viernes, 25 de mayo de 2018

Philip Roth


Philip Roth (Newark, Nueva Jersey, 19 de marzo 1933-Nueva York, 22 de mayo 2018)

Ha fallecido Philip Roth sin el premio Nobel en literatura. Para vergüenza de la Academia sueca que no han sabido o no han  querido valorar los méritos de uno de los mejores escritores de nuestro tiempo.
Philip Roth no sólo era un escritor americano más, sino un escritor universal. Comprometido social y políticamente, podía molestar a algunos. Judío de nacimiento no tenía reparos en denunciar o criticar lo que así le parecía de una religión tan rancia.
Criticaba porque amaba y esto es fácil de encontrar en sus libros. Aquellos libros que son obligatorios leer: para comprender América, para comprender al hombre, para comprender a su generación, en definitiva es un legado, el que nos ha dejado, valiosísimo.
No le faltaron a Philip Roth premios y reconocimientos. En 1997 obtuvo el Premio Pulitzer por Pastoral americana. En 1998 recibió la Medalla Nacional de las Artes y las Letras en la Casa Blanca, y la Medalla de Oro de Narrativa, concedida anteriormente a John Dos Passos, William Faulkner y Saul Bellow, entre otros. Fue galardonado en dos ocasiones con el National Book Award y el National Book Critics Circle Award. Ganó el PEN/Faulkner Award tres veces. En 2005, La conjura contra América obtuvo el Premio de la Society of American Historians. En 2006 el PEN/Nabokov Award y en 2007 el PEN/Saul Bellow Award por logro en la literatura estadounidense. Y en 2011 el Man Booker International.

De los casi doce libros que he leído de Roth hay algunos de canon, como Pastoral americana, La mancha humana o El teatro de Sabbath.
Recomiendo leer seguidas Pastoral Americana, La Mancha humana y Me casé con un comunista. Son todas novelas de los años 90 y constituyen la gran trilogía americana.
Zuckerman encadenado reúne las tres primeras novelas protagonizadas por Nathan Zuckerman- La visita al maestro (1979), Zuckerman desencadenado (1981),  y La lección de anatomía (1983)-y, como epílogo, una pieza genial: La orgía de Praga. Todas ellas tienen en común al alter ego del autor.
Otras: La conjura contra América (2004), Elegía (2006), Sale el espectro (2007), esta última con un Zuckerman envejecido.
Su última novela, Némesis (2010), trata de  cómo se vivió la epidemia de la polio en Netwark, Nueva Jersey por sus habitantes.
Estas son las novelas que me parecen más interesantes pero hay muchas más como Deudas y dolores (1962) o El lamento de Portnoy (1969) también interesantísimas. Lo mejor de Roth es su prosa fluida, bella, elegante- esto último se lo leí a un crítico inglés- e irónica. De manera que gusta leer y que no se acabe nunca…
Pero, por desgracia, se ha acabado y el mejor homenaje que podemos hacerle es leer sus libros una y otra vez porque no nos cansaremos y siempre, es posible, encontrar algo nuevo que habíamos olvidado.
El último Premio que recibió fue el Príncipe de Asturias de las letras en el 2012.
Acaba de hacerse público que el próximo Premio Princesa de Asturias es para Fred Vargas, una escritora francesa de novelas policiacas. Me alegro muchísimo por esta decisión, sus libros son excelentes.

