jueves, 13 de febrero de 2025

Torres del Paine

   A la mañana siguiente recogimos un coche de alquiler y salimos hacia la joya del viaje, el Parque Nacional Torres del Paine. Sus más de ciento ochenta mil hectáreas fueron declaradas Reserva de la Biosfera por la UNESCO en 1978. Las crestas del macizo central son uno de los iconos más representativos de Patagonia, apareciendo incluso en el billete de mil pesos del Banco Central de Chile.     

   Sus numerosos ríos, arroyos, lagos, lagunas, cascadas y saltos tienen su origen en el campo de hielo patagónico sur, tercera masa de hielo del mundo después de la Antártica y de Groenlandia, con una superficie de más de trece mil kilómetros cuadrados, el doble de extensión que la provincia de Cádiz.

   Antes de lanzarnos a la carretera llenamos el depósito hasta arriba, porque ni en todo el parque ni en sus alrededores había una estación de servicio, como pudimos comprobar al día siguiente. El tiempo era tan malo como en días anteriores, con una lluvia intermitente que caía de un cielo permanentemente encapotado.

   Condujimos por una carretera en la que se alternaban los tramos sin asfaltar con los llenos de baches hasta la Portería Serrano, una de las dos únicas entradas al Parque. Después de que nos visaran las entradas que habíamos comprado y de informarnos sobre el estado de las pistas y sobre los senderos que estaban abiertos, nos adentramos en el parque. El parque, como muchos otros de Chile, en su intento de preservar los ecosistemas allí presentes limita mucho las actividades permitidas a los visitantes. No solo no se puede tirar basura, molestar a los animales o hacer fuego, sino que solo se puede caminar por los senderos oficialmente abiertos o acampar, aparcar el coche y pescar en los lugares establecidos. Resumiendo la extensa normativa que se expone en los puntos de entrada, está prohibido todo lo que no está expresamente permitido. Se insiste en el peligro de caminar solo o con poca luz o perder de vista a los niños, debido a la abundancia de pumas.

   Cerca de la Guardería se encuentra el falso pueblo de Río Serrano, un simple conjunto de hoteles, campings y edificios de apartamentos sin personalidad, asentados sobre un paisaje espectacular. Mientras recorríamos la zona, las montañas jugaban al escondite entre las nubes. Cada vez que aparecían, nos parábamos al borde de la pista e intentábamos fotografiarlas.

   Son montañas viejas, con una larga historia que se refleja en su estructura geológica. La base es de granito, una roca ígnea procedente de erupciones volcánicas que se pierden en el tiempo. Aquellas moles se fueron hundiendo hasta quedar debajo del nivel del mar, donde comenzó su segunda etapa, atestiguada por las rocas sedimentarias que forman las capas más altas del macizo Paine.

   Recorrimos un par de senderos bajo la llovizna, haciendo el tiempo hasta la hora de embarque para una navegación por el Lago Grey. Tuvimos que esperar más de una hora comiendo nuestros tradicionales bocadillos de queso y salchichón hasta que el piloto del catamarán confirmó que las condiciones atmosféricas permitían la navegación y nos dieran la luz verde para el largo paseo hasta el embarcadero.

   Tardamos casi una hora en llegar hasta el punto de amarre del catamarán, recorriendo una larga lengua de grava y arena que hace muchos años fue la morrena terminal del glaciar Grey. En ese paseo fuimos conscientes de la gran afluencia de turistas a este parque, muy superior a la de la Carretera Austral. En el barco éramos algo más de cien pasajeros, frente a los entre diez y veinte de anteriores travesías. Lo mismo nos encontramos en todas las paradas que hicimos en diversos puntos del parque: si en la Austral nos molestaba encontrar otro coche aparcado en donde queríamos hacer una foto, aquí era normal coincidir en un mirador con dos o tres autobuses y media docena de furgonetas. En el barco que nos llevó hasta el glaciar Grey había que hacer cola para sacarse una foto en la proa.

   La navegación nos llevó hasta los tres brazos en los que en la actualidad se divide el glaciar antes de fundirse en el lago del mismo nombre; el guía de la excursión nos contó que, hacía pocos años, el glaciar aún presentaba un frente único, con la isla central totalmente cubierta por la lengua de hielo.

   Durante el recorrido en barco estuvimos charlando con un periodista brasileño, muy hablador y divertido, que cuando supo que nosotros también éramos de izquierdas les dijo a unos turistas chinos que todos éramos comunistas; los chinos se limitaron a mirarnos horrorizados.

   Marcelo, que así se llamaba el periodista, nos contó que la víspera había caminado con su mujer y sus dos hijos hasta el campo base de las ascensiones al macizo Paine; que habían llegado a dormir a Puerto Natales muy tarde y agotados y que se habían olvidado de cargar más gasolina. Su única alternativa, si no conseguían que alguien le vendiera unos litros, era intentar llegar lo más cerca que pudieran de Puerto Natales, quedarse a dormir en el coche cuando se les acabara la gasolina y, a la mañana siguiente, intentar conseguir que alguien los llevara a la gasolinera.

   Cuando le dijimos que nosotros teníamos gasolina de sobras y que le regalábamos los cinco litros que necesitaba, casi se pone a llorar de la emoción. Entre apelaciones a la solidaridad entre los pueblos y explicaciones a los chinos de que estos comunistas —aquí nos señalaba a nosotros— le iban a solucionar el problema, llegamos de vuelta al aparcamiento. Por desgracia, parece ser que el depósito de gasolina de nuestro coche tenía un dispositivo antirrobo, porque Marcelo no fue capaz de absorber combustible para el suyo. Allí lo dejamos, preocupados por su suerte pero seguros de que, con su labia, encontraría alguna solución.

   Justo en ese momento se abrieron un poco las nubes y pudimos echarle una ojeada a las Torres del Paine.

   Todavía nos quedaban casi cien kilómetros para llegar a nuestro alojamiento. Circulamos por una pista de ripio que bordeaba el Parque Nacional por el sur, a través de una estepa entreverada con matorral preandino, en el que la mayoría de los plantas presentaba adaptaciones destinadas a economizar agua, pues estaban expuestos al embate directo del viento. A esa hora mágica del atardecer, vimos muchas liebres al borde de la pista, que parecían tan sorprendidas como nosotros. Llegando ya a la estancia, pasamos junto a un armadillo que huyó a toda velocidad.

   En la estancia nos asignaron una cabaña de madera con altillo, auténticamente patagónica. El viento helado, sin obstáculos en aquella llanura inacabable, se colaba por todos los resquicios y las vigas que soportaban el altillo eran tan bajas que me pegué varios golpes en la cabeza hasta que me acostumbré a caminar encogido.

   Mientras esperábamos a que nos sirviera la cena, la garzona nos contó que procedía del valle del río Simpson, de un pueblo muy cerca de Coyhaique, a más de mil kilómetros de allí. Se emocionó cuando le dijimos que conocíamos aquella zona. Al día siguiente, después de varios meses sin salir de la estancia, se iría de vacaciones a su pueblo en un largo viaje en autobús y avión. Sus padres estaban separados y ella se había criado con su padre, antiguo chef de un restaurante que se había establecido por su cuenta con un carrito de comida callejera. Ella había aprendido el oficio ayudando a su padre.

   A la mañana siguiente, durante el desayuno, se quedó muy preocupada cuando le pedimos que retirara la leche y los cereales, que no íbamos a consumir. Toda su queja era que no se lo hubiéramos dicho la noche anterior, y nos hizo prometer que no pondríamos un comentario desfavorable en Booking.

   Había amanecido un día espléndido y queríamos aprovechar al máximo nuestro último día en el Parque. El fuerte viento que había estado soplando toda la noche y que nos había despertado varias veces, había barrido las nubes y las montañas brillaban. Esperábamos ver claramente el macizo del Paine, que hasta entonces solo habíamos imaginado entre las nubes.

   Iniciamos el recorrido por la ruta 9, una carretera perfectamente asfaltada que conduce desde Punta Arenas hasta la frontera argentina. A poco de salir de la estancia vimos un gran rebaño de guanacos, pastando dentro de una alambrada. Pensamos que los criaban en cautividad para aprovechar su carne o su lana, hasta que vimos la facilidad con que saltaban los alambres de espino. Eran guanacos salvajes, que preferían comer los pastos destinados a las ovejas que los más secos de los terrenos libres.

   A poco de entrar en el Parque Nacional, desde el mirador de Lago Sarmiento y rodeados de docenas de turistas procedentes de Puerto Natales, vimos nuestro primer cóndor volando en solitario.

   Seguimos conduciendo y parando cada pocos kilómetros para hacer fotos: más guanacos, lagos, picos y, por fin, las Torres, que en aquel momento brillaban bajo un sol espléndido. Eran las imágenes ansiadas, pero a mí me gustaron más las de días anteriores, en que los picos solamente de entreveían semiocultos entre las nubes y la niebla.   

