarino, que no tiene nada que ver con la de Navarone. En la bahía que teníamos delante tuvo lugar en 1827 una moderna reedición de la batalla de Lepanto. Doscientos cincuenta años después se volvieron a enfrentar las flotas cristiana y musulmana; por el lado que podríamos llamar cristiano ingleses (protestantes), franceses (más bien agnósticos) y rusos (ortodoxos) combatieron contra turcos, egipcios y tunecinos. El triunfo de la escuadra cristina significó el fin del poderío naval otomano y permitió que Grecia alcanzara la independencia al año siguiente.

Como el miércoles no teníamos nada que hacer, decidimos pasar la mañana en la playa. Antes de dirigirnos a Olimpia, que estaba al norte de Pilos, condujimos doce kilómetros rumbo sur, buscando la fortaleza de Methoni. Al tratarse de un punto de escala importante en la ruta a Tierra Santa (y sobre todo en el comercio con Oriente), su historia es muy similar a la de tantas otras ciudades de la costa del Peloponeso, pero con un añadido importante: cuando los argivos o aqueos destruyeron la ciudad de Nauplio, a quienes huían de ella los espartanos les ofrecieron asilo en este islote, después de expulsar a los mesenios que vivían aquí.

Con una geografía muy favorable para su defensa, al tratarse de un islote escarpado unido a tierra por un istmo de arena, los naupliotas resistieron cuatro siglos, incluso frente a los ataques de la flota ateniense o de los piratas ilirios. Lo que no pudieron impedir fue el desembarco de los romanos, de cuyas manos el islote pasó luego a los bizantinos. Así siguió hasta el siglo XII, cuando la tomaron los venecianos y construyeron las fortificaciones que se contemplan hoy en día. Varias veces cambió de manos entre venecianos y otomanos, hasta la independencia de Grecia. En la actualidad la fortaleza está abandonada y deshabitada, aunque conserva el foso atravesado por un puente de piedra, fuertes, bastiones, la catedral veneciana y los baños turcos.

Desde el fuerte vimos junto al pueblo moderno la playa perfecta. Arena limpia, poca gente, sin viento ni olas, y con tumbonas y sombrillas de alquiler. Aunque si hacías alguna consumición del cercano chiringuito del Methoni Beach Hotel podías conseguir un usufructo ilimitado de las tumbonas. Un par de horas nos quedamos allí, bañándonos con el fuerte a nuestra derecha y las islas de Adelfas, Schizos y Venetikó enfrente.


Dejamos Methoni con pena, prometiéndonos volver algún día, aunque tengo que confesar que me llevé la satisfacción de haber encontrado una pista muy tenue sobre Eliseo Rekalde, el mítico personaje a cuya búsqueda llevo dedicándome bastantes años.

Nuestro próximo destino sería Olimpia, pero esa es otra historia, que podrás leer si pinchas aquí.

Todos los capítulos de esta serie:
Por tierras de los aqueos (Nauplia, Tirinto, Argos, Micenas, Nemea, Agionori, Corinto y Epidauro)
Un gallego en Laconia (Mistrás, Monemvasía, Elafonysos, Githión, Paganea, Areopoli, Methoni y península de Mani)
El anciano Néstor y otras historias (Mesenia, palacio de Néstor y Pilos)
Las 1.808 coronas de Nerón (Olimpia)
De puentes, batallas y pitonisas (Patrás, Nafpaktos y Delfos)
Entre dioses, héroes y tumbas (Atenas)

martes, 18 de julio de 2017

Las mil ochocientas ocho coronas de Nerón

Dos horas y media después de salir de Methoni y su playa perfecta llegamos al Bacchus Tavern & Pension, un hotel que juro que no elegimos por el nombre. En mis recuerdos de viajes no hago mucha propaganda de hoteles o restaurantes concretos, pero en este caso haré una excepción, el sitio se lo merece. Ubicado en una aldeíta a pocos kilómetros de Olimpia, tenía piscina, habitaciones con vistas sobre un valle plantado de olivos, un restaurante con buenos precios, mejores vinos ¡por fin! y un excelente cocinero. Me parece una alternativa mucho mejor que alojarse en la propia Olimpia, siempre y cuando se disponga de coche para los desplazamientos.

Dedicamos la tarde a descansar, que para eso estábamos de vacaciones, y dejamos para el día siguiente la visita al recinto arqueológico. Yo aproveché para ponerme al día con las notas que suelo tomar durante los viajes para luego redactar lo que ahora leéis. Al atardecer, sentado al borde de la piscina que surcaban las golondrinas, la vista se me perdía entre los olivos, solo interrumpidos por algunos naranjos e higueras en el fondo del valle o pinos y cipreses en lo alto de las colinas.

Cenamos conejo al horno y berenjenas fritas, con un tinto de la casa mezcla de merlot y agiorgítiko, bastante más que decente; la cena para tres personas nos costó cuarenta euros. El único defecto, porque siempre hay alguno, es que en el restaurante sonaban una y otra vez las mismas canciones que veníamos escuchando desde que llegamos a Grecia: Los niños del Pireo, Zorba el Griego… Era música buena y me traía recuerdos de películas y de actores como Melisa Mercouri, Anthony Quinn o Irene Papas. Pero hasta lo buen cansa si se repite demasiado.

El jueves lo dedicamos íntegro a visitar Olimpia, que no es un sitio muy apropiado para describirlo con palabras, o al menos yo no me considero capacitado para ello.  Tampoco voy a recrearme en la evolución de las olimpiadas desde un evento mítico y heroico hasta el gran tinglado político - comercial en que se han transformado en la actualidad. Además, como diría Gila, en Olimpia estaba todo por el suelo. O casi todo.


Visitamos el recinto esquivando a los grandes grupos de cruceristas, cuidadosamente segregados por idiomas, que seguían cámara en mano a sus guías locales. Había mucha, mucha gente, pero hasta las once de la mañana la combinación de calor y multitud era soportable. Aprovechamos esas dos horas primeras, más frescas y menos concurridas, para recorrer los edificios auxiliares: el gimnasio, donde se entrenaba para la carrera, el tiro con arco y el lanzamiento de jabalina; la palestra, en la que los atletas practicaban la lucha antes de desnudarse (se competía sin ropa), ungirse con aceite de oliva y recorrer la vía monumental hasta el estadio; el Leonideo, hotel para los visitantes VIP; la casa de Nerón, que se hizo construir para su visita en el año 70; el Nympheon, la fuente monumental que suministraba agua para los atletas y los cincuenta mil espectadores que allí se reunían; las basílicas, donde se reunían atletas y jueces para prestar el juramento olímpico; el paseo triunfal, adornado con estatuas de Zeus costeadas con las multas impuestas a los atletas que hacían trampa, y el Heroión, el templo de Hera en el que cada cuatro años se encendía la llama olímpica, y donde se vuelve a encender desde que en 1896 comenzaron los juegos modernos.

Como anécdota y recordatorio de la egolatría de algunos humanos, quiero recordar que Nerón compitió en los juegos y consiguió nada menos que mil ochocientas ocho coronas de olivo, equivalentes a las actuales medallas. Para entender el número de coronas ganadas más o menos limpiamente por Nerón, hice una estimación de las disciplinas en las que se competía (veintitrés, contando deportivas y artísticas) y las multipliqué por tres (oro, plata y bronce), pero ni aún así conseguí pasar de sesenta y nueve. Ni sumando las  femeninas, que en aquella época no existían, ni las múltiples especialidades paralímpicas, pude ni siquiera acercarme a la mitológica cifra lograda por el emperador romano. Si nos sirve de referencia, el mayor número de medallas de los juegos modernos lo ha ganado Trischa Zorn, nadadora paralímpica, que necesitó participar en siete olimpiadas para conseguir cincuenta y una medallas.

Dejamos para el final el corazón y razón de ser del recinto, el templo de Zeus Olímpico, en el que en su día se veneró la colosal estatua de oro y marfil elaborada por Fidias y considerada una de las siete maravillas de la antigüedad. De las ciento cuatro columnas corintias de este templo gigantesco solo encontramos en pie una de diecisiete metros, restaurada por el estado alemán. Las demás yacían en pedazos, esparcidas por todo el templo.


Si algún día tenéis la suerte de venir a Olimpia, por muy agotados que estéis sería imperdonable que no visitarais el Museo Arqueológico, o al menos su sala central, dedicada al templo de Zeus. En ella se conservan, muy bien restauradas, la decoración de los dos frontones y sus frisos respectivos, que narran sendas leyendas.

