A la mañana siguiente recogimos un coche de alquiler y salimos hacia la joya del viaje, el Parque Nacional Torres del Paine. Sus más de ciento ochenta mil hectáreas fueron declaradas Reserva de la Biosfera por la UNESCO en 1978. Las crestas del macizo central son uno de los iconos más representativos de Patagonia, apareciendo incluso en el billete de mil pesos del Banco Central de Chile.
Sus numerosos ríos, arroyos, lagos, lagunas, cascadas y saltos tienen su origen en el campo de hielo patagónico sur, tercera masa de hielo del mundo después de la Antártica y de Groenlandia, con una superficie de más de trece mil kilómetros cuadrados, el doble de extensión que la provincia de Cádiz.
Antes de lanzarnos a la carretera llenamos el depósito hasta arriba, porque ni en todo el parque ni en sus alrededores había una estación de servicio, como pudimos comprobar al día siguiente. El tiempo era tan malo como en días anteriores, con una lluvia intermitente que caía de un cielo permanentemente encapotado.
Condujimos por una carretera en la que se alternaban los tramos sin asfaltar con los llenos de baches hasta la Portería Serrano, una de las dos únicas entradas al Parque. Después de que nos visaran las entradas que habíamos comprado y de informarnos sobre el estado de las pistas y sobre los senderos que estaban abiertos, nos adentramos en el parque. El parque, como muchos otros de Chile, en su intento de preservar los ecosistemas allí presentes limita mucho las actividades permitidas a los visitantes. No solo no se puede tirar basura, molestar a los animales o hacer fuego, sino que solo se puede caminar por los senderos oficialmente abiertos o acampar, aparcar el coche y pescar en los lugares establecidos. Resumiendo la extensa normativa que se expone en los puntos de entrada, está prohibido todo lo que no está expresamente permitido. Se insiste en el peligro de caminar solo o con poca luz o perder de vista a los niños, debido a la abundancia de pumas.
Cerca de la Guardería se encuentra el falso pueblo de Río Serrano, un simple conjunto de hoteles, campings y edificios de apartamentos sin personalidad, asentados sobre un paisaje espectacular. Mientras recorríamos la zona, las montañas jugaban al escondite entre las nubes. Cada vez que aparecían, nos parábamos al borde de la pista e intentábamos fotografiarlas.
Son montañas viejas, con una larga historia que se refleja en su estructura geológica. La base es de granito, una roca ígnea procedente de erupciones volcánicas que se pierden en el tiempo. Aquellas moles se fueron hundiendo hasta quedar debajo del nivel del mar, donde comenzó su segunda etapa, atestiguada por las rocas sedimentarias que forman las capas más altas del macizo Paine.
Recorrimos un par de senderos bajo la llovizna, haciendo el tiempo hasta la hora de embarque para una navegación por el Lago Grey. Tuvimos que esperar más de una hora comiendo nuestros tradicionales bocadillos de queso y salchichón hasta que el piloto del catamarán confirmó que las condiciones atmosféricas permitían la navegación y nos dieran la luz verde para el largo paseo hasta el embarcadero.
Tardamos casi una hora en llegar hasta el punto de amarre del catamarán, recorriendo una larga lengua de grava y arena que hace muchos años fue la morrena terminal del glaciar Grey. En ese paseo fuimos conscientes de la gran afluencia de turistas a este parque, muy superior a la de la Carretera Austral. En el barco éramos algo más de cien pasajeros, frente a los entre diez y veinte de anteriores travesías. Lo mismo nos encontramos en todas las paradas que hicimos en diversos puntos del parque: si en la Austral nos molestaba encontrar otro coche aparcado en donde queríamos hacer una foto, aquí era normal coincidir en un mirador con dos o tres autobuses y media docena de furgonetas. En el barco que nos llevó hasta el glaciar Grey había que hacer cola para sacarse una foto en la proa.
