viernes, 12 de septiembre de 2014

La montaña de las lenguas

Si quieres leer el primer relato de esta serie, pincha aquí

En muchos sitios he leído que la palabra Cáucaso deriva de un término farsi que significa “la montaña de las lenguas”. Me imagino que cuando los persas invadieron el Cáucaso  allá por el siglo XVI, se quedarían asombrados de la cantidad de lenguas diferentes que se hablaban en un área tan pequeña. Se citan hasta ciento treinta idiomas y dialectos, de los que hoy en día sobreviven más de treinta. En la propia Georgia, en un territorio siete veces más pequeño y con diez veces menos habitantes que España, se habla georgiano, lógicamente, pero también ruso, turco, armenio, azerí, checheno, osetio, esvano, mingrelio, laz, y abjaso.

Y no solo lenguas, sino alfabetos. En aquella zona se pueden encontrar cinco de los veintitrés alfabetos que se usan en el mundo: árabe (Irán), latino (Turquía y Azerbaiyán), armenio (Armenia), georgiano (Georgia) y cirílico (Rusia). Como comparación, tengamos en cuenta que en toda Europa solo se usan tres: el latino, el cirílico y el griego, y en toda América solo uno: el latino.

Antes de ir hice un breve intento de aprender algo de georgiano, pero lo abandoné rápidamente, acordándome de aquel erudito turco al que su sultán envió a esta zona a aprender ubijé, un idioma que entonces se hablaba en Sochi. Incapaz de aprenderlo, tuvo que explicarle al sultán el motivo de su fracaso, para lo que vació sobre el piso de mármol, frente al sultán, una bolsa llena de piedrecitas. “Escuche estos sonidos” —dijo—. “Igual de incomprensible es el ubijé a los oídos de un extranjero”.

La mayoría de las fuentes que consulté antes de viajar indicaban que, aunque el segundo idioma más hablado en Georgia era el ruso, con el inglés era más que suficiente para un viajero independiente. Craso error, como pude comprobar en cuanto llegué. Aunque en hoteles, restaurantes elegantes y tiendas caras te podías manejar muy bien en inglés, en casas de comidas, taxis, tiendas y lugares públicos convenía tener unas nociones básicas de ruso. ¡Cuántas veces se repitió este diálogo!:

* Po-russki? (¿habla ruso?)
* Niet, izvinite (no, lo siento)
Las primeras pruebas de esta dificultad de comunicación las tuvimos cuando decidimos viajar hasta Kazbegi, muy cerca de la frontera rusa, en el extremo norte de la Carretera Militar Georgiana.
Simplemente coger un taxi hasta la “estación” de marshrutkas de Didube, se complicaba. Los taxis no llevan taxímetro, por lo que antes de subirse hay que decirle al conductor el destino y negociar el precio ¡en ruso! Nada de inglés.

Lo de estación lo pongo entre comillas, porque más que una auténtica estación de autobuses, Didube era una extensa zona en la que se ubicaban una estación de tren  y varias explanadas en las que se mezclaban taxis, vehículos particulares que buscaban pasajeros para compartir gastos, vendedores ambulantes de chucherías y juguetes, ferreterías, farmacias, puestos de comida y de bebida, kioscos de khachapuri, y las marshrutkas, los omnipresentes microbuses. Cargados con las mochilas y acosados por los taxistas, fuimos adentrándonos en aquel laberinto de dos o tres kilómetros cuadrados, pasando delante de docenas de marshrutkas con los rótulos de sus destinos escritos en georgiano, y a veces, pero no siempre, transcritos al alfabeto latino o al cirílico. Por fin alcanzamos una marshrutka cuyo rótulo empezaba por algo parecido a una “Y” (nuestra letra K), y terminaba en una especie de horquilla invertida (la I). Le preguntamos al conductor:

* ¿Kazbegi?
* Ya, ya, disiat lari. (si, si, diez lari)

Ante esta marshrutka esperaba para subirse una larga fila de montañeros rusos, una pareja georgiana de recién casados, y un pope jovencito cargado con un triciclo rosa. En el maletero iban colocando mochilas enormes, tiendas de campaña, piolets, crampones, y todo tipo de material de montaña. Cuando pensamos que no cabríamos, el conductor nos apremió:

* Dabai, dabai! (vamos, vamos)

En efecto, quedaban cuatro asientos libres en la tercera fila. Nos embutimos allí, y la cuarta plaza la ocupó un señor de unos ochenta y cinco años, cargado con dos sacos de pan duro y una bolsa de plástico con algo muy maloliente, que no logré identificar en las tres horas de viaje.

Viajar por Georgia en marshrutka viene a ser el equivalente moderno de los viajes en bemo que describo en alguno de los Relatos indonesios. Eran unas furgonetas grandes, similares a las de los vendedores ambulantes del Piojito en Cádiz, habitualmente fabricadas en Europa, y vendidas de segunda mano en Georgia cerca del final de su vida útil. La inmensa mayoría eran Ford Transit o Mercedes Sprinter, dato este que no interesará a casi nadie más que a mi amigo Juan Antonio.