   De mirador en mirador y de lago en lago llegamos al arranque del sendero por el que queríamos caminar aquella mañana, con pocas pendientes y un recorrido no demasiado largo, ideal para nosotros que comenzábamos a acusar el cansancio de tantos días de viaje. Desde el aparcamiento nos acercamos primero al Salto Grande, en realidad una serie de rápidos y pequeñas cataratas que permitían que el lago Nordenkjold desaguara en el lago Pehoé.




   Desde allí, por un sendero más estrecho y mucho menos concurrido, seguimos paseando en medio de una vegetación arbustiva muy variada (chauras, calafates, misarguillos) y de árboles calcinados.

   Los tres últimos incendios de grandes proporciones fueron causados por las imprudencias de sendos turistas: un japonés, un checo y un israelí, que encendieron fuego incumpliendo la normativa del parque nacional. En 2005, un excursionista checo derribó por accidente una estufa de gas; en el incendio consiguiente se quemaron quince mil hectáreas de bosque de crecimiento lento. El gobierno checo pidió disculpas oficialmente y financió la repoblación de treinta mil árboles en las zonas quemadas. En 2011 fue un turista israelí el que quemó papel higiénico en mitad de un bosque a orillas del lago Grey, ardiendo diecisiete mil hectáreas. Pocos meses después, un japonés causó un incendio todavía mayor al dejar una colilla mal apagada en una zona en la que estaba prohibido fumar. Todavía se está esperando la reacción de los gobiernos israelí y japonés.

   Llegamos así al final de sendero, el llamado Mirador de los Cuernos, en el que se contemplaba un primer plano del macizo del Paine sobre las aguas turquesas del Nordenkjold. Más de una hora nos quedamos allí, disfrutando del paisaje y haciendo fotos.  

   A poco de comenzar el regreso hacia el estacionamiento, oímos una llamada que podía ser de algún pájaro y que se repetía cada poco rato. Buscando entre la maleza, vimos el causante en lo alto de una colina: un zorro gris, al que allí llaman chilla. Según nos explicaron unos chilenos, la madre dejaba a sus crías solas cuando se iba de caza y cuando regresaba las llamaba con aquel chillido tan agudo.

    En el aparcamiento nos comimos nuestro habitual bocadillo de queso y salchichón, que eché de menos los primeros días de vuelta en Cádiz, y reanudamos nuestro recorrido en coche. Desde la carretera vimos un hotel con buena pinta y pensamos entrar a tomar un café; era el Explora Patagonia Salto Chico. Nos costó encontrar el acceso principal, discreto como si fuera la entrada de servicio. Dentro no había mostrador de recepción, y nosotros seguimos avanzando por un largo pasillo. Al encontrarnos con un chico vestido con un forro polar del hotel, le preguntamos dónde estaba la cafetería para poder tomar un café. Nos acompañó hasta un salón con una cristalera enorme, orientada hacia el lago Pehoé y el macizo del Paine, y le indicó al camarero que nos atendiera.

   El camarero nos trajo la infusión y el agua con gas que le pedimos, acompañadas con pastelillos y pistachos. Se acercó varias veces a nuestra mesa por si queríamos algo más y, cuando le dijimos que la infusión estaba muy rica, nos trajo una bolsita de las mismas hierbas, regalo de la casa para que nos recuerden cuando regresen a su país, según nos indicó.

   Estuvimos un buen rato disfrutando de las vistas y el mismo camarero nos explicó cuáles eran cada uno de los picos que veíamos enfrente: Paine Grande (el de mayor altura, con más de tres mil metros sobre el nivel del mar), Paine Chico, Torres del Paine, Cuernos del Paine, Cerro Fortaleza, Cerro Catedral y Cerro Escudo.

   Cuando le pedimos la cuenta pensando en el palo que nos iban a pegar, nos dijo que aquel era un hotel “todo incluido”, que no tenían caja y que estábamos invitados. Supongo que le recordamos a sus padres y decidió tener un detalle con un matrimonio tan mayor y tan despistado.

   Luego busqué el hotel en internet y vi que la habitación costaba tres mil euros por noche, que la estancia mínima era de tres noches y que el precio incluía, por supuesto, pensión completa y barra libre; todas las excursiones que se organizaban diariamente y hasta los traslados a y del aeropuerto de Punta Arenas, a más de trescientos kilómetros de distancia.

   Con tan buen sabor de boca abandonamos el Parque y nos dirigimos a la estancia en la que estábamos alojados, desde la que al día siguiente emprenderíamos el regreso a Puerto Natales, Punta Arenas, Santiago y, finalmente, Cádiz. Comenzábamos a ver el final de nuestro viaje.

  Por la mañana condujimos hasta Puerto Natales, donde devolvimos el coche de alquiler, y tomamos un autobús al aeropuerto de Punta Arenas. Como era Nochebuena y temíamos no encontrar nada abierto al aterrizar en Santiago, en el mismo bar del aeropuerto compramos unas empanadillas y unos sándwiches de pan de miga que serían nuestra única cena.

   Tuvimos la suerte de que la casi totalidad del vuelo de vuelta a Santiago transcurriera antes de la puesta del sol. Eso, y el haber elegido asientos en el lado derecho del avión, nos permitió disfrutar durante más de una hora de unas vistas irrepetibles. Sobrevolamos los campos de hielos patagónicos, que se extienden entre los Andes y el mar a lo largo de más de mil kilómetros, y que son los que impiden la comunicación por tierra entre el norte y el sur de Patagonia.

   Desde la comodidad y la relativa seguridad de un asiento de avión se apreciaba perfectamente la inmensidad y el salvajismo de las cordilleras. A lo lejos se veían cientos, quizás miles, de picos cubiertos de nieve, de los que descendían glaciares y ríos que desembocaban en un laberinto de lagos y fiordos. Parecía imposible explorar aquel territorio sin límites y a mí me gustaba pensar que muchos de aquellos valles glaciares no habían sido nunca pisados por el hombre y que nadie había escalado gran parte de aquellos picos.

   Ahora me daba cuenta de que los lugares tan impresionantes que habíamos recorrido días antes (el volcán Chaitén, el glaciar de San Rafael, las Torres del Paine) no eran sino una mínima parte de aquel inmenso país.

   Podía seguir hablando de nuestro regreso a Santiago, de la Casa de la Memoria, de las innumerables librerías, del barrio París-Londres, del Yungay o de la Peluquería Francesa, pero creo que con esto es suficiente. Si estos cuadernos os han abierto la curiosidad, solo me queda recomendaros que viajéis hasta allí.

   Pero esa sería otra historia y no seré yo quien la cuente.


lunes, 10 de febrero de 2025

Estrecho de Magallanes

      Punta Arenas ya no es, como escribe Carlos Gamerro en La jaula de los onas, “la sentina del planeta hacia la que se escurren los desechos humanos que van barriendo las corrientes y los vientos de todos los rincones de Europa y América”, pero paseando por sus calles inhóspitas batidas por el viento se intuye que la vida allí nunca ha sido fácil.

   La ciudad, construida en la orilla norte del estrecho de Magallanes, entre una pampa desolada y un mar siempre tormentoso, fue fundada a mediados del siglo XIX para cumplir una doble misión: afianzar el control del estado chileno sobre un territorio tan alejado de la capital y encerrar, sin posibilidad alguna de escapatoria, a los presos más peligrosos o más díscolos.

   Una vez aniquiladas las poblaciones indígenas pertenecientes a distintas culturas nómadas, como los selk'nam, los yaganes, los aonikenk o tehuelches y los kaweskar o alacalufes, y sofocados varios motines de los presos, se favoreció la llegada de inmigrantes chilotas y europeos. Entre ellos destacaba una importante colonia croata, de la que proceden tanto el actual presidente de Chile, Gabriel Boric, como el escritor Antonio Skármeta.

   Siendo la ciudad más austral del continente americano, no es de extrañar que la hayan declarado capital de la Antártida chilena y que sea el principal punto de partida para los buques científicos, turísticos o de suministro que se dirigen al continente antártico.

   Nosotros aterrizamos allí a media tarde de un día ventoso y lluvioso. En cuanto deshicimos el equipaje bajamos hacia el centro de la ciudad, en cuya plaza de Armas se levantan los principales edificios históricos, como la Casa de España y el antiguo palacio de Sara Braun, convertido ahora en sede del Club de la Unión y del Hotel Nogueiras. Antes de viajar a Punta Arenas nos habían contado que en esta plaza había unas cuerdas a las que agarrarse para no ser derribados por el viento, pero cuando preguntamos por ellas nos dijeron que solo se instalaban “cuando hacía viento”, no con la brisa de sesenta o setenta kilómetros por hora de la que disfrutábamos en aquellos momentos.

   Nos refugiamos en el sótano del hotel Nogueiras, donde encontramos uno de los locales más agradables de Puerto Natales: la concurridísima Taberna de la Unión, en la que cuatro bármanes trabajaban sin descanso para preparar los cócteles que luego servían una legión de camareras.

