viernes, 29 de enero de 2016

Turkmenistán y el desierto negro

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

Pese a los estragos de la fiesta de despedida de Bazrom, a la mañana siguiente nos tuvimos que levantar a la hora prevista para salir hacia Turkmenistán; en eso Marc era implacable.

Una de las consecuencias malignas de la desaparición de la URSS ha sido la creación de fronteras internas donde no las había. En los tiempos soviéticos los ferrocarriles y las carreteras del largo alcance se trazaban en función de la geografía física, buscando las distancias más cortas y las rutas más sencillas. Pero cuando lo que era un solo estado se dividió en por lo menos quince, entró en escena la geografía política.

Así, para llegar de Khiva a Dashoguz, lo que en tiempos de Stalin era una carretera decente de unos setenta kilómetros ahora queda cruzada en numerosos puntos por la línea fronteriza, por lo que la habían clausurado. El recorrido se ha convertido en una carrera de obstáculos por caminos vecinales, con un complicadísimo paso de fronteras en medio.  Si alguna vez habéis circulado por las vías de servicio de los canales de regadío del Campo de Cartagena en tiempo de sequía os haríais una perfecta idea del paisaje.

Llegamos por fin al puesto fronterizo con Turkmenistán, en mitad de la nada. Ni una gasolinera, ni un bar, ni tiendas, nada de lo que habitualmente caracteriza a una frontera. Lógico, por otra parte, si tenemos en cuenta que hasta 1991 no había ningún control fronterizo, ya que ambos países formaban parte de la URSS. Una casita para la policía y la aduana, una verja cerrada con candado y dos coches viejísimos formaban el decorado en el lado uzbeko. Al otro lado de la verja, medio kilómetro de tierra de nadie, y al fondo una marquesina tipo peaje de autopista pero con la bandera turcomana en lo alto. Ni que decir tiene que la verja se limitaba a los seis o siete metros de ancho de la carretera y un par de metros más a cada lado; a continuación se extendían los campos cultivados, por los que parecía bien fácil cambiar de país sin ningún tipo de control, como venían haciendo los pastores nómadas desde que la raza humana llegó a estas tierras.

Cumplidos los trámites de salida, cruzamos andando la verja uzbeka y nos fuimos embarcando de tres en tres en unos taxis sin matrícula que nos llevaban hasta la verja turcomana, ya que los vehículos uzbekos no podían cruzar a Turkmenistán ni viceversa. Los primeros momentos fueron de cierta tensión, hasta que llegaron por un lado Marc con el visado colectivo, y por otro Valentina, nuestra pizpireta guía turcomana, con el microbús que usaríamos el resto del día.

Más de una hora nos llevó el cruce de la doble frontera, hasta que nos dejaron subir al microbús y seguir viaje hacia Dashoguz. La ciudad, de unos ciento sesenta mil habitantes, era la tercera de Uzbekistán, pero su único y escaso interés radicaba en su cercanía a Konya-Urgench. Barrios de viviendas colectivas de estilo soviético, calles polvorientas, coches decrépitos, ni un árbol.

En la Avenida Türkmenbaçy, personaje del que hablaré más adelante, estaba el terrible Hotel Uzboy. Si la fachada era horrorosa, el interior era peor. Bastaría con decir que hoy en día, y después de sufrir una renovación a fondo, TripAdvisor sigue considerándolo un hostal, no un hotel. Cuando estuvimos nosotros creo que era el peor hotel que he conocido en mi vida. No por la lentísima recepción, ni por la espantosa decoración del vestíbulo, ni por la capa de polvo que cubría los muebles, sino por la habitación en sí. Menos mal que Marc nos había advertido que el hotel era malo, pero que era el mejor de la ciudad. ¡Cómo serían los demás!

De entrada, en la habitación no había luz, aunque encima de la cama colgaba un cable con una bombilla desnuda. Las cortinas de las ventanas estaban rasgadas, medio descolgadas; el colchón hundido, y las sábanas no quisimos ni mirarlas; en cuanto entramos decidimos que usaríamos nuestros comodísimos sacos sábana de seda natural, comprados hacía muchos años en Vietnam. Pero lo peor era el cuarto de baño, que sería mejor describir como letrina. Las marcas en el suelo mostraban que algún día hubo allí un inodoro, pero lo que quedaba cuando llegamos era un simple agujero nauseabundo en el suelo, conectado directamente con la red de fecales del edificio. Y no es que no hubiera luz, es que se habían llevado hasta la bombilla y el casquillo, cortando limpiamente los cables que bajaban del techo.

Decididos a montarle un poyo al recepcionista, a Marc, y al lucero del alba si hacía falta para que nos cambiaran de habitación, volvimos a bajar al vestíbulo con nuestras mochilas. Coincidimos allí con varios compañeros de viaje y comprobamos que todas las habitaciones eran de un nivel parecido. Resignados, subimos otra vez las mochilas, decididos a no abrirlas, a no lavarnos (total no había agua…), a pasar la noche como pudiéramos y salir de aquel horror lo antes posible.

Mientras el resto del grupo se quedaba despotricando en el vestíbulo, Marc, Valentina, una pareja de vascos y yo nos acercamos al mercado central a cambiar unos cuantos dólares (no muchos) en manats turcomanos, otra de esas exóticas divisas que en España solo valen como recuerdo, o como decoración de alguna tasca. Después de un paseo de media hora por la Avenida de los Soviets y la calle Karl Marx llegamos al mercado central, donde en una tienda de alfombras negociamos una tarifa razonable y procedimos al cambio. El recuento fue a mano, los que nos llevó mucho más tiempo que en Tashkent. Por cincuenta dólares me dieron algo más de un millón de manat; entre todo el grupo creo que reunimos unos diez millones. Y los billetes mayores eran de diez mil manat, o sea que nos llevamos más o menos mil billetes en un par de bolsas de plástico. Para no volver andando con ese dineral, contratamos a cinco motoristas que en un momento nos devolvieron al hotel.

Recogimos al resto del grupo y con el microbús nos fuimos todos juntos a comer al único restaurante decente de la ciudad, el Nadira. Situado en lo que parecía un barrio elegante, creo que estaba más orientado al negocio de bodas, bautizos y comuniones, porque no había mesas de dos o cuatro comensales, sino largos tableros cubiertos de manteles blancos raídos, en cada una de los cuales se podían sentar treinta o cuarenta personas. Disfrutamos de un típico menú turcomano, a base de pinchos de cordero, arroz pilav, pan y cerveza Baltika.

Aunque Marc nos ofreció volver un rato al hotel para echar una siesta antes de salir para las ruinas de Konya-Urgench, la negativa fue unánime: preferíamos afrontar el calor abrasador del mediodía antes que tumbarnos en los camastros infectos del hotel. O sea que alargamos un poco la comida con un té y algo de vodka, y la siesta la echamos en el microbús mientras recorríamos los cien kilómetros que nos separaban del parque arqueológico.

Konya-Urgench fue la capital de Khoresmia durante el imperio aqueménida, hasta la llegada de Alejandro Magno. Su importancia –que luego heredaría Khiva- derivaba de su situación en medio de un inmenso oasis y en el cruce de la Ruta de la Seda con otra ruta comercial de gran importancia, la que comunicaba el Océano índico con el Mar Báltico, a través de Moscú.

Hoy en día no es más que una inmensa ruina, con algunos edificios militares o religiosos razonablemente conservados, aunque en su momento de máximo esplendor se la apodaba “la ciudad de los mil sabios”, y hasta el mismo Avicena vivió allí. Como tantas ciudades de la zona, fue arrasada por Genghis Khan y reconstruida por los timúridas, de cuya época eran los mejores edificios que seguían en pie.

En una extensión de más de seiscientas hectáreas de estepa, cubiertas en gran parte de escombros, se distribuían los restos de mezquitas, caravanserías, madrazas, minaretes, fuertes, canales y mausoleos construidos en los siglos XI a XIV. Pero después de las maravillas que habíamos visto en Samarkanda y Bukhara, lo cierto es que Konya-Urgench nos pareció bastante poca cosa. Eso sí, reticentes a volver al Hotel Uzboy, estiramos la visita todo lo que pudimos, hasta que se puso el sol y no nos quedó más remedio que regresar a Dashoguz.