En Georgia las forraban de moqueta y les instalaban unos quince asientos estrechos, además del asiento corrido de la primera fila en el que se sentaban el conductor y un par de pasajeros. No me encontré en todo el viaje ninguna a la que le funcionara el aire acondicionado, pero en compensación, a la mayoría tampoco les funcionaba el equipo de sonido, lo que siempre agradezco.

Muchas no tenían maletero propiamente dicho, por lo que una parte del equipaje se apelotonaba en un estrecho espacio entre la última fila de asientos y la puerta trasera, y el resto se iba encajando debajo de los asientos y en el pasillo.

En teoría, el conductor-cobrador –también aquí habían llegado los recortes, lejanos ya los tiempos gloriosos de cobrador, conductor y ayudante- asignaba los asientos por orden de venta, empezando por la última fila. Los dos asientos de la primera fila creo que los consideraban VIP, y en aquellas tres semanas no conseguí averiguar cómo se asignaban. A nosotros nunca nos tocaron.

Las salidas solían ser bastante más puntuales que las de los aviones de Iberia, con no más de cinco minutos de retraso sobre el horario previsto, pero las llegadas eran algo menos puntuales que las de los aviones de Ryan Air. Eso sí, ni sonaban trompetas cuando llegábamos en hora, ni nadie protestaba si nos retrasábamos alguna horita.

A lo largo del recorrido eran habituales las paradas bajo demanda, para dejar o coger pasajeros o algún encargo, echar un cigarro o simplemente estirar las piernas.

En cuanto a los conductores, creo que se podían clasificar en dos grandes grupos: Los suicidas, que iban adelantando a todo el mundo, con o sin visibilidad, con o sin raya continua, en puentes, túneles o zonas de obras, mientras hablaban sin parar por el móvil; y los cautos, mucho menos frecuentes, que circulaban a no más de cincuenta kilómetros por hora, adelantaban raras veces, y respetaban gran parte de las señales de tráfico. Aunque a veces engañaban. En el trayecto desde Kahshuri hasta Kutaisi, en el que el conductor era especialmente prudente, mi tranquilidad se esfumó cuando María me dijo.

* Creo que va tan despacio porque le fallan los frenos.

Esa afirmación, bajando por un puerto de montaña con pendientes del diez por ciento y frecuentes rampas de deceleración para los camiones que se quedaban sin frenos, era algo preocupante.
Volviendo a nuestro recorrido, en el que nos había tocado un conductor del tipo suicida, a mitad de camino hicimos una breve parada al borde de la carretera, junto a unos tenderetes donde vendían fruta y chucherías. Entre los alpinistas rusos triunfaron las churchelas, ristras de nueces y otros frutos secos ensartados en un hilo y bañados en una reducción muy densa de zumo de uva. Hasta el pope compró un par de ristras. Eso sí, para comprobar la consistencia de las churchelas, todos los posibles compradores las iban palpando sistemáticamente.

Al cabo de otra hora de viaje, en Vapisubani, se bajó mi vecino con sus dos sacos de pan duro y su bolsa apestosa. Le estaba esperando en la parada otro anciano de su quinta, que cargó con uno de los sacos,  y los dos desaparecieron monte arriba. Luego me enteré de que con el pan duro se fabricaba una de las innumerables variedades de chacha, el aguardiente local.

Después de atravesar varios túneles anti alud, pasamos el puerto de Jvari, a 2.200 metros de altura, que marca la divisoria de aguas entre las laderas norte y sur del Cáucaso, y empezamos a descender siguiendo el valle del Terek, río que nace en Georgia pero desemboca en el Mar Caspio, en la república rusa de Daguestán.

Kazbegi era el típico pueblo de montaña, tradicional punto de comercio entre Rusia y Georgia, pero hoy transformado en la base de excursiones y escaladas por los valles y picos del Alto Cáucaso Central.

Para el día siguiente contratamos un conductor que, con su 4*4, nos acercaría al pueblo de Kvemo Okrokana, en el valle de Truso, donde pensábamos iniciar una ruta de senderismo. Como la pista a partir de ese pueblo no estaba en muy mal estado, el conductor nos acercó un poco más, introduciéndose un par de kilómetros en la garganta del Tergi, hasta que le fue literalmente imposible seguir. Nosotros nos habríamos bajado del coche mucho antes, prefiriendo recorrer a pie aquella pista estrecha, en muy mal estado, excavada en la ladera de la montaña. En nuestro ruso de emergencia acordamos que nos esperaría allí unas tres horas, y echamos a andar.

El río, muy crecido por el deshielo, excavaba su lecho en una profunda garganta con paredes de basalto. Después de pasar junto a un curioso oratorio, formado exclusivamente por un bloque verde de serpentina tallado en forma de cubo, y cientos de papelitos con oraciones amarrados a las ramas de un enebro, llegamos a un puente en construcción. Cruzamos como pudimos, viendo debajo de nosotros las aguas rugientes del Tergi, y en lo alto varias rapaces planeando.