viernes, 18 de mayo de 2018

El último

UNO
No espera a salir del bar. En cuanto compra el paquete de Winston y las cerillas, M. despega con parsimonia la vitola, rasga el celofán y lo guarda en el bolsillo. Seguro que es de esos maniáticos que separan y clasifican la basura hasta el absurdo. Que no se le olvide echar vitola y celofán al contenedor amarillo; al acabar la cajetilla tirará el cartón al azul. Que no se le olvide nada, no equivocarse, no romper ninguna norma, no hacer nada que pueda atraer la atención de alguien. Con los dedos torpes por el frío, abre el paquete, guarda el pedacito de papel metalizado y saca un cigarrillo. El primero del día. Al cuarto intento consigue encender una cerilla, la acerca al cigarrillo y da dos caladas ansiosas. Tose, y al toser se encoje, como si le dolieran las costillas. M. espacia las caladas, las saborea, estira esos momentos de paz. Tira la ceniza al suelo, ahora que nadie lo ve. El viento frio la arrastra. Amanece, cielo gris. No llueve. Camina enérgicamente sin mirar hacia los lados, salvo en los cruces donde, antes de atravesar la calle, comprueba sistemáticamente que no se acerque ningún coche. Antes de que se acabe el cigarro, M. vuelve la cabeza hacia el interior de un portal. Todo tranquilo, ni un ruido, ni una luz que se salga de lo normal. Mira el reloj. Las ocho y diez. Todavía tiene tiempo de fumarse otro, o quizás sea un poco tarde.

DOS
Decide arriesgarse, saca el segundo cigarro de la caja y lo enciende con el primero, mientras observa disimuladamente a la gente que pasa por su lado, adultos camino del trabajo, niños con mochilas escolares. Los autobuses van llenos de gente. Mira a ambos lados de la calle y lanza el humo hacia los coches que circulan con los faros encendidos. Dentro de nada amanecerá. Hace frio. Parece nervioso, mira repetidamente a su alrededor. Apaga el cigarro sin terminar.

TRES
Ya ha recogido todo. Los guantes, la jeringuilla, el envase de la medicina y algún que otro indicio de su paso por el apartamento los mete en una bolsa de plástico que coge de la cocina. Enciende el tercer cigarrillo del día. Tiene que dejarlo, lo sabe mejor que nadie, no quiere pasar las últimas semanas de su vida ahogándose, como el hombre que yace en la cama. Porque nunca sabe cómo llamarles. Pacientes no, desde luego, no por lo menos en el sentido tradicional. Clientes tampoco, porque no les cobra. Víctimas menos, él solo los libera de sus sufrimientos. Una compañera irlandesa hablaba de targets, objetivos. Quizás sea esa la expresión correcta. El cigarrillo se va consumiendo en un cenicero; antes de irse lo agarra y chupa fuerte para reavivar la llama. Una última ojeada circular, y sale al descansillo después de asegurarse de que no hay nadie en la escalera. Cierra la puerta de un tirón. Apaga el cigarrillo contra el tacón y guarda la colilla en la mano, para tirarla más tarde a una papelera.

CUATRO
Al llegar a la estación de autobuses, M. se fuma el cuarto. Antes de encenderlo, ya con el cigarrillo en la mano, busca con la mirada un bar para desayunar, pero no ve ninguno cerca, solamente la cantina de la propia estación. Prohibido fumar. Observa a las personas que lo rodean, taxistas, viajeros, buscavidas. Espera en la acera, cerca de la parada de taxis, hasta que se agota el cigarrillo. Lo apaga meticulosamente contra el borde de una papelera, comprueba que no queda ni un rescoldo, y tira dentro la colilla antes de dirigirse al andén número cinco.

CINCO
Voz grabada: Señores viajeros, el autobús hará una parada técnica de quince minutos. Pueden descender si lo desean, pero no olviden llevar consigo todos sus objetos personales. El chófer, más humano, recuerda a los viajeros que están en el andén catorce, y que el autobús saldrá a las diez menos cuarto en punto. M. se baja con movimientos pausados, el cigarrillo y las cerillas en una mano, el maletín en la otra. Parece un médico. Pero los médicos viajan en avión o en tren de alta velocidad, no en autobús. Prohibido fumar en los andenes. Sale a la calle, se aleja media docena de pasos, enciende por fin su cigarro. De la estación entran y salen jóvenes con maletas enormes. Dos extranjeras, parecen, lo miran sin verlo. Ellas beben unos refrescos mientras comen cualquier porquería. M. todavía no  tiene hambre. Un descafeinado de la máquina expendedora. Asqueroso, a quién se le ocurre, lo tira sin terminar al contenedor amarillo, después de dudar unos segundos. Tira el cigarro al suelo y lo pisa con rabia.