Para cenar la única opción era repetir restaurante y menú. Al llegar al hotel tuvimos suerte, había vuelto la luz, por lo que no tuvimos que acostarnos a oscuras. Eso sí, lo hicimos encima de la cama desvencijada y protegidos por nuestros sacos. Al cuarto de baño ni entramos, ya habíamos tenido la precaución de ir al del restaurante. A la mañana siguiente, sin siquiera lavarnos la cara, recogimos nuestras mochilas y bajamos a desayunar unos buenos vasos de té con pan recién hecho, antes de salir hacia el aeropuerto a coger un avión para Ashgabat, la capital del país.

Durante el vuelo pudimos darnos cuenta de la inmensidad y dureza del desierto de Karakum o Kara Koy, muy apropiadamente llamado “el desierto negro”. Todo lo que se veía desde el aire era negro, o al menos marrón oscuro, salvo las líneas grisáceas que marcaban los cauces secos de antiguos ríos. Ni una ciudad, ni un oasis, ni una carretera, nada que rompiera aquella enorme extensión aparentemente inhabitable. Se entiende así que no haya restos de ocupación humana anteriores a la llegada de las tribus turcomanas hacia el siglo XI.

Según leí luego, la pluviosidad media del país es de doscientos milímetros al año, frente a seiscientos cincuenta en España. Pero en Turkmenistán casi toda se concentraba en los meses de primavera, en las montañas que lo separan de Irán.

También desde el aire tuve la suerte de avistar, muy lejos, el lago costero de Kara Bogaz, cuya misteriosa desaparición utiliza Frank Westerman en “Ingenieros del alma” para hacer una descripción espeluznante del régimen estalinista, en el que los escritores eran obligados a escribir narraciones épicas sobre las grandes obras de ingeniería, muchas veces sin sentido. Como decía una canción de la época: "Los ríos soviéticos van hacia donde los bolcheviques sueñan".

En cuanto a la historia de Turkmenistán, no tengo mucho que contar; aunque nominalmente formó parte de los imperios aqueménida, macedonio, sasánida, romano y parto, como ya he dicho más arriba no hubo población relevante hasta que llegaron en el siglo XI los oghuzes, pastores de caballos de culturan turca que se limitaron a ocupar los bordes de desierto. Sufrió luego las invasiones de Genghis Khan y de Timur, volviendo después durante varios cientos de años a un vacío histórico. La conquista rusa de finales del XIX puso de nuevo este territorio en el mapa. Consiguió la independencia en 1991, tras la disolución de la URSS.

Y es entonces cuando hace su aparición el personaje de Türkmenbaçy, del que más arriba prometí hablar. La transición política de la independencia no se puede decir que haya sido traumática. Nacido como Saparmyrat Nyýazow, de muy pequeño se quedó huérfano, y es muy probable que sufriera malos tratos en el orfanato, a la vista de su comportamiento posterior. Educado por el estado, se tituló como ingeniero en Leningrado, y fue escalando poder dentro del partido comunista turcomano hasta que en 1985 lo nombraron secretario general. Con la independencia del país pasó directamente a presidente, y comenzaron veintiún años de dictadura solo comparable a la saga familiar de Corea del Norte.

Entre otras perlas, se autoproclamó Türkmenbaçy (que en castellano se podría traducir como padre o jefe de los turcomanos), y luego dio ese nombre a Krasnodovsk, la segunda ciudad del país, al mes de enero y a un meteorito que cayó en el desierto y que luego fue fundido y utilizado en la construcción de cientos de estatuas del líder. Pero no quedó ahí su culto a la personalidad. Debía de querer mucho a su madre, Gurbansoltanedzhe, porque le puso su nombre al mes de abril y al pan. Lógicamente, declaró fiesta nacional el día de su cumpleaños, y escribió un libro sobre educación para la ciudadanía, que había que saberse de memoria para obtener el título de bachiller o el carnet de conducir. A cambio, aseguraba que había llegado a un trato con el mismo Allah por el cual quien se lo leyera tres veces entraría directamente en el paraíso. Y para que lo pudieran leer los extraterrestres, en 2005 envió una copia al espacio.

En el apogeo de su locura, ordenó cerrar los hospitales, ya que afirmaba que los enfermos se curarían solo con acercarse al gran Türkmenbaçy.

Por suerte para nosotros, cuando estuvimos allí había muerto hacía poco más de un año, y su sucesor e hijo no reconocido Kurbanguly Berdymukhamedov, que acababa de ganar las elecciones presidenciales con un 89% de los votos y una participación récord, todavía no había terminado de afianzarse en el poder. Desde un punto de vista europeo se nos hace difícil entender cómo puede subsistir un régimen tan dictatorial sin continuas protestas en la calle ni un boicot internacional. Pero cuando leemos que los principales ingresos del país, controlados por el gobierno, vienen de la exportación de gas y petróleo, se entiende el silencio interesado de otros gobiernos y la sumisión de sus súbditos, que aunque sufren un 60% de desempleo se rigen todavía por lealtades tribales a jefezuelos locales comprados con el dinero del petróleo. No olvidemos que la mayor parte de la población sigue dedicándose al pastoreo nómada.

Después de la experiencia en Dashoguz nos temíamos lo peor en cuanto al alojamiento, pero la verdad es que el hotel Nissa equivalía a un cuatro estrellas europeo. Nos duchamos con alegría, nos cambiamos de ropa, y salimos a recorrer la ciudad.

Vaya por delante que en Ashgabat, fundada por los rusos a principios del XIX y arrasada por un terremoto de fuerza nueve en 1940 y luego por las reformas de  Türkmenbaçy, no quedaba ni un barrio viejo ni un edificio antiguo. Todo era nuevo, reluciente diría yo, construido por el dictador recién fallecido, y cubierto de mármoles y dorados hasta la locura. Y qué mayor locura que sus estatuas, omnipresentes y siempre doradas.

La más significativa de todas es la construida en lo alto del Arco de la Neutralidad, fabricada con una aleación de oro y el metal fundido de un meteorito, y dotada de un mecanismo giratorio que la mantenía permanentemente orientada al sol, para que no cayera la sombra sobre la cara del Padre de Todos los Turcomanos. A la noche el propio Arco se iluminaba con colores cambiantes,  cual gigantesca discoteca. Por si no os lo creéis, ahí van cuatro fotos tomadas en un intervalo de menos de un minuto.

Después de admirar el Palacio Presidencial, el Parlamento, el Teatro Nacional y el Ministerio de Cultura, en forma de libro abierto, y no de cualquier libro, sino del escrito por el propio Türkmenbaçy, estábamos algo más que hartos de monumentos oficiales, por lo que María y yo nos fuimos a dar una vuelta por el mercado municipal.

Instalado en una gran nave de mármol blanco, impecable, amplio, el colorido de las verduras expuestas y sobre todo las vestimentas tradicionales de todas las vendedoras y muchas de las compradoras le daban un encanto especial.

El tocado de las turcomanas me recordaba un poco al de las princesas de los cuentos infantiles: Un enorme moño cilíndrico forrado con una tela estampada, que luego caía sobre la espalda. De todas maneras, lo mejor del mercado era el caviar del Caspio, que se podía comprar a precios muy asequibles. Nosotros compramos un tarro pequeño del de menor categoría, y luego nos lo tomamos en la habitación del hotel. Lástima de una botellita de champán francés, o por lo menos de cava catalán. Me daba un poco de cargo de conciencia tomar aquella maravilla acompañado de una simple botella de vodka. Eso sí, el vodka era de marca Türkmenbaçy, y su etiqueta ostentaba una foto del difunto dictador, al igual que los sellos de correos y todos los billetes de banco.

Al anochecer, y para compensarnos del infame hotel de Dashoguz, Marc nos ofreció un recorrido en autobús por las grandes avenidas sin ningún tráfico y las nuevas urbanizaciones de Ashgabat. Allí vimos centros comerciales, mezquitas, bloques de viviendas de lujo en los que aparentemente no vivía nadie, mezquitas y edificios oficiales, todo vivamente iluminado en colores, en claro contraste con las restricciones energéticas de Dashoguz. Y no quiero ni pensar lo que podían ser los pueblos pequeños y las aldeas turcomanas, que no sé por qué me imagino en plena Edad Media.