Mientras bebíamos y observábamos el ambiente, recordé los diarios de Sir Francis Chichester, quizás el más grande navegante solitario de todos los tiempos. Describe los impresionantes temporales que son habituales en estas latitudes, ya que el paralelo 60 sur es el único punto del planeta en que los vientos pueden girar y crecer entre la Antártida al sur y cabo de Hornos, cabo de Buena Esperanza y Tasmania al norte sin tropezar con ninguna tierra en su camino.

   Otro de los edificios notables de la plaza es el antiguo palacio de José Menéndez, conocido como Rey de la Patagonia. Menéndez, nacido en Asturias, emigró a Argentina con solo catorce años, pasando luego a Puerto Natales, donde se estableció. Él fue el primero al que se le ocurrió traer ovejas de las Malvinas y dedicarse a su cría para la venta de lana. Los negocios le fueron bien y poco a poco fue ampliando sus tierras, llegando a ser propietario de casi medio millón de hectáreas solo en la Isla Grande de Tierra de Fuego; luego amplió sus negocios al comercio en general, el transporte marítimo y el enlatado de carne para exportación. Numerosos testimonios lo acusan a él y a otros grandes hacendados de haber participado o al menos favorecido el exterminio de los indios selk’nam, bajo el pretexto de que eran ladrones de ganado. No podemos olvidar que los indios eran los verdaderos propietarios de las tierras y que consideraban a las ovejas como una más de las piezas de caza de las que se habían alimentado desde siempre. Esto escribía uno de sus empleados en 1898: …Tenemos quince soldados aquí cuyo deber es cazar indios. Ocho de nosotros salimos de aquí una noche y viajamos al sur, pasado Punta María, con un indio que nos guía, llegamos al punto más cercano al campamento indio, dejamos los caballos y caminamos una hora y veinte minutos a través del monte y pillamos alrededor de setenta. Voy a correr el velo sobre los siguientes cinco minutos y dejarlo que suponga el resto…

   Las mujeres y niños que no fueron asesinadas por estas bandas quedaron bajo la protección de las misiones salesianas, donde la mayoría morían en poco tiempo por las epidemias que se cebaban en ellos. Algunos acabaron exhibidos en París, Madrid, Berlín, Londres o Chicago como atracciones de circo, anunciados como “el último escalón del salvajismo”. Metidos en jaulas, solo les daban cane cruda para comer, para reforzar la imagen de degradación que buscaban los empresarios.

   El clima desapacible y el madrugón que nos esperaba nos empujaron a acostarnos casi de día, cosa fácil si tenemos en cuenta que en diciembre el sol se pone después de las diez.

   A las seis y media de la mañana del día siguiente, ya completamente amanecido, nos presentamos en las oficinas de la agencia con la que habíamos contratado una excusión a la pingüinera de Isla Magdalena. Aunque llevábamos la excursión reservada y pagada desde España, el proceso de registro y embarque resultó largo y caótico. Al parecer, el conductor de uno de los autobuses que nos llevarían a Cabo Negro, nuestro embarcadero, no se había presentado al trabajo esa mañana, y las gestiones para reemplazarlo nos hicieron perder una hora.

   Al bajar del autobús para embarcar en las tres lanchas que nos acercarían a la isla, nos dimos cuenta de que, por primera vez en todo el viaje, éramos los mayores del grupo, en el que predominaban los turistas de habla inglesa. Durante la navegación de ida, cruzando el estrecho de Magallanes, nos recordaron las normas de conducta durante la visita. No se podía comer, tirar basura, ofrecer comida a los pingüinos ni molestarlos de ninguna manera, pues si se sentían en peligro podían ser muy agresivos, pese a su pequeño tamaño.

   En la isla, en realidad un islote de menos de dos kilómetros de largo, viven dos guardias del Parque Natural, sesenta mil pingüinos y un número indeterminado pero muy grande de gaviotas. Para proteger la reproducción de ambas especies de aves, el número de visitantes está limitado y solo se puede recorrer la isla sin salirse de un sendero circular perfectamente señalizado y vigilado por los guardias.  

   Toda la isla estaba cubierta de nidos, plumas y deyecciones de los pingüinos, el famoso guano, con un fuerte olor a gallinero. En el aire sonaban las llamadas de los machos, que se quedaban cuidando de los nidos, para orientar a las hembras, que salían al mar a pescar para alimentar a las crías. Los nidos estaban excavados en el suelo, a muy poca profundidad, y se podían distinguir perfectamente a los polluelos que se refugiaban en ellos del viento constante. Resultaba divertido ver a las hembras caminar hacia el mar, con unos andares dificultosos. Al verlas, comprendí por qué los indígenas selk’nam llamaron pingüinos a las primeras monjas que llegaron a sus tierras. También nos hacían reír cuando salían del agua, torpes como bañistas obesas.

Los pollos de los pingüinos ya alcanzaban prácticamente el tamaño de los ejemplares adultos y solo se distinguían de ellos por el color grisáceo y no negro de sus cabezas. En cambio, los de las gaviotas australes eran mucho más pequeños que sus madres y estaban todavía cubiertos de un plumón grisáceo. Las gaviotas no construyen un nido propiamente dicho, sino que anidan directamente en el suelo y protegen a los polluelos bajo su cuerpo.

   Finalizó la hora concedida para visitar la isla y tuvimos que regresar a nuestras lanchas. Por desgracia, el estado de la mar había empeorado y no pudimos acercarnos a isla Marta para ver la colonia de lobos marinos que habita allí.

   De vuelta en Punta Arenas, nos acercamos al cementerio municipal, “el más bonito del mundo” según los carteles a su entrada. Creo que he visitado otros más bonitos, como el de Luarca o el Novodévichi, pero en este resultaba curioso la cantidad de apellidos croatas que se leían en las lápidas, los grandes panteones de las familias más ricas (Braun, Menéndez,…) y los panteones colectivos, sin símbolos religiosos, construidos por las distintas sociedades de socorros mutuos para sepultar a sus miembros menos afortunados.

   También paseamos por la Costanera, al borde del estrecho de Magallanes, donde leímos la historia del piloto Luis Pardo que, al mando del patrullero Yelcho, en 1916 rescató de isla Elefante a los veintidós supervivientes de la expedición transantártica del explorador Sir Ernest Shackleton, cuyo buque Endurance había naufragado nueve meses antes.

   No nos dio tiempo a acercarnos a Bahía Inútil, cuyo nombre fue elegido en 1827 por el capitán Phillip Parker King al comprobar que la bahía no ofrecía posibilidad “ni de anclaje ni de refugio, ni cualquier otra ventaja para el navegante”. Casi cien años después, Alejandro Zambra elegiría este nombre como título de uno de sus libros de poemas.

   Tampoco pudimos visitar Puerto Hambre, el primer asentamiento no aborigen en la ribera norte del estrecho de Magallanes. Después del descubrimiento del estrecho, la monarquía española consideró que sus aguas eras demasiado peligrosas y renunció a utilizarlo para cruzar hasta el Pacífico. Para evitar que otras potencias europeas se adentraran en él, lanzaron el bulo de que “una mole de piedra o isleta arrastrada por las tempestades” había taponado el estrecho. El corsario inglés Francis Drake no se creyó aquel anuncio y lo cruzó en 1578, saqueando todos los puertos españoles de Chile y Perú.

   Para evitar nuevas incursiones, los españoles decidieron instalar varias guarniciones a lo largo del Estrecho. Una de ellas fue la Ciudad del Rey Felipe, con trescientos treinta y ocho colonos. Solo tres años después fondeó allí otro corsario inglés, Thomas Cavendish, que encontró los cadáveres sin enterrar de todos los colonos y le puso el nombre que aún conserva, Puerto Hambre. Los ingleses, siempre tan prácticos, desmontaron las casas para aprovisionarse de leña y se llevaron los seis cañones abandonados en el fuerte.

   Al día siguiente nos metimos en un autobús con dirección a Puerto Natales, desde donde pretendíamos visitar el Parque Nacional de Torres del Paine. Las tres horas que duró el recorrido nos permitieron contemplar con calma la pampa, una llanura monótona cruzada por una carretera recta, con pocas ondulaciones e inmensos espacios vacíos; las pocas estancias están muy alejadas entre sí y de la carretera. Estas tierras tan amplias deben de ser muy poco productivas, a tenor de las pocas cabezas de ganado que se veían desde el autobús: algún rebaño de ovejas, escasas vacas (solo en las zonas más húmedas) y muy pocos caballos. Pudimos ver media docena de guanacos y varios emús, pero en los trescientos kilómetros que separan Punta Arenas de Puerto Natales solo atravesamos un par de pueblos. El más grande, Villa Tehuelche, tiene ciento cincuenta habitantes.

   Un hombre de mi edad, vestido con una cazadora de cuero y tocado con una boina de ganchillo, se bajó en mitad de la nada, junto a una vereda en la que un cartel indicaba: “Estancia Laguna Blanca – 16 km”. Nadie lo esperaba en el arranque del sendero y a los pocos minutos empezó a llover con fuerza.