SEIS
Vueltas arriba y abajo por la acera. Enciende otro cigarrillo mientras mira el reloj cada veinte o treinta segundos. Se le acerca un taxista ilegal. Lo rechaza con un gesto. No abre la boca. Todavía faltan cinco minutos para que salga el autobús. No ve a nadie sospechoso. Una pareja de la Guardia Civil vigila frente a la entrada de un edificio oficial. Apaga el cigarro antes de terminarlo.

SIETE
Nueva parada, esta vez de media hora, para comer. En esta estación dejan fumar, es al aire libre. Tiendas de chucherías, de recuerdos, de prensa. M. enciende el cigarro que lleva en la mano desde que se bajó del autobús y compra el periódico. Solo queda La Tribuna. Se espera que continúe la sequía, los embalses están al quince por ciento. El presidente regional se reúne con el ministro en Madrid. El obispo anuncia una procesión con la imagen de la patrona, para pedir lluvias. Todo eso en primera. Tira el periódico, sin terminar, a un contenedor azul al otro lado de la calle.

OCHO
Cuando va a encender otro cigarrillo, se le acerca un mendigo. Le da el cigarro que se iba a fumar, se lo enciende, no responde a sus palabras de agradecimiento. M. se aleja hacia el otro extremo de la estación. Entra en los urinarios. El mendigo parece dudar, mira a uno y otro lado. Cruza la calle, se compra un cartón de vino. Le pide fuego al quiosquero, y se instala en un banco, al sol, junto a una mujer con la que cruza una mirada de reconocimiento. Comparten el cigarro y el cartón. Beben lentamente, saboreando, igual que fuman. De vez en cuando se miran, sonríen. Se dan la mano. Se está bien: sol, tabaco, vino, compañía. El cigarrillo les dura una eternidad, aspiran despacio, suavemente, cerrando los ojos. Retienen el humo todo lo que pueden, luego lo dejan salir. Ella hace aros con el humo. No lo tiran hasta que empieza a quemarse el filtro.

NUEVE
Enciende un nuevo cigarro y se compra un sandwich de jamón y queso. Para llevar, por favor. Se acerca al andén donde espera su autobús. Contacto visual con el conductor. A su lado, una pareja se abraza, inmóvil. Parecen muy jóvenes. Se escuchan unos sollozos. No hablan, se aprietan más fuerte. Cuando el altavoz anuncia la salida del autobús, se separan unos centímetros. ¿Nunca nos volveremos a ver?, pregunta ella, rubia, pelo liso. Nunca, responde él, moreno, pelo rizado, mientras la suelta y da un paso atrás. M. apaga cuidadosamente el cigarro en un cenicero, lo tira a la papelera y se sube al autobús.

DIEZ
Fin de trayecto. M. saca un cigarrillo del paquete, ya mediado, mientras recoge su maletín y baja del autobús. Nadie lo espera en la estación, poco más que un andén con una marquesina. Al chico de antes, el de la despedida, lo espera otra mujer también muy joven, morena esta vez. Largo abrazo, sollozos. ¿Verdad que no me dejarás nunca? Verdad, contesta él antes de volver a besarla. M. pasa frente a la parada de taxis, donde los conductores juegan al dominó sobre unas cajas de refrescos vacías. Cruza la plaza, enciende el cigarrillo  y camina a paso rápido por las calles desiertas. De una ventana sale música; de otra olor a fritanga. La acera es estrecha, la ocupan cubos de basura, motos aparcadas. M. circula por la calzada, acelerando el paso y comprobando que no se acerca ningún coche. Al final de la calle se ve agua, un río, quizás, o un canal. Al llegar a la ribera, M. da una última calada, más profunda que las anteriores, y mira alrededor. Cuando está seguro de que nadie lo observa, tira la colilla al agua.