A la cena pudimos probar por primera vez en todo el viaje un pescado en condiciones. Se trataba de un delicioso esturión del Caspio horneado dentro de una costra de masa de pan, como si fuera una tempura muy consistente.

A la mañana siguiente cogimos el autobús y salimos rumbo a la frontera iraní. En las afueras de la ciudad nos encontramos el primer control; a partir de allí estaba prohibido el paso de toda persona que no llevara un pasaporte en vigor y un permiso de salida, estableciéndose de hecho una tierra de nadie de casi cincuenta kilómetros de ancho. Me acordé entonces de la magnífica novela semibiográfica de Josef Martin Bauer, “Tan lejos como los pies me lleven”. Su protagonista, Clemens Forell, un soldado alemán arrestado por los rusos durante la segunda guerra mundial, huye de un campo de trabajo en la punta nordeste de Siberia para caminar más de catorce mil kilómetros justo hasta la frontera que estábamos a punto de cruzar.

Ya la víspera nos había recordado Marc el código de vestuario iraní. A los hombres no nos afectaba demasiado (prohibidos los pantalones cortos o las camisetas de tirantes, prendas que no suelo utilizar), pero para las mujeres se complicaba bastante. En aquel calor asfixiante tenían que llevar los brazos tapados hasta las muñecas, el cabello cubierto, pantalones hasta los tobillos y algún tipo de falda amplia que les ocultara culo y caderas. Volveremos sobre ello más adelante, pero nunca olvidaré la escena en el edificio de la aduana turcomana, a cien o doscientos metros del control iraní, con el aduanero aconsejando a mis compañeras sobre lo apropiado de su vestuario. El riesgo, si no vestían correctamente, era que las rechazaran en la propia frontera.

Nos despedimos de Valentina, que me confirmó que se llamaba así en recuerdo de Valentina Tereskova, la primera mujer que viajó al espacio. Nuestra Valentina decía que había nacido en el XXV aniversario del viaje espacial de su homónima, lo que le daría una edad de veinte años, cosa que no me creo. Me inclino más por pensar que su coquetería había encontrado una manera muy original de quitarse años.

Lo importante era que por fin abandonábamos Turkmenistán y entrábamos en Irán, uno de los tres países integrantes del famoso “eje del mal” de George W. Bush.

Pero eso es otra historia.


viernes, 22 de enero de 2016

Khiva, el oasis perdido

Siquieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pinchaaquí.

En los relatos anteriores hemos hablado de Tashkent, de Samarkanda y de Bukhara. Pero Khiva… Khiva es otra cosa. De entrada por lo aislada que está, en medio del desierto de Kyzil Koy, en lo que en su día fue el delta formado por la desembocadura del Amu Daria en el Mar de Aral. Cuenta la leyenda que la primera vez que el ejército zarista intentó conquistarla, tuvieron que regresar después de meses de recorrer el desierto en su busca, sin encontrarla.
 
A nosotros no nos costó tanto, con nuestro flamante autobús chino, pero las siete horas de carretera, fundamentalmente a través del desierto, no nos las quitó nadie. En cuanto salimos del oasis de Bukhara no había nada, más allá de algunos matojos y la arena que en ocasiones cubría la carretera recta e inacabable.
 
Muy de tarde en tarde avistábamos alguna aldea de pastores nómadas, que se confundía con las dunas. Ni siquiera cuando nos acercamos al cauce del Amu Daria cambió el paisaje. Salvo una estrecha franja de un kilómetro de ancho en torno al río, todo era arena y más arena. A nuestro lado, el desierto de Kyzil Koy, al sur del río el de Kara Koy.
 
Cuando llegó la hora de comer paramos en uno de los poquísimos restaurantes de la ruta, básico como no me podía imaginar. Nos sentamos sobre unas alfombras en el suelo del comedor, como auténticos nómadas, porque allí no había ni mesas ni sillas. Lo malo era que las alfombras no eran de auténtica lana, sino acrílicas, mucho más baratas, y resultaban casi insoportables en aquel calor abrasador, calculo que muy cercano a los cuarenta y cinco grados. Y ¿qué creéis que nos trajeron de comer, como menú único? ¿Pinchos de cordero con arroz? ¡No! ¡Tenían pescado del Amu Daria! Después de una semana a dieta de cordero habríamos recibido con alborozo cualquier comida que nos sacara de la rutina, pero la perspectiva de comer pescado, y además de un río tan cargado de historia, nos animó y nos sirvió para soportar los noventa minutos que tardaron en servirnos.
Con una cuenca de más de trescientos mil kilómetros cuadrados y una longitud de dos mil quinientos, es mayor río de Asia Central, y creo que el mayor del mundo que no desemboca en el mar. Cruza y da vida a Afganistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Para que nos hagamos una idea, la cuenca del Ebro tiene la cuarta parte de extensión.
Conocido por griegos y romanos como Oxus, dio nombre a la Transoxiana, la estepa desértica, inhóspita e ilimitada que se extendía al norte. Alejandro lo utilizó como frontera norte de su imperio, ante la imposibilidad de someter a los nómadas que vivían al otro lado. Para entender lo remoto que es, pensemos que hasta los años veinte del siglo pasado no se editó un mapa completo de su recorrido.
Cuando más entusiasmados estábamos comentando la historia del río y de la zona, nos trajeron por fin el pescado, que aunque requemado e insípido nos supo a gloria. Después de la comida volvimos encantados al autobús, a echar la siesta adormecidos por el aire acondicionado, mientras el chófer seguía tragándose kilómetros de desierto.
Llegamos por fin al antiguo delta del Amu Daria, que en sus momentos de esplendor estuvo cubierto de árboles, y que hoy en día sigue siendo relativamente fértil y alimenta a los habitantes de Khiva, aunque ha perdido gran parte de su extensión. Comprendimos entonces la importancia de esta ciudad en la Ruta de la Seda, al menos desde el siglo X, cuando ya se la mencionaba en los itinerarios. Nunca fue la capital de un imperio ni un gran centro religioso o de erudición; a lo máximo que llegó fue a sede del khanato de Jorasmia en el siglo XVI, y aun así solo después de la decadencia de Urgensch por un cambio de curso del Amu Daria. Pero era una parada obligatoria para todas las caravanas, ya que era el único oasis relevante entre Bukhara y el Caspio, un recorrido de más de mil kilómetros.
Si la entrada en Bukhara nos impresionó por las murallas de la ciudadela, en Khiva era todo el casco antiguo el que estaba amurallado, en un perímetro de unos tres kilómetros solo interrumpido por las puertas. Las murallas, con base de piedra y altos terraplenes de tierra recubierta de adobe, perfectamente almenadas y reforzadas por torres cada cien metros, parecían totalmente inexpugnables.
Nuestro hotel, el Arkanchi, estaba situado dentro de las murallas, junto a la puerta oeste, al lado del minarete truncado de Kafta Minor. Tenía pinta de haber sido una caravansería, por el amplio patio central al que se abrían las habitaciones y por el portón de madera claveteada, de por lo menos diez centímetros de espesor, por el que no era difícil imaginarse la entrada de las caravanas de camellos, cargadas de mercancías de cualquier parte de Asia Central, o incluso de más allá. Las habitaciones podían haber sido las de cualquier casa de comerciante acomodado de principios del siglo pasado. Pilares y vigas de madera, muros de adobe encalados con zócalos de azulejos, puertas y ventanas con cristales de colores, alfombras y cojines por todas partes… Lástima que el encanto se viera enturbiado por una cierta falta de limpieza y un aire acondicionado que fallaba con demasiada frecuencia. Pero no se puede tener todo. Por lo que me han contado otros viajeros, dos años después de nuestra estancia sufrió una reforma a fondo, que lo hizo mucho más cómodo pero le borró esa patina decadente que era su principal atractivo.
Antes de cenar todavía pudimos dar una vuelta por los alrededores, para ver los últimos rayos del sol reflejarse en los minaretes y cúpulas cubiertas de azulejos turquesa dispuestos en franjas. Subimos al minarete más cercano, desde cuya terraza superior se veía perfectamente las bóvedas color tierra del casco viejo, las murallas, y las viviendas unifamiliares con jardines de la parte nueva. Más allá se divisaba la mancha verde del oasis y a lo lejos la vista se perdía en los tonos ocre del desierto.
La llamada del muecín a la oración del Magrib nos recordó que en el hotel estaban a punto de servir la cena, o sea que dejamos la visita al resto de la ciudad para el día siguiente.
Después de una noche con un calor asfixiante, que obligó a más de uno a abandonar la habitación e intentar dormir en las alfombras de los porches que rodeaban el patio, en cuanto amaneció salimos a recorrer el casco antiguo, intentando aprovechar las primeras horas del día, relativamente más frescas.
Empezamos la visita por el pozo de Hewvakh, que según la leyenda fue excavado por Sem, el hijo de Noé, y en torno al cual se construyó la ciudad. Aunque una placa recoge esta historia al lado del pozo, me parece bastante poco creíble, ya que se supone que Noé y su familia se bajaron del Arca en el monte Arafat, en la actual Turquía, a unos dos mil quinientos kilómetros de distancia. Pero si creemos lo que dice la Biblia de que Noé alcanzó la edad de novecientos cincuenta años, y que él mismo tuvo su primer hijo después de haber cumplido los cien años, puede que le hubiera dado tiempo de llegar hasta aquí…
Pero en Khiva, además de este curioso pozo, había muchas más cosas que ver: la madraza de Amin Khan, el palacio Tash Hovli (antigua residencia de los khanes), la mezquita del viernes,  la ciudadela de Kunya Ark, el mercado al aire libre…
Como en capítulos anteriores, tampoco voy a entrar aquí en una descripción detallada de cada monumento. Me limitaré a los que más me gustaron: la mezquita y dos de los minaretes.
Cuando estuve allí el minarete Islam Khodja, cuyo nombre significa “santo islam”,  era la construcción más elevada de toda la ciudad, ya que su altura de cuarenta y cuatro metros equivale casi a la de un edificio de quince pisos; espero que siga siéndolo durante muchos años. Pero no era su altura lo que lo hacía tan atractivo, sino su sencilla forma troncocónica y las cenefas de azulejos blancos y azules que se iban alternando con los ladrillos ocres. Entre esta decoración se distinguían los ventanucos que daban algo de luz a la escalera de caracol por la que se podía subir hasta el balcón, coronado por una cúpula, que se seguía usando cinco veces al día para llamar a la oración. Menos mal que  también aquí lo hacían a viva voz, sin esa megafonía que atruena otras ciudades.