   A mediodía llegamos a Puerto Natales, que tiene un clima igual de desagradable que Punta Arenas: lluvia, viento o las dos cosas a la vez, en aquellos días de comienzo del verano. En invierno, al parecer, la nieve cubre calles y tejados y solo sale a la calle quien no puede evitarlo. En verano la ciudad se anima con los turistas de todo el mundo que la utilizan como base para explorar el macizo del Paine, la joya geológica de esta Provincia de Última Esperanza.

   El nombre de la provincia, un tanto desalentador, viene del seno del mismo nombre, bautizado por un navegante español encargado de encontrar la boca occidental del estrecho de Magallanes. Cuando el explorador se dio cuenta de que aquella bahía tampoco conducía al Pacífico, se desesperó y lo bautizó como seno de Última Esperanza.

   Puerto Natales no es un pueblo feo, con sus casitas de madera pintadas de colores y las vistas de las montañas cubiertas de nieve en el horizonte. El centro de la ciudad está ocupado por alojamientos turísticos de todos los niveles, agencias de actividades de aventura, numerosos cafés y restaurantes y tiendas de artesanía o de venta y alquiler de material de montaña. Sobrevive muy poco comercio local, como en todos los lugares demasiado volcados en el turismo.

   En una de las tiendas de artesanía encontré unas figurillas que me llamaron la atención, pero el vendedor no supo explicarme qué representaban. Solo me dijo que eran mapuches, pero las compré igualmente porque había algo en ellas que me intrigaba. Sus nombres eran, de izquierda a derecha, Tanu, Kulan y Kotaix.     


   Pregunté en el pequeño museo municipal y me pusieron sobre la pista: las figuras no eran mapuches, sino selk’nam, y representaban algunas de las máscaras que utilizaban estos indios, antes de extinguirse, para la ceremonia Hain, que señalaba el paso de los hombres jóvenes a la vida adulta. Tanu era un espíritu femenino, Kulan era la esposa infiel y Kotaix un espíritu masculino.

   Según cuenta Anne Chapman en Fin de un Mundo y Carlos Gamerro en La jaula de los onas, el origen de la ceremonia Hain viene de los tiempos ancestrales en que las mujeres gobernaban sin misericordia a los hombres.

   La deidad femenina más importante era Kreeh, la luna, jefa indiscutida de las mujeres y por lo tanto de los varones. Su marido, Krrek, el sol, cumplía humillantes tareas por su condición sexual.

   Kreeh decidía cuándo debía celebrarse un Hain para que las jóvenes fueran introducidas a la vida adulta y para que los hombres recordaran que los espíritus eran aliados de las mujeres. Los preparativos de la ceremonia se realizaban en riguroso secreto.

   Una vez comenzado el Hain, un terrible espíritu-monstruo femenino salía cada tanto de las entrañas de la tierra en la choza ceremonial y entraba en funciones. Era la glotona Xalpen, a la que los hombres debían llevar abundante carne de guanaco para saciar su descomunal apetito.

   Los hombres rara vez veían a Xalpen, enterándose de su presencia en la choza ceremonial por los gritos aterrorizadores con los que las mujeres la recibían. La aparición de otros espíritus era anunciada por los cantos femeninos desde el interior del Hain para que los hombres supieran de su presencia.

   Un día, Krrek, al volver de cacería con un guanaco, llegó muy cerca de la choza ceremonial. Al escuchar las voces de dos mujeres se aproximó sigilosamente y las vio ensayando las escenas que iban a representar para hacer creer a los hombres que eran espíritus reales. Comprendió entonces el engaño de las mujeres para mantenerlos sometidos.

   Enterado el campamento masculino, se armaron con garrotes e irrumpieron en la choza Hain. Allí se produjo la matanza de las mujeres. Kreeh cayó vencida sobre el fogón y logró escaparse al cielo transformándose en la luna; Krrek se lanzó tras ella convirtiéndose en el astro solar. Así habrá de perseguirla por siempre sin alcanzarla jamás, y Kreeh seguirá mirando a la tierra con su cara tiznada y las cicatrices de las heridas recibidas en la rebelión.

   Los hombres se apoderaron del Hain, inaugurando su dominio sobre las mujeres. Se disfrazaron entonces de los mismos espíritus que las mujeres habían personificado y siguieron celebrando la ceremonia durante siglos. En teoría, las mujeres acabaron olvidando que ellas habían inventado el Hain y sus supercherías y fingían aterrorizarse con las máscaras que encarnaban a los espíritus. Al parecer, la verdad es que las mujeres recordaban perfectamente la época en que ellas mandaban y organizaban el Hain, pero preferían fingir que se creían todo y simular una sumisión que no sentían. En los más profundo del bosque, las mujeres siguieron reuniéndose periódicamente para renovar sus lazos con la luna y los espíritus, en una ceremonia tan secreta que los hombres ni siquiera conocían su existencia.

   En el mismo museo encontré abundante información sobre temas clave de la historia de Patagonia, como las matanzas sistemáticas de los indígenas, las revueltas anarquistas de los peones de las haciendas y los obreros de los mataderos a principios del siglo pasado o el proceso contra algunos de los asesinos de indios. En este sumario, que tardó nueve años en concluirse, se probó la veracidad de las matanzas y se condenó a algunos capataces de las estancias, pero los verdaderos culpables, los que pagaban una libra por cabeza de indio eran los grandes hacendados cuyos mausoleos aún presiden el cementerio de Punta Arenas y que nunca fueron juzgados.

   Otro asunto interesante y bien documentado en el museo es el papel de los salesianos en el turbio asunto de la extinción de los indígenas. Los frailes llegaron a la Patagonia chilena en 1887, procedentes de la parte argentina de Tierra del Fuego, y fundaron una misión en Punta Arenas para los blancos y otra en Isla Dawson para los aborígenes. Días después encontré en el bar de un hotel una foto en la que aparece el salesiano Alberto Agostini junto a uno de los selk’nam a los que pretendía civilizar, a la fuerza si era necesario. Los salesianos se dedicaron al rapto y aculturación de cuantos niños indígenas caían en sus manos, la inmensa mayoría de los cuales fallecían al poco tiempo de ser capturados.

   A la mañana siguiente, nuevo madrugón. Esta vez íbamos a navegar por el seno Última Esperanza para acercarnos a los glaciares Balmaceda y Sarmiento.

   Antes de embarcar en Puerto Bories pasamos por delante de un gran galpón de madera, transformado en la actualidad en un hotel de lujo, The Singular Patagonia Hotel. Es lo que queda de los antiguos mataderos frigoríficos Bories, de triste memoria. En enero de 1919, frente a la prosperidad de las grandes familias empresariales, la situación de los trabajadores era crítica. La congelación salarial y la fuerte subida del coste de la vida los mantenía en la miseria, hasta que la situación estalló. Una discusión por motivos laborales entre Mr. Thomas Kidd, administrador de los frigoríficos, y dos dirigentes sindicales de la Federación Obrera terminó con la muerte de estos últimos. La violencia fue en aumento, con la huelga de los trabajadores de los frigoríficos y del ferrocarril y la intervención de los carabineros para reprimirlos.

   Tras la muerte de seis trabajadores y cuatro carabineros, las autoridades gubernativas huyeron a Argentina y la Federación Obrera de Magallanes se hizo cargo del gobierno de la ciudad y de la gestión de las empresas, hasta que los gobiernos chileno y argentino enviaron tropas y un crucero, que rápidamente pusieron fin a aquel experimento de comunismo libertario. Veintisiete trabajadores, hombres y mujeres, fueron encarcelados en Punta Arenas, donde estuvieron cuatro años en prisión preventiva hasta ser puestos en libertad por falta de pruebas.

    

    En el camino de ida nos acercamos a la costa en dos ocasiones: primero, para ver de cerca una gran colonia de cormoranes imperiales, cuyos excrementos pintaban de blanco el acantilado en el que anidaban, y luego para admirar una docena de lobos marinos que descansaban sobre unas rocas. 


      Antes de llegar al primer glaciar tuvimos la suerte de que el cielo se abriera un poco y pudimos divisar a los lejos las Torres del Paine, a donde pensábamos ir al día siguiente.

   El glaciar Balmaceda, como los que habíamos visitado en días anteriores, mostraba claramente las huellas del retroceso producido por el calentamiento global. La zona cubierta por el hielo aparecía rodeada de una amplia franja de color claro, en las que el hielo que antes la cubría había eliminado toda huella de vegetación.

   Más adelante desembarcamos en una antigua morrena frontal y caminamos durante una hora para acercarnos a la desembocadura del glaciar Serrano, que antes llegaba hasta el mismo seno de Última Esperanza y ahora termina en una pequeña laguna. Por el camino, unos postes de colores mostraban hasta donde había llegado el glaciar en distintos años. El poste verde, correspondiente a 2001, se encontraba a unos trescientos metros del actual frente, lo que demuestra que el ritmo de deshielo es de doce metros al año.

   El sendero avanzaba por el borde de la laguna, entre coigües frondosos y matas cubiertas de unos frutos rojos del tamaño de un garbanzo. Eran chauras, arbustos emparentados con nuestros brezos y muy parecidos al mirto; los frutos son comestibles pero insípidos.

