viernes, 22 de enero de 2016

Khiva, el oasis perdido

Siquieres leer el primer relato de esta serie sobre la Ruta de la Seda, pinchaaquí.

En los relatos anteriores hemos hablado de Tashkent, de Samarkanda y de Bukhara. Pero Khiva… Khiva es otra cosa. De entrada por lo aislada que está, en medio del desierto de Kyzil Koy, en lo que en su día fue el delta formado por la desembocadura del Amu Daria en el Mar de Aral. Cuenta la leyenda que la primera vez que el ejército zarista intentó conquistarla, tuvieron que regresar después de meses de recorrer el desierto en su busca, sin encontrarla.
 
A nosotros no nos costó tanto, con nuestro flamante autobús chino, pero las siete horas de carretera, fundamentalmente a través del desierto, no nos las quitó nadie. En cuanto salimos del oasis de Bukhara no había nada, más allá de algunos matojos y la arena que en ocasiones cubría la carretera recta e inacabable.
 
Muy de tarde en tarde avistábamos alguna aldea de pastores nómadas, que se confundía con las dunas. Ni siquiera cuando nos acercamos al cauce del Amu Daria cambió el paisaje. Salvo una estrecha franja de un kilómetro de ancho en torno al río, todo era arena y más arena. A nuestro lado, el desierto de Kyzil Koy, al sur del río el de Kara Koy.
 