ONCE
Estación marítima. M. se sienta en el bar, con un cigarrillo en la mano. Prohibido fumar. Prohibido consumir productos del exterior. Pague al ser servido. Exija el ticket de su consumición. Los clientes se callan, el camarero sube el volumen del televisor. La presentadora anuncia que R.S.O. ha aparecido muerto en su domicilio. Según la policía no se descarta ninguna hipótesis, aunque todo apunta a una muerte natural. Imágenes de archivo del fallecido. Imágenes del portal de la casa, entrevista a una vecina que no ha visto ni oído nada. Era muy buena persona, es todo lo que alcanza a decir, con cara indiferente. Declaraciones de compañeros de trabajo, de alguna personalidad. Todos hablan de él con respeto, casi con miedo. M. deja el cigarro sobre la mesa mientras mira a su alrededor y se toma un descafeinado. En la mesa de al lado se sientan el chico que venía en el autobús y la chica que lo esperaba en la estación. Ella hace planes: la nueva casa, los muebles, la decoración, el niño que nacerá dentro de unos meses… Él asiente con la cabeza, distraído. Ella se enfada, él la besa. M. paga y sale a la calle con el cigarrillo en la mano, se acoda en la barandilla sobre el agua y por fin lo enciende. La ceniza cae al agua y unos mújoles se acercan. A pocos metros, unos niños tiran pan a los mismos peces. Una gaviota se lleva el trozo más grande. El niño pequeño llora. Se acerca el sonido de una sirena ¿policía, ambulancia, bomberos? M. aprieta los labios. La sirena se aleja, M. se relaja, apaga el cigarrillo, lo tira a una papelera.

DOCE
Han abierto la taquilla. M. se acerca, pide un billete. Solo ida, por favor. El barco no sale hasta dentro de una hora. Tres euros con cincuenta, la travesía no debe de ser muy larga. Cuando va a encender el cigarro, una mujer le pide dinero para comprar un billete. M. le da el cigarrillo, todavía apagado. Ella le pide fuego y da varias caladas ansiosas. Huele mal, se tambalea, se agarra a la barandilla. Se va a sentar en la sala de espera, pero el guardia de seguridad la echa. Se marcha protestando, dando tumbos. Se deja caer en el bordillo de la acera, termina el cigarro, tira la colilla al suelo. Se queda allí sentada, mirando a la nada.

TRECE
M. saca otro cigarro de la cajetilla. Cuando coge las cerillas mira a su alrededor. Prohibido fumar. El guardia lo observa. Se mete las cerillas en el bolsillo, coge el maletín, vuelve a la barandilla, le pide fuego a una mujer de gafas oscuras que fuma mirando a la otra orilla. M. da una calada y vuelve la cabeza para darle las gracias, pero ella ya se aleja. M. se sienta en un banco, saca del maletín una agenda, la revisa, toma alguna nota para el día siguiente. Comprar verdura. Cita para el otorrino. Llamar a P. Un grupo de turistas se baja de un autobús y se dirige hacia la terminal. Compran helados, postales, hacen fotos del trasbordador, de la otra orilla del rio, de los barquitos que pasan. Empieza a refrescar. Guarda la agenda, apaga el cigarro, se levanta para tirar la colilla a la papelera.

CATORCE
Por fin, un marinero quita el cordón que impide el acceso a la pasarela. Justo ahora M. decide encender un cigarrillo, quizás por si a bordo no se puede fumar. Se forma una cola algo caótica, en la que se encuentra otro de los pasajeros del autobús. Viste un poco como M., pero más informal. Gorra de béisbol azul marino con el logo de un equipo americano, cazadora oscura, vaqueros, zapatillas deportivas, gafas de sol. Unos treinta años, alerta, aparenta descuido. No encaja en el pasaje, casi todos jubilados o familias con niños. Pero tampoco encaja M., que se sienta en la cubierta superior, a la sombra de un toldo, mirando hacia proa. El otro se queda abajo, junto a los aseos. Al llegar a la bocana, un marinero le dice a M. que no se puede fumar a bordo. M. asiente con la cabeza, da una última calada, tira el cigarrillo al agua.