   Comimos en la estancia Perales, prácticamente aislada entre las montañas y el mar. En realidad, su principal negocio no era ya la ganadería, sino la hostelería, con un comedor para más de cien personas y una cocina bastante anodina. Se aprovechaban de su ubicación y de la ausencia de alternativas si contratabas la excursión a los glaciares.

   En el comedor nos tocó sentarnos al lado de una pareja joven. Creo que eran profesionales independientes y estaban un tanto desengañados con el presidente Boric, al que acusaban de no haber acabado con la corrupción que seguía existiendo, de no hacer nada contra la desigualdad y de estar practicando una política de derechas. Cuando les preguntamos por el terremoto que se había producido días antes en Santiago, nos dijeron que los había sorprendido en la capital pero que en Chile un temblor de menos de 7 grados en la escala de Richter no se consideraba terremoto.

   Al llegar a Puerto Natales dimos un último paseo por el pueblo, buscando las casas más antiguas, construidas de madera y forradas con bidones aplanados a martillazos. Se palpaba el frío que debían haber pasado los primeros pobladores.

   Al día siguiente comenzaríamos nuestro recorrido por Torres del Paine, pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.


viernes, 7 de febrero de 2025

Nueva Galicia

      Una hora después de zarpar pasamos frente a las islas Desertores, uno de esos topónimos que me intrigaban. Hay tres teorías sobre el origen de este nombre: según una de ellas, unos carpinteros chilotes de la segunda expedición del Beagle desertaron allí, hartos de aguantar los malos tratos de los ingleses; según otra, durante la guerra de independencia de Chile, a comienzos del siglo XIX, se refugiaron en ella algunos isleños que no querían combatir junto a las tropas realistas contra los republicanos de O’Higgins; la tercera hipótesis habla de desertores de la llamada Guerra del Salitre, declarada entre Chile y Bolivia a finales del mismo siglo. En la actualidad, en todo el archipiélago no viven más de cien personas. No hay automóviles ni mucha electricidad y solo unas lanchitas los comunican con Chaitén o Achao en una larga travesía de ocho horas.

   Nuestra navegación nos llevó desde un paisaje nórdico, con valles de origen glaciar, cascadas, fiordos y montañas cubiertas de nieve, hasta otro paisaje que me atrevo a llamar gallego, con colinas redondeadas cubiertas de bosques, rías suaves, población dispersa y llovizna casi permanente. Si a esto le unimos que los chilotes son grandes comedores de patatas y que en sus creencias religiosas está muy arraigada la brujería, comprenderemos por qué Martín Ruiz de Gamboa bautizó esta isla como Nueva Galicia en 1567.

   Después de una preciosa navegación entre las islas Lemuy, Queui y Chelín, entramos en el largo estuario del río Gamboa, en cuya orilla se levanta Castro, la capital de la Isla Grande. 

   A la llegada de los españoles, la población del archipiélago era producto del mestizaje entre los chonos, habitantes originales que se extendían por las islas desde allí hasta el campo de hielo norte, y los invasores mapuches venidos del norte y del este. En la Isla Grande se estima que vivían unas veinte mil personas, que solo ocupaban las costas norte y oeste. Frente a las poblaciones nómadas del Biobío, los chilotas eran agricultores y vivían en asentamientos estables, cultivando papas, maíz y quinoa y recolectando marisco de las zonas intermareales.

   El asentamiento de los colonizadores españoles, con sus enfermedades contra las que los indígenas no estaban inmunizados y sus encomiendas de trabajo esclavo, junto con los traslados forzosos impuestos después por los jesuitas, diezmaron a los indígenas. En cambio, la población de origen español fue creciendo, al acoger a los refugiados de las siete ciudades destruidas durante la sublevación mapuche de 1598, que borró toda presencia española entre el Biobío y el canal de Chacao y permitió a los indígenas mantener su autonomía hasta el siglo XIX.

   A partir de la independencia de Chile y de la apertura de sus costas al comercio, Chiloé se convirtió en una zona clave para el desarrollo del sur del país. Allí se aprovisionaban tanto los balleneros como las expediciones militares y científicas que trataban de establecer la soberanía chilena hasta el Cabo de Hornos, y de allí salieron gran parte de las traviesas de madera para la construcción de ferrocarriles en el continente.

   Chiloé, y ese es otro punto de semejanza con Galicia, ha sido origen de miles de emigrantes. El bajo precio de las papas y la ausencia de alternativas empujó a numerosos chilotes a buscarse la vida fuera de su tierra, en los trabajos más duros: las minas de salitre, la marina mercante, el peonaje en las inmensas haciendas de Chile continental y de las pampas argentinas… Muchos de estos emigrantes, que en general sabían leer y escribir, participaron en las grandes revueltas obreras de Magallanes y Tierra del Fuego.

   Nos alojamos en uno de los pocos palafitos que sobrevivieron al maremoto de mayo de 1960, cuando todo el sur de Chile fue afectado por el terremoto de mayor intensidad registrado a nivel mundial, con una magnitud de 9,5 grados en la escala de Richter. En los minutos posteriores un maremoto arrasó lo poco que había quedado en pie al borde del mar, con un resultado de cinco mil muertos y dos millones de damnificados.

   Antes del maremoto, nuestro hotel era un aserradero, del que solo se pudieron recuperar los pilotes hincados en la orilla y la puerta de entrada. Las vistas desde la terraza de la habitación, tamizadas por el orvallo, me trasladaron inmediatamente a la ensenada de El Baño, en Mugardos.

   A la mañana siguiente queríamos visitar algunas de las dieciséis iglesias de madera declaradas patrimonio de la humanidad por la Unesco y construidas entre los siglos XVIII y XX según modelos traídos al archipiélago por varios jesuitas de origen bávaro. Los jesuitas y los franciscanos que los reemplazaron tras su expulsión de todas las colonias españolas, hicieron construir capillas en todas las comunidades indígenas, de las que unas ciento cincuenta siguen existiendo en la actualidad.

   Comenzamos nuestro recorrido por la iglesia de San Antonio de Colo, levantada con madera de ciprés y coigüe. Con una torre de 17 metros de altura, esta iglesia destaca del resto por no estar ubicada cerca del mar ni de cara a él, sino todo lo contrario, está de espaldas y en la zona alta de un cerro, algo que la diferencia del resto de iglesias de Chiloé.

   Allí nos llevamos la primera decepción: la iglesia, pese a estar catalogada por la Unesco, estaba cerrada a cal y canto. Como habíamos leído que las llaves las solía tener algún vecino, preguntamos en la casa más cercana, donde nos confirmaron que estaba cerrada hasta el día siguiente pero no se ofrecieron a abrirla para nosotros. Una pena, porque por fuera tenía un aspecto muy pintoresco.     

   Aprovechamos para visitar el cementerio cercano, uno de los más coloridos que he visto nunca. Los apellidos de las tumbas, muy repetidos, eran de origen tanto español como mapuche.

   Condujimos unos pocos kilómetros hasta la siguiente iglesia de nuestra lista, la de Nuestra Señora del Patrocinio de Tenaún. Esta iglesia, que también estaba cerrada, cuenta con tres torres, algo por lo que está considerada como una excepción dentro de las iglesias de Chiloé. Tiene casi 43 metros de largo y una torre de 26 metros de alto, en cuya construcción se utilizó madera de ciprés, mañío, canelo y avellano. Al menos tuvimos la suerte de poder visitar el interior del local comunitario de Tenaún, una especie de asociación de vecinos, en cuyo gran salón de actos sin pilares pudimos constatar su maestría en la construcción en madera.

    Allí nos informaron que todas las iglesias patrimoniales cerraban los lunes, por lo que decidimos cambiar de planes y cruzar media isla para dirigirnos al Parque Nacional de Chiloé, el único de la isla que no es de propiedad privada.

   Para llegar al Parque Nacional tuvimos que retroceder hasta mucho más al sur de Castro por la carretera troncal de la isla, que allí llaman Panamericana. Cruzamos a la costa occidental de la isla siguiendo la ruta tradicional, a lo largo de una falla geológica ocupada por los lagos Huillinco y Cucao; luego caminamos un par de horas por un sendero circular que recorre un bosque de tepúes. Habíamos perdido demasiado tiempo en nuestro intento fallido de visitar las famosas iglesias de madera, y preferimos volver a Castro para pasear por la ciudad en lugar de acercarnos al Muelle de las Ánimas, una obra del escultor chileno Marcelo Orellana, que representa un embarcadero que termina en el vacío.

   Dentro de su peculiar relación con el mundo de la brujería y de las ánimas, los chilotes cuentan que los días de tormenta se escuchan los llantos y lamentos de las almas en pena, que llaman desde los acantilados al barquero Tempilcahue para que las transporte a su lugar de descanso eterno. También advierten que quien escuche esos lamentos no debe tratar de comunicarse con las ánimas ni contarle a nadie lo sucedido, para evitar convertirse en un nuevo espíritu de los que lloran en aquellas aguas.