También me gustó mucho la Mezquita del Viernes, que aunque se terminó de construir en el siglo XVIII tenía un encantador aire íntimo y pueblerino, quizás por su pequeño tamaño y los más de doscientos pilares de madera carcomida que sostenían su cubierta. Estos pilares, algunos del siglo XIV,  y la iluminación natural que proporcionaba el pequeño patio central me daban la sensación de estar en el interior de un bosque.
Otro minarete que me llamó la atención fue el Kalta Minor, situado frente a la madraza. Cuenta la leyenda que cuando empezó a construirse pretendía superar ampliamente a cualquier otro de Uzbekistán, o como se llamara entonces este país. Su principal rival era el minarete Kalyan en Bukhara, que tiene cuarenta y ocho metros de altura y nueve de diámetro en la base. Aunque el Kalta Minor no se llegó a terminar, si tenemos en cuenta que su base tiene un diámetro de catorce metros podría haber alcanzado fácilmente más de setenta metros de alto. No he conseguido averiguar por qué se quedó inacabado, aunque todos los indicios apuntan a la muerte del khan Muhammad Amin, que lo había mandado construir, y a la caída de la ciudad en manos rusas, de las que no salió hasta 1991.
Para terminar con este recorrido por la ciudad, qué mejor que un paseo por el mercado municipal, construido justo al lado de una caravansería todavía en uso, aunque ahora albergaba tiendas de artesanía y telares, ya no quedaban camellos, y lo que entraba y salía por su portalón eran furgonetas cargadas de mercancías.
El nuevo mercado, instalado en unas naves industriales de la época soviética, chirriaba en aquel entorno medieval. Pero si no elevabas la vista y te limitabas a mirar a la gente y a lo que se vendía, podías fácilmente retroceder unos cientos de años en el tiempo. Ancianas hermosísimas y atemporales como la de la foto, pastores tocados con tepek (esos gorros de astracán que solemos asociar a los cosacos), ovejas vivas y en canal, herreros con su fragua, charlatanes intentando vender remedios infalibles contra cualquier enfermedad, hornos de barro en mitad de la calle en los que se elaboraba el pan sobre la marcha, burros cargados de leña, puestos donde se freían samosas o se asaban pinchos morunos…
 
Las horas de más calor de la tarde las pasé en un café internet ubicado en un edificio de adobe que antes debía de haber sido una mezquita o una madraza, intentando despachar por correo electrónico algunos asuntos de trabajo, que me habían perseguido hasta aquella ciudad remota. La calidad de las conexiones iba pareja con el aspecto del edificio.
 
Como aquella era nuestra última noche en Uzbekistán, Bazrom decidió ofrecernos una despedida memorable antes de retirarse a visitar a alguna de sus novias. En la azotea del hotel organizó una cena de despedida a base de pollo asado con verduras y un pan excelente, regada con vodka más que abundante. Después de los postres todavía nos obsequió con unos canutos magníficos, enormes, elaborados con un hachís tan potente como el mítico afgano que ocasionalmente llegaba a Madrid en los años setenta, mucho más fuerte que el habitual kif marroquí.
Esa noche dormimos de un tirón. Falta nos hacía, porque al día siguiente nos esperaba un largo recorrido hasta la frontera turcomana, las ruinas de Konya-Urgensch y la infame ciudad de Dashoguz.
 
 
 
 

El Hombre que Susurraba a los Caballos.

¿Acaso es tan difícil de entender que solamente se necesita un lugar suave en el que caer?
En ocasiones la gente sólo busca un lugar tranquilo en el que refugiarse, estar. No habría que darle más vueltas. Podríamos, incluso, tomar como ejemplo a los perros; ellos se acurrucan en tu costado a la menor ocasión buscando un lugar tranquilo en el que reposar un poco, en el cual sentirse un poco seguros, en el que abandonarse a cualquier amenaza. Acaso ¿no has tenido en tu regazo a un pequeño peludo aterrado en días navideños de petardos?. No nos sintamos mejores que un perro. Ese podría ser un buen punto de partida vital para un humano.

Vamos por la vida sacando pecho. Vamos intentando ocupar más espacio del que nuestro cuerpo desaloja y vamos intentando dejar una permanencia tras de nosotros que ni se ajusta a nuestro volumen. Vamos desalojando materias del lugar que residen por el simple hecho de sentirnos protagonistas, mejores que esa materia que desalojamos o así lo creemos. Pero… es posible que ese desalojo provoque que alguien solamente quiera encontrar un lugar en el que descansar.

Si sumamos el dolor de una hija al de una madre, si sumamos la necesidad de comprensión de dos mujeres dispares, es posible que obtengamos una bomba.

Una bomba, casi seguro, nos explotará entre las manos. ¿Sabe alguien desactivar una bomba? ¿Eh? ¿Tú? ¿Cómo? ¿Cómo dices? ¿Ah? No. Bueno. No pasa nada. No. No te preocupes. Sí. Sí, claro. Ah, eso. Sí. Va, no pasa nada; que no, que no te preocupes. Todo está bien. Sí. Sí. Te entiendo. Si te entiendo. Claro. Tú tranquilo. Eso. (Mil respuestas.)