Un par de kilómetros más por la otra orilla, y la garganta se abrió formando el amplio valle de Truso. El valle, que moría en el desfiladero que acabábamos de cruzar, se abría hasta alcanzar un kilómetro de ancho, con el fondo plano y las paredes casi verticales que delataban su origen glaciar. Por el fondo del valle corría el Tergi, y había muchos manantiales de agua mineral que formaban depósitos de colores que iban desde el blanco refulgente del carbonato cálcico hasta el rojo granate del óxido de hierro.

Enseguida nos encontramos con un grupo de pastores georgianos a caballo, que con la ayuda de varios perros dirigían un enorme rebaño de ovejas. Breve parada de cortesía, intercambio de saludos, y confirmación de que íbamos en dirección correcta para llegar a Ketrisi, nuestro objetivo. Los pastores, muy altos, tremendamente delgados, con pelo rubio, tez curtida y ojos claros, eran un perfecto ejemplo de la raza caucásica.


Los perros, de la raza Pastor del Cáucaso, eran enormes, con unas melenas parecidas a las de los leones, y muy territoriales. Menos mal que los controlaban sus amos, no me habría gustado nada encontrármelos solos. Las ovejas tenían en los glúteos unos apéndices de hasta un litro de volumen, que constituían su reserva de grasa para el invierno, y que son muy apreciados en la cocina georgiana.
Después de vadear descalzos un arroyo de aguas heladas, y avanzando entre pastizales, cruceros de piedra, y rebaños sueltos de vacas, caballos y burros, avistamos la aldea de Ketrisi. Al otro lado del río se divisaban los restos de otro poblado, poco más que un par de torres defensivas. Al fondo, a unos veinte kilómetros, en dirección a la zona separatista de Osetia del Sur, se elevaba una cadena de montañas, con el impresionante castillo de Abano en primer plano.

En Ketrisi no quedaba nadie. Estábamos muy cerca de la línea de alto el fuego, y el pueblo había sufrido mucho durante los combates de 2008. Los habitantes, que huyeron durante la guerra, se habían establecido en otras aldeas, y habían abandonado Ketrisi por su combinación de pobreza, aislamiento y peligro. Estuvimos dudando si seguir hasta el castillo, pero el riesgo de encontrarnos con un campo de minas o con una patrulla de fronteras era demasiado grande. Además, en un valle lateral se veía, a bastante distancia, una especie de campamento militar, no sabíamos de qué bando. Mejor volverse a Kazbegi.

La mañana siguiente amaneció despejada, y por fin pudimos ver la silueta impresionante del monte Mkinvartsveri o Kazbegi. No son solo sus cinco mil metros de altura lo que llama la atención, sino el hecho de elevarse aislado, con unas laderas muy empinadas y coronadas de nieve. Su forma cónica, por su origen volcánico, lo hace tremendamente fotogénico.

De todas maneras, no teníamos la menor intención de escalarlo, tarea reservada a alpinistas expertos y bien equipados, como los que nos acompañaron en la marshrutka desde Tbilisi. Con llegar a la iglesia de la Trinidad, que se elevaba más de cuatrocientos metros sobre el valle, nos era más que suficiente y además hicimos trampa. En lugar de unirnos a la larga fila de caminantes que enfilaban el sendero, contratamos un jeep que, dando un largo rodeo y muchos tumbos por un carril sin asfaltar, nos dejó en una explanada a pocos metros de la iglesia. Los auténticos montañeros subían andando, hacían noche junto a la iglesia, y luego seguían varias horas más para llegar hasta los pies del glaciar Gergeti, a tres mil metros. Y los alpinistas tardaban tres o cuatro días en coronar la cima del Kazbegi.

Las vistas desde la iglesia eran impresionantes. Al sur, las montañas sin vegetación que forman el paso Jvari, donde nace el río Terek. Al este, el valle del río, que hacia el norte se internaba en la tenebrosa garganta de Dariali hacia la frontera rusa. Y por detrás, hacia el oeste, el propio monte Kazbegi. La iglesia en sí es un importante punto de peregrinación, no sólo para los georgianos, sino para todos los cristianos ortodoxos, entre otros motivos por los méritos o indulgencias que se ganan con la dura subida a pie.

La bajada sí que la hicimos andando, por un sendero que descendía en línea recta hacia el pueblo, con una pendiente que muchas veces superaba los 45 grados. Por el camino fuimos cruzándonos con grupos de turistas y de peregrinos, todos igualmente sudorosos y jadeantes. Había pandillas de hombres de mi edad, todos con la nariz colorada y una buena tripa cervecera, que parecían al borde del infarto.

De vuelta al hotel, todavía tuvimos tiempo de asistir al rodaje para una productora catalana de televisión de una entrevista entre un catalán y un georgiano, en la que discutían en inglés sobre los motivos y consecuencias de la separación violenta de la provincia de Abjasia. El catalán, que no sabía inglés, se aprendía de memoria sus preguntas, que la correctora de idioma le hacía repetir docenas de veces, para desesperación de todo el equipo de rodaje. Espero que emitan la entrevista en España (incluyendo a Cataluña) y que sirva para poner un poco de cordura.

Al día siguiente saldríamos hacia la ciudad industrial de Rustavi, pero esa es otra historia.

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