Cuando llegó la hora de comer paramos en uno de los poquísimos restaurantes de la ruta, básico como no me podía imaginar. Nos sentamos sobre unas alfombras en el suelo del comedor, como auténticos nómadas, porque allí no había ni mesas ni sillas. Lo malo era que las alfombras no eran de auténtica lana, sino acrílicas, mucho más baratas, y resultaban casi insoportables en aquel calor abrasador, calculo que muy cercano a los cuarenta y cinco grados. Y ¿qué creéis que nos trajeron de comer, como menú único? ¿Pinchos de cordero con arroz? ¡No! ¡Tenían pescado del Amu Daria! Después de una semana a dieta de cordero habríamos recibido con alborozo cualquier comida que nos sacara de la rutina, pero la perspectiva de comer pescado, y además de un río tan cargado de historia, nos animó y nos sirvió para soportar los noventa minutos que tardaron en servirnos.
Con una cuenca de más de trescientos mil kilómetros cuadrados y una longitud de dos mil quinientos, es mayor río de Asia Central, y creo que el mayor del mundo que no desemboca en el mar. Cruza y da vida a Afganistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Para que nos hagamos una idea, la cuenca del Ebro tiene la cuarta parte de extensión.
Conocido por griegos y romanos como Oxus, dio nombre a la Transoxiana, la estepa desértica, inhóspita e ilimitada que se extendía al norte. Alejandro lo utilizó como frontera norte de su imperio, ante la imposibilidad de someter a los nómadas que vivían al otro lado. Para entender lo remoto que es, pensemos que hasta los años veinte del siglo pasado no se editó un mapa completo de su recorrido.
Cuando más entusiasmados estábamos comentando la historia del río y de la zona, nos trajeron por fin el pescado, que aunque requemado e insípido nos supo a gloria. Después de la comida volvimos encantados al autobús, a echar la siesta adormecidos por el aire acondicionado, mientras el chófer seguía tragándose kilómetros de desierto.
Llegamos por fin al antiguo delta del Amu Daria, que en sus momentos de esplendor estuvo cubierto de árboles, y que hoy en día sigue siendo relativamente fértil y alimenta a los habitantes de Khiva, aunque ha perdido gran parte de su extensión. Comprendimos entonces la importancia de esta ciudad en la Ruta de la Seda, al menos desde el siglo X, cuando ya se la mencionaba en los itinerarios. Nunca fue la capital de un imperio ni un gran centro religioso o de erudición; a lo máximo que llegó fue a sede del khanato de Jorasmia en el siglo XVI, y aun así solo después de la decadencia de Urgensch por un cambio de curso del Amu Daria. Pero era una parada obligatoria para todas las caravanas, ya que era el único oasis relevante entre Bukhara y el Caspio, un recorrido de más de mil kilómetros.
Si la entrada en Bukhara nos impresionó por las murallas de la ciudadela, en Khiva era todo el casco antiguo el que estaba amurallado, en un perímetro de unos tres kilómetros solo interrumpido por las puertas. Las murallas, con base de piedra y altos terraplenes de tierra recubierta de adobe, perfectamente almenadas y reforzadas por torres cada cien metros, parecían totalmente inexpugnables.
Nuestro hotel, el Arkanchi, estaba situado dentro de las murallas, junto a la puerta oeste, al lado del minarete truncado de Kafta Minor. Tenía pinta de haber sido una caravansería, por el amplio patio central al que se abrían las habitaciones y por el portón de madera claveteada, de por lo menos diez centímetros de espesor, por el que no era difícil imaginarse la entrada de las caravanas de camellos, cargadas de mercancías de cualquier parte de Asia Central, o incluso de más allá. Las habitaciones podían haber sido las de cualquier casa de comerciante acomodado de principios del siglo pasado. Pilares y vigas de madera, muros de adobe encalados con zócalos de azulejos, puertas y ventanas con cristales de colores, alfombras y cojines por todas partes… Lástima que el encanto se viera enturbiado por una cierta falta de limpieza y un aire acondicionado que fallaba con demasiada frecuencia. Pero no se puede tener todo. Por lo que me han contado otros viajeros, dos años después de nuestra estancia sufrió una reforma a fondo, que lo hizo mucho más cómodo pero le borró esa patina decadente que era su principal atractivo.
Antes de cenar todavía pudimos dar una vuelta por los alrededores, para ver los últimos rayos del sol reflejarse en los minaretes y cúpulas cubiertas de azulejos turquesa dispuestos en franjas. Subimos al minarete más cercano, desde cuya terraza superior se veía perfectamente las bóvedas color tierra del casco viejo, las murallas, y las viviendas unifamiliares con jardines de la parte nueva. Más allá se divisaba la mancha verde del oasis y a lo lejos la vista se perdía en los tonos ocre del desierto.
La llamada del muecín a la oración del Magrib nos recordó que en el hotel estaban a punto de servir la cena, o sea que dejamos la visita al resto de la ciudad para el día siguiente.
Después de una noche con un calor asfixiante, que obligó a más de uno a abandonar la habitación e intentar dormir en las alfombras de los porches que rodeaban el patio, en cuanto amaneció salimos a recorrer el casco antiguo, intentando aprovechar las primeras horas del día, relativamente más frescas.
Empezamos la visita por el pozo de Hewvakh, que según la leyenda fue excavado por Sem, el hijo de Noé, y en torno al cual se construyó la ciudad. Aunque una placa recoge esta historia al lado del pozo, me parece bastante poco creíble, ya que se supone que Noé y su familia se bajaron del Arca en el monte Arafat, en la actual Turquía, a unos dos mil quinientos kilómetros de distancia. Pero si creemos lo que dice la Biblia de que Noé alcanzó la edad de novecientos cincuenta años, y que él mismo tuvo su primer hijo después de haber cumplido los cien años, puede que le hubiera dado tiempo de llegar hasta aquí…
Pero en Khiva, además de este curioso pozo, había muchas más cosas que ver: la madraza de Amin Khan, el palacio Tash Hovli (antigua residencia de los khanes), la mezquita del viernes,  la ciudadela de Kunya Ark, el mercado al aire libre…
Como en capítulos anteriores, tampoco voy a entrar aquí en una descripción detallada de cada monumento. Me limitaré a los que más me gustaron: la mezquita y dos de los minaretes.
Cuando estuve allí el minarete Islam Khodja, cuyo nombre significa “santo islam”,  era la construcción más elevada de toda la ciudad, ya que su altura de cuarenta y cuatro metros equivale casi a la de un edificio de quince pisos; espero que siga siéndolo durante muchos años. Pero no era su altura lo que lo hacía tan atractivo, sino su sencilla forma troncocónica y las cenefas de azulejos blancos y azules que se iban alternando con los ladrillos ocres. Entre esta decoración se distinguían los ventanucos que daban algo de luz a la escalera de caracol por la que se podía subir hasta el balcón, coronado por una cúpula, que se seguía usando cinco veces al día para llamar a la oración. Menos mal que  también aquí lo hacían a viva voz, sin esa megafonía que atruena otras ciudades.