En la fachada oriental, presidida por Zeus, se cuenta en imágenes la leyenda de Pélope y Enómao. Pélope, protegido de Zeus, no quería casar a su hija, por lo que retaba a los pretendientes a una carrera de cuadrigas amañada: sus caballos eran de origen divino. Si un pretendiente ganaba se podían casar con su hija; si perdía era condenado a muerte. Once hombres habían muerto en el intento cuando apareció Enómao, con unos caballos cedidos por Poseidón. Amañó el carro de Pélope para que se le rompiera el eje durante la carrera y consiguió derrotar a Pélope y casarse con su hija, que también estaba en el ajo. Moraleja: si te protegen los poderosos (sean dioses, reyes, políticos corruptos, banqueros o policías patrióticos) puedes hacer todas las trampas que quieras y te saldrás con la tuya.


El frontón occidental muestra una batalla entre los lápidas y los centauros, presidida por Apolo. Parece ser que los centauros, invitados a la boda de Pirítoo, rey de Lápida, se hartaron de vino y decidieron raptar a las guapas mujeres lápidas. Los hombres no estuvieron muy de acuerdo, y de ahí la batalla; por suerte los lápidas consiguieron derrotar a los centauros y expulsarlos de Tesalia.

Me impresionaron especialmente dos mujeres que parecen esconderse bajo el extremo izquierdo del frontón; sus expresiones muestran claramente su terror ante una posible victoria de los centauros.

A mediodía aprendimos otra expresión en griego; el camarero que nos sirvió la comida nos deseó kali orexia, buen apetito. De ahí lo de anorexia, ausencia de apetito. De todas maneras no hacía falta que nos lo dijera, devoramos la comida como si lleváramos días sin probar bocado.

Paseando por la parte nueva de Olimpia, dedicada al monocultivo turístico, es difícil encontrar un local que no sea un restaurante o una anamnístika, una tienda de recuerdos. Buscando una panadería acabamos entrando en una tienda de reproducciones arqueológicas de bastante buena calidad, cuyo dueño nos aclaró un aspecto curioso de la religión clásica. Los antiguos griegos no adoraban a los dioses, sino que los temían, y les levantaban templos o les hacían ofrendas para aplacarlos. Muestra de este temor es que en el recinto interior de los templos (naos) solo entraban los sacerdotes, y las ceremonias religiosas públicas se celebraban al aire libre.

Algo de esto ha quedado en las iglesias ortodoxas, en las que la parte más sagrada o santuario queda oculta tras una cortina o biombo, el iconostasio. A través de su puerta santa solo pueden penetrar los popes.

A la mañana siguiente cruzaríamos el nuevo puente sobre el golfo de Corinto para volver a la Grecia continental, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.

Todos los capítulos de esta serie:
Por tierras de los aqueos (Nauplia, Tirinto, Argos, Micenas, Nemea, Agionori, Corinto y Epidauro)
Un gallego en Laconia (Mistrás, Monemvasía, Elafonysos, Githión, Paganea, Areopoli, Methoni y península de Mani)
El anciano Néstor y otras historias (Mesenia, palacio de Néstor y Pilos)
Las 1.808 coronas de Nerón (Olimpia)
De puentes, batallas y pitonisas (Patrás, Nafpaktos y Delfos)
Entre dioses, héroes y tumbas (Atenas)

jueves, 13 de julio de 2017

Un gallego en Laconia

Para que nadie se llame a engaño empezaré advirtiendo que  ni Laconia está en Galicia, ni a sus habitantes se les llama lacónicos, ni entre sus productos típicos se encuentran los lacones. Es, nada menos, que una comarca griega cuya capital es Esparta, y que en el pasado se conocía como Lacedemonia. Dicho esto, ya podemos emprender el viaje.

El jueves por la mañana nos despedimos temprano de Peter, el propietario del apartamento en el que nos habíamos alojado en Nauplia, cargamos nuestro escaso equipaje en el “polito” rojo que habíamos alquilado en Atenas, y nos dirigimos hacia el sur rodeando la orilla oeste del golfo Argólida. En Agio Andrea nos metimos por una carretera que nuestro mapa señalaba a la vez como “principal” y “pintoresca”. Pintoresca sí que resultó, como contaré a continuación, pero si aquella era principal no quiero ni pensar cómo serían las secundarias. Una estrecha cinta de asfalto, sin arcenes ni ningún tipo de señalización, cuarteada y con los bordes mordisqueados, se perdía por las montañas, cada vez más arriba. Aunque el TomTom insistía en que íbamos por la ruta correcta, yo estaba deseando llegar a algún pueblo o a alguna bifurcación que me lo confirmara. Pero nada, ni pueblos ni casi edificios aislados, más allá de algún aprisco de ovejas apoyado en las laderas de piedra. La carretera seguía subiendo lenta pero inexorablemente mientras que la temperatura exterior bajaba, hasta llegar a estar diez grados por debajo de la de la costa.

Los olivos que nos rodeaban al inicio de la ruta habían sido sustituidos por robles y majuelos, y no nos cruzamos con ningún otro vehículo durante más de una hora. Estábamos atravesando los montes Kynourias, y según el mapa lo único que había por allí era monasterios, que además se ubicaban siempre a varios kilómetros de la carretera.

Cuando alcanzamos suficiente altura el valle quedó cubierto de enormes castaños que empezaban a florecer; entendimos entonces el significado de Kastanitsa, nombre del único pueblo importante en toda la ruta. Y lo de “importante” era un tanto metafórico, ya que cuando al fin lo cruzamos no vimos ni un hotel, ni un restaurante, ni un café; ni siquiera una tiendecita de alimentación. En España habría sido un importante centro de turismo rural, pero aquí no pasaba de ser una aldea somnolienta en la que la carretera, pavimentada con losas de piedra, hacía las veces de calle mayor. Los montones de erizos vacíos que se acumulaban a los lados del camino, y los frecuentes letreros de “PROHIBIDO COGER CASTAÑAS SIN AUTORIZACIÓN” daban una pista de cual era  principal fuente de riqueza de la zona.

Cuando cruzamos la divisoria de aguas y empezó el descenso hacia Laconia la vegetación cambió radicalmente. Los castaños, cerezos y nogales fueron reemplazados por las coníferas: pinos piñoneros en los valles y carrascos y abetos de Cefalonia en las laderas.

Llegamos por fin al amplio valle del río Evrotas, al que servían de telón de fondo los impenetrables montes Taigetos. Cruzamos sin detenernos la capital de Laconia, Esparta, de cuya época clásica no queda casi ningún vestigio, para alcanzar nuestro objetivo de aquella mañana: la ciudad bizantina de Mistrás, que se alza sobre un peñasco junto al valle del río Lagadha, uno de los pocos pasos naturales que a través de la cordillera comunican con la vecina comarca de Messinia.

A mediados del siglo XII y al amparo de la IV Cruzada apareció por allí el príncipe Guillermo II de Villehardouin, un franco que decidió aprovechar la escarpada colina de Mistrás para construir en lo alto una fortaleza. En realidad, estoy convencido de que él no cogió una piedra con las manos en su vida, sino que reclutó mano de obra barata o gratis en las bien pobladas zonas agrícolas del fondo del valle, y los puso a trabajar en su propio beneficio. Es lo que el materialismo histórico definía como apropiación de la plusvalía y el neoliberalismo llama emprendimiento y creación de puestos de trabajo.

Poco le duró la alegría al príncipe, porque solo trece años después de fundar su castillo se lo arrebataron los bizantinos, que siguieron fortificando la colina y construyendo una auténtica ciudad en los niveles más bajos. Arriba de todo se alzaba el kastro, a media ladera un segundo círculo de murallas que englobaba el palacio y las dos principales iglesias, y más abajo estaba la tercera línea de defensa, que protegía la ciudad en sí, con sus nobles y sus plebeyos, sus artesanos y sus comerciantes, sus iglesias y sus monasterios. Mistrás alcanzó entonces su máximo esplendor, con unos veinte mil habitantes, y llegó a ser sede del Despotado de Morea.


En los doscientos años que duró aquella etapa de prosperidad se construyeron numerosas iglesias, decoradas con unos frescos ingenuos, que hoy en día todavía se pueden contemplar aunque bastante deteriorados por el paso del tiempo. Por suerte, casi todos los antiguos edificios religiosos están desacralizados y es el estado griego el que cobra las entradas y cuida de los edificios. Si siguieran en manos de los popes ortodoxos muy probablemente estarían cerrados al público, como nos dimos cuentas pocos días después en la península de Mani.

En Mistrás no había autobuses turísticos ni grandes grupos guiados, me imagino que esta ciudad no aparece en la lista de “los diez principales monumentos del Peloponeso que un crucerista no se puede perder”. Los turistas, en grupos de no más de tres o cuatro personas, se repartían sin problemas por el amplio recinto y no gritaban ni tiraban basura.