Cuenta conmigo. Eso, cuenta conmigo si necesitas algo. Ah. Eso. (Quizás hayas leído rápido el párrafo anterior. Es posible que hasta hayas pensado que qué es lo que he escrito. Lo sé. Bueno. Te diré que he escrito lo que suele decir alguien que se presupone se ofrece a ayudar sacando pecho, pero luego se justifica la huida sintiéndose incapaz de echar una mano, sin embargo quedando de maravillas). ¿Quién ayuda a ese inseparable binomio de madrehija ahogadas en tragedias y aporta la serenidad que necesita la desactivación de una espoleta? ¡Decidme!, ¿sois capaces de construir los diálogos mentales que no se muestran en esta película? Seamos empáticos. ¿Entendamos al desbordado? ¿Somos capaces de ayudar a los que decimos ser nuestros amigos? Perdonadme. Sí, perdonadme. Y digo esto porque... otrora, la gente de nuestro tiempo éramos capaces de fundirnos con aquél que estaba en una situación anímica complicada sin juzgarlo; no pensábamos ni 'resolvíamos' con un: "Tienes que ir a un psicólogo. Te pido cita yo mismo". Los amigos estaban. Los amigos te ayudaban. Los amigos, eran amigos. Entendamos el arrebato del dolor. Al fin y al cabo… esos que lo pasan tan mal, ..., sólo buscan un lugar suave, tranquilo, comprensivo, en el que estar. Y si una recorría océanos de carreteras o de temores para encontrarte... te encontraba. Estabas. Deberías saber la razón por la que te he llamado, por la que me he acercado a ti. Lo malo de todo es que, frecuentemente, esos lugares no existen. O es posible que tú no existas. O yo. No hay lugares suaves en los que caer.
Párate, sólo atiende a esta canción: (Es más, pasa de esta canción, visiona la película entera y observa tu vida y decide en qué punto de esta paleta de colores de la vida estás tú.). https://youtu.be/5jzIL85SbrA

Si un amigo en su dolor debe buscar la ayuda en un profesional porque tú no estás... , dime, ¡dímelo...! Exacto... : Se prostituye. Paga por la comprensión y solidaridad igual, exactamente igual, que por la compañía (aunque sea sexual).
 En cambio, si estás tú... si estamos nosotros... ninguna espoleta estallará y habrá un lugar suave en el que descansar.
https://youtu.be/5jzIL85SbrA

viernes, 15 de enero de 2016

Bukhara

Si quieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pincha aquí.

Mientras que Samarkanda tenía para mí esa nota mítica que comento en el relato anterior, Bukhara me era absolutamente desconocida antes de que me planteara emprender este viaje. Mi única referencia era la de Nikolai Bukharin, un bolchevique de primera hora, editor de Pravda y aliado de Stalin en su lucha contra Trotsky, que al final fue condenado a muerte por el propio Stalin. Recuerdo perfectamente las juergas en la época universitaria con un amigo trotskista, que solían terminar al grito de ¡Abajo Bukharin! Pero resultó que el odiado Bukharin no tenía nada que ver con la ciudad de Bukhara.

En el monótono viaje en autobús desde Samarkanda, de nuevo entre campos de algodón, hicimos una desviación de sesenta kilómetros para acercarnos a Nurata, en las estribaciones más bajas de la cordillera del Pamir, un pueblo aparentemente sin interés pero cargado de historia. Los primeros registros sobre Nurata cuentan que fue fundada en el siglo III antes de nuestra era por Alejandro Magno, como base para atacar la no muy lejana Samarkanda y como puesto fronterizo entre las tierras relativamente fértiles del valle del Amu Darya y la estepa incontrolable. En lo alto de una colina todavía se conservaban los restos, muy deteriorados, del fuerte que mandó construir Alejandro.

Al pie del fuerte visitamos el manantial sagrado de Chashma, que brotó cuando Hazrat Ali, yerno de Mahoma, clavó su cayado en el suelo ¿os acordáis de un episodio similar con Moisés como protagonista? En el estanque alimentado por el manantial vivían unas truchas, supongo que también sagradas, pero que pescaban y consumían los habitantes de Nurata. Al lado se elevaba una casa de baños y la Mezquita del Viernes, en la que nos recibió el imam, que nos echó un discurso sobre los cinco pilares del islam (la fe, la oración, la preocupación por los necesitados, el ayuno, y la peregrinación a La Meca), y nos hizo entrar en la mezquita para rezar por el buen término de nuestro viaje. La verdad es que fue bastante eficaz, porque todo el grupo regresó a España sin ningún problema grave. La mezquita en sí, muchísimo más humilde que las que habíamos visto hasta ahora en Tashkent y Samarkanda, tenía el encanto de esas iglesitas románicas perdidas en las faldas del pirineo aragonés.

Desde allí podríamos haber caminado unos cuatro kilómetros hasta unos petroglifos de la Edad del Bronce, pero el sol empezaba a apretar y el programa decía que tocaba comer en Bukhara, o sea que tuvimos que dejar los petroglifos para otro viaje.

A mediodía llegamos a Bukhara, como siempre bajo un sol inclemente, y ya desde el mismo autobús nos dimos cuenta de que la ciudad era muy diferente a Samarkanda, y en mi opnión, mucho más interesante. Tras un breve recorrido por barrios residenciales de casas unifamiliares, entreverados con zonas industriales y grandes bloques soviéticos de viviendas sociales, nos encontramos de golpe con las murallas del Ark, la antigua ciudadela de los khanes o reyes de Bukhara. Durante treinta y tres siglos se han ido acumulando escombros de los edificios derruidos guerra tras guerra, terremoto tras terremoto, hasta formar un montículo de unos veinte metros de alto. Unas murallas de piedra y adobe recubren el talud, reforzado con enormes torres troncocónicas. Aunque los edificios de madera que coronaban los muros se perdieron en el incendio de 1920, la fortaleza sigue siendo impresionante, quizás por su simplicidad.


Si pensamos que cuando llegó Alejandro Magno la ciudad ya existía desde hacía unos mil años, nos será más fácil comprender cuánta historia entierran esos escombros. Bukhara ya aparece mencionada en el Avesta, el antiquísimo libro sagrado de los zoroastrianos, los adoradores del fuego, con los que nos volveremos a encontrar en los próximos relatos. Y su nombre proviene del término sanscrito Vihara, que significa templo. Así que no sería disparatado suponer que en este lugar, hace unos tres mil años, se elevaba un templo mazdeísta.

Aunque en Bukhara ya no quedan seguidores de esta antiquísima religión, algo de su espíritu pervivió entre sus muros, ya que muchos siglos después el jeque Bahautdin Nakshbandi fundó aquí la cofradía Naqshbandiya, la  más espiritual del islam sufí, a partir de las enseñanzas del gran poeta y místico Yalal al-Din Rumi, más conocido como Metvlana.

Esta ciudad, conquistada por Alejandro, destruida por Genghis Khan, reconstruida por el gran Timur, admirada por Marco Polo, tumba de los espías ingleses Stoddart y Connolly y que consiguió mantener su modo de vida y su espíritu durante la época soviética, es para mí la verdadera capital espiritual de la Ruta de la Seda.

Deseando echarnos a sus calles para empaparnos del ambiente, pasamos primero por el hotel Omar Kheyyam, en pleno centro de la ciudad vieja: cómodo, agradable, nuevo y limpio, como casi todos los de este viaje. Allí Bazrom demostró sus dotes pedagógicas; cada vez que yo le soltaba alguna de las pocas frases en uzbeko que había conseguido memorizar, me respondía lo mismo, muy serio: “tushunmadim, tushunmadim”. Así aprendí lo único que recuerdo siete años después: “No entiendo, no entiendo”. Frase verdaderamente útil en cualquier idioma, que yo recomiendo aprender justo después de la más importante: “Una cerveza, por favor”. Considero que con estas dos frases, bien administradas, se puede recorrer el mundo.