QUINCE
En cuanto pisa tierra, M. se echa a un lado y saca otro cigarrillo. Solo le quedan seis, no debería fumar tanto. Se queda junto a la puerta de la estación marítima hasta que todos los pasajeros han salido y se han dispersado por la plaza. Unos entran en la estación de trenes, varios se dirigen al centro de la ciudad, al otro lado de la plaza. El de la gorra de béisbol se para en una marquesina de los autobuses urbanos, consultando los horarios. M. rodea la plaza, comprueba que nadie le sigue y se encamina hacia un barrio desastrado, sucio, con basura por las esquinas y mujeres en bata que vienen de comprar la cena en algún mini súper. Titubea, pero no pregunta. Al final tira el cigarrillo al suelo, sin apagar, y echa a andar con decisión.

DIECISEIS
Anochece. M. está sentado en la terraza de un café, en una plaza llena de niños que corren y chillan entre los bancos. Pasa una gitana repartiendo romero, un vendedor de pañuelos de papel, un barrendero con su carro. Unos metros más lejos se detiene un taxi y baja una señora muy mayor, con andador. Una chica joven, parece colombiana, la ayuda a llegar hasta un portal. En el otro extremo de la terraza toma café el hombre de la gorra azul, ahora con la cabeza descubierta. De vez en cuando comprueba de reojo que M. sigue sentado. M. enciende el cigarrillo que un rato antes había dejado sobre el cenicero. Fuma lentamente, mira al infinito. A saber en qué piensa. El camarero lo observa, sin verlo. Es un profesional. Al cabo de un rato le cambia el cenicero. M. agradece con un gesto, luego vuelve a perder la mirada en el otro extremo de la plaza.

DIECISIETE
Hace bastante frio. M. se pide un gin tonic y enciende otro cigarro. Con la mano, le indica al camarero que no ponga más ginebra. Agita un poco el vaso, para mezclarlo bien. Demasiado hielo, le pide al camarero que quite un cubito. El camarero se lleva el vaso a la barra y lo vuelve a traer. La terraza se va vaciando, el de la gorra se levanta, paga, se mete en otro bar y sigue vigilando desde la barra. Pasa un grupo de adolescentes cargados con bolsas de plástico. Botellón. M. apaga el cigarrillo en el cenicero, se levanta y deja unas monedas sobre la mesa.

DIECIOCHO
Cada vez hay menos gente por la calle, y las pocas personas que se ven caminan con prisa, encogidas, con las manos en los bolsillos. El viento ha enfriado mucho el ambiente. Los comercios están cerrados y los bares medio vacíos. M. se para delante del escaparate de una ferretería, y parece observarlo con atención mientras enciende un cigarrillo. Ya le quedan muy pocos. Se mueve con decisión. Un mendigo acomoda sus cartones en un cajero, preparándose para pasar la noche. Un repartidor de pizzas pasa petardeando. M. se cruza con una pareja que empuja a dos niños demasiado abrigados. Vacía el resto del cigarrillo y lo tira a la papelera.

DIECINUEVE
Antes de llegar al portal, abre la cajetilla. Saca uno de los dos cigarrillos que quedan, pero está roto. Lo tira con rabia a una papelera. Un camión vacía los contenedores de vidrio.

VEINTE
El último. Hay un estanco en la esquina, pero no entra. Va a ser el último de verdad, como dice todas las noches. Enfrente de su casa se le acercan el hombre que lo ha venido siguiendo todo el día y la mujer que fumaba junto al río. ¿Doctor M.? ¿Le importa que le hagamos unas preguntas? Le muestran un carnet que puede ser de cualquier cosa. Antes de contestar enciende el cigarrillo. Esta vez sí que va a ser el último. Seguro. Se lo mete en la boca, saca la caja de cerillas del bolsillo y lo enciende. Aspira tres caladas a fondo, estruja la cajetilla, la tira a una papelera, asiente con la cabeza, y apaga el cigarro con el tacón. Ha dejado de fumar.

jueves, 17 de mayo de 2018

Presentación de "Fauna y cuento"

La verdad es que me había preparado este texto precioso para leerlo aquí, lleno de metáforas, de analepsis y de polisemias, con muchas esdrújulas y polisílabos, sin un solo anacronismo y con casi ninguno de esos lugares comunes que tan poco le gustan a nuestra profesora. Pero después de escuchar a mi compañera y a mis compañeros, me he dado cuenta de que si lo leía iba a quedar como el culo. Como el culo o como un cochero, que no sé lo que es peor. (Aquí rompo los papeles) Pero no os preocupéis, tengo un plan B.