En la taquilla situada junto a la Puerta de Monenvasia nos habían recomendado que visitáramos primero la ciudad baja, para luego subir en coche hasta la entrada superior y recorrer la ciudadela y su palacio e iglesias. Desde allí, los más jartibles podían ascender hasta el kastro, situado seiscientos metros por encima de la llanura. Pero cuando a las tres de la tarde terminamos nuestra visita a la ciudad baja, después de cuatro horas subiendo y bajando cuestas, aplastados por un calor de bochorno, decidimos que ya estaba bien de piedras y de frescos, y que en lugar de la ciudadela preferíamos acudir a una taberna que habíamos visto desde el coche unos cientos de metros más atrás.

Fue una buena decisión. Nada más entrar en la Taverna Mármara y sentarnos en una terraza protegidos por un tejadillo, comenzó a llover. Agotados por el recorrido de iglesia en iglesia devoramos unos pinchos de cordero a la parrilla, chuletitas de cordero, verduras asadas y una enorme fuente de patatas recién fritas. El único fallo, como en casi todos los restaurantes, era el vino. Después de todo lo que nos habíamos documentado antes de salir de España, después de la clase magistral del señor Karoni en Nauplia, estábamos deseando disfrutar de los famosos vinos griegos. Pero el Mármara no era una excepción y la oferta de vinos se limitaba a un escueto renglón en el menú: “Vino de la casa blanco/rosé/tinto a 3€ el medio litro”. En los pocos sitios cuya carta anunciaba otros vinos de mayor categoría, nunca estaban disponibles. Y digan lo que digan, un vino que cueste en un restaurante seis euros el litro es muy difícil que sea bueno. Los muchos que probé oscilaban entre simplemente bebibles y directamente imbebibles.

La larga espera en el restaurante, lógica si tenemos en cuenta que los platos se preparaban en el acto, nos la amenizó un guacamayo precioso, que enseguida hizo buenas migas con mi cuñada. Cada vez que ella le decía “lorito”, él se revolucionaba y hacía toda clase de ruidos. Luego nos contó el camarero que el nombre del pájaro era, precisamente, “Lorito”. Un marinero amigo suyo se lo había traído de Uruguay.

A media tarde llegamos al pueblecito de Monenvasia, en la costa oriental del Peloponeso, en donde teníamos previsto descansar unos días de tanta piedra y tanta ruina. Para ello, habíamos reservado habitaciones en el Hotel Panorama, que verdaderamente hacía honor a su nombre. Situado en lo alto de una cuesta del barrio de Gefyra, desde la terraza teníamos una vista perfecta del peñón de Monenvasia, unido a tierra firme por una escollera artificial y un puente. El sol se iba poniendo detrás de nosotros, y la montaña en la que se apoyaba Gefyra proyectaba una sombra que subía poco a poco por las laderas casi verticales del peñón. Lo que no se veía era la ciudad medieval, construida en la cara del peñón que daba al mar y perfectamente oculta a los ojos de los que llegaran por tierra. Era, literalmente, una ciudad volcada hacia el mar y de espaldas a tierra.


Un poco hartos de tanto coche, el viernes decidimos quedarnos en Monenvasia, a visitar la ciudad medieval y sobre todo a descansar. Sabíamos que los coches tenían prohibida la entrada en el casco antiguo, porque era materialmente imposible que cruzaran sus muros por la única puerta, un túnel en zigzag en el que difícilmente se podían cruzar dos carretillas. En la explanada inmediatamente anterior a la muralla descargaban camiones de reparto de comida y bebida o de materiales de construcción y los taxistas dejaban y recogían a los turistas y sus maletas. Todo lo que entra o sale de la ciudad medieval, desde los equipajes hasta las basuras, lo hace en carretillas llevadas por indígenas tan musculados como sudorosos. Así consiguen que las calles sean un remanso de paz, sin ruido de motos, y de paso se mantienen unos cuantos puestos de trabajo, me temo que muy mal pagados.

El pueblo, que en la actualidad tiene solo unos cuarenta habitantes permanentes, está amurallado en su totalidad, sin más accesos que la puerta por la que acabábamos de entrar, y otra puerta y un portillo en el otro extremo, que daban directamente al mar. De la plaza central subía una tremenda cuesta en zigzag hasta la ciudadela, en la que en sus mejores momentos vivían los nobles y los militares.

La parte baja se organizaba en torno a una calle no más de dos metros de ancho, el Messi Odos (calle de en medio) de los griegos, el foros de los venecianos y el pazari de los turcos. Sigue siendo el sitio donde se concentran las tiendas, los cafés y las agencias de viajes, y a su alrededor se extiende un laberinto de escaleras, plazuelas, pasadizos y callejones con o sin salida.

Aunque hoy en día Monenvasia es un remanso de paz que vive del turismo en régimen de monocultivo, con sus hoteles con encanto, sus restaurantes de lujo, sus cafés sobre el mar y sus tiendas de recuerdos, delikatessen o ropa de verano, no siempre fue así. Como la mayoría de las ciudades griegas, pasó por manos bizantinas, venecianas y otomanos, atraídas siempre por la fortaleza natural que brindaba el peñón sobre el que se asienta.

La ciudad se ha dedicado tradicionalmente a la navegación, al comercio marítimo y a la piratería, y llegó a contar con cincuenta mil habitantes y veintiséis iglesias. Su decadencia llegó con la guerra ruso-turca de 1770 y la expedición del almirante Orlov por el Mediterráneo.

Cuando estábamos comenzando la visita vimos entrar en la bahía un buque de crucero, por lo que nos apresuramos a completar el recorrido por los principales puntos de interés antes de que llegaran las previsibles hordas de cruceristas. Por suerte, el barco no podía atracar en el pequeño puerto de Gefyra, y entre las maniobras de fondeo, el desembarco en lanchas salvavidas y el traslado en autobús hasta la muralla, tuvimos tiempo de disfrutar de iglesias, bastiones, vistas y hasta de un café frappé en una terraza cubierta de buganvillas.


Cuando empezó a notarse excesivamente le presencia de los cruceristas dimos por terminada nuestra visita y nos fuimos a comer al Aktaión, un restaurante sencillo en el paseo marítimo de Gefyra. Allí probé una ensalada tibia a  base de una planta halófita que estoy harto de ver en las marismas de la bahía de Cádiz, y que creo que se llama suaeda splendens. Deliciosa, en otoño me daré un paseo por los esteros para intentar recolectar unas cuantas y repetir la receta. Para rematar, María, la dueña nos invitó a un plato de moras de morera, las más grandes y sabrosas que he comido nunca. Me imagino que es una fruta muy delicada, porque no he vuelto a encontrarla en la carta de ningún restaurante. La tarde se nos fue entre siesta, ducha, lectura, escritura y contemplación del horizonte.

Después de ver asomar la luna llena por detrás de una araucaria abordamos la última tarea diaria de todo turista que se precie: buscar un sitio para cenar. Caímos en Casa Mateo, un restaurante greco-vasco con los camareros más estresados que he visto en mi vida. Vassili, que había trabajado varios años en Pamplona, corría bandeja en mano pese a sus ciento treinta kilos de masa corporal, y Mateo, casado con una donostiarra y compitiendo en peso con su colega, se afanaba detrás de la barra. A riesgo de decepcionar a los dos emigrantes retornados, rechazamos su oferta de paella y sangría y optamos por algo más local: ensalada griega, croquetas de queso feta y boquerones fritos. No sé en qué habían trabajado aquellos dos en España; desde luego no en hostelería.

El sábado, día de mi cumpleaños, nada más despertarme recibí un estupendo regalo: mi amigo Fuco me había enviado desde España una canción muy apropiada para la ocasión: “When I’m sixty four”, del álbum Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band. Buen comienzo del día.

Siguiendo con el plan de descansar nos fuimos a la playa, que aún no habíamos pisado en la semana que llevábamos en Grecia. Pero no elegimos alguna de las cercanas a nuestro hotel, sino que nos fuimos a pasar el día a la de Symos, en la isla de Elafonysos. Esta islita se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sur de Monenvasia, en el extremo sudeste del golfo Lacónico, a menos de una milla de tierra firme. En invierno no viven más de cuatrocientas personas en sus escasos veinte kilómetros cuadrados, pero en verano los trasbordadores que la unen con el continente llegan a mover varios miles de turistas al día, Ni siquiera los espartanos habrían resistido ante tamaña invasión.

En el barco, lógicamente, las zonas reservadas a la tripulación estaban señalizadas con la palabra nautas. ¡Cuántos recuerdos nos trae este idioma! Argonautas, Nautilus, internautas…

Una carreterita, en diminutivo por lo estrecha y por lo corta, nos dejó en diez minutos en el otro extremo de la isla, en la bahía de Symos. La llegada nos decepcionó un poco por el cutrerío chiringuítico-playero que nos encontramos, pero en cuanto nos alejamos del coche la cosa cambió. Un sendero entre las dunas, cubiertas de una vegetación que ya quisiéramos en Cortadura, nos condujo hasta el paraíso de Symos Mikrós, la pequeña Symos. La bahía estaba dividida en dos partes desiguales por un tómbolo de no más de cien metros de alto, y nosotros estábamos en el lado más corto, el oriental. Una playa de dos o trescientos metros de larga, con una arena blanca impoluta; sendos promontorios rocosos que cerraban sus extremos; aguas verde esmeralda en las que fondeaban tres o cuatro yates, y una zona de sombrajos en los que se podía disfrutar de tumbonas, vistas y servicio de restaurante. ¿Se podía pedir algo más? ¡Sí! Que el agua estuviera limpia y no demasiado fría, que los griegos (algunos, por lo menos) fueran apolíneos y las griegas afrodíticas. Y todo eso se nos concedió.