La navegación nos llevó hasta los tres brazos en los que en la actualidad se divide el glaciar antes de fundirse en el lago del mismo nombre; el guía de la excursión nos contó que, hacía pocos años, el glaciar aún presentaba un frente único, con la isla central totalmente cubierta por la lengua de hielo.
Durante el recorrido en barco estuvimos charlando con un periodista brasileño, muy hablador y divertido, que cuando supo que nosotros también éramos de izquierdas les dijo a unos turistas chinos que todos éramos comunistas; los chinos se limitaron a mirarnos horrorizados.
Marcelo, que así se llamaba el periodista, nos contó que la víspera había caminado con su mujer y sus dos hijos hasta el campo base de las ascensiones al macizo Paine; que habían llegado a dormir a Puerto Natales muy tarde y agotados y que se habían olvidado de cargar más gasolina. Su única alternativa, si no conseguían que alguien le vendiera unos litros, era intentar llegar lo más cerca que pudieran de Puerto Natales, quedarse a dormir en el coche cuando se les acabara la gasolina y, a la mañana siguiente, intentar conseguir que alguien los llevara a la gasolinera.
Cuando le dijimos que nosotros teníamos gasolina de sobras y que le regalábamos los cinco litros que necesitaba, casi se pone a llorar de la emoción. Entre apelaciones a la solidaridad entre los pueblos y explicaciones a los chinos de que estos comunistas —aquí nos señalaba a nosotros— le iban a solucionar el problema, llegamos de vuelta al aparcamiento. Por desgracia, parece ser que el depósito de gasolina de nuestro coche tenía un dispositivo antirrobo, porque Marcelo no fue capaz de absorber combustible para el suyo. Allí lo dejamos, preocupados por su suerte pero seguros de que, con su labia, encontraría alguna solución.
Justo en ese momento se abrieron un poco las nubes y pudimos echarle una ojeada a las Torres del Paine.
Todavía nos quedaban casi cien kilómetros para llegar a nuestro alojamiento. Circulamos por una pista de ripio que bordeaba el Parque Nacional por el sur, a través de una estepa entreverada con matorral preandino, en el que la mayoría de los plantas presentaba adaptaciones destinadas a economizar agua, pues estaban expuestos al embate directo del viento. A esa hora mágica del atardecer, vimos muchas liebres al borde de la pista, que parecían tan sorprendidas como nosotros. Llegando ya a la estancia, pasamos junto a un armadillo que huyó a toda velocidad.
En la estancia nos asignaron una cabaña de madera con altillo, auténticamente patagónica. El viento helado, sin obstáculos en aquella llanura inacabable, se colaba por todos los resquicios y las vigas que soportaban el altillo eran tan bajas que me pegué varios golpes en la cabeza hasta que me acostumbré a caminar encogido.
Mientras esperábamos a que nos sirviera la cena, la garzona nos contó que procedía del valle del río Simpson, de un pueblo muy cerca de Coyhaique, a más de mil kilómetros de allí. Se emocionó cuando le dijimos que conocíamos aquella zona. Al día siguiente, después de varios meses sin salir de la estancia, se iría de vacaciones a su pueblo en un largo viaje en autobús y avión. Sus padres estaban separados y ella se había criado con su padre, antiguo chef de un restaurante que se había establecido por su cuenta con un carrito de comida callejera. Ella había aprendido el oficio ayudando a su padre.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, se quedó muy preocupada cuando le pedimos que retirara la leche y los cereales, que no íbamos a consumir. Toda su queja era que no se lo hubiéramos dicho la noche anterior, y nos hizo prometer que no pondríamos un comentario desfavorable en Booking.
Había amanecido un día espléndido y queríamos aprovechar al máximo nuestro último día en el Parque. El fuerte viento que había estado soplando toda la noche y que nos había despertado varias veces, había barrido las nubes y las montañas brillaban. Esperábamos ver claramente el macizo del Paine, que hasta entonces solo habíamos imaginado entre las nubes.