Empecé a escribir muy joven, lo que en mi casi significa hace unos sesenta años. Ya mi primer texto era un buen ejemplo de escritura posmoderna, con aliteraciones, repeticiones y buen ritmo, aunque tengo que reconocer que no muy original.

Lo malo es que, ya desde aquel momento, el vicio de la mentira empezó a cruzarse con el vicio de escribir. En aquella mi primera obra se mezclaban verdades a medias, falsedades rotundas y afirmaciones dudosas tenían cabida.

La introducción era, con toda seguridad, falsa: Mi mamá me mima. En aquellos duros y felices años cincuenta, en el seno de una familia que me educaba espartanamente en la obediencia y la austeridad, no había peor insulto que el de niño mimado. Mi mamá no me mimaba.

El nudo era, cuando menos, discutible: Mi mamá me ama. No mejoraba la veracidad en el desenlace: Amo a mi mamá. ¡Si todavía ni sabía lo que significaba la palabra amar!

Con los años seguí escribiendo textos cada vez más extensos, en los que surgían, como malas hierbas, los brotes verdes de la mentira: Este fin de semana no he salido, he estado estudiando mucho, tenía la caradura de escribirles a mis padres, con la seguridad de que los seiscientos kilómetros que nos separaban les haría imposible comprobar mis afirmaciones.

En aquellos tiempos convulsos no me privé de redactar textos dirigidos a un público más amplio, panfletos a ciclostil y carteles escritos a mano con proclamas anarquistas plenas de mentiras piadosas: comunismo libertario, igualdad entre el hombre y la mujer, la salud por el ajo y la cebolla… Menos mal que no los leían más allá de veinte o treinta personas.

Con la búsqueda de trabajo llegó el maquillaje del currículo, y una vez encontrado, mis informes contenían habitualmente cierta dosis de imaginación, para suplir mi falta de dedicación o de conocimientos. Con razón decía mi padre (y a sus noventa y tantos años lo sigue manteniendo), que yo lo que no sé lo invento.

Seguí con unos relatos de mis presuntos viajes por países exóticos, en los que para hacerlos más atractivos describía anécdotas y situaciones en las que, por suerte, nunca me había visto envuelto. Geografías imaginarias, idiomas inventados, fotos sacadas de contexto, todo valía para atraer la atención de los lectores.

Hace unos años, por desgracia demasiado pocos, descubrí una solución que, combinando mis dos vicios, el de escribir y el de mentir, los transformaba en una virtud, en algo aceptado socialmente. La panacea era dedicarse a “La Ficción Literaria”, así, con mayúsculas. Ahora ya puedo contar impunemente mentiras, sin miedo a que me desenmascaren. Como se supone que me invento todo lo que escribo, a nadie le extraña encontrarse en mis relatos situaciones inverosímiles, personajes imposibles o lugares inexistentes.

Lo malo es que, ahora que por fin puedo escribir tranquilo y engarzar toda una sarta de falsedades hasta formar una novela, el virus me ataca desde otro ángulo. Comencé, primero con cuentagotas y luego a chorro, a mezclar verdades con lo que en teoría era pura ficción. Algunas, cada vez más, de las cosas que les pasaban a mis personajes, no eran imaginarias, como yo afirmaba, sino que en realidad me habían sucedido a mí, o al menos a personas muy cercanas. Esta contaminación ha ido creciendo, hasta que a mí mismo me resulta difícil distanciarme de alguno de mis personajes, distinguir mis sueños y recuerdos de los suyos.

Para terminar, y aunque mucho me temo que a estas alturas mis palabras no os ofrezcan ya ninguna credibilidad, os aseguro que los dos relatos del libro que aparecen firmados por mí los he escrito yo. De verdad. Lo prometo. O sea que si no os gustan, solo a mí me podréis echar la culpa.

Si queréis leer uno de los relatos, podéis pinchar aquí.