Para rematar el placer, a nuestro lado se instalaron unas familias griegas con muchos niños, que nos obsequiaron durante un par de horas con unas clases gratuitas de pronunciación. Allí aprendimos a decirle a un niño que comiera, que se estuviera quieto, que viniera, que dejara tranquila a su hermanita, y también que para tirarse al agua de espaldas se dice ¡Platonis!, lo que nos recordó a Platón “el de las anchas espaldas”.

Como no nos gusta comer en la misma arena de la playa, a mediodía nos acercamos al chiringuito del que dependían las sombrillas. Nos sirvieron un menú a base de ensalada griega y pinchitos de cordero, no por repetitivo menos delicioso. Mis compañeras se volvieron a la playa pero yo me quedé leyendo en un sofá, con un plato de patatas fritas y unas botellita de agiorgítico. A la hora de pagar hubo un poco de confusión entre las consumiciones hechas en las tumbonas, las de la comida en sí y lo que había tomado yo luego en la zona de sofás, pero Dimitris, el camarero, nos tranquilizó: “No problem, I remember good”.

A la noche, para celebrar mi cumpleaños, nos fuimos a cenar a unos de los mejores restaurantes de Monenvasia, la Taverna Matoulas. Por fin un buen tinto de la zona y un mejor cordero al horno, pero nada comparable con la salida de una luna inmensa del mar en calma. Llena, roja virando lentamente a plateada, con un larguísimo reflejo en el mar que me recordaba La Canción del Pirata:

La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul.

Lástima que en castellano no exista una palabra para describir la luz de la luna. Me quedo con la gallega luar:

“Unha noite na eira do trigo
ó refrexo do branco luar
unha nena choraba e choraba
os desdés dun ingrato galán.”

Poco dura el pan en la mesa del pobre, y menos la tranquilidad en la vida del turista. Después de dos días de descanso (o sea, sin entrar en un museo ni en un recinto arqueológico), el domingo abandonamos Monenvasia y dejando definitivamente atrás el golfo de Epidauro Limira cruzamos hacia la desembocadura del Evrotas para rodear por el norte el golfo de Laconia. Poco después de cruzar el río nos encontramos una larga playa de arena, en cuyo centro yacía varado un viejo mercante, comido por el óxido pero que aún soportaba los embates del mar. De vuelta en Cádiz me he interesado por su historia, y aunque corren rumores de que iba cargado de cigarrillos de contrabando, y de que fue varado e incendiado por su propia tripulación para destruir las pruebas, la versión más lógica es la que habla de la quiebra de los armadores, del abandono del buque en el puerto de Gythio, y de un posterior naufragio semivoluntario para sacarlo del puerto, donde estorbaba a las maniobras de otros buques. Incluso hay quien afirma que lo vararon allí para aumentar el atractivo turístico de la playa de Valtaki, como si no bastara con los islotes Trisinia. El caso es que el pecio lleva allí más de treinta y cinco años, y los que le quedan.


Poco después llegamos a Gythio, el antiguo puerto y astillero de los espartanos, fundado según la tradición por Hércules y por Apolo, el de áurea espada. En las Guerras del Peloponeso lo conquistaron y saquearon los atenienses en un par de ocasiones; más tarde lo intentó tomar sin éxito el gran general Epaminondas. La ciudad fue también romana, hasta que en el siglo IV de nuestra era un terremoto destruyó su puerto natural.

Cerrando uno de los extremos de la dársena, a pocos metros de tierra firme está el islote de Marathonisi o de Cranae, donde Paris, hijo de Príamo, y Helena, la de los largos pelos, pasaron su primera noche juntos tras huir de Esparta y justo antes de que se declarase la guerra de Troya.

Hoy en día Gythio es una tranquila villa marinera, con hoteles antiguos asomándose a la rada artificial, y docenas de cafés junto al agua. Allí nos tomamos unos frappés, de esos que los griegos consumen sin pausa a todas horas, y brindamos en honor de los antiguos amantes. El frappé griego no es un granizado de café, como su nombre parece indicar, sino un batido de nescafé con agua y azúcar, al que luego se añade más agua fría y cubos de hielo; de vuelta a España busqué su origen y me enteré de que lo inventó por casualidad un empleado de una tienda de batidos un día que se quiso preparar un café solo y se encontró sin agua caliente ni café molido. Al hombre se le ocurrió batir un poco de nescafé con agua fría en una coctelera, y tanto le sorprendió el aspecto espumoso y el sabor que se dedicó a perfeccionarlo. Hoy es el refresco más popular en Grecia, donde ha desplazado a la coca cola y otras bebidas similares.

Seguimos rumbo sur y pasamos de largo por la famosa playa de Mavrovouni; el día estaba nublado y la playa, rectilínea y llena de viviendas ilegales, nos recordaba demasiado a la de El Palmar, entre Conil y Barbate. En cambio, nos internamos por una carreterita que después de dar muchas vueltas nos llevó hasta la bahía de Scutari.

Allí, en una caleta de cincuenta o sesenta metros de largo, un padre y su hijo calafateaban su barco, preparándolo para la temporada de verano y unos chiquillos saltaban desde un pequeño espigón a un mar azul intenso. Con mis pocas palabras de griego saludé a los dos hombres y les pregunté cómo se llamaba aquel idílico lugar. Después de señalar a otros pueblos de la bahía y nombrarlos, hicieron un gesto abarcando el entorno más cercano y pronunciaron una palabra: Paghanea, que yo rápidamente traduje como Pagania, la tierra de los paganos. De ilusión también se vive, pero es que por una vez no había a la vista ni un edificio religioso, ni una bandera del patriarca de Constantinopla. No me habría extrañado, en cambio, ver llegar a un trirreme conducido por algún héroe, o al mismo Poseidón saliendo de las aguas con su tridente.


El único edificio que parecía representar algún tipo de poder terrenal, un caserón de piedra, que ostentaba una bandera con una cruz azul sobre fondo blanco, no era más que la casa de un pescador con el símbolo (extraoficial, según se apresuraron a aclararme) de la península de Mani, en la que estábamos entrando.

Esta península, de unos cien kilómetros de largo por veinte o treinta de ancho, siempre ha vivido un poco al margen del resto de Grecia. En parte por lo agreste de sus montañas, que dificultan las comunicaciones, pero creo que también por el carácter individualista de sus habitantes. Hay en ella muy pocos restos arcaicos, clásicos o romanos, aunque se dice que sus habitantes fueron los últimos en abandonar la antigua religión olímpica cuando el emperador Teodosio impuso el cristianismo en todas sus tierras.

En cambio, cuando cruzados y otomanos destruyeron el Imperio de Oriente, fueron muchos los nobles bizantinos que abandonaron Constantinopla y se establecieron en esta tierra agria e inhóspita, formada por montañas peladas que caen directamente hasta el mar. Aquí mantuvieron sus luchas feudales y fortificaron sus casas con torres y muros de mampostería, de forma que hasta la aldea más pequeña, vista desde lejos, parece un castillo.


Estos nobles bizantinos consiguieron mantener una parte de sus privilegios bajo el dominio otomano, e incluso ocuparon cargos en la administración pública, pero dejando siempre claro que no se consideraban vasallos, sino aliados de conveniencia.

Incluso en la lucha por la independencia griega, en la que los maniotas combatieron valerosamente, hubo sus más y sus menos. Cuando Ioannis Kapodistrias, primer presidente de Grecia, mandó detener por insumiso al líder maniota Petros Mavromijalis, a los familiares del detenido les faltó tiempo para asesinar al presidente. Conociendo todo esto no nos extrañó nada que la capital de Mani, donde pasamos un par de noches, se llamara Areopoli, la ciudad de Ares, el dios olímpico de la guerra.

El lunes hicimos un largo –en horas, no en kilómetros- recorrido por la mitad sur de la península de Mani, empezando por las cuevas de Diros, a muy pocos kilómetros de Areopoli. Se trata de un complejo kárstico que con el paso del tiempo ha quedado parcialmente sumergido en el mar. Aunque nuestra guía de viaje aseguraba que las cuevas abrían a las 8:30, y en la taquilla se indicaba que a las 9:00, la verdad es que las visitas se iniciaron cuando los empleados terminaron de desayunar.