Iniciamos el recorrido por la ruta 9, una carretera perfectamente asfaltada que conduce desde Punta Arenas hasta la frontera argentina. A poco de salir de la estancia vimos un gran rebaño de guanacos, pastando dentro de una alambrada. Pensamos que los criaban en cautividad para aprovechar su carne o su lana, hasta que vimos la facilidad con que saltaban los alambres de espino. Eran guanacos salvajes, que preferían comer los pastos destinados a las ovejas que los más secos de los terrenos libres.
A poco de entrar en el Parque Nacional, desde el mirador de Lago Sarmiento y rodeados de docenas de turistas procedentes de Puerto Natales, vimos nuestro primer cóndor volando en solitario.
Seguimos conduciendo y parando cada pocos kilómetros para hacer fotos: más guanacos, lagos, picos y, por fin, las Torres, que en aquel momento brillaban bajo un sol espléndido. Eran las imágenes ansiadas, pero a mí me gustaron más las de días anteriores, en que los picos solamente de entreveían semiocultos entre las nubes y la niebla.
De mirador en mirador y de lago en lago llegamos al arranque del sendero por el que queríamos caminar aquella mañana, con pocas pendientes y un recorrido no demasiado largo, ideal para nosotros que comenzábamos a acusar el cansancio de tantos días de viaje. Desde el aparcamiento nos acercamos primero al Salto Grande, en realidad una serie de rápidos y pequeñas cataratas que permitían que el lago Nordenkjold desaguara en el lago Pehoé.

Desde allí, por un sendero más estrecho y mucho menos concurrido, seguimos paseando en medio de una vegetación arbustiva muy variada (chauras, calafates, misarguillos) y de árboles calcinados.
Los tres últimos incendios de grandes proporciones fueron causados por las imprudencias de sendos turistas: un japonés, un checo y un israelí, que encendieron fuego incumpliendo la normativa del parque nacional. En 2005, un excursionista checo derribó por accidente una estufa de gas; en el incendio consiguiente se quemaron quince mil hectáreas de bosque de crecimiento lento. El gobierno checo pidió disculpas oficialmente y financió la repoblación de treinta mil árboles en las zonas quemadas. En 2011 fue un turista israelí el que quemó papel higiénico en mitad de un bosque a orillas del lago Grey, ardiendo diecisiete mil hectáreas. Pocos meses después, un japonés causó un incendio todavía mayor al dejar una colilla mal apagada en una zona en la que estaba prohibido fumar. Todavía se está esperando la reacción de los gobiernos israelí y japonés.
Llegamos así al final de sendero, el llamado Mirador de los Cuernos, en el que se contemplaba un primer plano del macizo del Paine sobre las aguas turquesas del Nordenkjold. Más de una hora nos quedamos allí, disfrutando del paisaje y haciendo fotos.
A poco de comenzar el regreso hacia el estacionamiento, oímos una llamada que podía ser de algún pájaro y que se repetía cada poco rato. Buscando entre la maleza, vimos el causante en lo alto de una colina: un zorro gris, al que allí llaman chilla. Según nos explicaron unos chilenos, la madre dejaba a sus crías solas cuando se iba de caza y cuando regresaba las llamaba con aquel chillido tan agudo.
En el aparcamiento nos comimos nuestro habitual bocadillo de queso y salchichón, que eché de menos los primeros días de vuelta en Cádiz, y reanudamos nuestro recorrido en coche. Desde la carretera vimos un hotel con buena pinta y pensamos entrar a tomar un café; era el Explora Patagonia Salto Chico. Nos costó encontrar el acceso principal, discreto como si fuera la entrada de servicio. Dentro no había mostrador de recepción, y nosotros seguimos avanzando por un largo pasillo. Al encontrarnos con un chico vestido con un forro polar del hotel, le preguntamos dónde estaba la cafetería para poder tomar un café. Nos acompañó hasta un salón con una cristalera enorme, orientada hacia el lago Pehoé y el macizo del Paine, y le indicó al camarero que nos atendiera.