   Un poco hartos de nuestra dieta habitual de pan con queso y salchichón, se nos abrieron los ojos cuando vimos que en uno de las casas de comida al borde del lago anunciaban, además de las habituales cazuelas, empanadas y sánguches, un plato que me devolvió a Galicia: ¡Tortilla de papas!. Por desgracia, no era lo que esperábamos, sino un plato local, que también llaman chapaleles y que se prepara con patatas cocidas aplastadas con un tenedor, mezcladas con harina, amasadas hasta formar una esfera y rellenas de chicharrones antes de hornearlas.

   Llegamos a nuestro alojamiento a tiempo de ver desde la terraza cómo iba bajando la marea en el estuario del Gamboa y cómo los fangos que quedaban en seco se poblaban de gaviotas australes, pilpilenes, cisnes negros y otras aves que no pude identificar: una pequeña zancuda similar al zarapito, una rapaz de tamaño poco mayor que una paloma y otras especies de limícolas. 

     Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, el sol entraba hasta el fondo de nuestro salón. Creo que fue el primer alojamiento de nuestro viaje en el que pensé que no me importaría quedarme un mes entero: un apartamento amplio, tranquilo, luminoso, bien equipado y con vistas a la ría de Gamboa. Para colmo, no estaba demasiado lejos de un restaurante, El Mercadito de Chiloé, llevado por mujeres, con buena cocina y una carta lo suficientemente amplia y variada como para no aburrirse, aunque los nombres de algunos platos, como el charquicán de cochayuyo, nos resultaran incomprensibles.

   Con este ánimo salimos por segundo día en busca de las iglesias de madera. Empezamos por la de Santa María, en Rilán, donde nos encontramos con una preciosa iglesia, con planta de tres naves, que combinaba elementos neorrománicos, neogóticos y neoclásicos. Lo más importante es que estaba abierta, por lo que por fin pudimos contemplar el interior de uno de estos monumentos.

   Estas iglesias, que en su momento fueron construidas como parte del trabajo obligatorio y no remunerado de los indígenas, en la actualidad vuelven a estar gestionadas por los vecinos de cada pueblo, que son los que tienen las llaves y se ocupan de su cuidado, limpieza y vigilancia. Al ser de madera se deterioran con facilidad, por lo que requieren un mantenimiento permanente. Cada cierto tiempo se las desmonta pieza a pieza (la mayoría están construidas sin utilizar clavos); luego se resana, repara o repone con madera nueva cada una de las piezas y se vuelve a colocar en su lugar, usando las mismas técnicas constructivas del pasado.

   La mayoría de estas iglesias no tienen una cimentación propiamente dicha, sino que los pilares se elevan sobre bloques de piedra apoyados en la superficie del terreno. Como la madera utilizada no siempre ha sido de mucha resistencia, la humedad que sube por capilaridad favorece la pudrición y la proliferación de insectos xilófagos, lo que en muchos casos ha obligado a reemplazar algunos pilares por otros de maderas más robustas. En algunas iglesias han tenido que levantar los propios bloques de piedra, colocando bajo ellos una cimentación de hormigón.

     De Rilán nos dirigimos a Dalcahue, pero no paramos allí para visitar su iglesia de Los Dolores, sino que tomamos el trasbordador a la isla de enfrente, donde queríamos llegar a las iglesias de Quinchao y Achao antes de que cerraran a mediodía. 

 La gabarra en la que cruzamos a isla Quinchao me recordó inmediatamente las lanchas de desembarco de la II Guerra Mundial y mi participación en el diseño y construcción de una versión mucho más moderna, las LCMX. Tirando de ese hilo conseguí que uno de los tripulantes me invitara a visitar la cámara de máquinas.

     Un breve recorrido por la isla nos llevó hasta la iglesia de iglesia de Santa María de Loreto de Achao, considerada como una de las más antiguas de Chile ya que su construcción se inició en el año 1730. Con un estado de conservación excelente, a día de hoy aún está en uso.

   La torre, de veintidós metros de altura, está cubierta de alerce, al igual que el resto de la iglesia, y su estructura interior es de ciprés de las Guaitecas y mañío. La iglesia conserva el color original de la madera lavada por la lluvia, que le daba un tono gris brillante muy atractivo.

   Un jinete perfectamente ataviado cruzó varias veces frente a la iglesia; puede que estuviera contratado por el ayuntamiento para dar ambiente a las fotos.

     

   El interior era todo un despliegue de técnicas de trabajo en madera, con ensambles de nombres tan bonitos como espiga, pico de flauta, cola de milano o rayo de Júpiter.     

   Nos adentramos luego unos kilómetros en la isla hasta llegar a Nuestra Señora de Gracia de Quinchao. No es la más grande ni la más antigua del archipiélago, pero su ubicación, al lado de la playa en un pueblecito de pescadores, contribuye al encanto que tiene. La aldea parecía desierta, pero a la puerta de la iglesia estaba la chica encargada de su vigilancia, trabajo voluntario que se ejerce por turno entre los pocos habitantes del pueblo.

   Todavía visitamos alguna iglesia más, como la de Dalcahue, frente a la cual había un mercado local de artesanía muy animado, pero creo que con lo contado hasta aquí es suficiente. Si alguien siente curiosidad por conocerlas todas, siempre puede viajar hasta el archipiélago.

   A la mañana siguiente abandonamos Chiloé, prometiéndonos volver en otra ocasión para visitar las muchas cosas que nos quedaron por ver y disfrutar de su tranquilidad y buen ambiente. Condujimos hasta el extremo norte de la Isla Grande, cruzamos en un ferry al continente y devolvimos el coche de alquiler que tan bien se había portado en los dos mil trescientos kilómetros recorridos en solo dos semanas.

   Pero esa es otra historia que puedes leer pinchando aquí.



martes, 4 de febrero de 2025

De Coyhaique a Puerto Río Tranquilo y regreso a Chaytén

   Comenzamos el día, como de costumbre, conduciendo hacia el sur por la Carretera Austral. Al principio el paisaje se fue abriendo, quizás por la cercanía de la pampa de Argentina, de cuya frontera pasamos a menos de cinco kilómetros. Prados muy verdes con rebaños de vacas y de ovejas, estancias en la lejanía, restos de árboles carbonizados… No solo las llanuras fueron incendiadas por los colonos, sino también las faldas de las montañas, en las que muchas veces no ha vuelto a crecer ningún árbol.

   En menos de cincuenta kilómetros, la carretera volvía a internarse en las montañas. Estábamos entrando en el Parque Nacional Cerro Castillo, de 143.000 hectáreas, cuyas crestas afiladas recordaríamos días más tarde en Torres del Paine.

   A poco de entrar en el Parque recogimos a una mujer que caminaba con una bolsa de viaje por el borde de la carretera. Sin muchas palabras, se bajó un rato después y nos señaló una estancia que se divisaba a varios kilómetros de distancia ¿de dónde vendría? Nosotros seguimos avanzando por valles de origen glaciar, entre lagunas, ríos caudalosos y ranchos aislados.

   Al salir del parque nacional, la carretera descendía bruscamente por la Cuesta del Diablo, un zigzag muy pintoresco que, cuando lo recorrimos, con buen tiempo y recién asfaltado, no parecía merecer su nombre. Nos adelantó un grupo de motoristas, creo que más atentos al placer de la conducción que al paisaje.

   Llegamos por fin al lago General Carrera, conocido como Buenos Aires por los argentinos. Yo prefiero llamarle Chelenko, como los tehuelches, en cuya lengua significa aguas tormentosas. Hasta 1990, cuando la apertura de este tramo de carretera permitió la comunicación terrestre con el resto de Chile, el único acceso a la zona era a través de Argentina, siguiendo un antiguo sendero tehuelche que luego serviría de base a la Ruta 40 que recorre el flanco oriental de los Andes. Los mapuches no llegaron a estas tierras hasta finales del siglo XIX, mientras que los primeros colonos blancos aparecieron en el primer tercio del siglo pasado, hace unos cien años.

   Poco después de Villa Cerro Castillo terminó definitivamente la parte asfaltada de la Carretera Austral. Desde allí hasta su final, poco más allá de Villa O’Higgins, se extendían cuatrocientos setenta kilómetros de pista de ripio. Nosotros no pretendíamos llegar tan lejos, aunque nos habría gustado. Nuestro objetivo estaba mucho más cerca, en Puerto Río Tranquilo, desde donde queríamos acercarnos a la laguna San Rafael y a las Cuevas del Mármol.

   No fue fácil llegar a nuestro destino, no por la dificultad de la ruta sino por lo bonito de los paisajes que nos rodeaban. Cada pocos kilómetros una laguna, un valle glaciar o una nueva perspectiva del lago Chelenko nos inducían a detener el coche al borde de la carretera para disfrutar de las vistas y, quizás, hacer una foto. Como ejemplos, una del valle del río Ibáñez y otra del lago Chelenko.