En unas barquitas recorrimos algo más de un kilómetro de galerías, muy bien iluminadas, pero a una velocidad que impedía hacer fotos. Al parecer en un principio eran tres cuevas diferentes, pero las necesidades de la explotación comercial ha llevado a los responsables a abrir algún túnel artificial que las intercomunica, e incluso a cortar algunas estalactitas que podrían lesionar a los visitantes. Por un lado me parece una salvajada, pero por otra parte pienso que el daño causado es muy pequeño comparado con el tamaño total de las cuevas, y que de algo tienen que vivir los habitantes de la zona.

Tuvimos la suerte de estar allí en junio y de que éramos tan pocos visitantes que solo ocupamos parcialmente dos de las diez lanchas disponibles; diez personas en total frente a las ochenta que entran simultáneamente en días punta. Así, lo que en agosto podía haber sido un horror tipo Eurodisney se convirtió en un recorrido mágico, en un silencio casi total, flotando sobre lo que parecía un espejo perfecto, agachando la cabeza de vez en cuando para esquivar las estalactitas. Y el último tramo, el que se hace andando, lo hicimos absolutamente solos, a nuestro ritmo. Nunca lo podré olvidar.

El lugar era lo suficientemente atractivo para que sobrasen las leyendas, como la de que las cuevas llegan hasta los montes Taigetos o incluso hasta Esparta ¡a sesenta kilómetros de distancia!, o la de que allí habitan anguilas gigantes.

A la salida de las cuevas, un nuevo descubrimiento del idioma griego: una tienda de recuerdos rotulada “ANAMNH𝝨TIKH”, que transcrito resulta Anamnístiki, “lo que no se olvida”. Otra palabra que siempre recordaré.

Después de visitar las grutas, y de comprobar que el museo anexo estaba cerrado por falta de personal, emprendimos un recorrido no del todo afortunado. No es que tuviéramos ningún problema especial, pero nos fallaron casi totalmente las iglesias y las playas. Habíamos leído que dispersas por la península existían innumerables capillas, algunas de las cuales albergaban en su interior buenos retablos bizantinos. Pero prácticamente todas nos las encontramos cerradas a cal y canto, sin ninguna indicación del horario de apertura. Para más cabreo, en alguna pudimos entrever los famosos murales e iconostasios a través de un ventanuco. La iglesia ortodoxa, propietaria de las capillas, evidentemente no tiene ningún interés en que las disfrutemos el resto de los mortales. En Gardenítsa, Nómia, Koíta y Gerolimenas resultaron infructuosas nuestras gestiones para encontrar alguien que nos abriera la puerta de la capilla.

Sólo en una conseguimos entrar, gracias a un griego con aspecto de hippy que vivía al lado y que al vernos acudió motu proprio con la llave y esperó pacientemente a que contempláramos las pinturas todo el tiempo que nos dio la gana. Le dimos una propina y se quedó tan contento.

Antes de comer intentamos darnos un chapuzón, pero no hubo manera. El problema de las playas era que en general estaban formadas por cantos rodados, cubiertos de verdín en la franja donde rompían las olas. Preciosas, rodeadas de rocas y con un agua absolutamente transparente, pero de muy difícil entrada y salida, por lo resbaladizo de las piedras. Y las pocas playas de arena estaban muy batidas por el mar.


Mientras buscábamos una playa accesible, íbamos pasando junto a viviendas fortificadas, que cuando se agrupaban en una aldea la hacían parecer una auténtica fortaleza. Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en Vathia, construida en lo alto de una colina vigilando una cala cercana. La mayoría de las casas estaban deshabitadas y en distinto estado de abandono, pero penetrar en el conjunto significaba un retroceso a la época medieval, cuando los atacantes podían llegar en cualquier momento y de cualquier dirección. Piratas otomanos o amalfitanos por mar, miembros de un clan rival por tierra…

En la parte alta del pueblo un emprendedor había montado un restaurante, Fagopoteiou, desde cuya terraza se dominaban muchos kilómetros de costa. Lo que iba a ser una breve parada para tomar un aperitivo se convirtió en una comida en toda regla: pernil de cerdo ahumado al horno, puré de alubias, ensalada griega…


En una mesa cercana un griego hablaba incesantemente por el móvil. Con las palabras aisladas que entendíamos (mujeres, problemas, Jack Daniel’s) intentábamos inventarnos una historia, pero él mismo nos dio la solución cuando pronunció claramente la palabra clave: Berlusconi. A partir de ahí nuestra imaginación se desbordó.

Menos mal que en el siguiente pueblo, Mármari, muy cerca del extremo sur de la península, encontramos por fin la playa perfecta: con arena, sombrillas, tumbonas y chiringuito, y protegida del viento por un acantilado. Allí dormimos la siesta y nos pegamos un buen baño.

Siguiendo hacia el sur por un territorio cada vez más montañoso y desolado llegamos al fin del mundo, o por lo menos del mundo clásico. El cabo Ténaro, también conocido como Matapán, es el punto más meridional de la Grecia continental. Y se nota. Allí, junto a una calita protegida de las olas por el mismo cabo, encontramos los restos de un templo dedicado a Poseidón, responsable del mar, de los terremotos y de las tormentas. Cuando estaba contento creaba nuevas islas, calmaba las tormentas y protegía a los navegantes, que ahogaban caballos para tenerlo de su parte. Pero cuando se enfadaba sacudía la tierra y causaba terremotos, o agitaba el mar para provocar tormentas. Y bajo el templo dice la leyenda que había una cueva que conducía hasta el mismo inframundo, la morada de los muertos.

En esta misma cala fue donde el capitán Nemo le entregó cientos de lingotes de oro a Nicolás, un enigmático buceador griego. Aquella fortuna ¿estaba destinada a financiar la lucha de los griegos por la independencia? Nunca lo sabremos; Nemo no lo aclara y Julio Verne tampoco.

Volvimos a Areopoli por la costa oriental de la península, mucho más escarpada y desolada si cabe que la occidental. Ensenadas escondidas, donde me imaginaba las naves aqueas, espartanas o atenienses fondeando para pasar la noche o esperando a que escampara una tormenta, y carreteras tan escarpadas como la que desde Porto Kagio asciende hasta Korogoniánika, que recorrimos muy despacio, con miedo de mirar hacia el mar que se veía cientos de metros más abajo, casi en vertical.

En Kokkala nos encontramos un mercante recién embarrancado. El Saint Gregory, un granelero que transportaba treinta mil toneladas de azufre desde Odesa hasta Túnez, había tenido problemas técnicos y se había estrellado contra la costa. La proa estaba literalmente subida a la playa, mientras que la popa, semi sumergida, quedaba varios metros más baja. Una barrera anti contaminación rodeaba al buque, en el que se afanaban los tripulantes y otros técnicos, supongo que intentando taponar la vía de agua para reflotar el barco.


Llegamos a Areopolis a la puesta del sol, agotados, pero con las pupilas llenas de torres y de playas, de acantilados y de capillas.

Al día siguiente saldríamos para el antiguo reino de Mesenia, pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.

Todos los capítulos de esta serie:
Por tierras de los aqueos (Nauplia, Tirinto, Argos, Micenas, Nemea, Agionori, Corinto y Epidauro)
Un gallego en Laconia (Mistrás, Monemvasía, Elafonysos, Githión, Paganea, Areopoli, Methoni y península de Mani)
El anciano Néstor y otras historias (Mesenia, palacio de Néstor y Pilos)
Las 1.808 coronas de Nerón (Olimpia)
De puentes, batallas y pitonisas (Patrás, Nafpaktos y Delfos)
Entre dioses, héroes y tumbas (Atenas)

miércoles, 5 de julio de 2017

Por tierras de los aqueos

A primeros de junio salimos mi mujer, mi cuñada y yo rumbo a Atenas, no dispuestos a conocer toda la inabarcable Grecia, pero sí al menos a sumergirnos en el Peloponeso, la península rebelde, el corazón de los griegos. El Peloponeso, cuna de Olimpia, Micenas y Esparta, fue siempre la última zona en caer en manos de los invasores, fueran persas, macedonios, romanos, cruzados u otomanos. Fue el hueso más duro de roer para cuantos ejércitos pasaron por allí en el curso de la historia. Y empezaríamos por la Argólida, sede del imperio micénico, escenario de algunos de los trabajos de Hércules, lugar de origen de varios de los argonautas y escenario de tantos otros episodios de la historia griega.

Las diferencias entre el Peloponeso y el resto de la Grecia continental se perciben nada más cruzar el istmo de Corinto, que con sus solo seis kilómetros de ancho ha sido una vía permanente de invasiones, tanto del sur hacia el norte como viceversa. Desde la autopista solamente atisbamos el canal del mismo nombre, que une los golfos de Corinto y de Saronia; una obra digna del mismo Hércules, que se comenzó a construir en el siglo VII ANE (antes de nuestra era), bajo el mandato del tirano Periandro de Corinto. La obra se reanudó por orden de los emperadores romanos Julio César y Néron, pero no consiguieron terminarla.