También me gustó mucho la Mezquita del Viernes, que aunque se terminó de construir en el siglo XVIII tenía un encantador aire íntimo y pueblerino, quizás por su pequeño tamaño y los más de doscientos pilares de madera carcomida que sostenían su cubierta. Estos pilares, algunos del siglo XIV,  y la iluminación natural que proporcionaba el pequeño patio central me daban la sensación de estar en el interior de un bosque.
Otro minarete que me llamó la atención fue el Kalta Minor, situado frente a la madraza. Cuenta la leyenda que cuando empezó a construirse pretendía superar ampliamente a cualquier otro de Uzbekistán, o como se llamara entonces este país. Su principal rival era el minarete Kalyan en Bukhara, que tiene cuarenta y ocho metros de altura y nueve de diámetro en la base. Aunque el Kalta Minor no se llegó a terminar, si tenemos en cuenta que su base tiene un diámetro de catorce metros podría haber alcanzado fácilmente más de setenta metros de alto. No he conseguido averiguar por qué se quedó inacabado, aunque todos los indicios apuntan a la muerte del khan Muhammad Amin, que lo había mandado construir, y a la caída de la ciudad en manos rusas, de las que no salió hasta 1991.
Para terminar con este recorrido por la ciudad, qué mejor que un paseo por el mercado municipal, construido justo al lado de una caravansería todavía en uso, aunque ahora albergaba tiendas de artesanía y telares, ya no quedaban camellos, y lo que entraba y salía por su portalón eran furgonetas cargadas de mercancías.
El nuevo mercado, instalado en unas naves industriales de la época soviética, chirriaba en aquel entorno medieval. Pero si no elevabas la vista y te limitabas a mirar a la gente y a lo que se vendía, podías fácilmente retroceder unos cientos de años en el tiempo. Ancianas hermosísimas y atemporales como la de la foto, pastores tocados con tepek (esos gorros de astracán que solemos asociar a los cosacos), ovejas vivas y en canal, herreros con su fragua, charlatanes intentando vender remedios infalibles contra cualquier enfermedad, hornos de barro en mitad de la calle en los que se elaboraba el pan sobre la marcha, burros cargados de leña, puestos donde se freían samosas o se asaban pinchos morunos…
 
Las horas de más calor de la tarde las pasé en un café internet ubicado en un edificio de adobe que antes debía de haber sido una mezquita o una madraza, intentando despachar por correo electrónico algunos asuntos de trabajo, que me habían perseguido hasta aquella ciudad remota. La calidad de las conexiones iba pareja con el aspecto del edificio.
 
Como aquella era nuestra última noche en Uzbekistán, Bazrom decidió ofrecernos una despedida memorable antes de retirarse a visitar a alguna de sus novias. En la azotea del hotel organizó una cena de despedida a base de pollo asado con verduras y un pan excelente, regada con vodka más que abundante. Después de los postres todavía nos obsequió con unos canutos magníficos, enormes, elaborados con un hachís tan potente como el mítico afgano que ocasionalmente llegaba a Madrid en los años setenta, mucho más fuerte que el habitual kif marroquí.
Esa noche dormimos de un tirón. Falta nos hacía, porque al día siguiente nos esperaba un largo recorrido hasta la frontera turcomana, las ruinas de Konya-Urgensch y la infame ciudad de Dashoguz.
 
 
 
 

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