   Me llamó la atención el nombre del pueblo en el que hicimos base durante un par de días. Río Tranquilo me pareció amable y optimista frente a otros topónimos de Patagonia, como Islas Desertores, Puerto Hambre, Arroyo Amotinados, Río del Engaño, Bahía Última Esperanza, Fiordo Exploradores, Valle Decepción o Villa Resistencia, que mostraban claramente las huellas de un pasado duro.

   Dedicamos la primera tarde a lavar la ropa, una tarea recurrente cuando viajas con muy poco equipaje, y a negociar las excursiones que pretendíamos hacer en los días siguientes, irrealizables por cuenta propia. No tuvimos dificultades en encontrar alguna oferta que se adaptara a nuestros deseos, ya que todo el pueblo parecía dedicarse al monocultivo del turismo de naturaleza.

   A las siete de la mañana del día siguiente estábamos en un microbús rumbo a Bahía Exploradores. El grupo lo formábamos dos alemanes bastante huraños, una familia chilena con tres hijos, una chica que viajaba sola y nosotros dos. El primer tramo consistió en más de dos horas dando botes a lo largo de una pista de ripio cuyo estado iba empeorando por momentos; nos alegramos de no haber optado por hacer ese recorrido en nuestro coche.

   No voy a insistir ahora en que el camino discurría entre ríos, lagunas y picos nevados, pero sí que me sorprendió ver junto a la pista un curioso cementerio cuyos panteones eran casitas en miniatura, coloridas, con ventanas acristaladas, chimeneas y porches y rodeadas de flores. En aquellas soledades, aunque no lo pareciera, vivían y morían seres humanos.

   Después de pasar junto a una pista de aterrizaje aparentemente abandonada, llegamos a Puerto Grosse, un embarcadero a orillas de río Exploradores, donde nos esperaban más miembros de nuestro grupo y una lancha, La Certeza, en la que continuaríamos el recorrido. La embarcación, que demostró ser muy marinera, era un monocasco semirrígido de unos doce metros de eslora, con cabina cerrada y bañera a popa. Una vez acomodados y con los chalecos salvavidas puestos descendimos por el río Exploradores hasta llegar al fiordo del mismo nombre, esquivando los bancos de arena que cambiaban de ubicación casi a diario. En cuanto salimos del río, el piloto y el guía se organizaron para servirnos bebidas calientes y unos bocadillos de pan amasao con queso y embutido, nuestra dieta habitual a mediodía.

   Durante dos horas surcamos los fiordos Exploradores, Elefantes (por los elefantes marinos que habitan aquellas aguas gélidas) y Cupquelán. Por este último brazo de mar se puede llegar en varias horas de navegación hasta Puerto Chacabuco, al norte, desde donde hay buques regulares a Puerto Montt. Hacia el sur hay otro buque de pasaje que tarda varios días en llegar a Puerto Natales, en la provincia de Magallanes.

   A lo largo de esta navegación nos enteramos de que los tres niños chilenos sufrían desde la víspera un virus estomacal, que los tuvo todo el día vomitando en bolsas de plástico. La madre empezó a sentirse mal durante la travesía, mientras se recuperaba la hija mayor, una belleza a la que su padre llamaba “mi guagua rusa”. A mí me pareció una absoluta irresponsabilidad embarcarse en esas condiciones en una aventura como esta, en la que el riesgo de contagiar al resto de viajeros era muy alto.

   En cuanto nos dejaron salir a cubierta aproveché para alejarme de los enfermos y sus vómitos, respirar aire puro y practicar el deporte nacional chileno: conversar. Se nos unió otro matrimonio, con el que habíamos coincidido días atrás en la breve travesía de la laguna Los Témpanos. El marido, que se dedicaba a negocios relacionados con la pesca, viajaba con frecuencia a Santa Uxía de Ribeira, de donde importaba anzuelos, ropa de aguas y otros utensilios de pesca y a donde exportaba merluza y gambas. Este hombre era tan aficionado a charlar que logró pegar la hebra incluso con los dos alemanes taciturnos, mientras su mujer no paraba ni un momento de hacer fotos.

   Karin, la chilena solitaria, se autofilmaba continuamente, supongo que para publicar las imágenes en sus redes sociales.

   Entramos por fin en el canal que conducía a la laguna San Rafael y empezaron a aparecer témpanos, que poco a poco iban aumentando de tamaño según nos acercábamos al frente del glaciar. Es difícil describir las sensaciones que producían los crujidos del hielo y el estruendo de los bloques que, cada pocos minutos, se desprendían de la cara frontal y se desplomaban a la laguna.

   El frente del glaciar, que sobresalía unos setenta metros sobre la superficie de la laguna, era un muro de hielo de dos kilómetros de ancho, fragmentado por cientos de grietas y dividido en bloques que, erosionados por el agua, se iban desprendiendo poco a poco.

   Este glaciar es uno de los mayores del campo de hielo patagónico norte. No hay en ninguno de los dos hemisferios ningún otro que desemboque en el mar tan cerca del ecuador. Para hacernos una idea de su tamaño, diré que el glaciar cubre una superficie de más de setecientos kilómetros cuadrados, con un espesor medio de trescientos metros y un volumen de hielo superior a doscientos kilómetros cúbicos.

   Cuando le pregunté a nuestro guía por qué había témpanos blancos, azules y verdes, me hizo una demostración práctica. Con una red subió a bordo un pequeño témpano, aparentemente verde mientras estaba a flote; fuera del agua se volvió completamente incoloro. Al parecer, el color verde se debe al reflejo de los bosques de los alrededores; el azul procede de la difracción de la luz solar y el blanco lo causan los miles de burbujas de aire microscópicas que algunos fragmentos de hielo llevan disueltas en su interior, donde quedaron atrapadas cuando se congeló la nieve recién caída.     

   Con ese mismo bloque de hielo, troceado a martillazos, la tripulación nos preparó unos combinados. Se podía elegir entre un simple whisky on the rocks; un maqui sour, aguardiente de uva aromatizado con unas frutas similares a las grosellas o un nalca sour, el mismo aguardiente mezclado con zumo de nalca, otra planta local. También se podía no elegir y probar todas las combinaciones, ya que el bar improvisado funcionaba sin límite de consumiciones.

   Después de aquellos lingotazos me entró muy bien un plato caliente de ñoquis con nata y panceta, que me ayudó a permanecer en calor durante las dos horas que estuvimos parados junto al frente del glaciar. Emprendimos el regreso con pena, aprovechando para hacer las últimas fotos de la lengua de hielo. Dentro de unas decenas de años, de seguir el ritmo actual de calentamiento, desaparecerá este espectáculo.     

   No tuvimos la suerte de avistar ninguna foca leopardo, una colonia de las cuales nos dijeron que solía descansar sobre las rocas de las orillas del fiordo.

   Ya de vuelta en Puerto Tranquilo, después de once horas de excursión, acordamos con Karen, la chilena que viajaba sola, que al día siguiente se volvería con nosotros hasta Coyhaique.

   Por la mañana, antes de emprender el regreso hacia el norte, nos embarcamos en otra excursión, quizás la más solicitada por los viajeros que llegan hasta la zona. Se trataba de recorrer las costas del lago Chelenko por los alrededores de Río Tranquilo, para visitar unas curiosas formaciones costeras conocidas como las capillas o cuevas del mármol, producto de la acción del agua del lago sobre las rocas metamórficas de la ribera.

   Todas las empresas turísticas del pueblo organizan expediciones idénticas y hay quien se traga cuatro horas de coche desde Coyhaique para hacer una travesía de noventa minutos y conduce luego otras cuatro horas hasta la capital de la comarca. En mi opinión, estas excursiones están un tanto sobrevaloradas; son un buen complemento para un día de descanso, pero no justifican en absoluto el recorrido hasta allí.

   No niego que las cuevas eran bonitas y que presentaban formas sorprendentes, pero la verborrea de nuestro guía, que no paraba ni un instante de hacer chistes malos y encontrar en las rocas similitudes cogidas por los pelos con animales o famosos, no tardaron mucho en hartarme. Eché de menos no haber metido en la mochila unos tapones para los oídos.

   En la patera nos embarcamos una docena de turistas y, para mi sorpresa, mi mujer y yo resultamos ser los más jóvenes del grupo. La mayoría eran argentinos y venían a pasar unas breves vacaciones en Chile que, según ellos, les resultaba mucho más barato que su país.

   Durante la navegación de regreso a puerto el lago hizo honor a su nombre indígena, Aguas tormentosas. Con el viento en contra y olas de un metro de altura, nuestra lancha, un monocasco abierto de materiales compuestos, saltaba alegremente de cresta en cresta, dando un pantocazo tras otro. Comprendí entonces por qué al embarcar el patrón preguntó quiénes tenían dañada la columna y los hizo colocarse lo más a popa posible. Lo que no entendí es que tuviéramos que navegar a toda velocidad en medio de aquellas olas, pero intenté relajarme pensando en la probable experiencia del piloto.

