viernes, 19 de septiembre de 2014

La chatarra del Imperio

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Cuando a las nueve de la mañana salimos de Tbilisi, el día se presentaba prometedor. Pretendíamos hacer una breve parada en la ciudad industrial de Rustavi, visitar un par de monasterios antes de comer, y llegar a media tarde a Telavi, capital de la región vinícola de Kakhetia, donde habíamos reservado alojamiento en el hotel de Bodegas Schuchmann.

Siguiendo las instrucciones del navegador, nos metimos en una carretera destruida. No con baches, no en mal estado, sino como si hubiera sido bombardeada o arrasada por algún cataclismo natural. Imposible conducir a más de veinte kilómetros por hora. Piedras en mitad de la carretera, boquetes, zanjas, y solo algunos vestigios de asfalto. Los agujeros más grandes estaban tapados con escombros, muchas veces restos de uralita triturada, material altamente cancerígeno. Aquello no podía ser la carretera que unía la capital y la que había sido la principal ciudad industrial del país. Como el navegador insistía, seguimos adelante, esperando en vano que el pavimento mejorara.

El paisaje estaba formado por naves industriales abandonadas, un aeropuerto con la torre de control sin cristales, las pistas cubiertas de matojos y varios aviones oxidados, y kilómetros de vías de tren ocupadas por cientos de vagones en distintos grados de destrozo. Creo que el origen de tanta desolación estaba en 2008, durante la guerra “civil” que terminó con la separación de la provincia de Osetia del Sur. Aviones rusos habían bombardeado Tbilisi en varias ocasiones y sus principales objetivos habían sido las instalaciones militares, los nudos de comunicaciones y la industria pesada.

Poco a poco, este desolador paisaje post industrial fue dando paso a viviendas unifamiliares rodeadas de huertos, y a algunos pueblos polvorientos, donde los hombres jugaban al backgammon en sombrajos al borde de la carretera, casi siempre con una o dos botellas de plástico llenas de vino encima de la mesa. Dado que era un día laborable, estoy convencido de que se trataba de parados procedentes de las industrias destruidas que acabábamos de ver.

Por fin, en un cruce sin señalizar, nos paramos a preguntar a dos hombres que esperaban al borde de la carretera. Por señas entendimos que ellos también iban a Rustavi, y que si los llevábamos nos indicarían el camino. Se subieron, nos llevaron directamente a la autopista Tbilisi – Rustavi - Bakú, que discurría en paralelo a nuestra carretera, y se bajaron en el centro de Rustavi.

En los años cuarenta, Stalin, georgiano, decidió construir de la nada una inmensa acería para procesar el mineral de hierro del vecino Azerbaiyán. Dicho y hecho, cualquiera le ponía pegas… Se planificaron fundiciones, acerías, centrales térmicas, y una estación de ferrocarril enlazada con la línea Bakú – Batumi, por la que salía al mediterráneo el petróleo azerí. Se trajeron trabajadores de las zonas más pobres de Georgia, y se completó la mano de obra con prisioneros de guerra alemanes. En torno al primitivo núcleo siderúrgico crecieron fábricas de cemento y uralita, de productos químicos, de fibras sintéticas y de manufacturas metálicas. Así nació la nueva Rustavi.

Las condiciones de vida iniciales de los trabajadores que construyeron la ciudad eran penosas, ya que allí no había nada. Ni luz eléctrica, ni agua corriente, ni viviendas. Se alojaban en chabolas y cuevas, y se iban mudando a los nuevos bloques de viviendas a medida que se construían, en unas condiciones muy parecidas a las que cuenta Aleksandr Solzhenitsyn en “Un día en la vida de Ivan Denisovich”.

En los años noventa, la caída de la URSS provocó un desastre en Rustavi. Roto el suministro de mineral de hierro y petróleo de Azerbaiyán, y sin acceso al mercado de productos siderúrgicos del resto de la URSS, cerraron todas las fábricas, y el sesenta por ciento de la población se quedó en paro. Un tercio de los habitantes de Rustavi emigró, bien a Tbilisi, bien a las aldeas de las que procedían.

Los barrios residenciales que íbamos cruzando eran fiel reflejo de lo sucedido. Perfectamente ordenados en largas filas a los lados de unas avenidas amplias y rectilíneas, los bloques de viviendas se extendían durante kilómetros. Separados por zonas verdes, podría parecer un lugar ideal para vivir, un paraíso de la clase trabajadora. Pero cuando te acercabas y te detenías, te dabas cuenta del horror. Ni un bar, ni mucho menos un restaurante. Ni un comercio que mereciera ese nombre, como mucho algún kiosco construido con material de derribo o con un contenedor oxidado, en el que se vendían productos de primera necesidad, unas versiones cutres de lo que en Cádiz llaman “un desavío”.

En las zonas verdes entre los bloques, los vecinos más emprendedores habían instalado huertos y gallineros, e incluso pastaban vacas y burros. Los bloques de viviendas, sin volver a pintar desde su construcción, tenían un color ocre del cemento que los enlucía, y que se iba desprendiendo poco a poco, dejando al aire la ferralla oxidada. Muchas ventanas, en lugar de con cristales, se cubrían con plásticos, cartones o tableros.

Los portales, llenos de trastos, dejaban ver el arranque de unas escaleras oscuras, sucias, sin bombillas, de las que habían arrancado hasta los peldaños. Solo en los bloques en mejor estado, bicados en el centro de la ciudad, se veían algunos aparatos de aire acondicionado y antenas parabólicas. Los pocos coches aparcados eran unos utilitarios LADA, similares al SEAT 124, listos para el desguace.

Cuando terminamos de cruzar las zonas residenciales, nos acercamos al cinturón industrial. A lo largo de la carretera, de nuevo llena de baches y zanjas, se sucedían las enormes fábricas abandonadas. Solo vimos dos en funcionamiento: una central térmica, y una fundición, ante la que se erguían verdaderas montañas de chatarra, acarreadas hasta allí por una fila incesante de camiones. Materia prima, desde luego, no faltaba. Muchas de las fábricas de los alrededores estaban en distintas fases de canibalización. No solo se llevaban todos los cables, tuberías y estructuras de acero, sino que incluso vimos como cortaban cuidadosamente los muros de hormigón en losas de dos por tres metros, que luego se reciclaban como paredes o pavimentos de las viviendas.

En algunas parcelas se amontonaban los coches (distintos modelos del popular LADA, y algunos ejemplares de ZYL, reservados en su día para la nomenklatura); en otras, tanques y camiones militares, y hasta algún caza MIG. La chatarra del Imperio…

Desde allí pretendíamos llegar a los monasterios trogloditas de Davit Gareji,  pero esa es otra
historia.

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