En 1830, con la independencia griega, renació la idea de construir el canal. Dos empresas francesas quebraron en el intento, al resultar su construcción mucho más cara de lo presupuestado. Y cuando en 1893 se terminó el canal con dinero público resultó que no había demanda suficiente como para amortizar el coste con el peaje que pagaban los barcos. Aeropuertos sin aviones, canales sin barcos, estaciones sin trenes… seguro que os suena la historia, aunque la del canal es de hace más de cien años y las otras han pasado en España hace nada.

Para acabarlo de arreglar, las fuertes corrientes, los vientos muy intensos y los desprendimientos de tierra constantes dificultan extraordinariamente la navegación. Hoy en día su principal uso es como atracción turística; por él circulan cientos de cruceros cada año.

A ambos lados del istmo el paisaje era muy diferente. Mientras que en el lado norte se sucedían las segundas viviendas de los atenienses, mezcladas con chatarrerías y naves industriales abandonadas, en la orilla sur predominaban los valles con viñas, naranjos, cipreses e higueras, las camionetas cargadas de fruta, las montañas coronadas por fortalezas imposibles y las laderas cubiertas de olivos y matorrales. Olía a tomillo, a romero, a lavanda…

En un par de horas llegamos a Nauplia, donde habíamos alquilado uno de esos denostados apartamentos turísticos, y donde, tal y como nos había advertido nuestro anfitrión, nos perdimos y tuvimos que preguntar varias veces antes de dar con la casa. Si los pollitos y la mayoría de los humanos cuentan de izquierda a derecha, y los antiguos concejales de Cádiz de derecha a izquierda, nunca llegaré a entender cómo cuentan los argólidas. Nuestro número, el 24, estaba situado entre el 39 y el 18, justo enfrente del 41. Fácil ¿a que sí?

Esa misma noche salimos a tomar un primer contacto con la ciudad, rodeando la imponente fortaleza de Palamidi, construida por los venecianos doscientos metros por  encima de Nauplia, allá por los siglos XVII y XVIII. Nos pareció imposible que pocos años después de su terminación la tomaran los turcos, que retuvieron su control hasta la independencia griega. En la actualidad los nombres de sus bastiones honran a Epaminondas, a Aquiles, a Leónidas y a Temístocles, los grandes generales de la Grecia Clásica.

Nos encontramos un casco antiguo lleno de turistas, mayoritariamente griegos, porque el lunes se celebraba el día de Todos los Santos (bueno, de todos no, de los ortodoxos nada más) y muchos habían aprovechado el puente para ir a pasar unos días cerca del mar. Acabamos cenando en una terraza frente a un edificio en el que se leía (en alfabeto griego, por supuesto) Museión Polemikós. Pero el museo no exponía las obras más polémicas del arte contemporáneo, sino objetos relacionados con la guerra, la Pólemos. Uno de los muchos falsos amigos que a lo largo del viaje iríamos encontrando entre nuestros dos idiomas.


El domingo nos levantamos tarde, todavía arrastrando el cansancio del viaje, y cuando salimos de Nauplia con nuestro cochecillo ya caía el sol cocinheiro da gente, que cantan Les Luthier. Menos mal que el navegador del coche nos llevó por atajos inverosímiles, entre campos de granados, naranjos, albérchigos, cipreses y melocotoneros, hasta una pequeña colina sobre la que se levantaba Tirinto, una de las muchas fortalezas micénicas que existieron en la Argólida.

Tirinto impresiona nada más acercarse: estaba rodeada por unos muros ciclópeos, construidos con sillares de varias toneladas de peso, que resulta difícil entender cómo los pudieron mover en el siglo XIII ANE. No en vano Homero la llamó “la bien amurallada” y Pausanias, autor en el siglo II de la primera guía de viajes por Grecia que se conoce, decía que “sus piedras sin labrar son tan grandes que dos mulas no pueden siquiera mover la más pequeña de ellas”. Si hoy en día parece inexpugnable, me imagino lo que debían sentir al verla no solo cualquier presunto atacante, sino también los esclavos y siervos que tuvieron que construirla, a la vez que cultivaban alimentos para el rey y los nobles que allí vivían.

Comparado con las murallas, el palacio real no parece que fuera gran cosa: el salón de trono tenía solo unos cuarenta metros cuadrados y el dormitorio de rey no más de diez o doce. Muy poco para hoy en día, pero probablemente mucho en aquellos tiempos, sobre todo si lo comparamos con las viviendas de los siervos.

Terminada la visita a Tirinto y dando un salto en el tiempo nos acercamos a la vecina Argos, en la que vivieron los aqueos Agamenón y Orestes y que fue una importante capital de los dorios. En guerra casi permanente con Esparta, Micenas y Tirinto, quizás su mayor aportación a la cultura política haya sido la invención del ostracismo, hoy en día por desgracia en desuso. El ostracismo consistía en reunirse un número suficiente de electores como para que hubiera quórum; cada votante escribía en un pedazo de vasija el nombre del conciudadano al que consideraba más impresentable y el que obtenía más votos era expulsado durante diez años de la ciudad y sus dominios. ¡La de disgustos que íbamos a ahorrarnos si lo aplicáramos aquí, tanto a nivel local como autonómico y estatal!

Con la llegada de los romanos se acabó su independencia y fue pasando sucesivamente por diversas manos, entre las que destacan las de los almogávares aragoneses, los francos, los otomanos y los venecianos.

De toda esta densa y dilatada historia poco ha sobrevivido hasta nuestros tiempos: un teatro romano con capacidad para veinte mil espectadores, el ágora con varios templos también romanos, y el castillo bizantino de Larisa, que domina la ciudad y al que no fuimos capaces de subir bajo el calor del mediodía. El museo arqueológico estaba cerrado indefinidamente, como nos pasaría con otros centros culturales en todo el viaje; los recortes siempre empiezan por lo que parece más débil, más prescindible. Cuando suprimen servicios culturales normalmente nos callamos, porque no nos afectan directamente. Pero como decía el pastor luterano Martin Niemöller (y no Bertold Brecht), “Cuando finalmente vinieron a por mí, no había nadie más que pudiera protestar”.

Era mediodía, el calor apretaba y lo que apetecía era buscar un restaurante para comer algo y beber algún vinillo de la zona. Cosa nada difícil en Nauplia, donde los cafés y restaurantes ocupaban prácticamente todos los bajos del paseo marítimo y muchos más locales de la ciudad vieja. Pero buscando un restaurante que nos gustara pasamos por delante del museo arqueológico, y no nos pudimos resistir. Este novísimo y excelente museo contaba con una magnífica colección de piezas micénicas procedentes de varios yacimientos de la zona, muy bien expuestas y explicadas, y con un empleado, casado con una aragonesa, que hablaba un español perfecto.


Ni el museo ni el restaurante nos decepcionaron, cada uno en su línea.

Después de una buena siesta volvimos al centro, a disfrutar de un perfecto atardecer de domingo junto con los turistas nacionales, acompañados por montañas de niños que correteaban por el cantil del muelle y comían helados. Mientras, sus padres admiraban una puesta de sol de libro sobre el islote amurallado de Bourtzi y el golfo Argólida. El telón de fondo lo ponían los montes Parnón tras la costa de Tsakonia. Me gusta cómo educan los griegos a sus hijos; no digo que sea una educación libertaria, pero sí mucho más independiente que la de los españoles. Desde que pueden caminar, caminan, no los llevan en una sillita para que no molesten; desde que pueden correr, corren, sin miedo a que se hagan daño, sin miedo siquiera a que se caigan al mar; desde que pueden comer, comen, ellos solos, la misma comida de los mayores, sin menús infantiles ni tonterías similares. Se caen al suelo y se levantan sin llorar, se manchan con el helado y nadie les riñe, se pringan hasta arriba de mousaka y no pasa nada.

Como en la vida del turista no todo es hacer el vago de banco en banco, llegó el momento de buscar un sitio para cenar. El principal problema era elegir una entre las innumerables terrazas del casco antiguo, en cualquiera de las cuales se podía disfrutar de platos tan deliciosos como la taramasalata, los chicharrones o el estofado de cordero. Mientras cenábamos seguíamos mejorando nuestro griego a pasos agigantados; cuanto más aprendíamos más cuenta nos dábamos de lo que le debe nuestra cultura, y en concreto nuestro idioma, a los griegos. No es casualidad que al menú le llamen katologó, a la cuenta logariasmó o que grande se diga megalo y pequeño mikró. Estas palabras, y muchas otras, las hemos heredado de ellos. Y eso por no hablar de los números: a los amantes de la poesía les gustará saber que once se dice endeka y doce dodeka; a los de la geometría que veinte es ikosi y a los de las películas de desastres que cien es hekatos, de donde procede hecatombe, matanza de cien bueyes. Pero basta ya de erudición, y vamos a lo que vamos.