El camarero nos trajo la infusión y el agua con gas que le pedimos, acompañadas con pastelillos y pistachos. Se acercó varias veces a nuestra mesa por si queríamos algo más y, cuando le dijimos que la infusión estaba muy rica, nos trajo una bolsita de las mismas hierbas, regalo de la casa para que nos recuerden cuando regresen a su país, según nos indicó.
Estuvimos un buen rato disfrutando de las vistas y el mismo camarero nos explicó cuáles eran cada uno de los picos que veíamos enfrente: Paine Grande (el de mayor altura, con más de tres mil metros sobre el nivel del mar), Paine Chico, Torres del Paine, Cuernos del Paine, Cerro Fortaleza, Cerro Catedral y Cerro Escudo.
Cuando le pedimos la cuenta pensando en el palo que nos iban a pegar, nos dijo que aquel era un hotel “todo incluido”, que no tenían caja y que estábamos invitados. Supongo que le recordamos a sus padres y decidió tener un detalle con un matrimonio tan mayor y tan despistado.
Luego busqué el hotel en internet y vi que la habitación costaba tres mil euros por noche, que la estancia mínima era de tres noches y que el precio incluía, por supuesto, pensión completa y barra libre; todas las excursiones que se organizaban diariamente y hasta los traslados a y del aeropuerto de Punta Arenas, a más de trescientos kilómetros de distancia.
Con tan buen sabor de boca abandonamos el Parque y nos dirigimos a la estancia en la que estábamos alojados, desde la que al día siguiente emprenderíamos el regreso a Puerto Natales, Punta Arenas, Santiago y, finalmente, Cádiz. Comenzábamos a ver el final de nuestro viaje.
Por la mañana condujimos hasta Puerto Natales, donde devolvimos el coche de alquiler, y tomamos un autobús al aeropuerto de Punta Arenas. Como era Nochebuena y temíamos no encontrar nada abierto al aterrizar en Santiago, en el mismo bar del aeropuerto compramos unas empanadillas y unos sándwiches de pan de miga que serían nuestra única cena.
Tuvimos la suerte de que la casi totalidad del vuelo de vuelta a Santiago transcurriera antes de la puesta del sol. Eso, y el haber elegido asientos en el lado derecho del avión, nos permitió disfrutar durante más de una hora de unas vistas irrepetibles. Sobrevolamos los campos de hielos patagónicos, que se extienden entre los Andes y el mar a lo largo de más de mil kilómetros, y que son los que impiden la comunicación por tierra entre el norte y el sur de Patagonia.
Desde la comodidad y la relativa seguridad de un asiento de avión se apreciaba perfectamente la inmensidad y el salvajismo de las cordilleras. A lo lejos se veían cientos, quizás miles, de picos cubiertos de nieve, de los que descendían glaciares y ríos que desembocaban en un laberinto de lagos y fiordos. Parecía imposible explorar aquel territorio sin límites y a mí me gustaba pensar que muchos de aquellos valles glaciares no habían sido nunca pisados por el hombre y que nadie había escalado gran parte de aquellos picos.
Ahora me daba cuenta de que los lugares tan impresionantes que habíamos recorrido días antes (el volcán Chaitén, el glaciar de San Rafael, las Torres del Paine) no eran sino una mínima parte de aquel inmenso país.
Podía seguir hablando de nuestro regreso a Santiago, de la Casa de la Memoria, de las innumerables librerías, del barrio París-Londres, del Yungay o de la Peluquería Francesa, pero creo que con esto es suficiente. Si estos cuadernos os han abierto la curiosidad, solo me queda recomendaros que viajéis hasta allí.
Pero esa sería otra historia y no seré yo quien la cuente.