   Recogimos luego a Karin, que sería nuestra pasajera durante las cuatro horas siguientes. Nos contó que trabajaba en una empresa dedicada a la elaboración de pienso para salmones, y resultó ser una ferviente defensora de la acuicultura. Según ella, los salmones reciben una alimentación muy sana. Ya hace años que no se utilizan harinas de pescado (como la que estuvo en el origen de la guerra de la merluza), sino una mezcla de proteínas, hidratos de carbono y grasas, cuyos ingredientes varían en función del mercado. Se combinan despojos de mataderos de pollos, cerdos, vacas y ovejas, todo tipo de grasas animales, legumbres (incluidos los altramuces) y diversos residuos vegetales, aliñados cuando es necesario con antibióticos. Según ella, en una sola granja puede haber hasta un millón de kilos de salmones.

   Dejamos a Karin en Coyhaique, donde pensaba pasar unos días haciendo senderismo, y seguimos hacía el norte, dispuestos a conducir hasta que nos cansáramos. Como habíamos previsto pasar un día más en Puerto Río Tranquilo por si el mal tiempo nos impedía navegar hasta la laguna san Rafael, ahora nos sobraba tiempo y no teníamos más obligación que llegar dos días después a dormir a Chaitén, para a la mañana siguiente embarcar hacia el archipiélago de Chiloé.

   Conducíamos “del revés” por la Carretera Austral y nos encontrábamos de frente con paisajes que a la ida no habíamos visto porque los habíamos dejado a nuestra espalda.

   Llegamos a Mañihuales a media tarde, con una ligera llovizna, y decidimos hacer noche allí. No tardamos ni diez minutos en encontrar un alojamiento apropiado, Cabañas los Valdés, muy cerca del casco urbano, a orillas del río Nirehuao. Nos adjudicaron una habitación en planta baja, amplia, luminosa y con acceso directo al patio. En cuanto conseguimos poner en marcha la estufa de queroseno lavamos un poco de ropa y la pusimos a secar. A continuación, como ya había escampado, salimos a dar un paseo por el pueblo y, de paso, buscar algún sitio para cenar. En nuestro complejo turístico había un asador con pretensiones, el Gastrobar Colonos, pero no nos causó muy buena impresión. A pie de carretera tenían un artilugio en el que un cordero completo, abierto en canal, se tostaba sobre unas ascuas de leña; era la versión patagónica del espeto de sardinas. La ausencia total de clientes en el restaurante nos hizo preguntarnos cuántas horas (o días) llevaría aquel cordero al fuego, por lo que decidimos buscar un sitio más concurrido.

   Nada más salir a la carretera se nos unió un gigantesco perro pastor, con trazas de mastín leonés, que hasta ese momento dormitaba sobre la acera. Parecía amistoso, pero su tamaño y el hecho de que estuviera mudando el pelo de invierno no invitaban a acariciarlo. En cualquier caso, el mastín nos acompañó durante todo nuestro paseo, moviendo el rabo con alegría y mirándonos con cara de bonachón, como hacen la mayoría de los perros callejeros en Chile. Salvo en Santiago, suelen ser muy grandes y muy muy amistosos; más de uno de estos perros se ha tumbado en la acera a nuestro paso, boca arriba y con las patas encogidas para que le rascáramos la barriga. Como curiosidad, en el español de Chile hay una palabra, quiltro, que significa perro callejero.

   Caminamos hasta la laguna Esponja, remontamos el Nirehuao, inspeccionamos los locales comerciales al borde de la Carretera Austral y paseamos hasta el centro del pueblo. Es, claramente, un lugar de pioneros, que llegaron al valle en 1935, aunque el pueblo fue fundado tan recientemente como en 1962. La mayoría de los edificios son de un solo piso, de madera o paneles prefabricados, y están cubiertos de plástico o de chapa galvanizada.

   Después de comparar las diversas alternativas para cenar, nos decantamos por La Cocina de Yussef, “Comida rápida al paso”, dirigido por un sirio ayudado por un par de camareras colombianas. A nosotros nos atendió el propio Yusseff (no había más clientes), que nos sugirió cazuela de ossobuco. Cuando le preguntamos qué era cazuela se fue a buscar una carta en inglés, dando por hecho que si no conocíamos ese plato es porque éramos gringos. Era servicial, pero la cocina no era su fuerte, con una carne durísima y el peor vino de todo el viaje.

   A la mañana siguiente, después de desayunar una paila de huevos en el único local abierto a las ocho de la mañana, reemprendimos el viaje de regreso al norte. Ahora veíamos de frente la ladera sur de las montañas, la más cubierta de nieve, y la pulsión de hacer fotos no nos dejaba avanzar. Los picachos asomaban, semiocultos entre las nubes, por detrás de los bosques que bordeaban este tramo de carretera.

   En un punto de la ruta decidimos detenernos para mirar con calma una de las muchas capillitas dedicadas a san Sebastián que bordean las carreteras chilenas. Esta, en concreto, levantada por un tal Walter, recordaba mucho las que se encuentran en Argentina en honor del Gauchito Gil. No he conseguido averiguar qué relación hay entre san Sebastián y los conductores chilenos, aunque me imagino que será similar a la que tienen los españoles con san Cristóbal.

   En la decoración de esta capilla se combinaban las imágenes del santo con flores de plástico, banderas chilenas y mapuches y velas de todos los colores.

   Al pasar por Puyuhuapi recogimos a una autoestopista, que resultó llamarse Eva, ser polaca y trabajar en un su país como anestesista. Hablaba un español bastante correcto y nos contó ciertas peculiaridades de la política polaca que nos resultaron demasiado familiares.

   Durante el gobierno derechista y eurófobo de los hermanos Lech y Jaroslaw Kaczy?ski, se fomentó la destrucción paulatina de la educación y la sanidad pública, dando lugar a un fuerte crecimiento de los equivalentes servicios privados, que gran parte de la población no podía pagar. En la actualidad, con un gobierno de centro izquierda, se ha frenado el deterioro de lo público. 

   Eva, que lo había vivido muy directamente, nos habló de las largas listas de espera para conseguir atención médica y de las dificultades de los jóvenes para conseguir vivienda. Nada que no conozcamos bien en España.

   Dejamos a Eva en Chaitén, donde pretendía tomar un autobús a Puerto Montt, y nosotros decidimos premiarnos con un par de días de descanso en una preciosa cabaña de madera, en mitad de un bosque de canelos, coyles y nalcas, mientras esperábamos la salida del ferry que nos llevaría hasta Castro, la capital de la Isla Grande de Chiloé.

   Al día siguiente retrocedimos veinticinco kilómetros para visitar el sector sur del Parque Nacional Pumalín. Siguiendo las indicaciones de los guardias forestales a la entrada del parque, condujimos tres kilómetros por una estrecha pista de ripio, con una de las mejores vistas de todo el viaje, coronada por el volcán Michimahuida, de cuya última erupción fue testigo el propio Charles Darwin.

   De las muchas rutas que se podían hacer a pie, elegimos una bastante sencilla, el sendero de la ranita de Darwin, de poco más de cinco kilómetros de recorrido. Según Wikiloc se puede hacer en una hora, pero nosotros la disfrutamos durante dos horas y media, parando infinidad de veces para admirar las distintas especies de musgo, los arroyos, los coyles, los alerces enormes y hasta un pájaro carpintero. Como era de suponer, no conseguimos ver ninguna de las famosas ranitas diminutas (menos de tres centímetros de largo) que dan nombre al sendero. Al final de la ruta, mientras comíamos nuestros tradicionales bocadillos de queso y salchichón, nos sobrevoló un carancho austral, ave rapaz y carroñera de sesenta centímetros de envergadura.

   Antes de regresar a nuestra cabaña nos acercamos por las oficinas de Naviera Austral. Una empleada nos confirmó que la salida del día siguiente era a las diez de la mañana, y que teníamos que presentarnos para el embarque dos horas antes. Otra empleada la apostilló: “Ocho y media, nueve máximo”.

   A la mañana siguiente pusimos el despertador a las siete y media para hacer el equipaje y desayunar con calma y nos presentamos en la rampa de embarque a las ocho y media. El trasbordador todavía no había llegado y en la cola esperábamos muy pocos vehículos. A las nueve menos cuarto apareció la barcaza Agios, procedente de Puerto Montt, y se inició la larga operación de descarga de camiones, camionetas, turismos y pasajeros a pie. Luego subieron a bordo un par de cabezas tractoras, que fueron sacando uno por uno media docena de remolques. Otras rancheras entraban por la rampa y cargaban pasajeros o mercancías antes de volver a salir, mientras la cola de embarque seguía creciendo. También entraron y salieron varias veces dos grandes perros callejeros, que parecían conocer a todos los tripulantes.

   Aproveché la espera para seguir leyendo Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, aunque me estaba decepcionando. Estaba bien escrito, pero compartía tema, argumento, personajes y hasta párrafos casi idénticos con Poeta chileno, otra de sus novelas.

   A las once de la mañana zarpamos rumbo a la Isla Grande de Chiloé, pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.