Aprendida la lección del primer día, el lunes madrugamos bastante más y conseguimos llegar a la antigua Micenas pocos minutos después de que abrieran la taquilla. Como premio tuvimos el privilegio de visitar a solas el llamado Tesoro de Atreo o Tumba de Agamenón. Un pasillo formado por sillares ciclópeos conducía a una puerta de unos seis o siete metros de altura que daba entrada a la tumba. El dintel lo formaban dos losas de unos veinte metros cúbicos cada una, unas cincuenta toneladas aproximadamente, que cuesta imaginar cómo pudieron subir hasta una posición tan elevada. Por mucho que nos imaginemos rampas, rodillos y polipastos, mover una piedra de ese peso no debió de resultar una tarea sencilla. Claro que construir el resto de la tumba tampoco fue moco de pavo; se trataba de una falsa cúpula de catorce metros de diámetro y trece de alto, formada por treinta y tres hileras de sillares tallados en forma de trapecio invertido, de forma que cada hilera sobresalía unos veinte centímetros respecto a la anterior, cerrando así poco a poco la techumbre. Y todo esto sin arcos ni entibas. Lástima que los ingleses se llevaran al Museo Británico la decoración de la entrada.


Después de recorrer la tumba a nuestro antojo empezamos la ascensión a la ciudadela, a la que se accede por la famosa Puerta de los Leones, que no voy a describir aquí. Me seguía impresionando el tamaño de los sillares- ¡Cuántos esclavos perderían un brazo, una pierna o incluso la vida en un accidente laboral durante su construcción! ¡Cuánta hambre tuvieron que pasar las familias que no pertenecían a la aristocracia, con los hombres arrastrando bloques de piedra en lugar de cultivando el campo! Se ha comprobado que en las ciudades micénicas los siervos eran por término medio quince centímetros más bajos que los señores…

Dejando a un lado las tragedias que ocultaban aquellos muros, otro pensamiento me rondaba la cabeza. En Cádiz se nos llena la boca presumiendo de que vivimos en una ciudad trimilenaria, la más antigua de Europa. Lo de trimilenaria es cierto, ya que parece ser que fue fundada por los fenicios en el 1104 ANE, pero lo de ser la ciudad más antigua de Europa creo que es un mito. Cuando los fenicios desembarcaron en lo que entonces era el archipiélago gaditano, los  micénicos llevaban ya unos novecientos años construyendo sus propias ciudades en la Grecia continental, con su alfabeto, sus reyes y sus dioses, sus guerras y sus alianzas. Y eso por no hablar de las islas del Egeo, donde las primeras ciudades pueden datar de otros mil años antes.

Desde Micenas nos acercamos a Nemea, donde se cuenta que Hércules llevó a cabo su primer trabajo, matando al león que tenía atemorizados a pastores y labradores y cuya piel impenetrable a las armas utilizó luego como armadura. En realidad existen dos recintos arqueológicos diferenciados, a un par de kilómetros el uno del otro; el primero que visitamos fue el complejo deportivo. Desde la palestra en la que los competidores se entrenaban y se desnudaban antes de ungirse con aceite de oliva, entramos en el estadio por el mismo túnel que ellos usaban, perfectamente conservado. Al salir por la otra punta, deslumbrados por el sol de mediodía, casi pudimos oír las aclamaciones del público. Allí se  celebraban cada dos años unos juegos en honor a Zeus, de menor categoría que los de Olimpia.

En el otro recinto se conserva, entre otros edificios, un templo de Zeus cuyas únicas cinco columnas que se mantienen en pie le dan un aire más romántico que si estuviera completo, aire que se agudiza al estar enmarcado por un valle cubierto de viñedos y olivares. Por el camino se levantan varias bodegas, ya que en este valle se produce una uva, la aguiorgítico, que se considera como una de las mejores para la elaboración de vino tinto. A mí me recordó bastante la monastrell, aunque algo más afrutada.


Acababa ya el día y con él el puente de Todos los Santos según el santoral ortodoxo. Los visitantes de Atenas volvían a su calurosa y ruidosa ciudad, y Nauplia quedaba de nuevo en manos de los indígenas y de unos cuantos turistas extranjeros, por lo que no tuvimos ningún problema para aparcar junto al paseo marítimo, justo a tiempo para ver otra espectacular puesta de sol. Al volver a casa para preparar la cena nos encontramos con una calle cortada de la que salía una música tradicional. Aparcamos como pudimos y nos acercamos a la plaza de la iglesia de nuestro propio barrio, que estaba llena de gente sentada en sillas de plástico, contemplando a un grupo que bailaba danzas regionales, sosas como las de casi toda Europa. Manos en alto, saltitos, giros para un lado y para el otro… Los popes, nada menos que seis, sentados en el centro de la primera fila, no se perdían detalle. Eran las fiestas del barrio y de la parroquia, y allí se demostraba el poderío de la iglesia: al lado de la bandera griega ondeaba la del Patriarca de Constantinopla.

Cuando acabaron los bailes y salió a escena una cantante melódica, supongo que también del barrio, abandonamos el lugar. Acabamos cenando cordero asado al limón y cerdo adobado en un callejón cercano, justo al lado de la mesa que ocupaba todo el cuerpo de baile.

El martes volvimos a madrugar, y menos mal. Las ruinas del “spa resort” dedicadas a Esculapio son uno de los puntos fuertes de cualquier viaje al Peloponeso, y se notaba. Aunque llegamos a la taquilla antes de las nueve de la mañana, ya se nos había adelantado un grupo muy numeroso de turistas yanquis bastante vocingleros, que le quitaban bastante encanto al gran teatro. Con una capacidad para catorce mil espectadores y cincuenta y dos filas de gradas, está en muy buen estado de conservación-restauración, y tiene una acústica espectacular, como se encargaron de demostrar todos y cada uno de los americanos. Desde simples palmadas hasta fragmentos de ópera o el monólogo de Hamlet, todos pudimos comprobar hasta la saciedad lo bien que se oía en todo el teatro. Solo tuvimos unos minutos de tranquilidad desde que se fueron hasta que llegó otro grupo, esta vez de chinos, más gritones todavía.


Visitando el complejo, me imaginé que en su momento tenía que haber sido como una mezcla entre Lourdes y Euro Disney, con ciertos toques de Houston. Los enfermos navegaban desde todo el mundo griego hasta el puerto de Epidauro, a unos cinco kilómetros, y desde allí marchaban andando, en litera o en carro hasta el santuario; los que sobrevivían al viaje ya tenían mucho adelantado. Al llegar a la ciudad se alojaban con familiares y esclavos (la gente normal se moría sin más en sus casas respectivas). Podían elegir entre un gran hotel con ciento sesenta habitaciones o alquilar una habitación en cualquier casa; los más pudientes se alquilaban una casa entera. Después de purificarse en los baños y de beber el agua de la fuente sagrada, se dirigían al Abatón, un edificio de dos pisos en el que podían leer las lápidas de mármol que registraban todas las curaciones milagrosas anteriores, y luego se tumbaban allí mismo a dormir. Al despertar, si no estaban ya directamente curados, le describían su sueño a alguno de los sacerdotes, que lo interpretaba y –basándose también en la experiencia recogida durante siglos- prescribía un remedio.

Mientras el tratamiento hacía efecto, los enfermos y sus familias descansaban y acudían a las competiciones atléticas en el estadio, a las representaciones de teatro o a hacer ofrendas al santuario de Esculapio; de lo que no hay constancia es de que bailasen la conga, como parecer ser ahora la moda en Lourdes. Si se curaban todo quedaba registrado en nuevas losas de mármol; de lo que no se llevaban cuentas era de los fallecidos, ya que siempre según Pausanias dentro de recinto sagrado y de todo el bosque que lo rodeaba estaba prohibido tanto dar a luz como morirse.

Los sacerdotes se iban transmitiendo durante generaciones los tratamientos exitosos, y poco a poco se fueron convirtiendo en otra casta, la de los médicos, que también ha llegado hasta nuestros días. Uno de ellos fue Hipócrates, que se decía descendiente del propio Esculapio. Y no sería raro, si tenemos en cuenta lo aficionados que eran los dioses griegos a fornicar con los y las mortales, que en aquellos tiempos no había tanto problema con el género.

Como en los demás recintos arqueológicos que habíamos visitado hasta ahora, la vegetación ayudaba a recrear cómo pudo ser aquello en el momento de máximo esplendor, hacia el siglo IV ANE. Cipreses, olivos, algarrobos, robles, acebuches y lentiscos subían por el monte, mientras que el valle lo ocupaban naranjos, higueras y granados.