Creo recordar que esa primera tarde salimos a dar un paseo por las zonas menos monumentales de la ciudad vieja, simplemente para empaparnos del ambiente. Casas medio en ruinas, muros de adobe, higueras, mujeres horneando pan en plena calle y hombres jugando al backgammon, al que un castizo llamaría chaquete o tablas reales. Este juego, que siempre me ha interesado pero que nunca he tenido la paciencia de aprender, parece ser uno de los más antiguos del mundo, ya que se han encontrado sus piezas en Mesopotamia, excavando restos de cinco mil años de antigüedad. Su expansión por Europa llegó de manos de las legiones romanas; aparece descrito por Alfonso X el Sabio en su “Libro de los juegos de ajedrez, dados y tablas”, y luego se popularizó entre los cruzados. El caso es que los jugadores estaban embebidos en su juego y ni levantaron la vista cuando pasamos.

Ese primer paseo nos dejó a todos con ganas de conocer la ciudad más a fondo, pero acabamos yéndonos a cenar a Lyabi Haus, el mejor conservado de los estanques construidos hace siglos para almacenar agua durante las épocas de sequía. Aunque también servían para refrescar el ambiente, estos estanques eran un foco de paludismo, por lo que durante la época soviética se rellenó la mayoría de ellos. En las terrazas que lo rodeaban cenamos ¿adivináis qué? ¡Pinchos de cordero con arroz, pan y cerveza! Y todo por el ridículo precio de seis euros por persona, o sea un cuarto de millón de sum entre todo el grupo.

El ambiente, refrescado por la evaporación del estanque y amenizado por la música uzbeka que sonaba por los altavoces, era de lo más agradable, aunque observamos que prácticamente todos los clientes éramos guiris. Bazrom, antes de retirarse a visitar a su novia bukharí, nos dijo que el sitio era demasiado caro para los indígenas.

A la mañana siguiente, ya superado el desfase horario, me desperté un poco antes del amanecer, y sin esperar al resto del grupo me lancé a recorrer la ciudad. Pude así contemplar los primeros rayos solares iluminando las murallas de la ciudadela, el montaje de los puestos callejeros de melones, la oración de la mañana en la Mezquita del Viernes, la apertura de las tiendas del bazar, el barrido de las calles y el barullo de la gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, hasta que, algo cansado, me senté en la terraza de una chaikhana a tomar una taza de té con una hogaza de pan todavía caliente, recién sacada del horno de barro.

Volví al hotel justo cuando mis compañeros terminaban de desayunar, y así pude incorporarme al grupo que, dirigido por Marc, recorrería los principales monumentos de la ciudad: la ciudadela, la Mezquita Bolo Hauz, el conjunto Kalyan, Chor Minor, las medersas de Ulugbek y Abdullaziz Khan, la Mezquita Magoki-Attori y muchos más. Como de costumbre, no voy a describir cada uno de estos edificios, a cual más bellos. Solo daré algunas pinceladas, algunas anécdotas, de los que más me impresionaron.

Aunque la primera anécdota no se produjo en ninguno de estos monumentos, sino en la plaza o explanada que da entrada al minarete Kalyan, a la mezquita del mismo nombre y a las madrazas de Mini-Arab y Amir-Allimkhan. Cuando llegamos a la plaza, perfectamente caracterizados como turistas extranjeros, con nuestras mochilas, gorras, gafas de sol, cámaras de fotos, botellas de agua y demás impedimenta, nos encontramos con que estaban rodando para la televisión uzbeka un episodio de una serie de mucho éxito. El protagonista, un adolescente marisabidillo, afeaba al malo de la peli lo mal que explicaba a un grupo de turistas la historia de aquellos monumentos. Y ¿de dónde creéis que sacaron al grupo de turistas? ¡Bingo! Nos pidieron nuestra colaboración, que prestamos de muy buena gana. A cambio, el insoportable protagonista nos firmó autógrafos, aunque me temo que el mío se perdió en el camino de regreso a España. Así que puedo presumir -sin pruebas- de que soy de los pocos españoles que han participado en una película uzbeka.

El interior de la ciudadela, arrasado por un incendio hacía casi un siglo, no tenía mayor interés; los pocos edificios en pie eran meras reproducciones de los originales. Lo mejor eran las vistas de la ciudad antigua al sur y al este, y de la plaza del Registán y la mezquita Bolo Haus al oeste, con su fachada reflejada en otro de los pocos estanques públicos que se conservan.

Mucho más interesante resultaba la ciudad vieja. Sería difícil decir cuál era el edificio más hermoso, aunque si me obligaran a decidir creo que optaría por el conjunto Kalyan, ante el que habíamos actuado como improvisados extras.

La mezquita Kalyan, también llamada del viernes, y que ejercía una función equivalente a la de una catedral católica, sufrió varias destrucciones y reconstrucciones a lo largo de los siglos, y el edificio actual es del reinado de Ulugbek, que quizás quiso rivalizar con los edificios levantados en Samarkanda por su abuelo, el gran Emir Timur. Aunque parece que al final no se atrevió a tanto, y por eso construyó esta mezquita ligeramente menor que la de Bibi Khanim.
 
Una cosa que me gustaba de las mezquitas timúridas es que la zona de oración no estaba cubierta, como en otras mezquitas de épocas posteriores o en las iglesias católicas. En este caso consistía en un gran patio central descubierto, en cuyo extremo orientado a La Meca se elevaba la monumental estructura de la maqsura, la zona reservada a la máxima autoridad civil. El patio, de unos cuarenta por noventa metros, estaba rodeado de una especie de claustro, con más de doscientos pilares y unas cuatrocientas cúpulas, perfectamente visibles desde lo alto del minarete.

En el centro de la maqsura se encontraba el mihrab, el nicho profusamente decorado que señala la orientación exacta de La Meca, y hacia el que se dirigen las oraciones. La cúpula turquesa visible desde el exterior, apoyada en un tambor dodecaédrico cubierto de azulejos, mosaicos y yeserías, servía para cubrir este espacio privilegiado.

Al otro lado de la plaza se elevaba el minarete, en una disposición exenta no muy frecuente en la arquitectura musulmana. De nueve metros de diámetro en la base, seis en la coronación, y casi cincuenta de altura, servía de orientación desde muchos puntos de la ciudad. Pagando una pequeña cantidad se podía subir por una claustrofóbica escalera de caracol hasta la galería superior, desde la que el muecín llamaba a la oración cinco veces al día. Lo de la megafonía, que en algunos países no solo transmite la llamada a la oración sino la oración completa, es, evidentemente, un invento moderno. Valía la pena, pese a lo agobiante de la subida, por la vista de pájaro que ofrecía sobre el casco antiguo, y que alcanzaba hasta el desierto que rodeaba la ciudad.

Pero como no puedo describir uno por uno todos los monumentos, si queréis conocerlos bien lo mejor que podéis hacer es visitar Uzbekistán.

Bukhara merecería varios días para recorrerla en profundidad y admirarla con calma, pero por desgracia no nos sobraba el tiempo, y durante las horas de mediodía lo mejor que se podía hacer era dormir la siesta. Solo cuando el sol empezaba a ponerse me atrevía a salir del aire acondicionado del hotel y volver a recorrer los callejones de tierra esperando encontrar, a la vuelta de cualquier esquina, otra maravilla arquitectónica.

Dos de ellas, y prometo que con ellas termino mi recorrido por Bukhara, son el Chor Minor y el Bazar Cubierto.

Chor Minor, que en uzbeko significa “cuatro minaretes”, es lo único que queda de una gran madraza, construida en el siglo XVII por el turcomano Niyakzul. Es un edificio sencillo, encantador diría yo, coronado por los cuatro pequeños y elegantísimos minaretes a los que debe su nombre. Se puede subir a la azotea sobre la planta baja, hasta llegar a tocar la base de los minaretes.

El bazar cubierto o de Abdullah Khan era otro de esos lugares mágicos, en los que podías fácilmente sentirte de regreso a la Edad Media, a la época de las caravanas, como en el Gran Bazar de Isfahán, del que hablaré más adelante. En su momento de máximo esplendor, cuando era uno de los principales mercados de seda del mundo, se juntaban allí comerciantes de todas las tribus en más de mil kilómetros a la redonda y caravanas procedentes de todos los países entonces civilizados, desde China hasta Venecia. En aquellos tiempos bulliría de gente, de vendedores,  compradores, porteadores, camelleros, aguadores y simples curiosos, que acudirían allí para hacer negocios, para entretenerse y hasta para hurtarle la bolsa al que se descuidara, aunque el Islam castiga a los ladrones con la amputación de la mano. Lo que queda en la actualidad, una cúpula iluminada por un lucernario en la que confluyen cuatro pasajes abovedados a los que se abren varias docenas de tiendas de alfombras, tapices, suzanis y pañuelos de seda, me temo que es solo un débil reflejo de lo que era hace cuatro o cinco siglos, cuando alrededor se extendían los almacenes y las caravanserías.
 