Un pequeño detalle nos hizo volver a la dura realidad griega. Nos habían contado que en los principales centros arqueológicos había unas tiendas estatales que vendían reproducciones de muy buena calidad de los principales objetos hallados en las excavaciones. Uno de los vigilantes del museíto de Epidauro nos confirmó que las tiendas habían existido, pero que toda la cadena había cerrado por los recortes, y que no se sabía si algún día volvería a abrir. Y que la crisis no había hecho más que empezar, porque había anidado dentro de la cabeza de los griegos. Cuando le dije que yo era español, añadió: “Entonces me entenderás perfectamente”.

Aprovecho para decir que en Grecia me he sentido menos extranjero que en México o en Argentina. Es verdad que el idioma constituye una barrera muy importante, franqueable solo gracias a la amabilidad y la buena voluntad de los griegos, pero los paisajes, la vegetación, los pueblecitos, las terrazas de los bares, la vida en la calle y hasta el aspecto físico de las personas podría pasar totalmente por español. Si no fuera por nuestras cámaras de fotos, nuestros sombreros de Panamá, nuestras mochilas y nuestra permanente cara de despiste, nadie habría dicho que éramos allodapós, extranjeros.

De vuelta en Nauplia, conocimos a un personaje, Dimitris, que había sido capitán de la marina mercante y navegado durante veinticinco años entre La Habana, distintos puertos españoles y Odesa, trayendo y llevando todo tipo de mercancías. Ahora, teóricamente jubilado pero con la pensión muy recortada, ayudaba a su hija en un negocio familiar de fabricación y venta de pasta. Supongo que fue un buen marino, pero como vendedor era sin duda mejor: nos vendió literalmente lo que le dio la gana, dentro del poco surtido que había en la tienda, limitada a la pasta, el queso y algo de vino.

El miércoles amaneció lloviznando, pero me quedé más tranquilo tras consultar la predicción meteorológica hora por hora, que afirmaba que en Nauplia ni estaba lloviendo ni iba a llover en todo el día.

Salimos temprano dispuestos a visitar Akrokorinto, la fortaleza que controlaba el istmo de Corinto, pero decidimos huir de la autopista y seguir la antigua ruta de las Cruzadas, la Kontoporeia. A golpe de mapa y de TomTom atravesamos varios pueblecitos agrícolas de la llanura de Argólida, hasta encontrar un desfiladero que cruzaba los montes Trapezona para internarse en la comarca de Corintia. En lo más estrecho del valle se levantaba un pueblecito mínimo, Agionori (San Honorio), coronado por un castillo bastante pequeño pero ubicado en lo alto de una peña. En el siglo XIII, cuando francos y venecianos aprovecharon la IV Cruzada no para combatir contra los infieles musulmanes sino para saquear Constantinopla y arrebatar grandes zonas de Grecia al imperio bizantino, construyeron este castillo para controlar el paso entre Corinto y el centro y norte de Grecia por una parte, y la rica comarca de la Argólida por el otro. El castillo estaba impecablemente restaurado con fondos de la Unión Europea, y perfectamente cerrado a cal y canto. En el pueblo invocaron de nuevo a la crisis para justificar el cierre; la llave “estaría en Atenas”, así, en general.


Seguimos camino y después de perdernos varias veces acabamos encontrando a carretera de subida al monte sobre el que se alza la más que impresionante fortaleza de Akrokorinto. Acrópolis griega, ciudadela romana, fuerte bizantino, castillo franco, luego napolitano, luego de la Soberana Orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, de los turcos, de los venecianos, de nuevo de los turcos, y desde hace unos doscientos años de los griegos. Por ahora…

Viéndola desde abajo parece imposible que haya cambiado tantas veces de manos. Laderas escarpadas, fosos, tres líneas de murallas, bastiones, rastrillos, puentes levadizos…. Tiene todo lo necesario para hacerla inexpugnable, pero ni aún así ha conseguido mantenerse indemne.

Desde lo alto de las murallas la vista se extendía sobre los golfos Sarónico y de Corinto, y en los días claros dicen que se llega a divisar el monte Olimpo, la residencia oficial de los dioses clásicos.
Del antiguo templo de Afrodita, en el que mil mujeres ejercían la prostitución sagrada, si es que tal actividad puede existir, solo queda una columna. Debido a este peculiar culto religioso la ciudad de Corinto tenía fama de licenciosa, quizás por eso San Pablo tuvo que dedicarles más de una epístola.

Los corintios, además de tener unas costumbres bastante libres, eran unos creídos de sí mismos, como lo prueba la frase que les dedica Pausanias: "No conozco a nadie que dijera hasta ahora en serio que Corinto era hijo de Zeus, a no ser la mayoría de los corintios".

De los demás edificios que en su día se alzaron en la fortaleza poco queda: vestigios de los baños turcos, una capillita dedicada a San Jorge, y poco más. A la salida de la fortaleza nos encontramos con una cueva que podía haber sido la de Polifemo y sus carneros.


Decidimos volver a Nauplia por una nueva ruta, con mucha calma, recorriendo la costa del golfo Sarónico siguiendo una carreterita serpenteante, enredada en los bosques de pinos que cubrían los acantilados. El golfo, con aguas entre grises y plateadas, como las sienes de Ulises cuando llegó a Ítaca, estaba salpicado de islitas, entre las que destacaba por su tamaño y su historia la de Salamina, que al principio nos ocultaba la vista de Atenas y El Pireo.

La batalla de Salamina, en el siglo V ANE, fue la primera que enfrentó a una democracia, la alianza de ciudades griegas, con una dictadura, la del imperio aqueménida. Temístocles contra Jerjes I, menos de cuatrocientas naves griegas contra mil doscientas persas, pero los griegos consiguieron destruir una parte importante de la flota enemiga y obligaron a los invasores a retirarse a Anatolia. Tan grande fue la derrota de los aqueménidas que nunca más volvieron a intentar atacar la Grecia europea.

El mar se iba haciendo más azul según aclaraba el día, el olor a pino se intensificaba con el calor del sol, y las pocas calas que rompían la costa vertical las veíamos muy abajo, como un paraíso fuera de nuestro alcance. Solo un detalle rompía el encanto de la ruta: en cada punto de la carretera donde podíamos detener el coche para admirar el paisaje se acumulaba la basura. Botellas de plástico, escombros, vasos de poliestireno y otros residuos formaban montones que nadie recogía.

Comimos calamares, mejillones y gambas a la orilla del agua, en el antiguo puerto de Epidauro, y nos volvimos a descansar a Nauplia. Nos esperaba una tarde ajetreada.

La víspera habíamos reservado plazas para asistir a una cata de vinos en Karoni, probablemente la mejor enoteca de Nauplia. El dueño, que hablaba un perfecto inglés, parecía un gran conocedor de los vinos griegos (y de los españoles). El grupo estaba compuesto por unos veinte norteamericanos guiados por una griega, que tenía la cara bastante dura. Nosotros tres, como habíamos llegado los primeros, nos sentamos en la primera fila, para oír mejor las explicaciones en inglés que iba a dar el propietario del local; pero cuando llegó ella con su grupo nos hizo retroceder hasta la última fila con el pretexto de que sus clientes querían sentarse juntos. Y digo yo ¿estarían más juntos en las filas de delante que en las de atrás?, pero como no tenía ganas de discutir y llevábamos todas las de perder lo dejamos pasar.

La cata no era de lujo, sino más bien cutrecilla. Por ocho euracos te daban una copa, una, que ni te cambiaban ni podías enjuagar entre vino y vino. Y de vino te servían cinco buchitos de otros tantos vinos de calidad mediana, de entre seis y diez euros la botella; tan poca cantidad que a mí me costaba encontrarle todos los matices a cada vino. Pero por lo menos aprendimos a reconocer las dos principales uvas del Peloponeso: Moscofilera, con la que se produce un vino blanco bastante aromático en las proximidades de Trípoli, y  aguiorgítico, con la que ya he contado que en Nemea se crían unos tintos afrutados más que potables. Terminamos con una copita de ouzo, el aguardiente anisado que tanto les gusta a los griegos y tan poco me gusta a mí.

Como con las raciones tan escuetas de la cata nos habíamos quedado con la miel en los labios, de la enoteca nos fuimos directamente a contemplar la puesta de sol en una de las terrazas del puerto, botella de moscophilera en mano, y a cenar en una taberna con una jarra de aguiorgítico. Al día siguiente dejaríamos la Argólida rumbo a nuevas zonas del Peloponeso, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

Otros capítulos de esta serie:

El anciano Néstor y otras historias (Mesenia, palacio de Néstor y Pilos)
Las 1.808 coronas de Nerón (Olimpia)
De puentes, batallas y pitonisas (Patrás, Nafpaktos y Delfos)
Entre dioses, héroes y tumbas (Atenas)