No es mal sitio para comprar una alfombra bukhari, pero no olvidemos que en Uzbekistán está prohibida la exportación de antigüedades, por lo que es imprescindible hacerse con un certificado de origen emitido por el vendedor. Por cierto, las llamadas alfombras de Bukhara, por mucho que insistan los comerciantes, en realidad no se fabrican allí, sino que las elaboran a mano varias tribus nómadas turcomanas, como los ersaris, que viven entre Turkmenistán y Afganistán. Los que sí que pueden ser de Bukhara son los llamados suzanis, tejidos de lana o algodón bordados en vivos colores con motivos florales o geométricos. Pero en cualquier caso, si tenéis intención de comprar una alfombra o un suzani, no olvidéis armaros de paciencia. Para una familia uzbeka no sería extraño dedicar un mes o dos a mirar, comparar, elegir y regatear uno de estos objetos. Y si entráis en una de las tiendas, no os preocupéis del tiempo, del idioma o de la sed; todo lo resolverá el vendedor. Preocupaos solo de no comprar algo que en el fondo no deseáis, y con lo que tendréis que cargar todo el resto del viaje.

El segundo día en Bukhara, una vez visitados los monumentos más conocidos, lo dedicamos básicamente a callejear, pero no sin antes visitar los mausoleos de Ismail I el Samánida y Bahautdin Nakshbandi .
Los samánidas eran una dinastía persa musulmana, que en el siglo IX se hicieron con el control de gran parte del actual Uzbekistán, o al menos de las principales ciudades-oasis. Una prueba de su poderío es precisamente este mausoleo, ya que la ley islámica de la época prohibía la construcción de monumentos funerarios. Pero en cuanto uno de los califas de Bagdad construyó uno para su padre, a Ismail I, emir de la Transoxiana y con residencia en Bukhara, le faltó tiempo para mandar construir uno para el suyo, fundador de la dinastía samánida. ¡No iba a ser menos que el Califa!

El mausoleo en sí es un edifico pequeño, nada impresionante: un cubo de unos cinco metros de lado coronado por una cúpula semiesférica, con una decoración muy sencilla a base de terracota y que juega con la disposición de los ladrillos para crear efectos de luz y sombra, elementos tomados de la cultura sogdiana preislámica. Lo que llama la atención de él es lo bien conservado que está después de mil doscientos años, pese a lo endeble de sus materiales.

El otro mausoleo que visitamos esa mañana fue el de Bahautdin Nakshbandi, citado más arriba como fundador de una de las cofradías sufíes de más éxito. Aunque está situado a diez o doce kilómetros del centro, me resultó mucho más atractivo que el de Ismail I. No solo porque el personaje allí enterrado, un asceta y filósofo seguidor de la rama menos rigorista del islam, me caía más simpático que el samánida, cuyo único mérito no militar es el de haber sido hijo de su padre, sino porque el mausoleo sufí continua siendo un foco de peregrinación y de devoción para muchas familias uzbekas. El lema de Bahautdin, “Allah en el pensamiento y las manos en el trabajo”, encaja perfectamente con el ora et labora de los benedictinos. Además, al elevarse sobre un antiguo santuario zoroastriano dedicado al dios del fuego, se supone que es uno de esos puntos del planeta en los que se concentran las líneas de energía.
En su mausoleo se pueden observar diversos ritos, como el de la piedra de los deseos, empotrada en uno de los muros, a la que vienen a rezar fieles sufíes de todo el país e incluso del extranjero; el de recoger agua supongo que bendita de una fuente situada dentro del recinto, o el de pasar en cuclillas bajo una rama horizontal de un árbol muy viejo, rito este último cuya utilidad desconozco, pero que también cumplí escrupulosamente. Son cosas que no hacen daño a nadie y en las que no creo, pero ¿y si fueran verdad?

Esa misma tarde ya hubo miembros del grupo que compraron su primera alfombra, como Vicente y Miguel, unos valencianos muy aficionados a los viajes, que cada noche se unían con fruición al fuego de campamento en que cada uno presumía de sus muchos, exóticos y exclusivos viajes. Hechos, eso sí, siempre en un grupo organizado por una agencia española. Dicho de otra manera, muchos de nuestros compañeros, más que viajeros, parecían meros coleccionistas de viajes. O sea que les interesaban más las fotos con las que luego aburrirían a familiares y amigos que la historia y la vida cotidiana de los países que visitaban. De hecho, muy pocos de ellos se defendían en inglés, y ni uno se molestó en aprender en todo el viaje una sola palabra de uzbeko, ruso, farsi o armenio, por lo que sus escasos contactos con los indígenas se producían ineludiblemente a través de Marc.
Al día siguiente cruzaríamos el desierto de Kizyl Kum para llegar al oasis de Khiva, pero esa es otra historia.

martes, 12 de enero de 2016

Muy merecido homenaje a la Fundación Juan March


Queridos Cinéfilos:
Estreno de la ópera "La Factoría", en el 50 aniversario FJM 

Como bien sabéis, en los "Avisos" que os envío por correo sobre oportunidades para acceder a la Cultura (desde ver Cine, con mayúsculas, en TV a asistir a la representación de una obra de teatro, pasando por referencias de conciertos, libros, conferencias o exposiciones) con relativa frecuencia os he aconsejado vivamente que acudierais a la Fundación Juan March, que es, al menos para mí y, supongo, para el público que siempre llena sus actos, la más formidable oferta cultural en Madrid, ofreciendo mensualmente, entre octubre y mayo, unos veinte conciertos, diez conferencias (sobre Filosofía, Literatura, Ciencia, Economía, Pintura, Arqueología...) y dos sesiones de Cine (en las últimas temporadas, de películas clásicas destacadas del cine mudo), actos dirigidos al público en general (mas otros conciertos y actos destinados únicamente a colegios), que se celebran en su salón principal (una cómoda sala de 283 localidades, dotadas de conexión para auriculares en caso de conferencias con traducción simultánea) y una segunda sala (la "azul", con una enorme pantalla y más de cien localidades, aún más cómodas, lo que hace que yo la prefiera para ver las películas) que se utiliza adicionalmente para transmitir simultáneamente, con muy alta fidelidad, el acto desde la principal cuando ésta se llena, cosa que ocurre en el 99,9% de los conciertos).


Catálogo de la exposición
Pero además están las exposiciones de Arte: una por trimestre mas algunas menores de verano, porque la FJM no cierra nada más que agosto, creo. Con varios de vosotros he asistido a conciertos y al cine,  y con otros a visitas específicas a las exposiciones. Recuerdo algunas, para mí, inolvidables, como la de Edward Hopper, la de Klimt, la de paisajistas americanos del XIX, la dedicada al realismo soviético o la que me/nos descubrió, ¿verdad, Antonio y Rogelio?, al alemán Otto Dix y su pintura expresionista de entreguerras... Y otras tantas, sin olvidar la de la primavera pasada, dedicada al Art Decó (que incluía un vídeo de reportaje filmado en los años 30 sobre el mítico transatlántico "Normandie", interesantísimo para los que hemos trabajado en la Construcción Naval y amamos los barcos, como es el caso de la mayoría de nosotros, "Cinéfilos") que fue, para mi gusto y, supongo, para el público que la abarrotó, una maravilla. No os perdáis el pequeño reportaje sobre ella en http://www.march.es/arte/madrid/exposiciones/art-deco/?l=1

Y todo ello de forma gratuita, para bien ... y para mal, ya que, cuando descubrí la FJM por estar situada a menos de 100 mts de las entonces oficinas centrales de AESA en Madrid, generalmente yo no tenía el mínimo problema para conseguir asistir los miércoles para el concierto de las 19:30 si salía de mi trabajo un cuarto de hora antes (todavía no había "entradas"), ahora ya no es tan fácil. Como la demanda aumentó año tras año, desde hace dos hay una reserva por internet para 83 entradas con una semana de antelación al acto, entregándose las 200 restantes (todas son numeradas) de la sala principal, más las de la sala azul, desde una hora de antelación al acto. La reserva por internet se suele agotar en dos minutos, como máximo.


Autorretrato de Hopper en su exposición de 1989
Pero la cosa no acaba aquí: En los últimos años la FJM ha comenzado a almacenar en su página http://www.march.es/ y poner  a disposición de cualquiera que no lo haya podido disfrutar en directo vídeos y audios escogidos, totales o parciales, de sus conciertos y conferencias, de forma que ya podéis acceder los que no vivís en Madrid o no podéis desplazaros a dichos eventos por vuestras ocupaciones laborales o familiares. Os ofrezco una pequeñísima muestra, escogida muy rápidamente, de actos que presencié en directo:

  • Teatro musical (actos que fueron emitidos en diferido por TVE en "Los conciertos de La 2"):

  1. "Fantochines" (60 min, con una muy curiosa "profundización" del escenario por medio de una impostada proyección cónica)  http://www.march.es/videos/?p0=5817&l=1  Aconsejo ver previamente su presentación y cómo prepararon el montaje en http://www.march.es/videos/?p0=5761&l=1
  2. "Los dos ciegos" y "Une éducation manquée" (72 min, con muy inteligente escenografía para dos montajes totalmente diferentes) http://www.march.es/videos/?p0=6840&l=1


  1. Concierto de clausura de la temporada 2014-2015: La violista Tabea Zimmermann, acompañada al piano nada menos que por Javier Perianes, interpreta a Schubert, Brahms, Schumann y Falla (81 min, es posible que de todos los vídeos de música también haya acceso separado en audio para ponerlo de fondo, seleccionando en ese caso qué partes se quieren oír y cuáles no) http://www.march.es/videos/?p0=6864&l=1
  2. Del ciclo "Popular y culta: La huella del folclorehttp://www.march.es/musica/detalle.aspx?p5=100041&l=1 , el concierto de marzo pasado "Bartok a la húngara" por el grupo tradicional "Muzsikás y Jenő Jandó" (una muy atractiva actuación, 78 min)  http://www.march.es/videos/?p0=5823&l=1  
  3. Del ciclo "En la corte de Alfonso X el Sabio", actuación el pasado abril (registro parcial de solo 24 min) del fantástico grupo francés "Ensamble Discantus", interpretando Cantigas de Santa María (más galaico, imposible). http://www.march.es/videos/?p0=6842&l=1
  4. Pequeño y magnífico concierto (42 min) con ocasión de la apertura de la preciosa exposición "El gusto moderno. Art déco en París, 1910-1935", con Laia Falcón, como soprano, y Carmen Martínez-Pierret al piano, interpretando obras de Poulenc,  Ravel, Satie y otros http://www.march.es/videos/?p0=5826&l=1
  • Conferencias:
  1. Del ciclo "Historia del Lied" en 7 capítulos: nº1 "Una cima temprana, Winterreise, de Schubert", magnífica conferencia introductoria por parte el gran musicólogo (y comunicador, opino yo) Luis Gago. Interesantísima. http://www.march.es/videos/?p0=243&l=1
  2. Del citado ciclo "Popular y culta: La huella del folclore", conferencia previa por Rubén Amón: "Bela Bartok: El príncipe de madera" (30 min)  http://www.march.es/videos/?p0=5822&l=1
  3. Lectura dramatizada de "Declaración de amor de Hans Castorp a Madame Chauchat", de "La montaña mágicahttp://www.march.es/videos/?p0=5777&l=1
  4. "La crisis a los dos lados del Atlántico: La solución de EEUU y la de Alemania", en diálogo entre Óscar Fanjul y Luis Garicano (economista de referencia en el partido Ciudadanoshttp://www.march.es/videos/?p0=6849&l=1
    Pues sirva esta presentación como mi más sincero homenaje y expresión de agradecimiento a la Fundación Juan March, personalizada a estos efectos en su Director General, Javier Gomá, intelectual de gran prestigio, muy volcado en temas de ética y moral pública, ganador del Premio Nacional de Ensayo 2004 y, por los manifiestos resultados de divulgación cultural obtenidos, junto con su equipo, en la FJM, magnífico gestor. 

    Y a todos vosotros, Cinéfilos y amantes de la Cultura que podáis leer esto, os aconsejo aprovechar las oportunidades que generosamente ofrece la FJM, empezando, por ejemplo, por disfrutar mañana miércoles, a las 19:30 viendo y/o escuchando el concierto semanal, que excepcionalmente esta vez es el cuarto y último pase de la "Trilogía de tonadillas de Blas de Laserna", teatro musical del siglo XVIII (asistí al primero, el viernes pasado y, como al crítico de RNE que la comentó el sábado, me gustó muchísimo) que, como todos los de los miércoles, trasmitirá en audio directo Radio Clásica y desde la web de la FJM, en "streaming", permitiendo que la gocéis en vídeo desde vuestra casa, "Cinéfilos" que estáis en Cádiz, Cartagena, Ferrol ... Supongo, pero no puedo asegurarlo, que como los otros dos casos de teatro musical antes referenciados, la FJM mantendrá el vídeo disponible en su página; en tal caso lo podréis ver cuando lo consideréis oportuno, especialmente los que me consta que tenéis obligaciones con los pequeños a la hora del baño y cena.

    Para saber previamente "de qué va", podéis ver una pequeña presentación y ensayo en http://www.march.es/videos/?p0=9955&l=1

    Cultura, Civilización y Ética para todos, Amigos, como las mejores "vacunas" contra la barbarie, el fanatismo, la corrupción y la ignorancia que nos amenazan.

    Manrique

    PD añadida en febrero de 2016: Ahora también ya está disponible, permanentemente, en rtve.es "a la carta" el vídeo completo de la citada "Trilogía de tonadillas de Blas de Laserna

lunes, 11 de enero de 2016

David Bowie, si me dices "huye", huiré contigo.

Y si tú dices "huye", huiré contigo.
Let’s dance! ¡ Vamos a bailar !

Ponte tus zapatos rojos y baila conmigo este blues porque hoy es un hoy más triste. Sin Bowie todo será más vulgar.

No era una quimera, no. Era como todos nosotros, no tenía dos personalidades, no era diferente, pero hizo que el universo entorno de sí fuese mejor, más sensual, más trepidante, parecía que el mundo fuese el doble de lo que era. Hacía que el mundo tuviese color, ambigüedad, misterio, fantasía, diversión. Consiguió que los horizontes de lo prohibido se alejasen en el mundo de los grises en que estábamos inmersos. Logró que la imaginación se materializase en las formas, los sonidos y los movimientos.

Nos miraba a los ojos con mirada desafiante, tanto que lo hacía con uno ojo de cada color consiguiendo un rictus sensual que rozaba lo erótico para invitarnos a ir dos pasos más allá de donde estuviésemos. Era fácil seguir sus pasos, sólo hacía falta desprenderse de los prejuicios y ataduras que él no conocía. Así, de esta forma fueron muchos los que se atrevieron a salir a escena con enormes pseudoclones que nunca llegaron al nivel de Bowie aunque sí que consiguieron ir más allá sólo con imitarle, pero él era inimitable. Único David.

Quedan infinidad de canciones, más de una veintena de películas magníficas y memorables como “Dentro del Laberinto (1985)” o “La última tentación de Cristo (1988)” o “Imagine” (1988) [Un tributo a John]  o “El Truco Final (2006 )”e icontables imágenes reales en nuestra retina de lo que no podíamos ni imaginar. Queda un estilo ecléctico atrevido, rompedor y revolucionario, sin embargo libre de aristas.

Así es, hoy el mundo es menos interesante sin David, aún así… me estoy calzando mis zapatos rojos para bailar este blues.

https://www.youtube.com/watch?v=OyVjdQXNs9s